CAPÍTULO XXIX

LA MODERACIÓN

a | Como si nuestro tacto estuviera infecto, al tocarlas corrompemos las cosas que de suyo son bellas y buenas. Podemos asumir la virtud de manera que se vuelva viciosa si el deseo con que la abrazamos es demasiado áspero y violento. Quienes dicen que en la virtud jamás se produce exceso porque si hay exceso deja de ser virtud, juegan con las palabras:[1]

Insani sapiens nomen ferat, aequus iniqui,

ultra quam satis est uirtutem si petat ipsam.[2]

[Que el sabio lleve el nombre de insensato, el justo de

injusto, si buscan aun la virtud más allá de la medida].

Se trata de una sutil consideración filosófica. Es posible amar demasiado la virtud, y también entregarse en exceso en una acción justa. A este sesgo se acomoda la palabra divina: «No seáis más sabios de lo necesario; sed sobriamente sabios».[3]

c | He visto a algún grande vulnerar el renombre de su religión por mostrarse religioso más allá de todo ejemplo de los hombres de su índole.[4] Me agradan las naturalezas templadas y medianas. La inmoderación, aun hacia el bien, si no me ofende, me asombra y me hace difícil bautizarla. La madre de Pausanias, que dio la primera instrucción y llevó la primera piedra para matar a su hijo,[5] y el dictador Postumio, que hizo morir al suyo, al que el ardor juvenil había empujado con éxito contra los enemigos un poco por delante de su línea,[6] no me parecen tan justos como extraños. Y una virtud tan salvaje y costosa no me agrada ni para aconsejarla ni para seguirla.

El arquero que rebasa el blanco no falla menos que aquel que no lo alcanza. Y los ojos se me ofuscan al ascender de golpe hacia una gran luz lo mismo que al bajar a la sombra.[7] Calicles, en Platón, afirma que la filosofía llevada al extremo es perniciosa, y aconseja no sumergirse en ella más allá de los límites del provecho; que, tomada con moderación, es grata y conveniente, pero que, al cabo, vuelve al hombre salvaje y vicioso, despreciador de las religiones y las leyes comunes, enemigo del trato social, hostil a los placeres humanos, incapaz de toda administración política y de ayudar a otros o de ayudarse a sí mismo, proclive a ser abofeteado impunemente.[8] Tiene razón, pues en su exceso esclaviza nuestra libertad natural y nos desvía, por una importuna sutileza, del hermoso y llano camino que la naturaleza nos ha trazado.

a | El amor que profesamos a nuestras esposas es muy legítimo; aun así, la teología no deja de frenarlo y restringirlo. Me parece haber leído alguna vez en santo Tomás, en un lugar donde condena los matrimonios entre parientes en los grados prohibidos, esta razón entre otras: que se corre el peligro de que el amor que se profesa a tal esposa sea inmoderado, pues si el afecto marital es íntegro y perfecto, como ha de serlo, y además se le suma el debido a los parientes, no cabe duda de que el exceso arrastrará al marido más allá de los lindes de la razón.[9]

Las ciencias que rigen el comportamiento humano, como la teología y la filosofía, se injieren en todo. No hay acción tan privada y secreta que escape a su conocimiento y jurisdicción. c | Quienes restringen su libertad son meros aprendices. Son como las mujeres que muestran sin límites sus miembros cuando están con sus amantes; con el médico, la vergüenza se lo prohíbe. a | Quiero, pues, de su parte, instruir a los maridos, c | si todavía los hay que se ensañan demasiado, a | que aun los placeres que obtienen de la intimidad con sus esposas son reprobados si no se observa moderación, y que en tal objeto puede caerse en licencia y desbordamiento, lo mismo que si se tratara de un objeto ilegítimo.[10] c | Las desvergonzadas caricias que el primer ardor nos sugiere en este juego se emplean no sólo indecente sino también perniciosamente con nuestras esposas. Que al menos aprendan la impudicia de otra mano. Están siempre bastante despiertas para nuestra necesidad. Yo no me he servido sino de la instrucción natural y simple.

