QUE LA EXPERIENCIA DE LOS BIENES
Y LOS MALES DEPENDE EN BUENA PARTE
DE NUESTRA OPINIÓN
a | «A los hombres», dice una antigua sentencia griega, «les atormentan sus opiniones sobre las cosas, no las cosas mismas».[2] Si pudiera establecerse la plena verdad de esta proposición, se ganaría un punto importante para el alivio de nuestra miserable condición humana. Porque si los males han penetrado en nosotros tan sólo a través de nuestro juicio, parece que está en nuestro poder despreciarlos o trocarlos en bienes. Si las cosas se rinden a nuestra merced,[3] ¿por qué no disponer de ellas o acomodarlas a nuestra conveniencia? Si lo que llamamos mal y tormento no es mal ni tormento de suyo, y únicamente nuestra fantasía le confiere esa calidad, cambiarla está en nuestras manos. Y, si podemos elegir, si nada nos fuerza, es una extrema insensatez decantarnos por el partido que nos resulta más fastidioso, y dar a las enfermedades, a la indigencia y al menosprecio un sabor agrio y molesto, pudiendo dárselo bueno y siendo así que la fortuna nos brinda simplemente la materia y a nosotros nos atañe darle forma. Ahora bien, veamos si puede sostenerse que lo que llamamos mal no lo es de suyo, o por lo menos, en todo caso, que depende de nosotros darle otro sabor y otro aspecto, pues todo viene a ser lo mismo.
Si el ser original de las cosas que tememos tuviese el poder de alojarse en nosotros por su propia autoridad, lo haría de manera parecida y semejante en todos. En efecto, los hombres son todos de la misma especie y, salvo diferencias de más o menos, están provistos de útiles e instrumentos similares para entender y juzgar. Pero la variedad de opiniones sobre las cosas muestra claramente que éstas sólo penetran en nosotros con una transacción. Quizá alguno las cobije en su interior en su verdadero ser, pero otros mil les confieren un ser nuevo y contrario en ellos.
Consideramos la muerte, la pobreza y el dolor como nuestros principales adversarios. Pues bien, la muerte, a la que algunos llaman la más horrible de las cosas horribles,[4] ¿quién ignora que otros la denominan único puerto de los tormentos de esta vida,[5] bien supremo de la naturaleza,[6] único sostén de nuestra libertad, y remedio general y rápido para todos los males?[7] Y, así como algunos la esperan temblorosos y asustados, otros la soportan más gustosamente que la vida.[8] b | Ése lamenta su facilidad:[9]
Mors, utinam pauidos uitae subducere nolles,
sed uirtus te sola daret.[10]
[¡Ojalá, oh muerte, rehusaras sustraer a los
cobardes de la vida y sólo te ofrecieras al valor].
c | Pero dejemos estos ánimos gloriosos. Teodoro respondió a Lisímaco, que le amenazaba con la muerte: «Harás una gran cosa alcanzando la fuerza de una cantárida».[11] La mayoría de los filósofos han anticipado deliberadamente su muerte o la han acelerado y auxiliado. a | ¡A cuántas personas del pueblo vemos que, llevadas a la muerte, y no a una muerte simple sino mezclada con infamia y a veces con graves tormentos, manifiestan tal seguridad, unos por obstinación, otros por simpleza natural, que no advertimos cambio alguno respecto a su estado común! Disponen sus asuntos domésticos, se encomiendan a sus amigos, cantan, predican y charlan con el pueblo, a veces incluso introducen algún chiste y beben por sus conocidos, tan bien como lo hizo Sócrates. Uno a quien llevaban a la horca decía que no pasaran por tal calle porque corría el peligro de que un comerciante le hiciera coger por el cuello a causa de una vieja deuda. Otro le decía al verdugo que no le tocara la garganta, no fuese a darle un ataque de risa, tantas cosquillas tenía. Otro le respondió al confesor, que le prometía que ese día mismo cenaría con nuestro Señor: «Ve tú: yo por mi parte ayuno». Otro pidió de beber y, como el verdugo bebió primero, dijo que no quería beber después de él, no fuese a coger la viruela. Todo el mundo ha oído el cuento del picardo. Cuando estaba en la escalera, le presentaron una muchacha y —tal como permite a veces nuestra justicia— le dijeron que, si aceptaba casarse con ella, salvaría la vida. Tras observarla un poco y advertir que cojeaba, dijo: «Ata, ata, que es coja». Y se dice también que, en Dinamarca, a un hombre condenado a cortarle la cabeza le ofrecieron un trato semejante cuando estaba sobre el cadalso, y lo rehusó porque la chica que le ofrecieron tenía las mejillas hundidas y la nariz demasiado puntiaguda.[12] Un criado en Toulouse, acusado de herejía, como única razón de su creencia se remitía a la de su amo, joven estudiante prisionero con él; y prefirió morir a dejarse convencer de que su amo podía estar en un error.[13] Leemos que, cuando el rey Luis XI conquistó la ciudad de Arras, buen número de hombres del pueblo prefirieron dejarse colgar a decir «Viva el rey».[14]
a | Y, entre las viles almas de los bufones, las ha habido que se han negado a renunciar a sus chanzas[15] incluso en el trance de la muerte. Uno exclamó cuando el verdugo le daba el empujón: «Y ruede la bola», que era su cantinela habitual.
