LA FORTUNA SE ENCUENTRA A MENUDO
CON EL CURSO DE LA RAZÓN[1]
a | La inconstancia del variado movimiento de la fortuna la lleva a presentarnos toda clase de semblantes. ¿Hay acto de justicia más claro que éste? El duque Valentino había resuelto envenenar a Adriano, cardenal de Corneto, a cuya casa el papa Alejandro VI, su padre, y él acudían a cenar en el Vaticano. Envió de antemano cierta botella de vino envenenado, y mandó al sumiller que la guardase con sumo esmero. El Papa llegó antes que el hijo y pidió de beber. El sumiller, creyendo que aquel vino le había sido recomendado por su calidad, se lo sirvió al Papa; y el duque mismo, que llegó a la hora de la cena, confiando en que no habrían tocado su botella, bebió a su vez de él. De esta suerte, el padre murió en el acto; y el hijo, tras sufrir largamente el tormento de la enfermedad, fue reservado para otra fortuna peor.[2]
En ocasiones parece que la fortuna se ríe de nosotros en el momento preciso. El señor de Estrées, por aquel entonces estandarte del señor de Vendôme, y el señor de Licques, lugarteniente de la compañía del duque de Ascot, eran ambos pretendientes de la hermana del señor de Foungueselles, aunque de partidos diferentes —como suele suceder entre los vecinos de frontera—. Venció el señor de Licques; pero el día mismo de la boda, y, lo que es peor, antes de acostarse, el novio, ansioso por romper una lanza en honor de su nueva esposa, acudió a una escaramuza cerca de Saint-Omer, donde el señor de Estrées, que resultó más fuerte, le hizo prisionero. Y, para dar realce a su victoria, fue además preciso que la damisela,
Coniugis ante coacta noui dimittere collum,
quam ueniens una atque altera rursus hiems
noctibus in longis auidum saturasset amorem,[3]
[Obligada a soltar el cuello de su nuevo esposo, antes de que la sucesión de los inviernos hubiera saciado en largas noches su ávido amor],
le pidiera en persona, por cortesía, devolverle al prisionero, como lo hizo, pues la nobleza francesa jamás rehúsa nada a una dama.[4] c | ¿No parece la suerte un artista? Constantino, hijo de Helena, fundó el imperio de Constantinopla; y, muchos siglos después, Constantino, hijo de Helena, lo terminó.[5]
a | En ocasiones le complace rivalizar con nuestros milagros. Sostenemos que, cuando el rey Clodoveo sitiaba Angulema, las murallas cayeron solas por favor divino;[6] y Bouchet toma de algún autor que, durante el cerco al que el rey Roberto sometió una ciudad, se escapó para ir a Orleans a celebrar la fiesta de Saint Aignan, y, mientras se hallaba en plena devoción, en determinado momento de la misa, las murallas de la ciudad sitiada se derrumbaron sin haber sufrido violencia alguna.[7] Hizo todo lo contrario en nuestras guerras de Milán. En efecto, cuando el capitán Renzo asediaba en nuestro nombre la ciudad de Arona, minó un gran lienzo de la muralla. El muro se alzó bruscamente del suelo; sin embargo, volvió a caer como un solo bloque, tan recto sobre su base que los sitiados quedaron igual.[8]
En ocasiones hace las veces de medicina. Jasón de Feres había sido desahuciado por los médicos debido a un tumor que tenía en el pecho. Ansioso por librarse de él aunque fuera con la muerte, se arrojó en una batalla a cuerpo descubierto contra la muchedumbre de los enemigos. Fue herido a través del cuerpo de manera tan oportuna que su tumor reventó y él se curó.[9]
¿No superó al pintor Protógenes en el conocimiento de su arte? Este había concluido la imagen de un perro cansado y exhausto, a su satisfacción en todo lo demás, pero sin llegar a representar como quería la espuma y la baba. Irritado con su obra, cogió la esponja y, empapada como estaba de diferentes pinturas, la arrojó contra ella para borrarlo todo. La fortuna dirigió muy oportunamente el golpe a la posición de la boca del perro y completó lo que el arte no había sido capaz de hacer.[10]
¿No dirige a veces nuestras decisiones y las corrige? Isabel, reina de Inglaterra, que había de volver de Zelanda a su reino, con un ejército favorable a su hijo y contrario a su marido, se habría visto perdida de haber llegado al puerto previsto dado que sus enemigos la esperaban en él. Pero la fortuna la arrojó, en contra de su voluntad, a otro sitio, donde desembarcó con plena seguridad.[11] Y aquel antiguo que, lanzando piedras a un perro, le dio a su madrastra y la mató, ¿no habría pronunciado con razón este verso:
Ταὐτόματον ἡμῶν καλλίω βουλεύεται[12]
(La fortuna tiene mejor juicio que nosotros)[13]
c | Icetas había sobornado a dos soldados para que mataran a Timoleón, que se encontraba en Adrano, en Sicilia. Eligieron el momento en el que tenía que hacer un sacrificio. Y, confundidos entre la multitud, se estaban haciendo señas de que la ocasión era propicia para su tarea cuando apareció un tercero que le asestó a uno de ellos una gran estocada en la cabeza, lo arrojó muerto al suelo y salió huyendo. El compañero, dándose por descubierto y perdido, recurrió al altar y solicitó asilo, prometiendo decir toda la verdad. Cuando estaba relatando la conjuración, apareció el tercero, que había sido atrapado y al que el pueblo empujaba y zarandeaba como asesino a través de la multitud hacia Timoleón y los miembros más insignes de la asamblea. Allí imploró merced, y dijo haber matado con toda justicia al asesino de su padre.
Y probó de inmediato, gracias a los testigos que su buena suerte le procuró muy oportunamente, que en la ciudad de los leontinos su padre había sido en verdad asesinado por aquél de quien se había vengado. Le otorgaron diez minas áticas por haber tenido la ventura de evitar, reparando la muerte de su padre, la muerte del padre común de los sicilianos. La fortuna supera en rectitud los preceptos de la prudencia humana.[14]
b | Para acabar: ¿no se descubre en el siguiente hecho una aplicación muy clara de su favor, con bondad y piedad singulares? Los Ignacios, padre e hijo, proscritos por los triunviros de Roma, se resolvieron al noble cometido de entregar sus vidas el uno en manos del otro, y frustrar así la crueldad de los tiranos. Se persiguieron con la espada empuñada; ella[15] dirigió sus puntas y asestó dos golpes igualmente mortales, y concedió al honor de una amistad tan hermosa que tuvieran justamente la fuerza de retirar aún los brazos sangrantes y armados de las heridas, para abrazarse uno al otro en ese estado. Tan estrecho fue el abrazo que los verdugos cortaron juntas las dos cabezas, dejando los cuerpos sujetos para siempre en ese noble nudo, y las heridas unidas, sorbiendo amorosamente la sangre y los restos de vida la una de la otra.[16]