ES LOCURA REFERIR LO VERDADERO Y
LO FALSO A NUESTRA CAPACIDAD
a | Acaso sea razonable atribuir a simpleza y a ignorancia la facilidad de creer y dejarse persuadir. Me parece haber aprendido hace tiempo, en efecto, que la creencia es como una impresión que se produce en el alma, y que a medida que ésta resulta más blanda y menos resistente, es más fácil imprimirle cualquier cosa.[1] c | Vt necesse est lancem in libra ponderibus impositis deprimi, sic animum perspicuis cedere[2] [Tal como el platillo de la balanza necesariamente se inclina cuando se le pone un peso encima, el alma cede ante las evidencias]. Cuanto más vacía está el alma y menor es su contrapeso, más fácilmente cede bajo la carga de la primera persuasión. a | Por ello, los niños, el vulgo, las mujeres y los enfermos están más expuestos a verse arrastrados por las orejas.
Pero también, por otra parte, es necia presunción desdeñar y condenar como falso aquello que no nos parece verosímil, lo cual es vicio común entre quienes piensan que tienen alguna capacidad superior a la ordinaria. Así lo hacía yo en otro tiempo, y al oír hablar de espíritus que retornan o de la adivinación del futuro, de encantamientos y brujerías, o de cualquier otro cuento en el cual no pudiera penetrar,
Somnia, terrores magicos, miracula, sagas,
nocturnos lemures portentaque Thessala,[3]
[Sueños, terrores mágicos, milagros, brujas,
espectros nocturnos y portentos de Tesalia],
compadecía al pobre pueblo engañado por tales locuras. Y ahora me parece que yo mismo era por lo menos igualmente digno de lástima. No es que después la experiencia me haya hecho ver nada por encima de mis primeras creencias —y, sin embargo, no ha sido por falta de curiosidad—; pero la razón me ha enseñado que condenar una cosa tan resueltamente como falsa e imposible es arrogarse la superioridad de tener en la cabeza los términos y límites de la voluntad de Dios y de la potencia de nuestra madre naturaleza; y que no hay locura más notable en el mundo que reducirlos a la medida de nuestra capacidad y aptitud. Si llamamos monstruos o milagros a aquello donde no alcanza nuestra razón, ¡cuántos se nos ofrecen continuamente a los ojos! Consideremos a través de qué nubes y cuán a tientas somos conducidos al conocimiento de la mayoría de cosas que tenemos entre manos. Sin duda descubriremos que es la costumbre más que la ciencia lo que hace que no nos parezcan extrañas,
b | iam nemo, fessus saturusque uidendi,
suspicere in caeli dignatur lucida templa,[4]
[cansados y hartos como estamos de verla, ahora nadie
se digna a alzar los ojos hacia la luminosa bóveda del cielo],
a | y que esas cosas, si se nos presentaran por primera vez, nos resultarían tan increíbles o más que cualesquiera otras,
si nunc primum mortalibus adsint
ex improuiso, ceu sint obiecta repente,
nil magis his rebus poterat mirabile dici,
aut minus ante quod auderent fore credere gentes.[5]
[si estas cosas comparecieran hoy por primera vez de improviso ante los mortales, si se les presentaran de repente, nada podría mencionarse más maravilloso, nada habría osado figurarse menos la imaginación de la gente].
Quien jamás había visto río alguno, al topar con el primero pensó que se trataba del océano. Y las cosas mayores que conocemos, las juzgamos como las máximas que la naturaleza puede producir en ese género:
b | Scilicet et fluuius, qui non est maximus, eii est
qui non ante aliquem maiorem uidit, et ingens
arbor homoque uidetur;[6] a | et omnia de genere omni
maxima quae uidit quisque, haec ingentia fingit.[7]
[Sin duda también un río que no es muy grande lo parece a quien no ha visto antes ninguno mayor, y lo mismo un árbol y un hombre parecen inmensos; y en todo género las cosas que vemos muy grandes, nos figuramos que son inmensas].