Y otro, a punto de entregar la vida, al que habían acostado en un jergón junto a un fuego, le respondió al médico que le preguntaba dónde le dolía: «Entre el banco y el fuego». Y, cuando el sacerdote, para darle la extremaunción, le estaba buscando los pies, que tenía agarrotados y contraídos por la enfermedad, dijo: «Los encontrarás al final de mis piernas». Al hombre que le exhortaba a encomendarse a Dios, le preguntó: «¿Quién va allí?»; y al responder el otro: «Tú mismo dentro de poco, si Él quiere». «Ojalá esté ahí mañana por la tarde», replicó. «Encomiéndate sin más a Él», siguió el otro, «llegarás pronto». «Entonces, más vale que le lleve mi recomendación yo mismo», añadió.[16]
c | En el reino de Narsinga, aún hoy entierran vivas a las esposas de los sacerdotes junto al cadáver de sus maridos. Las demás esposas son quemadas[17] en los funerales de los suyos, no ya con entereza sino con alegría. A la muerte del rey, esposas y concubinas, favoritos y todos los funcionarios y servidores, que forman una multitud, se entregan con tanto gozo a la hoguera donde arde su cadáver que parecen honrrarse sobremanera acompañando a su amo.[18] Durante nuestras últimas guerras de Milán, que vieron tantas conquistas y reconquistas, el pueblo, incapaz de soportar cambios tan variados de fortuna, estaba tan resuelto a la muerte que mi padre, según le oí decir, vio cómo se contaron no menos de venticinco cabezas de familia que se habían quitado la vida en una semana. El suceso recuerda al de la ciudad de los jantianos, que, sitiados por Bruto, se arrojaron al vacío, hombres, mujeres y niños revueltos, con un empeño tan furioso por morir, que todo lo que nosotros hacemos para evitar la muerte ellos lo hicieron para evitar la vida. Hasta el extremo que Bruto pudo apenas salvar a unos pocos.[19]
c | No hay opinión que no tenga fuerza suficiente para hacerse abrazar a costa de la vida. El primer artículo del valeroso juramento que Grecia prestó y mantuvo en la guerra médica fue que todos preferían cambiar la vida por la muerte antes que sus leyes por las persas.[20] ¡A cuánta gente vemos, en la guerra entre turcos y griegos, que aceptan una amarguísima muerte antes que descircuncidarse para abrazar el bautismo! Ninguna suerte de religión es incapaz de un ejemplo así. Cuando los reyes de Castilla echaron de sus tierras a los judíos, el rey Juan de Portugal les vendió, a ocho escudos por cabeza, refugio en las suyas por cierto tiempo, con la condición de que, éste cumplido, habrían de evacuarlas; por su parte, les prometía proporcionarles barcos para trasladarlos a África.[21] Llegado el día tras el cual se había dicho que quienes no hubiesen obedecido se convertirían en esclavos,[22] apenas les dieron barcos, y a los que se embarcaron las tripulaciones los trataron con violencia y abyección. Además de otras muchas indignidades, los tuvieron en el mar yendo adelante y atrás hasta que agotaron las vituallas y se vieron forzados a comprárselas a ellos, a un precio tan alto y durante tanto tiempo que al dejarlos en la orilla no les quedaba nada. Transmitida la noticia de tal inhumanidad a quienes permanecían en tierra, la mayoría se resolvió a la esclavitud, algunos fingieron cambiar de religión. Cuando Manuel, sucesor de Juan, asumió la corona, primero los dejó en libertad; después cambió de parecer y les ordenó salir de sus países, asignando tres puertos para el traslado. Esperaba, dice el obispo Osorio —historiador latino no despreciable de nuestros siglos—,[23] que si el favor de la libertad que les había devuelto no había servido para convertirlos al cristianismo, la dificultad de confiarse a la rapiña de los marineros, de abandonar un país al que estaban habituados, con grandes riquezas, para aventurarse a una tierra desconocida y extranjera, los llevaría a ello. Pero, al verse sus esperanzas defraudadas, y todos ellos decididos al traslado, eliminó dos de los puertos que les había prometido, para que la duración y la incomodidad del trayecto sometiera a algunos —o para poder apiñarlos a todos en un sitio a fin de llevar a cabo de manera más cómoda lo que había determinado—. Fue el caso que ordenó arrancar de las manos de sus padres y madres a todos los niños menores de catorce años para llevarlos, fuera de su vista y trato, a un lugar donde instruirlos en nuestra religión. Dice[24] que el hecho ocasionó un horrible espectáculo; el sentimiento natural entre padres e hijos, al cual se añadía el celo por su antigua creencia, se oponía a una orden tan violenta. Se vio a numerosos padres y madres quitarse la vida y —este ejemplo es aún más duro— arrojar a pozos, por amor y compasión, a sus jóvenes hijos para eludir la ley. Al cabo, cumplido el plazo que les había fijado, por falta de medios, volvieron a la esclavitud. Algunos se hicieron cristianos. De su fe, o de la de sus descendientes, todavía hoy, cien años después, pocos portugueses están seguros, aunque la costumbre y el paso del tiempo sean consejeros mucho más fuertes para tales mutaciones que cualquier otra coacción.[25] En la ciudad de Castelnaudary, cincuenta albigenses herejes soportaron juntos, con entereza de ánimo, ser quemados vivos en una hoguera antes que repudiar sus opiniones.[26] «Quoties non modo ductores nostri», dice Cicerón, «sed uniuersi etiam exercitus ad non dubiam mortem concurrerunt»[27] [Cuántas veces no sólo nuestros jefes, sino también ejércitos enteros se lanzaron a una muerte segura].
b | He visto cómo uno de mis amigos íntimos corría a viva fuerza a la muerte, con una pasión verdadera y arraigada en el ánimo por varias clases de razonamientos que no supe rebatirle, y cómo se precipitaba a la primera que se le presentó ornada con brillo honorable, sin razón aparente alguna, con una avidez violenta y ardiente.[28] a | Tenemos muchos ejemplos en esta época de quienes, incluso niños, se han entregado a la muerte por miedo a cualquier ligera incomodidad. Y, a este respecto, ¿qué no temeremos, dice un antiguo, si tememos lo que la propia cobardía ha elegido como refugio?[29] Jamás terminaría de hilvanar aquí la gran lista de aquellos, de cualquier sexo y condición, y de todas las escuelas, en los siglos más felices, que han aguardado la muerte con entereza o la han buscado voluntariamente, no sólo para eludir los males de esta vida, sino, algunos de ellos, simplemente para escapar del hastío de vivir, y otros por la esperanza de una mejor condición en otro sitio. Y tan infinito es su número que, a decir verdad, me sería más fácil contar a quienes la han temido.
