CAPÍTULO XXXIX

CONSIDERACIÓN SOBRE CICERÓN

a | Un trazo más para la comparación de estas parejas.[1] De los escritos de Cicerón y de este Plinio —que a mi juicio recuerda poco[2] al talante de su tío—[3] se extraen infinitas pruebas de una naturaleza desmesuradamente ambiciosa. Entre otras, que solicitan a los historiadores de su época, a la vista de todo el mundo, que no les olviden en sus registros;[4] y la fortuna, como por despecho, ha preservado hasta nosotros la vanidad de tales demandas y desde muy atrás ha hecho que esas historias se pierdan. Pero lo que rebasa toda bajeza de ánimo en personas de tal rango es haber querido obtener alguna gloria principal de la cháchara y el parloteo, al extremo de emplear en ello las cartas privadas escritas a sus amigos. De tal manera que, aunque algunas no llegaron a ser enviadas a tiempo, las hacen no obstante publicar con la digna excusa de que no han querido perder su trabajo y sus vigilias. ¿Acaso no les cuadra a dos cónsules romanos, magistrados supremos del Estado imperante en el mundo, que dediquen su tiempo a ordenar y vestir agradablemente una bella misiva para granjearse la reputación de entender bien la lengua de su nodriza? ¿Qué haría peor un simple maestro de escuela que se ganara la vida así? Si las hazañas de Jenofonte y de César no hubieran superado con mucho su elocuencia, no creo que las hubiesen escrito jamás. Buscaron el aprecio no para sus palabras sino para sus acciones. Y si la perfección de hablar bien pudiese aportar alguna gloria digna de un gran personaje, ciertamente Escipión y Lelio no habrían cedido el honor de sus comedias, y todas las delicadezas y delicias de la lengua latina, a un esclavo africano, pues que son obra suya lo defiende de sobras su belleza y excelencia, y el propio Terencio lo reconoce. b | Me disgustaría que me desalojaran de esta creencia.[5]

a | Querer realzar a un hombre por cualidades que no convienen a su rango, aunque sean por lo demás loables, y por cualidades que no deben ser las suyas principales, es una especie de burla y de injuria. Algo así como ensalzar a un rey porque es un buen pintor, o un buen arquitecto, o incluso un buen arcabucero o un buen corredor de sortijas.[6] Tales elogios no honran si no se presentan entre muchos y a continuación de aquellos que le son propios, a saber, por la justicia y por el arte de gobernar a su pueblo en la paz y en la guerra. Éste es el modo en que la agricultura honra a Ciro, y la elocuencia y el conocimiento de las buenas letras a Carlomagno.[7] c | He visto en estos tiempos, cosa aún más singular, cómo personajes que obtenían su prestigio y su profesión de la escritura repudiaban su aprendizaje, corrompían su pluma y afectaban ignorancia de una cualidad tan vulgar y que, según cree nuestro pueblo, apenas se halla en manos doctas —y cómo se preocupaban por ser apreciados por cualidades mejores—. b | Los compañeros de Demóstenes en la embajada ante Filipo alababan a este príncipe porque era hermoso, elocuente y buen bebedor. Demóstenes decía que eran alabanzas que correspondían mejor a una mujer, a un abogado y a una esponja que a un rey.[8]

Imperet bellante prior, iacentem

lenis in hostem.[9]

[Que mande, superior en la lucha,

indulgente con el enemigo que ha caído].

Su profesión no es saber cazar bien o danzar bien,

Orabunt causas alii, caelique meatus

describent radio, et fulgentia sidera dicent;

hic regere imperio populos sciat.[10]

[Otros abogarán por sus causas, y seguirán con el compás los movimientos del cielo, y describirán los fulgores de los astros; éste, que sepa dominar a los pueblos].

a | Plutarco dice más: que mostrarse tan excelente en esas cualidades menos necesarias es presentar contra uno mismo la prueba de haber empleado mal el tiempo y el estudio que debían haberse dedicado a cosas más necesarias y útiles.[11] Así, cuando Filipo, rey de Macedonia, oyó que su hijo, el gran Alejandro, cantaba en un festín rivalizando con los mejores músicos, le dijo: «¿No te avergüenzas de cantar tan bien?».[12]