a | El matrimonio es un lazo religioso y devoto. Por eso, el placer que nos brinda debe ser un placer retenido, serio y mezclado con cierta severidad; debe ser un placer en cierta medida prudente y escrupuloso. Y, puesto que su principal objetivo es la generación, hay quien pone en duda que sea lícito buscar la intimidad cuando no tenemos esperanza de fruto, como cuando han rebasado la edad o están encintas.[11] c | Es un homicidio según el criterio de Platón.[12] b | Ciertas naciones, c | y entre ellas la mahometana,[13] b | abominan de la unión con mujeres encintas;[14] muchas, también con las que tienen sus flujos.[15] Zenobia recibía a su marido para un solo asalto, y, consumado éste, lo abandonaba todo el tiempo de su concepción, y sólo entonces le daba permiso para volver a empezar —¡bravo y noble ejemplo de matrimonio!—.[16] c | Platón toma de algún poeta indigente y hambriento de este deleite el siguiente relato: un día Júpiter le hizo a su esposa una acometida tan ardiente que, sin tener paciencia para llegar al lecho, la arrojó al suelo y, a causa de la vehemencia del placer, olvidó las grandes e importantes resoluciones que acababa de tomar con los demás dioses en su corte celeste. Se ufanaba de haber encontrado tan buena esa ocasión como la primera en que la desvirgó a escondidas de sus padres.[17]

a | Los reyes de Persia llamaban a sus esposas a compartir sus banquetes, pero cuando el vino los acaloraba de veras, y no había más remedio que dar rienda suelta al placer, las devolvían a sus estancias, para no hacerlas partícipes de sus apetitos inmoderados, y mandaban venir, en su lugar, a mujeres a las que no tenían obligación de respetar.[18] b | Ni todos los placeres ni todos los favores convienen a toda clase de gente. Epaminondas había mandado encarcelar a un muchacho disoluto; Pelópidas le rogó que le hiciera el favor de liberarlo; se lo rehusó, y, en cambio, se lo concedió a una muchacha que le hizo la misma petición, diciendo que un favor así se debía a una amiga, no a un capitán.[19] c | Sófocles, que era compañero de pretoria de Pericles, al ver por azar que pasaba un hermoso muchacho, dijo a Pericles: «¡Oh qué joven más hermoso!». «Eso está bien en cualquiera menos en un pretor, que debe tener no sólo las manos, sino también los ojos castos», le replicó Pericles.[20]

a | El emperador Elio Vero respondió a su esposa, quejosa de que se entregara al amor de otras mujeres, que lo hacía por motivo de conciencia, pues el matrimonio era un título de honor y dignidad, no de concupiscencia retozona y lasciva.[21] c | Y nuestra historia eclesiástica ha conservado con honor la memoria de una mujer que repudió a su marido por no querer secundar ni sufrir sus caricias demasiado insolentes y desenfrenadas.[22] a | Ningún placer es, en suma, tan justo que no se nos pueda reprochar en él el exceso y la intemperancia.

Pero, hablando en serio, ¿no es el hombre un animal miserable? Apenas está en su poder, por su condición natural, degustar un solo placer íntegro y puro, y aún se esfuerza en recortarlo por medio de la razón —como no es bastante pobre, aumenta su miseria con arte y esfuerzo—:

b | Fortunae miseras auximus arte uias.[23]

[Hemos incrementado con nuestro arte

las míseras vías de nuestra fortuna].

c | La sabiduría humana se hace muy neciamente la ingeniosa aplicándose a rebajar el número y la dulzura de los placeres que nos pertenecen, del mismo modo que actúa favorable y hábilmente cuando dedica sus artificios a pintarnos y maquillarnos los males y a aliviarnos de su sentimiento. De haber encabezado una facción, yo habría escogido otra vía más natural, es decir, verdadera, ventajosa y santa, y habría quizá llegado a ser bastante fuerte para ponerle límites.