Solamente diré esto: el filósofo Pirrón, que se encontró en un barco un día de gran tormenta, mostraba a quienes veía más asustados en torno suyo un cerdo que en absoluto estaba inquieto por la tempestad, y les levantaba el ánimo con su ejemplo.[30] ¿Osaremos, pues, decir que la ventaja de la razón, que tanto celebramos, y por la que nos consideramos amos y emperadores del resto de las criaturas, nos fue infundida para que suframos? ¿Para qué el conocimiento de las cosas, si nos volvemos más cobardes, sí perdemos el reposo y la tranquilidad que tendríamos sin él, y sí nos vuelve de peor condición que el cerdo de Pirrón? La inteligencia que nos fue otorgada para nuestro mayor beneficio, ¿la emplearemos para nuestra ruina, oponiéndonos al propósito de la naturaleza y al orden universal de las cosas, que comporta que cada uno utilice sus instrumentos y medios para su conveniencia?[31]
Bien, me dirán, tu regla sirve para la muerte, pero ¿qué dices de la indigencia? ¿Qué dices también del dolor, que c | Aristipo, Jerónimo y a | la mayoría de sabios han considerado el mal supremo[32] —y quienes lo negaban de palabra, lo reconocían de hecho? Pompeyo acudió a ver a Posidonio, al que atormentaba de manera extrema una enfermedad aguda y dolorosa, y se excusó por haber escogido una hora tan inoportuna para oírle charlar de filosofía: «¡Dios no quiera», le dijo Posidonio, «que el dolor me venza hasta el punto de impedirme discurrir y hablar de ella!», y se lanzó sobre ese mismo tema del desprecio del dolor. Pero, mientras tanto, éste cumplía su papel y no cesaba de hostigarle. Ante ello, exclamaba: «Por más que hagas, dolor, no diré que seas un mal».[33] Este cuento, al que tanto valor conceden, ¿qué importancia tiene para el desprecio del dolor? Se limita a debatir sobre la palabra y, sin embargo, si las punzadas no le turban, ¿por qué interrumpe su charla? ¿Por qué piensa que hace mucho si no lo llama mal?
Aquí no todo consiste en la imaginación. Sobre las cosas restantes, opinamos; aquí desempeña su papel la ciencia cierta. Nuestros propios sentidos son jueces:
Qui nisi sunt ueri, ratio quoque falsa sit omnis.[34]
[Si ellos no son veraces, toda la razón será también falsa].
¿Haremos creer a nuestra piel que los correazos le producen cosquillas? ¿Y a nuestro paladar que el acíbar es vino de Burdeos? El cerdo de Pirrón se pone aquí de nuestra parte. No se asusta ante la muerte, pero si le golpean, grita y sufre. ¿Acaso forzaremos la ley general de la naturaleza, visible en todo aquello que vive bajo el cielo, de temblar por efecto del dolor? Aun los árboles parecen gemir cuando se les hiere. La muerte sólo se siente mediante la razón porque es el movimiento de un instante:
Aut fuit, aut ueniet, nihil est praesentis in illa,[35]
morsque minus poenae quam mora mortis habet.[36]
[O fue o llegará, nada en ella está presente; y la
muerte acarrea menos dolor que la espera de la muerte].
Mil animales, mil hombres están muertos antes de sentir su amenaza. Además, lo que decimos temer principalmente en la muerte[37] es el dolor, su precursor habitual.
c | Con todo, si hay que creer a un santo padre, Malam mortem non facit, nisi quod sequitur mortem[38] [Sólo lo que sigue a la muerte hace de ella un mal]. Y yo diré, con mayor verosimilitud aún, que ni aquello que la precede ni aquello que la sigue pertenecen a la muerte. Nuestras excusas son falsas. Y encuentro por experiencia que es más bien la falta de firmeza ante la imaginación de la muerte lo que nos vuelve incapaces de soportar el dolor, y que lo sentimos doblemente grave porque nos amenaza con morir. Pero, puesto que la razón nos acusa de cobardía por temer cosa tan repentina, tan inevitable, tan insensible, adoptamos otro pretexto más excusable. Los dolores que no tienen más peligro que el dolor decimos que no son peligrosos. El de muelas o el de gota, por graves que sean, dado que no son homicidas, ¿quién los cuenta como enfermedades? Ahora bien, demos por supuesto que en la muerte miramos sobre todo el dolor. a | Asimismo, tampoco hay nada que temer en la pobreza sino que nos arroja en sus brazos, a causa de la sed, el hambre, el frío, el calor y las vigilias que nos obliga a soportar.
Por tanto, ciñámonos al dolor. Les concedo que sea el peor accidente de nuestro ser, y lo hago de buena gana. No hay, en efecto, nadie en el mundo que le tenga más ojeriza que yo, ni que lo rehuya más, pues, hasta el presente, gracias a Dios, no he tenido mucho trato con él. Pero está en nuestras manos, si no anularlo, al menos atenuarlo por medio de la resistencia, y, aun cuando el cuerpo caiga en la turbación, mantener el alma y la razón templadas. Y, si así no fuera, ¿quién habría atribuido autoridad entre nosotros a la virtud, la valentía, la fuerza, la magnanimidad y la resolución? ¿Dónde desempeñarían éstas su papel sin dolor al que desafiar? Auida est periculi uirtus[39] [La virtud ansía el peligro]. Si no hace falta dormir en el suelo, resistir armado de pies a cabeza el calor del mediodía, alimentarse de carne de caballo y de asno, verse cortar en pedazos y arrancar una bala de entre los huesos, soportar que a uno le recosan, cautericen y sonden, ¿de qué modo se adquirirá la superioridad que pretendemos tener sobre el vulgo? Lo que dicen los sabios —que, entre acciones igualmente buenas, es más deseable la que entraña mayor esfuerzo— está muy lejos de eludir el daño y el dolor. c | Non enim hilaritate, nec lasciuia, nec risu, aut ioco comite leuitatis, sed saepe etiam tristes firmitate et constantia sunt beati[40] [Porque no por la alegría, ni por la lascivia, ni por la risa o la burla, compañeras de la frivolidad, sino a menudo también tristes, por la firmeza y la constancia, son felices]. a | Y por esta causa ha sido imposible convencer a nuestros padres de que las conquistas hechas a viva fuerza, al azar de la guerra, no sean superiores a aquellas que se logran con total seguridad merced a negociaciones y manejos:
Laetius est, quoties magno sibi constat honestum.[41]
[Lo honesto es más agradable cuanto más caro cuesta].