Y a ese mismo Filipo le dijo un músico con el que discutía acerca de su arte: «Dios no quiera, Majestad, que te vaya nunca tan mal que entiendas estas cosas mejor que yo».[13] b | Un rey debe poder responder como respondió Ifícrates al orador que le hostigaba en una invectiva de esta manera: «Y bien, ¿tú qué eres para dártelas de tan valiente?, ¿eres hombre de armas?, ¿eres arquero?, ¿eres piquero?». «No soy nada de todo eso, pero soy quien los sabe mandar a todos».[14] a | Y Antístenes tomó como prueba del poco valor de Ismenias el hecho de que lo alabaran como un excelente flautista.[15]

c | Sé muy bien, cuando oigo a alguien que se detiene en la lengua de Los ensayos, que preferiría su silencio. Con eso, más que realzar las palabras, se rebaja el sentido, de manera tanto más irritante cuanto más oblicua. Sin embargo, me equivoco si son muchos los que ofrecen más cosas que aprovechar en cuanto a materia, y, sea como fuere, mal o bien, si algún escritor la ha sembrado mucho más sustancial, o al menos más tupida, en su papel. Para introducir más, amontono solamente los inicios. Si añadiera su desarrollo, multiplicaría muchas veces este volumen. ¡Y cuántas historias he esparcido que no dicen palabra, con las cuales, si alguien quiere escrutarlas con un poco de esmero,[16] producirá infinitos ensayos! Ni ellas ni mis citas se limitan siempre a servir de ejemplo, autoridad o adorno. No las miro sólo por el provecho que saco de ellas. Llevan con frecuencia, al margen de mi asunto, la semilla de una materia más rica y más audaz, y con frecuencia, al sesgo, un tono más delicado tanto para mí, que no quiero en ese lugar expresar más, como para quienes coincidan con mi manera. Volviendo a la capacidad de hablar, no encuentro gran diferencia entre no saber hacerlo sino mal y no saber hacer nada sino hablar bien. Non est ornamentum uirile concinnitas[17] [La afectación no es un ornamento viril].

a | Dicen los sabios que sólo la filosofía, en lo que concierne al saber, y sólo la virtud, en lo que concierne a las acciones, convienen en general a todos los grados y a todos los órdenes. Se encuentra algo semejante en esos otros dos filósofos, porque prometen también eternidad a las cartas que escriben a sus amigos. Pero lo hacen de otra forma, y acomodándose por un buen fin a la vanidad ajena.[18] Les comunican, en efecto, que si el afán de darse a conocer a los siglos futuros, y de renombre, los retiene todavía en la dedicación a los asuntos públicos, y les hace temer la soledad y el retiro donde quieren llamarlos, olviden toda inquietud. Porque ellos tienen crédito suficiente ante la posteridad para garantizarles que, aunque sólo sea por las cartas que les escriben, harán su nombre tan conocido y famoso como podrían hacerlo sus acciones públicas. Y, aparte esta diferencia, no son, además, cartas vacías y descarnadas, que no se sostengan más que por una delicada elección de palabras, acumuladas y dispuestas según una cadencia regular, sino, por el contrario, repletas y rebosantes de bellos razonamientos de sabiduría, mediante los cuales uno se vuelve no más elocuente sino más sabio, y que nos enseñan no a hablar bien sino a obrar bien. ¡Menuda elocuencia la que nos deja ansia de sí misma, no de las cosas!:[19] salvo que se diga que la de Cicerón, siendo tan extremadamente perfecta, vale por sí misma.

