CAPÍTULO XXXV

LA COSTUMBRE DE VESTIRSE

a | Dondequiera me vuelvo, he de forzar alguna barrera de la costumbre. Hasta tal extremo ha trabado escrupulosamente todos nuestros caminos. Me encontraba charlando, este invierno, sobre si el uso de andar del todo desnudos de esas naciones recién descubiertas está impuesto por la cálida temperatura del aire, como decimos de los indios y los moros, o es el original de los hombres. La gente de entendimiento, puesto que cuanto hay bajo el cielo, como dice la santa palabra, está sujeto a las mismas leyes,[1] suele recurrir, en consideraciones semejantes a éstas, en las cuales hay que distinguir las leyes naturales de las inventadas, al orden general del mundo, donde nada puede haber que sea ficticio. Ahora bien, si todo ha sido exactamente provisto de hilo y aguja para preservar su ser, es poco creíble que sólo nosotros hayamos sido producidos en un estado defectuoso e indigente, y en un estado que no pueda preservarse sin auxilio ajeno. Por tanto, considero que, del mismo modo que plantas, árboles, animales y cualquier ser vivo están naturalmente pertrechados con una protección suficiente para defenderse de la injuria del tiempo,

Proptereaque fere res omnes aut corio sunt,

aut seta, aut conchis, aut callo, aut cortice tectae,[2]

[Y por ello casi todos los seres están cubiertos

de cuero, pelo, conchas, callosidades o corteza],

también lo estábamos nosotros. Pero, como hacen quienes extinguen la luz del día con la artificial, hemos extinguido nuestros propios medios con los medios prestados. Y se ve fácilmente que es la costumbre la que nos vuelve imposible aquello que no lo es. Porque, entre esas naciones que no conocen vestimenta alguna, hay algunas situadas poco más o menos bajo un cielo igual que el nuestro, c | y bajo un cielo mucho más duro que el nuestro, a | y además nuestra parte más delicada es la que se lleva siempre descubierta: c | ojos, boca, nariz, orejas; nuestros campesinos, como nuestros antepasados, la parte pectoral y el vientre.[3] a | Si los refajos y las calzas griegas formaran parte de nuestra condición natal, no cabe duda de que la naturaleza habría armado con una piel más espesa lo que hubiese abandonado a los golpes de las estaciones, como ha hecho con la punta de los dedos y la planta de los pies. c | ¿Por qué parece difícil de creer? Encuentro mucha mayor distancia entre mi manera de vestir y la de un campesino de mi país, que entre su manera y la de un hombre que viste sólo con su propia piel. ¡Cuántos hombres, en Turquía sobre todo, van desnudos por devoción![4]

a | No sé quién le preguntó a uno de nuestros pordioseros, al que veía en mangas de camisa en pleno invierno no menos escarrabilhat [vivaz] que uno que se arropara con pieles de marta hasta las orejas, cómo podía resistir. «Y vos, señor», respondió, «lleváis la cara descubierta; pues bien, yo soy todo cara».[5] Los italianos cuentan del bufón del duque de Florencia, me parece, que, al preguntarle su amo cómo podía soportar el frío tan mal vestido, cosa de la que él mismo era del todo incapaz, le dijo: «Seguid mi receta de cargar encima todos vuestros atuendos, como hago yo con los míos; no soportaréis más que yo». Al rey Masinisa no pudieron animarle, ni siquiera en su extrema vejez, a cubrirse la cabeza, por más frío que hiciese, hubiera tormenta o lluvia.[6] c | Se cuenta lo mismo del emperador Severo.[7] En las batallas libradas entre egipcios y persas, cuenta Heródoto que otros y él mismo observaron que, entre los muertos, los egipcios tenían el cráneo incomparablemente más duro que los persas, debido a que éstos llevan siempre la cabeza cubierta de gorros, y después de turbantes, mientras que aquéllos la llevan rasurada desde la infancia y descubierta.[8]

a | Y el rey Agesilao observó hasta la decrepitud la norma de vestir igual en invierno que en verano.[9] César, dice Suetonio, marchaba siempre al frente de su ejército, la mayoría de las veces a pie, con la cabeza descubierta, hiciera sol o lloviese;[10] y lo mismo se cuenta de Aníbal:

tum uertice nudo

excipere insanos imbres caelique ruinam.[11]