Además, debe consolarnos que por naturaleza si el dolor es violento, dura poco; si es largo, es leve: c | si grauis breuis, si longus leuis[42] [si grave breve, si largo leve]. a | No lo sentirás mucho tiempo si lo sientes demasiado; se acabará o acabará contigo: una cosa y otra vienen a ser lo mismo. c | Si no lo sobrellevas, se te llevará. Memineris maximos morte finiri; paruos multa habere interualla requietis; mediocrium nos esse dominos: ut si tolerabiles sint feramus, sin minus, e uita, quum ea non placeat, tanquam e theatro exeamus[43] [Recuerda que los dolores más grandes terminan con la muerte; que los pequeños ofrecen muchos intervalos de calma; que los medianos están en nuestro poder, de manera que, si son tolerables, los soportemos y, si no, salgamos de la vida como de un teatro, ya que nos disgusta].
a | Tenemos tan poca resistencia para soportar el dolor porque no estamos acostumbrados a extraer nuestra principal satisfacción del alma,[44] c | porque no confiamos bastante en ella, que es la señora única y soberana de nuestra condición. El cuerpo no tiene, salvo diferencias de más o menos, sino un solo paso y un solo carácter. El alma puede variar a toda clase de formas, y reduce a sí misma y a su estado, sea el que fuere, los sentimientos del cuerpo y el resto de accidentes. Por lo tanto, debemos estudiarla y examinarla, y despertar en ella sus resortes todopoderosos. No hay razón, ni precepto, ni fuerza que valga contra su tendencia y elección. De los miles de sesgos de que dispone, démosle uno que sea apropiado a nuestro reposo y conservación —estaremos no sólo a cubierto de cualquier daño sino incluso satisfechos y halagados, si le parece bien, por los daños y las desgracias—. El alma saca provecho de todo indistintamente.[45] El error, los sueños le son útiles, como una materia leal, para darnos amparo y satisfacción.
Se ve fácilmente que lo que aviva en nosotros el dolor y el placer es la agudeza del espíritu. Los animales, que lo tienen bien sujeto, dejan a los cuerpos sus sentimientos, libres y naturales, y por consiguiente poco más o menos iguales en cada especie, como muestran por la similar aplicación de sus movimientos. Si no turbásemos en nuestros miembros la jurisdicción que les corresponde en esto, probablemente estaríamos mejor, y parece que la naturaleza les ha dado un equilibrio justo y moderado hacia el placer y hacia el dolor.
Y no puede dejar de ser justo si es igual y común. Pero, puesto que nos hemos emancipado de sus reglas, para abandonarnos a la errabunda libertad de nuestras fantasías, al menos ayudemos a inclinarlas del lado más agradable. Platón teme nuestra implicación violenta en el dolor y el placer porque liga y ata en exceso el alma al cuerpo.[46] Yo, más bien por lo contrario, porque la desprende y arranca.
a | Cuando huimos, el enemigo se vuelve más acerbo; del mismo modo, el dolor se ufana al vernos temblar por su causa. Se volverá mucho más acomodaticio si se le hace frente. Hay que oponerse a él y alzarse en su contra. Reculando y retrocediendo, llamamos y atraemos la ruina que nos amenaza.[47] c | Así como el cuerpo es tanto más firme al llevar una carga cuanto más tenso está, lo mismo le sucede al alma.[48]
a | Pero vayamos a los ejemplos, que son propiamente de la cosecha de la gente floja de riñones, como yo. Veremos que con el dolor sucede como con las piedras, que cobran un color más vivo o más apagado según la hoja donde se las deposita, y que no ocupa en nosotros más sitio que aquel que le cedemos. Tantum doluerunt quantum doloribus se inseruerunt[49] [Sólo sufrieron en la medida en que se abandonaron al sufrimiento]. Sentimos más el golpe de la navaja del cirujano que diez golpes de espada en el ardor del combate. A los dolores de parto, considerados grandes por los médicos, y hasta por Dios,[50] y que pasamos con tantas ceremonias, hay naciones enteras que no les hacen ningún caso. Dejo de lado a las mujeres lacedemonias;[51] pero en cuanto a las suizas de nuestra infantería, ¿qué cambio notas? Tan sólo que hoy las ves correteando tras sus maridos con el hijo que ayer tenían en el vientre colgado del cuello. Y esas falsas egipcias recogidas entre nosotros acuden ellas mismas a lavar a los suyos, recién nacidos, y se bañan en el río más cercano.[52] c | Además de tantas muchachas que ocultan cada día a sus hijos igual en la generación que en la concepción, la bella y noble mujer de Sabino, un patricio romano, por el interés de otros soportó sola y sin ayuda y sin gritos ni gemidos el parto de dos gemelos.[53]
a | Un simple muchachito lacedemonio, que había robado un zorro —pues temían aún más la deshonra de la torpeza en el robo que nosotros el castigo de nuestra malicia—[54] y lo llevaba bajo la capa, prefirió soportar que le royera el vientre antes que descubrirse.[55] Y otro, que ofrecía incienso en un sacrificio, se dejó quemar hasta el hueso por un carbón que le cayó en la manga para no perturbar el misterio.[56] Y se vio a muchos que, sólo por poner a prueba su valor siguiendo su educación, soportaron a la edad de siete años que los azotaran hasta la muerte sin mudar el semblante.[57] c | Y Cicerón los vio pelearse por grupos —a puñetazos, puntapiés y dentelladas— hasta llegar al desvanecimiento antes que reconocer su derrota.[58] Nunquam naturam mos uinceret: est enim ea semper inuicta; sed nos umbris, delitiis, otio, languore, desidia animum infecimus; opinionibus maloque more delinitum molliuimus[59] [Nunca la costumbre vencerá a la naturaleza, pues ésta permanece siempre invicta; pero nosotros, con una vida a la sombra, en las delicias, en el ocio, en la indolencia, en la desidia, hemos corrompido nuestra alma, y la hemos reblandecido con la seducción de los prejuicios y los malos hábitos].