a | ¿Qué decir del hecho de que nuestros médicos espirituales y corporales, como si hubiesen hecho un complot entre ellos, no encuentren vía alguna para la curación, ni remedio para las enfermedades del cuerpo y del alma, sino mediante el tormento, el dolor y el pesar. Vigilias, ayunos, cilicios, exilios remotos y solitarios, cárceles perpetuas, azotes y demás aflicciones han sido introducidos para esto; pero a condición de que sean verdaderamente aflicciones y de que estén provistas de una acritud hiriente.[24] b | Y de que no suceda como en el caso de Galio: enviado al exilio a la isla de Lesbos, llegaron a Roma noticias de que se lo estaba pasando bien y de que el castigo que le habían impuesto le resultaba favorable; mudaron, pues, de parecer y le volvieron a llamar junto a su mujer y a su casa, con la orden de permanecer allí, para acomodar el castigo a su sentimiento.[25] a | Porque, si ayunar le aguza a uno la salud y la vitalidad, si el pescado le resulta a alguien más apetitoso que la carne, deja de ser una receta salutífera; de la misma manera que en la otra medicina las drogas no surten efecto en quien las toma con deseo y placer. La amargura y la dificultad son circunstancias que sirven a su operación. El natural que admita el ruibarbo como cosa familiar, corrompe su uso.[26] Es preciso que hiera nuestro estómago para curarlo —aquí falla la regla general que dice que las cosas se curan por sus contrarios, porque el mal cura el mal.[27]

b | Esa impresión se relaciona en cierto modo con esa otra tan antigua de pensar complacer al Cielo y a la naturaleza mediante nuestra masacre y homicidio, que fue universalmente abrazada en todas las religiones.[28] c | Todavía en tiempos de nuestros padres Amurat, en la conquista del istmo, inmoló seiscientos jóvenes griegos por el alma de su padre, con el objetivo de que la sangre propiciara la expiación de los pecados del fallecido.[29] b | Y en las nuevas tierras descubiertas en nuestra época, aún puras y vírgenes en comparación con las nuestras, es una práctica aceptada en alguna medida en todas partes: todos sus ídolos se abrevan de sangre humana, no sin varios ejemplos de horrible crueldad.[30] A unos los queman vivos y, medio asados, los retiran de la hoguera para arrancarles el corazón y las entrañas. A otros, incluso a mujeres, los desuellan vivos y con la piel así sangrante recubren y enmascaran a otros.[31] Y no son menos los ejemplos de firmeza y determinación. Porque esa pobre gente a la que sacrifican, ancianos, mujeres, niños, se dedican ellos mismos a mendigar, unos días antes, limosnas para la ofrenda de su sacrificio, y se presentan a la carnicería cantando y danzando con los asistentes.[32] Los embajadores del rey de México, dando a entender a Hernán Cortés la grandeza de su amo, tras decirle que disponía de treinta vasallos cada uno de los cuales podía reunir a cien mil combatientes, y que habitaba en la ciudad más bella y fuerte que existía bajo el cielo, añadieron que podía sacrificar a los dioses cincuenta mil hombres al año.[33] A decir verdad, se dice que alentaba la guerra con ciertos grandes pueblos vecinos no sólo como ejercicio para la juventud del país, sino sobre todo para poder proveer sus sacrificios con prisioneros de guerra.[34] En otro sitio, en determinada villa, para dar la bienvenida a Cortés, sacrificaron a cincuenta hombres juntos.[35] Añadiré un relato: algunos de estos pueblos, tras ser derrotados por él, enviaron a conocerle y a buscar su amistad; los mensajeros le presentaron tres clases de regalos de esta manera: «Señor, aquí tienes a cinco esclavos: si eres un dios feroz que te alimentas de carne y sangre, cómetelos y te traeremos más; si eres un dios bondadoso, aquí tienes incienso y plumas; si eres un hombre, toma las aves y los frutos que te damos».[36]