CAPÍTULO XLIII

LAS LEYES SUNTUARIAS

a | La manera en que nuestras leyes intentan regular los gastos insensatos y vanos en mesas y vestidos parece ser contraria a su fin. El verdadero medio consistiría en engendrar en los hombres desdén por el oro y la seda como cosas vanas e inútiles; pero acrecentamos su honor y valía, lo cual es una manera muy inepta de quitar el deseo a los hombres. En efecto, decir que sólo los príncipes c | comerán rodaballo, y a | podrán llevar terciopelo y cordón de oro, y prohibirlo al pueblo, ¿qué es sino dar crédito a estas cosas, y avivar el ansia de todos por usarlas? Que los reyes osen renunciar a estos signos de grandeza, ya tienen otros suficientes. Tales excesos son más excusables en cualquiera que en un príncipe. Del ejemplo de muchas naciones podemos aprender bastantes maneras mejores de distinguirnos exteriormente, y de distinguir nuestros grados —cosa que estimo en verdad muy necesario en un Estado—, sin alimentar para ello esta corrupción e inconveniencia tan evidentes. Es asombrosa la facilidad y rapidez con que la costumbre asienta el pie de su autoridad en estas cosas indiferentes. Apenas estuvimos doce meses llevando paño en la corte, a raíz del luto por el rey Enrique II,[1] y lo cierto es que ya, en opinión de todo el mundo, las sedas habían caído en tal vileza que, si veías a alguien vestido con ellas, lo considerabas al instante un burgués.[2] Les habían caído en suerte a los médicos y cirujanos; y, aunque todo el mundo vistiera más o menos igual, había por lo demás suficientes distinciones aparentes de las cualidades de los hombres. b | ¡Con qué rapidez se vuelven honorables en nuestros ejércitos los mugrientos jubones de gamuza y tela, y suscitan reproche y desprecio los vestidos ricos y elegantes!

a | Que los reyes empiecen a renunciar a tales gastos. En un mes se habrá logrado, sin edicto y sin ordenanza; les seguiremos todos.[3] La ley debería decir, por el contrario, que el carmesí y la orfebrería están prohibidos a toda suerte de gente salvo titiriteros y cortesanas. Zaleuco corrigió las costumbres corruptas de los locrianos con una ocurrencia semejante.[4] Sus ordenanzas decían así: que la mujer de condición libre no podrá ir acompañada de más de una criada excepto cuando esté ebria; no podrá salir de la ciudad de noche, ni envolverse de joyas de oro, ni llevar ropa adornada con piedras preciosas, excepto si es pública y puta; que, salvo a los rufianes, no se permitirá a los hombres llevar un anillo de oro en el dedo, ni ropa delicada, como es la de paños tejidos en la ciudad de Mileto. Y así, gracias a estas excepciones infames, desviaba ingeniosamente a sus ciudadanos de las superfluidades y de las delicias perniciosas.

b | Era una manera muy útil de atraer a los hombres, por honor y ambición, al deber y a la obediencia. Nuestros reyes lo pueden todo en tales reformas externas; su inclinación vale como ley. c | Quidquid principes faciunt, praecipere uidentur.[5] [Lo que los príncipes hacen, parecen prescribirlo]. b | El resto de Francia adopta como regla la regla de la corte.[6] Que se cansen de esa abyecta bragueta que muestra tan al descubierto nuestros miembros ocultos; de ese pesado engrosamiento de jubones que nos hace muy diferentes de lo que somos, tan incómodo para armarse; de esas largas trenzas de pelo afeminadas; de esa costumbre de besar lo que presentamos a nuestros compañeros y nuestras manos al saludarlos, ceremonia en otro tiempo debida tan sólo a los príncipes; y de que un gentilhombre se encuentre en lugar de respeto sin una espada a su lado, completamente desaliñado y desabrochado, como si viniera del retrete; y de que, contra la manera de nuestros padres y la particular libertad de la nobleza de este reino, mantengamos la cabeza descubierta a gran distancia en torno suyo, estén donde estén —y como en torno suyo, en torno a cien más, tantos tercios y cuartos de reyes tenemos—;[7] y lo mismo de otras semejantes disposiciones nuevas y viciosas: se verán de inmediato desvanecidas y desprestigiadas. Se trata de errores superficiales, pero aun así con mal pronóstico; y cuando vemos que el revestimiento y la encostradura de nuestros muros se resquebrajan, estamos advertidos de que la construcción se deteriora.

c | Platón, en las Leyes, no cree que en el mundo haya peste más dañina para su ciudad que dejar que la juventud se tome la libertad de cambiar, en atuendos, gestos, danzas, ejercicios y canciones, de una forma a otra, mudando su juicio a veces a esta posición, a veces a aquélla, corriendo en pos de las novedades, honrando a sus inventores. De este modo, las costumbres se corrompen y las antiguas instituciones caen en el desdén y menosprecio.[8] En todo, salvo simplemente en lo malo, debe temerse el cambio: el cambio de las estaciones, de los vientos, de la comida. Y ninguna ley goza de verdadera autoridad sino aquélla a la que Dios ha dado cierta duración antigua, de modo que nadie sepa su origen ni que alguna vez ha sido diferente.[9]