a | Todo el mundo sabe la historia de Escévola. Se introdujo en el campamento enemigo para matar a su jefe y, como falló en su tentativa, para retomar la acción mediante una invención más extraña y descargar a su patria, no sólo confesó su propósito a Porsenna, que era el rey a quien pretendía matar, sino que añadió que había en su campamento un gran número de romanos cómplices de su empresa como él. Y para mostrar quién era, hizo que le trajeran un ascua y vio y soportó cómo se le quemaba y abrasaba el brazo hasta que el propio enemigo, horrorizado, mandó quitarla.[60] ¿Y qué decir de aquel que no se dignó interrumpir la lectura de su libro mientras le hacían una incisión?[61] ¿Y del que se obstinó en burlarse y reírse tanto más cuanto más le hacían sufrir —de suerte que la irritada crueldad de los verdugos que lo sujetaban, y todas las invenciones de los tormentos redoblados los unos sobre los otros le reconocieron ganador?[62] Pero era un filósofo. ¡Vaya!, un gladiador de César soportó sin dejar de reírse que le sondaran y cortaran las heridas.[63] c | Quis mediocris gladiator ingemuit?, quis uultum mutauit unquam? Quis non modo stetit, uerum etiam decubuit turpiter? Quis cum decubuisset, ferrum recipere iussus, collum contraxit?[64] [¿Qué mediocre gladiador ha gemido?, ¿cuál ha mudado nunca el semblante? ¿Cuál no ya ha estado en pie sino incluso ha caído deshonrosamente? ¿Cuál, tras haber caído, apartó el cuello obligado a recibir el hierro?].
a | Mezclemos a las mujeres. ¿Quién no ha oído hablar en París de aquella que se hizo despellejar tan sólo para adquirir la tez más fresca de una nueva piel?[65] Algunas se han hecho arrancar dientes vivos y sanos para forjarse una voz más suave y más mórbida, o para ordenarlos mejor. ¡Cuántos ejemplos de menosprecio del dolor tenemos en este género! ¿De qué no son capaces, qué temen a poco que pueda esperarse alguna mejora de su belleza?:
b | Vellere queis cura est albos a stirpe capillos,
et faciem dempta pelle referre nouam.[66]
[Se preocupan de arrancar las canas de raíz y
de cambiarse la piel para tener un nuevo rostro].
a | He visto cómo algunas engullían arena o ceniza, y se esforzaban adrede en arruinarse el estómago para adquirir una tez pálida. Para lograr un cuerpo a la española,[67] ¿qué tortura no soportan, tiesas y ceñidas, con grandes entalladuras en los costados, hasta la carne viva? A veces incluso hasta morir.
c | Es común en muchas naciones de nuestro tiempo herirse expresamente para dar fe a su palabra; y nuestro rey cuenta notables ejemplos de lo que sobre esto vio en Polonia, y dirigidos a él mismo.[68] Pero, aparte de lo que sé de los remedos que algunos han hecho en Francia, poco antes de volver de los famosos Estados de Blois, había visto a una muchacha en Picardía que, para demostrar el ardor de sus promesas así como su firmeza, se daba con el punzón que llevaba en el cabello cuatro o cinco buenos golpes en el brazo que le hacían crepitar la piel y la desangraban seriamente.[69] Los turcos se hacen grandes escaras por sus damas; y, para que la marca permanezca, aplican de inmediato fuego sobre la herida y lo mantienen un tiempo increíble, para atajar la sangre y formar la cicatriz.[70] Gente que lo ha visto, lo ha escrito y me lo ha jurado. Pero por diez monedillas hay cada día entre ellos quien se hará un corte bien profundo en el brazo o en los muslos.
a | Me alegra mucho tener testigos más a mano donde más os necesitamos. Porque la Cristiandad nos brinda suficientes.[71] Y, tras el ejemplo de Nuestro Santo Guía, ha habido muchos que, por devoción, han querido llevar la cruz. Nos enteramos, por un testigo muy fidedigno, de que el rey San Luis llevó un cilicio hasta que su confesor le dispensó en la vejez, y de que, todos los viernes, hacía que su capellán le azotara la espalda con cinco cadenillas de hierro que, a tal efecto, llevaba entre su ropa de noche.[72] Guillermo, nuestro último duque de Guyena, padre de la Alienor que transmitió el ducado a las casas de Francia y de Inglaterra, llevó continuamente, los últimos diez o doce años de su vida, una coraza bajo un hábito religioso, por penitencia.[73] Fulques, conde de Anjou, fue hasta Jerusalén para hacerse azotar allí por dos de sus criados, con la cuerda al cuello, ante el sepulcro de Nuestro Señor.[74] Pero ¿no se ve aún, todos los días de Viernes Santo, en diferentes lugares, a un gran número de hombres y mujeres que se golpean hasta desgarrarse la carne y alcanzar los huesos? Lo he visto a menudo y sin embeleso.
Y se decía —porque van enmascarados— que había algunos que, a cambio de dinero, intentaban así responder de la religión de otros, con un desprecio del dolor tanto más grande cuanto más pueden los aguijones de la devoción que los de la avaricia.[75]
c | Q. Máximo enterró a su hijo consular, M. Catón al suyo, pretor designado, y L. Paulo a los dos suyos en pocos días, con semblante sereno y sin manifestar signo alguno de duelo.[76] En mis tiempos yo solía decir de alguno, por chanza, que había burlado a la divina justicia. En un solo día le fue enviada la muerte violenta de tres hijos mayores, debe creerse que como un rudo azote. A punto estuvo de tomarlo como un favor y una gratificación singular del cielo.[77] Yo no imito estos humores monstruosos, pero he perdido, en plena lactancia, a dos o tres, si no sin lamentarlo, al menos sin enojo. Sin embargo, apenas hay accidente que afecte más en lo vivo a los hombres. Veo bastantes otros motivos comunes de aflicción que apenas sentiría si recayeran sobre mí.