[entonces soportó, con la cabeza desnuda,

lluvias torrenciales y el hundimiento del cielo].

c | Un veneciano, que ha permanecido allí mucho tiempo y acaba de regresar, escribe que en el reino de Pegú hombres y mujeres llevan las demás partes del cuerpo vestidas, pero los pies siempre desnudos, incluso a caballo.[12] Y Platón da el consejo extraordinario, para la salud de todo el cuerpo, de no llevar ni en los pies ni en la cabeza otra protección que aquella que la naturaleza les ha puesto.[13] a2 | Aquel a quien los polacos han elegido como rey después del nuestro, que es en verdad uno de los más grandes príncipes de nuestro siglo, nunca lleva guantes, ni se cambia, pese al invierno y el tiempo, el gorro que lleva bajo techo.[14] b | Lo mismo que yo no puedo soportar ir desabrochado y desatado, los labradores de mi vecindad se sentirían trabados si fueran así. Varrón asegura que, cuando se nos ordenó tener la cabeza descubierta ante los dioses o el magistrado, se hizo más por nuestra salud y para fortalecernos contra las injurias del tiempo que en consideración de la reverencia.[15]

a | Y, ya que estamos tratando del frío, y que somos franceses acostumbrados a vestirnos de colores —no yo, pues apenas me visto sino de negro o blanco, imitando a mi padre—,[16] añadamos, por otra parte, que el capitán Martín du Bellay dice haber visto heladas tan fuertes en la expedición a Luxemburgo que el vino de la provisión se cortaba a hachazos y con cuñas, se repartía entre los soldados a peso y éstos se lo llevaban en cestos.[17] Y Ovidio:[18]

Nudaque consistunt formam seruantia testae

uina, nec hausta meri, sed data frustra bibunt.[19]

[Los vinos son sólidos y mantienen la forma del recipiente y,

una vez sacados de él, no se beben líquidos sino a pedazos].

b | Las heladas en la embocadura de la laguna Meótide son tan intensas que, en verano, el lugarteniente de Mitrídates venció a sus enemigos en una batalla naval en el mismo sitio donde los había combatido y derrotado a pie seco.[20] c | Los romanos sufrieron grandes pérdidas en la batalla que libraron contra los cartagineses cerca de Piacenza. Atacaron, en efecto, con la sangre helada y los miembros entumecidos por el frío; en cambio, Aníbal había hecho distribuir fuego por todo su campamento para calentar a los soldados, y repartir aceite entre las tropas para que, untándose con él, tuvieran los músculos más sueltos y desentumecidos, y cubrieran los poros contra los golpes del aire y del viento helado que en ese momento soplaba.[21]

La retirada de los griegos desde Babilonia hasta su país es famosa por las dificultades y los aprietos que tuvieron que superar. Uno de ellos fue que en las montañas de Armenia les recibió una horrorosa tormenta de nieve que les hizo perder la noción del país y de los caminos. Y, cercados de improviso, permanecieron un día y una noche sin beber ni comer, con la mayoría de sus animales muertos, muchos de ellos muertos y otros muchos cegados por los golpes del granizo y por el resplandor de la nieve; muchos tullidos por las extremidades, muchos de repente paralizados e inmóviles de frío, con la conciencia aún íntegra.[22]

Alejandro vio una nación en la que en invierno entierran los árboles frutales para protegerlos de las heladas,[23] y nosotros podemos verlo también. b | Sobre el asunto del vestir, el rey de México se cambiaba cuatro veces al día de atuendos, jamás los volvía a usar; empleaba sus desechos para sus continuas donaciones y recompensas. Tampoco le ponían dos veces ningún vaso, plato o utensilio de cocina o de mesa.[24]