Añadiré aún un relato que leemos sobre él a este respecto, para poder tocar con el dedo su natural. Tenía que hablar en público y estaba un poco apremiado de tiempo para prepararse a sus anchas. Eros, uno de sus esclavos, vino a anunciarle que la audiencia se aplazaba hasta el día siguiente. Se puso tan contento que le concedió la libertad por la buena noticia.[20]

b | Sobre el asunto de las cartas, quiero decir una palabra: que es una tarea en la cual mis amigos sostienen que tengo cierta capacidad. c | Y me habría gustado más adoptar esta forma para publicar mis fantasías si hubiese tenido a quien hablar. Necesitaba, como lo tuve en otro tiempo, un cierto trato que me atrajera, que me sostuviese y elevara.[21] Pues tener tratos al aire, como otros, no sabría hacerlo sino en sueños, ni forjar vanos nombres para hablar de una cosa seria —enemigo jurado de toda especie de falsificación—. Habría estado más atento y más seguro con alguien fuerte y amigo a quien dirigirme de lo que lo estoy pensando en los diferentes semblantes de un pueblo. Y me engaño si el resultado no hubiese sido mejor. b | Mi estilo es por naturaleza cómico y privado, pero con una forma mía, inadecuada para las negociaciones públicas, como lo es mi lengua en todos los aspectos: demasiado concisa, desordenada, entrecortada, particular. Y no entiendo de cartas ceremoniosas, sin más sustancia que la de una bella sarta de palabras corteses. Carezco de facultad y de gusto para esos largos ofrecimientos de afecto y servicio. No llego a creer tanto, y me disgusta decir mucho más de lo que creo. Está muy lejos del uso actual. Nunca hubo, en efecto, prostitución tan abyecta y servil de las presentaciones; «vida», «alma», «devoción», «adoración», «siervo», «esclavo», todas esas palabras circulan de manera tan común que, cuando quieren hacer notar una voluntad más manifiesta y más respetuosa, no les queda ya manera de expresarla.

Odio a muerte parecer un adulador, lo cual me empuja naturalmente a un habla seca, rotunda y cruda, que tiende, para quien no me conoce por otra parte, un poco hacia lo desdeñoso. c | Honro más a quienes honro menos; y allí donde mi alma avanza con júbilo, olvido los pasos de la compostura. b | Y me ofrezco pobre y orgullosamente a quienes sigo. c | Y me presento menos a quien más me he entregado. b | Me parece que deben leerlo en mi corazón, y que la expresión de mis palabras daña mi pensamiento. c | No conozco a nadie tan neciamente estéril en cuanto a lengua como yo al dar la bienvenida, al despedirme, al dar las gracias, al saludar, al ofrecer mis servicios y demás cumplimientos verbales de las leyes ceremoniales de nuestra cortesía. Y nunca se han servido de mí para hacer cartas de favor y recomendación sin que aquél para quien las hacía las haya encontrado secas y tímidas.

b | Los italianos son grandes impresores de cartas. Poseo, creo yo, cien volúmenes distintos. Las de Aníbal Caro me parecen las mejores.[22] Si todo el papel que alguna vez he emborronado para las damas sobreviviera, cuando la pasión arrastraba de veras mi mano, se hallaría acaso alguna página digna de ser comunicada a la juventud ociosa, seducida por este furor. Siempre escribo mis cartas muy deprisa, y con tanta precipitación que, aunque mi letra sea insoportablemente mala, prefiero escribir con mi propia mano a emplear la de otro, pues no encuentro ninguna que pueda seguirme, y jamás las transcribo. He acostumbrado a los grandes que me conocen a tolerar tachaduras y borrones, y un papel sin pliegue ni margen. Las que más me cuestan son las que valen menos. Si me demoro, es señal de que no estoy metido en ellas. Suelo empezar sin plan; el primer trazo acarrea el segundo. Las cartas de estos tiempos consisten más en ribetes y prefacios que en materia. Así como prefiero componer dos cartas a cerrar y doblar una, y cedo siempre este cometido a cualquier otro, igualmente, cuando la materia está acabada, cedería de buena gana a alguien la tarea de añadir esos largos discursos, ofrecimientos y ruegos que ponemos al final, y deseo que algún nuevo uso nos libre de ellos. Como también de inscribir una retahíla de cualidades y títulos; más de una vez he dejado de escribir, y en particular a gente de la justicia y de la finanza, para no tener un resbalón al mencionarlos. Tantos nuevos cargos, una distribución y ordenación tan difícil de diversos nombres de honor, que, adquiridos a tan alto precio, no pueden ser cambiados ni olvidados sin ofensa.[23] Me parece asimismo antipático cargar el frontispicio y el título de los libros que hacemos imprimir.[24]