EL DORMIR
a | La razón nos ordena seguir siempre la misma ruta, pero no, sin embargo, andar con el mismo paso.[1] Y, por más que el sabio no deba conceder a las pasiones humanas desviación alguna del recto camino, por otra parte puede muy bien, sin perjuicio de su deber, hacerles la concesión de acelerar o demorar el paso, sin plantarse como un coloso inmóvil e impasible. Aunque la virtud misma se encarnara, creo que el pulso le batiría más fuerte lanzándose al ataque que yendo a comer; incluso es necesario que se inflame y altere. Por este motivo, he notado como cosa singular ver a veces que los más grandes personajes, en las empresas más altas y en los asuntos más importantes, se mantienen tan firmes en su posición que ni siquiera acortan sus horas de sueño.[2]
Alejandro el Grande, el día asignado para la furiosa batalla contra Darío, durmió tan profundamente y hasta tan tarde que Parmenión se vio obligado a entrar en su estancia y, acercándose a su lecho, llamarle dos o tres veces por su nombre para despertarlo, pues la hora de ir al combate le apremiaba.[3] El emperador Otón, la misma noche en que había resuelto matarse, tras ordenar sus asuntos domésticos, distribuir su dinero entre sus sirvientes y afilar la hoja de la espada con la que pretendía herirse, cuando sólo aguardaba a saber si todos sus amigos se habían puesto a salvo, se quedó tan profundamente dormido que los criados le oían roncar.[4]
La muerte de este emperador tiene muchas cosas en común con la del gran Catón, y en particular esto. En efecto, cuando Catón se disponía a quitarse la vida, mientras esperaba que le informaran de si los senadores a los que hacía partir se habían alejado del puerto de Útica, se quedó dormido tan profundamente que los soplidos se oían desde la habitación vecina. Y cuando aquel al que había enviado al puerto le despertó para decirle que la tormenta impedía a los senadores navegar con tranquilidad, envió aún a otro y, hundiéndose más en el lecho, dormisqueó un rato más hasta que este último le aseguró que habían partido.[5] También podemos compararlo con el gesto de Alejandro en la grande y peligrosa tormenta que le amenazaba por la sedición del tribuno Metelo, que pretendía hacer votar un decreto para llamar a Pompeyo a la ciudad con su ejército, en la época del levantamiento de Catilina. Sólo Catón se resistía a tal decreto, y Metelo y él habían cruzado gruesas palabras y grandes amenazas en el Senado. Pero era al día siguiente, en la plaza, donde había que ponerlo en práctica, y en ella Metelo, aparte del favor del pueblo y de César, que entonces conspiraba para favorecer a Pompeyo, iba a encontrarse acompañado de un buen número de esclavos extranjeros y gladiadores, mientras que a Catón le asistía sólo su firmeza. Sus parientes, sus amigos y mucha gente de bien estaban muy inquietos; y algunos de ellos pasaron juntos la noche sin querer descansar, ni beber, ni comer, por el peligro que veían que le habían dispuesto; incluso su esposa y sus hermanas no hacían más que llorar y atormentarse en su casa. Él, en cambio, consolaba a todo el mundo, y, tras cenar como de costumbre, se acostó y se quedó dormido con un sueño profundísimo hasta la mañana, cuando uno de sus compañeros en el tribunal vino a despertarle para acudir a la escaramuza.[6] Lo que sabemos de la grandeza de ánimo de este hombre[7] por el resto de su vida, nos permite juzgar con plena seguridad que tal cosa procedía de un alma elevada tan por encima de estos accidentes que no se dignaba inquietarse por ellos, no más que si fuesen accidentes comunes.
En la batalla naval que Augusto ganó contra Sexto Pompeyo en Sicilia, en el momento de ir al combate, se vio asaltado por un sueño tan profundo que sus amigos tuvieron que despertarlo para que diese la señal de batalla. Ello fue ocasión para que Marco Antonio le reprochara después que ni siquiera había tenido el valor de mirar con los ojos abiertos la disposición de su ejército, y que no había osado presentarse ante los soldados hasta que Agripa vino a anunciarle la noticia de la victoria lograda sobre sus enemigos.[8] Mario el Joven hizo algo todavía peor, pues el día de su última batalla contra Sila, tras haber dispuesto su ejército y dado la orden y la señal de batalla, se echó a la sombra de un árbol para descansar, y se durmió tan profundamente que apenas pudo despertarse con la derrota y huida de su gente, sin haber visto nada del combate. Pero, según se dice, ello se debió a que estaba tan abrumado por el esfuerzo y la falta de descanso que su naturaleza no podía más.[9] Y los médicos decidirán si el dormir es tan necesario que nuestra vida depende de ello. Porque vemos que al rey Perseo de Macedonia, prisionero en Roma, le quitaron la vida privándole del sueño;[10] pero Plinio alega el caso de algunos que vivieron mucho tiempo sin dormir.[11] c | Heródoto habla de naciones en las cuales los hombres duermen y velan cada medio año.[12] Y quienes escriben la vida del sabio Epiménides dicen que durmió cincuenta y siete años seguidos.[13]