CAPÍTULO XXXIV

UN DEFECTO DE NUESTROS ESTADOS

a | Mi difunto padre, hombre que no contaba con otra ayuda que la de la experiencia y el natural, tenía sin embargo un juicio muy claro. Me dijo una vez que[1] había deseado poner en marcha en las ciudades cierto lugar señalado donde, quienes necesitaran alguna cosa, pudiesen acudir y registrar el asunto ante un funcionario establecido a tal efecto.[2] Por ejemplo, c | intento vender unas perlas, busco perlas que estén en venta, a | fulano quiere compañía para ir a París,[3] mengano pregunta por un sirviente de tal calidad, tal otro por un amo, tal pide un obrero, uno esto, otro aquello, cada uno según su necesidad. Y parece que este medio para advertirnos entre nosotros aportaría no poco beneficio a la convivencia pública. Porque siempre hay condiciones que se buscan mutuamente, y que, por no conocerse entre sí, dejan a los hombres en extrema necesidad.

Me entero, con gran vergüenza por nuestro siglo, de que, bajo nuestra vista, dos personajes destacadísimos en ciencia han muerto sin tener lo necesario para comer: Lilio Gregorio Giraldi en Italia[4] y Sébastien Castellion en Alemania.[5] Y creo que hay mil hombres que los habrían llamado con condiciones muy ventajosas, c | o socorrido en el lugar donde estaban, a | de haberlo sabido. La corrupción del mundo no es tan general que yo no sepa de algún hombre que desearía con grandísimo afán poder emplear los medios que los suyos le han entregado, mientras plazca a la fortuna que goce de ellos, en amparar de la necesidad a los personajes singulares y notorios en cualquier suerte de excelencia, a los cuales la desgracia se enfrenta a veces hasta el último extremo, y que les procuraría por lo menos una situación tal que, de no estar satisfechos, se debería sólo a falta de buen juicio.

c | En el gobierno de la casa mi padre seguía un método que yo sé enaltecer, pero en absoluto imitar. Además del registro de los asuntos domésticos donde se incluyen las cuentas menores, los pagos o los tratos que no requieren la mano del notario, registro del que se encarga un contable, ordenaba al criado que le servía para escribir que llevara un diario para compilar todos los acontecimientos de cierta relevancia, y las memorias día a día de la historia de su casa —muy agradable de ver cuando el tiempo empieza a borrar el recuerdo, y muy oportuno con frecuencia para libramos de dudas—: ¿cuándo se empezó tal obra?, ¿cuándo se acabó?, ¿qué comitivas han pasado por ella?, ¿cuánto tiempo han permanecido?, nuestros viajes, nuestras ausencias, matrimonios, muertes, la llegada de noticias felices o desdichadas, el cambio de los sirvientes principales, ese tipo de materias. Es un uso antiguo que encuentro digno de ser recuperado, cada uno en su dominio. Y me considero necio por no haberlo hecho.[6]