Y he despreciado algunos, cuando han recaído sobre mí, de aquellos a los que el mundo adjudica un rostro tan atroz que no osaría jactarme de ello ante el pueblo sin sonrojo. Ex quo intelligitur non in natura, sed in opinione esse aegritudinem[78] [Por lo cual se entiende que el sufrimiento no radica en la naturaleza sino en la opinión].
b | La opinión es una adversaria poderosa, audaz y desmesurada. ¿Quién ha perseguido jamás con tanto ahínco la seguridad y el reposo como Alejandro y César persiguieron la inquietud y las dificultades?[79] Teres, el padre de Sitalces, solía decir que cuando no estaba guerreando se daba cuenta de que nada le distinguía de su palafrenero.[80] c | Siendo cónsul, Catón, para asegurarse de algunas villas en España, prohibió simplemente a sus habitantes llevar armas. Muchos de ellos se mataron —Ferox gens nullam uitam rati sine armis esse[81] [Nación feroz, que pensaba que no se puede vivir sin armas]. b | ¡De cuántos sabemos que han abandonado la dulzura de una vida tranquila en sus casas, entre sus conocidos, para seguir el horror de los desiertos inhabitables; y que se han arrojado a la abyección, vileza y desprecio del mundo, y se han complacido en ellos hasta buscarlos! El cardenal Borromeo, que murió hace poco en Milán, en medio de la licencia a que le invitaban su nobleza, sus grandes riquezas, el aire de Italia y su juventud, se mantuvo en una forma de vida tan austera, que utilizaba la misma ropa en verano y en invierno, se acostaba en la paja, y las horas que le restaban, tras los quehaceres de su cargo, las pasaba estudiando continuamente, hincado de rodillas, con un poco de agua y de pan al lado del libro. Era toda la provisión de sus comidas y todo el tiempo que empleaba en ellas.[82] Sé de algunos que expresamente han sacado provecho y progresado por llevar cuernos, cosa cuyo mero nombre aterroriza a tanta gente. Si la vista no es el más necesario de nuestros sentidos, es al menos el más agradable. Pero nuestros miembros más gratos y útiles parecen ser aquellos que sirven para engendrarnos. Sin embargo, no poca gente les ha cobrado un odio mortal por el mero hecho de ser demasiado amables, y los han rechazado a causa de su valor. Lo mismo opinó de los ojos aquel que se los sacó.[83] c | La más común y sana parte de los hombres considera una gran suerte la abundancia de hijos; yo y algunos más, como gran suerte su carencia. Y cuando le preguntan a Tales por qué no se casa, responde que no le gusta dejar descendencia.[84]
Que nuestra opinión da valor a las cosas se ve por aquellas muchas que no miramos sólo porque las apreciemos, sino porque nos apreciamos. Y no atendemos ni a sus cualidades ni a sus usos, sino únicamente a lo que nos cuesta conseguirlas —como si eso formara parte de su sustancia—; y llamamos valor en ellas no a lo que aportan sino a lo que aportamos nosotros. Con esto me doy cuenta de que administramos muy bien nuestro gasto. Según cuál sea su importe, es útil por su importe mismo. Nuestra opinión no le deja acudir jamás a gastos inútiles. La compra da valor al diamante, y la dificultad a la virtud, y el dolor a la devoción, y la aspereza a la medicina.
b | Alguno, para alcanzar la pobreza, arrojó sus escudos en este mismo mar que tantos otros exploran por todas partes para pescar riquezas.[85] Dice Epicuro que ser rico no alivia sino cambia las necesidades.[86] En verdad, no es la escasez, sino más bien la abundancia lo que produce la avaricia. Quiero contar mi experiencia en torno a este asunto. Tras dejar atrás la infancia, he vivido tres situaciones distintas. En un primer momento, que duró cerca de veinte años, me las arreglé con medios puramente fortuitos, y dependiendo de órdenes y ayudas ajenas, sin cargo fijo ni regla. Mi gasto se producía con tanta mayor alegría y despreocupación cuanto que estaba todo en manos de la veleidad de la fortuna. Nunca estuve mejor. Jamás he encontrado cerrada la bolsa de mis amigos. Me había impuesto, por encima de cualquier otra obligación, la de no incumplir el plazo en el que me había comprometido a pagar, el cual me han alargado mil veces al ver mi esfuerzo por satisfacerlos, de manera que practicaba una lealtad ahorrativa y un poco engañosa. Siento cierto placer natural al pagar, como si descargara mis hombros de un fardo enojoso y de la imagen de la esclavitud. Por lo demás, hay cierta satisfacción que me halaga en hacer una acción justa y en contentar a los demás. Exceptúo los pagos en los que se precisa regatear y echar cuentas, pues si no encuentro alguien al que confiar esa misión, los difiero insolente e injustamente en la medida que me es posible, por miedo a tal disputa. Mi talante y mi forma de hablar son del todo incompatibles con ella. Nada odio tanto como regatear. Es una mera negociación de trapacería y de impudicia. Después de una hora de debate y regateo, uno y otro abandonan su palabra y sus juramentos por una mejora de cinco sueldos.
Y además pedía prestado con desventaja. Porque, sin valor para pedir en persona, me entregaba al azar de una carta, que apenas ejerce presión y pone muy fácil el rechazo. Para satisfacer mi necesidad, me remitía más alegre y libremente a los astros de lo que después lo he hecho a mi previsión y a mi juicio.
La mayoría de administradores juzga horrible vivir en semejante incertidumbre, y no advierten, en primer lugar, que la mayor parte de gente vive así. ¿Cuántos hombres honestos han abandonado toda seguridad, y lo hacen todos los días, para perseguir el viento del favor de los reyes y de la fortuna? César se endeudó por un millón en oro, sus bienes aparte, para convertirse en César.[87] Y cuántos mercaderes empiezan a comerciar vendiendo su granja, que trasladan a las Indias:
Tot per impotentia freta?[88]
[Por tantos mares procelosos].
En medio de una tan grande sequía de devoción, tenemos miles de congregaciones que se las arreglan cómodamente, esperando todos los días de la generosidad del cielo lo que precisan para comer. En segundo lugar, no se dan cuenta de que la seguridad en que se fundan no es mucho menos incierta y azarosa que el azar mismo. Veo tan de cerca la miseria con más de dos mil escudos de renta como si la tuviera justo delante. Porque la suerte tiene capacidad para abrir cien brechas a la pobreza a través de nuestras riquezas —c | a menudo nada se interpone entre la fortuna suprema y la ínfima—:[89]
Fortuna uitrea est; tunc cum splendet frangitur,[90]
[La fortuna es de vidrio; se rompe cuando más resplandece],
b | y para echar abajo de punta a cabo todas nuestras defensas y diques. Y me parece, además, que por diversas causas la indigencia reside con tanta frecuencia en quienes poseen bienes como en quienes carecen de ellos, y que acaso resulta un poco menos incómoda cuando está sola que cuando se encuentra acompañada de riquezas. c | Éstas proceden más del orden que de los ingresos: Faber est suae quisque fortunae[91] [Cada cual es artífice de su fortuna]. b | Y me parece más miserable un rico en apuros, necesitado, menesteroso, que alguien que es simplemente pobre. c | In diuitiis inopes, quod genus egestatis grauissimum est[92] [Indigentes en la riqueza, lo cual es la forma más abrumadora de pobreza]. Los príncipes más grandes y más ricos suelen ser empujados por la pobreza y la escasez a la extrema necesidad. ¿La hay, en efecto, más extrema que transformarse en tiranos e injustos usurpadores de los bienes de sus súbditos?
b | Mi segunda forma ha sido tener dinero. Me dediqué a ello y logré pronto reservas notables con arreglo a mi condición; no consideraba que fuera tener sino aquello que se posee más allá del gasto ordinario, ni que pudiera confiarse en el bien que está aún en expectativa de ingreso, por clara que sea. Pues, me decía, ¿y si me sorprende tal o cual accidente? Y a resultas de estas vanas y viciosas fantasías, me las daba de ingenioso para proveer con esta superflua reserva a todos los inconvenientes. Y era incluso capaz de responder a quien me alegase que el número de los inconvenientes era demasiado infinito, que si no a todos, a algunos o a muchos. Esto no sucedía sin una solicitud penosa. c | Hacía de ello un secreto; y yo, que me atrevo a decir tanto de mí, sólo hablaba de mi dinero mintiendo, tal como hacen los demás, que se empobrecen si son ricos, se enriquecen si son pobres, y permiten a su conciencia no dar nunca sincero testimonio de lo que tienen —ridícula y vergonzosa prudencia—. b | ¿Partía de viaje? Nunca me parecía ir suficientemente provisto. Y cuanto más cargado iba de moneda, más cargado iba también de temor a veces por la seguridad de los caminos, a veces por la fidelidad de los que llevaban mi equipaje —como les ocurre a otros que conozco, nunca estaba bastante seguro si no lo tenía ante los ojos—. ¿Dejaba mi caja en casa? ¡Cuántas sospechas y pensamientos espinosos y, lo que es peor, incomunicables! Mi espíritu estaba siempre de ese lado. c | A fin de cuentas, requiere más esfuerzos guardar el dinero que ganarlo. b | Si no hacía del todo tanto como digo, al menos me costaba evitar hacerlo. Provecho, sacaba poco o ninguno. c | No por tener más posibilidad de gasto, me pesaba menos. b | Pues, como decía Bión, el melenudo se enoja igual que el calvo si se le arranca el cabello;[93] y cuando te has acostumbrado y has fijado tu fantasía en cierto montón, deja de estar a tu servicio. c | No osarías menguarlo. b | Es un edificio que, así te lo parece, se desplomará todo si tocas algo. Hará falta que la necesidad te agarre por la garganta para que lo mermes. Y, con anterioridad, empeñaba mis trapos y vendía un caballo mucho menos forzado y a regañadientes de lo que entonces hacía mella en esta bolsa favorita, que mantenía aparte. Pero el peligro radicaba en que difícilmente puede uno establecerle límites seguros a este deseo —c | cuestan de encontrar en las cosas que se creen buenas—[94] b | y fijar un punto al ahorro. Uno continúa engrosando el montón, y aumentándolo de un número a otro, hasta privarse vilmente del disfrute de los propios bienes, y fundarlo todo en la custodia, y no usarlos. c | Según esta forma de uso, la gente más rica del mundo es la que se encarga de la vigilancia de las puertas y los muros de una buena ciudad. Todo hombre adinerado es, a mi juicio, avaricioso. Platón ordena así los bienes corporales o humanos salud, belleza, fuerza, riqueza. Y la riqueza, dice, no es ciega sino muy clarividente cuando la ilumina la prudencia.[95]
b | Dionisio el Hijo fue benevolente en este asunto. Le advirtieron de que uno de sus siracusanos había escondido un tesoro bajo tierra. Le ordenó que se lo trajera, y él así lo hizo, pero reservándose furtivamente una parte. Con ella partió a otra ciudad, donde, perdido el afán de amasar riquezas, empezó a vivir con mayor generosidad. Al oírlo Dionisio, mandó devolverle el resto del tesoro, diciendo que, puesto que había aprendido a saber usar de él, se lo devolvía de buena gana.[96] Yo estuve algunos años[97] en esta situación. No sé qué buen demonio[98] me sacó de ella con suma utilidad, como al siracusano, y me hizo olvidar todo ese ahorro; el placer de cierto viaje de gran gasto echó abajo esa necia fantasía.
He venido así a dar en una tercera clase de vida —digo lo que siento— ciertamente mucho más agradable y más ordenada. Hago correr el gasto hasta donde llega el ingreso —a veces se adelanta uno u otro, pero se alejan poco—. Vivo al día, y estoy satisfecho si tengo con qué proveer a las necesidades presentes y ordinarias; en cuanto a las extraordinarias, ni todas las provisiones del mundo podrían bastar. c | Y es una locura esperar que jamás la propia fortuna nos arme suficientemente en contra de sí misma. Debemos combatirla con nuestras armas. Las fortuitas nos traicionarán en el momento decisivo. b | Si ahorro, es sólo por la expectativa de algún desembolso próximo; y no para comprar tierras, c | que de ninguna manera necesito, b | sino para comprar placer. c | Non esse cupidum pecunia est, non es se emacem uectigal est[99] [No ser avaricioso es riqueza; no ser un gran comprador es renta]. b | Ni tengo mucho miedo de que me falten bienes, ni c | deseo alguno de aumentarlos: Diuitiarum fructus est in copia, copiam declarat satietas[100] [El fruto de las riquezas está en la abundancia; la suficiencia manifiesta la abundancia]. b | Y celebro singularmente que esta corrección me haya llegado en una edad naturalmente proclive a la avaricia, y que me vea libre de esa enfermedad tan común entre los viejos,[101] y la más ridícula de todas las locuras humanas.
c | Feraulés, que había pasado por las dos fortunas, y que había encontrado que el incremento de bienes no era incremento de las ganas de beber, comer, dormir y abrazar a su mujer —y que, por otra parte, sentía pesar sobre sus hombros la importunidad de la administración, como me pesa a mí—, decidió contentar a un muchacho pobre, fiel amigo suyo, que iba en pos de riquezas. Le donó todas las suyas, grandes y extraordinarias, y aun aquellas que estaba acumulando cada día gracias a la generosidad de Ciro, su buen amo, y gracias a la guerra, con la condición de que asumiera la carga de mantenerlo y alimentarlo noblemente en calidad de huésped y amigo. Desde entonces vivieron así muy felizmente, e igualmente satisfechos por el cambio de condición.[102] Es ésa una jugada que de todo corazón imitaría.
Y alabo mucho la fortuna de un viejo prelado, al que veo haberse puesto tan enteramente en las manos, en cuanto a bolsa, ingresos y gastos, de uno u otro servidor escogido, que ha pasado muchos años tan ignorante de esta suerte de asuntos de su casa como si fuese un extraño.[103] La confianza en la bondad ajena es no pequeña prueba de la propia bondad; por eso Dios suele favorecerla. Y, en lo que le concierne, no veo gobierno de casa alguna desempeñado con mayor dignidad ni mayor constancia que el suyo. Feliz quien haya reducido a tan justa medida sus necesidades que sus riquezas puedan bastar sin cuidado ni molestia, y sin que su reparto o acumulación interrumpan otras ocupaciones seguidas por él, más convenientes, más tranquilas y afines a su ánimo.
b | El bienestar y la indigencia dependen, pues, de la opinión de cada uno; y, lo mismo la riqueza que la gloria o la salud, tienen la belleza y el placer que les presta quien las posee. c | Cada uno está bien o mal según como se encuentra. Está contento no aquél a quien creemos contento, sino quien lo cree de sí mismo. Y sólo en este punto la creencia se arroga sustancia y verdad. La fortuna no nos procura ni bien ni mal; nos ofrece tan sólo la materia y la semilla que nuestra alma, más poderosa que ella, modela y aplica a su antojo, como causa única y capital de su condición feliz o desdichada.[104] b | Los añadidos externos toman el sabor y el color de la constitución interna, al modo que las vestimentas nos calientan no por su calor sino por el nuestro, que sirven para mantener y alimentar;[105] quien abrigue con ellos un cuerpo frío, obtendrá el mismo servicio para el frío —así se conservan la nieve y el hielo.
a | Ciertamente, así como para el holgazán el esfuerzo es un tormento, para un borracho lo es abstenerse de vino, la frugalidad es un suplicio para el lujurioso, y el ejercicio incomoda al hombre delicado y ocioso, sucede lo mismo con el resto.[106] Las cosas no son de suyo tan dolorosas ni difíciles,[107] pero nuestra flaqueza y cobardía las vuelven tales. Para enjuiciar las cosas grandes y elevadas se requiere un alma del mismo tipo; de lo contrario, les atribuimos nuestro propio vicio. Un remo recto parece curvo dentro del agua. No sólo importa que veamos la cosa, sino cómo la vemos.[108]
Ahora bien, además, ¿por qué entre tantos discursos que persuaden de diversas maneras a los hombres a despreciar la muerte y soportar el dolor, no encontramos alguno que nos vaya bien? Y, entre tantas especies de fantasías que han persuadido a otros, ¿por qué no se aplica cada cual la que se avenga más a su talante? Si alguien no puede digerir la droga fuerte y abstergente para desarraigar el mal, que la tome al menos lenitiva para aliviarlo. c | Opinio est quaedam effeminata ac leuis, nec in dolore magis, quam eadem in uoluptate: qua, cum liquescimus fluimusque mollitia, apis aculeum sine clamore ferre non possumus. Totum in eo est, ut tibi imperes.[109] [Es una opinión afeminada y frívola acerca del dolor, y también acerca del placer, aquella que nos hace caer en un grado tal de delicuescencia y de blandura que no podemos soportar una picadura de abeja sin lamentos. Todo se resume en dominarse a sí mismo]. a | Al fin y al cabo, no escapamos a la filosofía porque demos un valor desmesurado a la dureza de los dolores y a la debilidad humana. La obligamos, en efecto, a refugiarse en estas réplicas invencibles:[110] «Si es malo vivir en la necesidad, al menos de vivir en la necesidad no hay necesidad alguna»;[111] c | «Nadie está mal mucho tiempo sino por su culpa»;[112] «Si uno no tiene valor para soportar ni la muerte ni la vida, si uno no quiere ni resistir ni huir, ¿qué le vamos a hacer?».[113]