c | Consuetudine oculorum assuescunt animi, neque admirantur, neque requirunt rationes earum rerum, quas semper uident[8] [Las almas se acostumbran por el hábito de los ojos, y ni se asombran ni indagan las razones de las cosas que ven siempre]. La novedad de las cosas, más que su magnitud, nos induce a indagar sus causas.[9] a | Debemos juzgar con más reverencia sobre la infinita potencia de la naturaleza,[10] y con mayor reconocimiento de nuestra ignorancia y debilidad. ¡De cuántas cosas poco verosímiles han dado testimonio personas fidedignas! Si no podemos persuadirnos de ellas, debemos dejarlas por lo menos en suspenso, pues condenarlas como imposibles es arrogarse, con temeraria presunción, la fuerza de saber hasta dónde llega lo posible. c | Si se entendiera bien la diferencia que existe entre lo imposible y lo insólito, y entre lo contrario al orden del curso de la naturaleza y lo contrario a la opinión común de los hombres, sin creer a la ligera ni descreer tampoco con facilidad, se observaría la regla «Nada en exceso», prescrita por Quilón.[11]
a | Cuando encontramos en Froissart que el conde de Foix se enteró, en Bearn, de la derrota del rey Juan de Castilla en Aljubarrota, al día siguiente de producirse, y los medios que alega, podemos burlarnos;[12] e incluso de aquello que dicen nuestros anales: que el papa Honorio, el mismo día que el rey Felipe Augusto murió b | en Mantua, a | dispuso que se hicieran sus funerales públicos, y los mandó hacer por toda Italia.[13] La autoridad de tales testigos carece quizá del rango suficiente para contenernos. Pero ¿qué decir si Plutarco, aparte de los numerosos ejemplos antiguos que aduce, afirma saber a ciencia cierta que, en tiempos de Domiciano, la noticia de la batalla perdida por Antonio en Alemania, a muchas jornadas de distancia, se conoció en Roma y se difundió por todo el mundo el mismo día de la derrota?;[14] ¿y si César sostiene que ha sucedido con frecuencia que la fama se ha anticipado al acontecimiento?[15] ¿Diremos que esos simples se dejaron engañar junto al vulgo porque no eran tan lúcidos como nosotros? ¿Existe nada más exigente, más nítido y más vivo que el juicio de Plinio cuando le place ponerlo en juego, nada más alejado de la vanidad? —dejo de lado la excelencia de su saber, que tomo menos en cuenta; ¿acaso le superamos en alguna de las dos cualidades?—. Sin embargo, hasta el más modesto de los estudiantes le acusa de mentir, y pretende darle lecciones sobre el curso de las obras de la naturaleza. Cuando leemos en Bouchet los milagros de las reliquias de san Hilario, pase; su autoridad no es suficientemente grande para hurtamos la libertad de contradecirle.[16] Pero condenar de una vez todas las historias semejantes me parece singular desfachatez. El gran san Agustín declara haber visto que un niño ciego recobró la vista gracias a las reliquias de san Gervasio y de san Protasio en Milán; que una mujer, en Cartago, se curó de un cáncer mediante el signo de la cruz que le hizo otra mujer recién bautizada; que Hesperio, un amigo suyo, expulsó los espíritus que infestaban su casa con un puñado de tierra del sepulcro de Nuestro Señor, y, cuando esta misma tierra fue llevada a la iglesia, un paralítico se curó de repente; que una mujer, en una procesión, tras tocar el relicario de san Esteban con un ramillete, y frotarse los ojos con él, recobró la vista perdida mucho antes; y dice haber presenciado personalmente numerosos milagros más.[17] ¿De qué les acusaremos a él y a los dos santos obispos, Aurelio y Maximino, a los que invoca como avales? ¿Acaso de ignorancia, simpleza y facilidad, o de malicia e impostura? ¿Alguien en nuestro siglo tiene tanta desfachatez que piense poder compararse con ellos, ya sea en virtud y piedad, ya sea en saber, juicio y capacidad? c | Qui, ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent[18] [Son tales que, aunque no brindaran razón alguna, me doblegarían con su sola autoridad].
a | Es peligrosa y grave osadía, aparte de la absurda ligereza que supone, despreciar aquello que no entendemos. En efecto, una vez que has fijado, según tu buen entender, los límites de la verdad y la mentira, y una vez que resulta que has de creer a la fuerza cosas todavía más extrañas que aquellas que niegas, te ves ya obligado a abandonarlos. Ahora bien, lo que a mi juicio procura mayor desorden a nuestras conciencias en los tumultos religiosos en que nos hallamos es la cesión que los católicos hacen de su creencia.[19] Les parece que representan el papel de moderados y entendidos cuando abandonan a los adversarios algunos de los artículos que se debaten. Pero, además de que no ven la ventaja que supone para quien te ataca empezar a hacerle concesiones y a echarse atrás, y hasta qué punto esto le incita a proseguir su avance, esos artículos que eligen como los más ligeros son a veces muy importantes. Hay que someterse por entero a la autoridad de nuestro gobierno eclesiástico, o bien dispensarse por entero de ella. No nos atañe a nosotros establecer qué parte de obediencia le debemos. Y, además, puedo decirlo porque lo he experimentado, pues en otro tiempo me valí de esta libertad de elegir y de efectuar mi selección particular, y descuidé ciertos puntos de la observancia de nuestra Iglesia que parecen tener un aspecto más vano o más extraño. Al hablar de ello con los doctos, descubrí que tales cosas poseen un fundamento macizo y muy sólido, y que sólo la necedad y la ignorancia nos hacen acogerlas con menos reverencia que al resto.[20] ¿Acaso hemos olvidado cuántas contradicciones percibimos en nuestro propio juicio, cuántas cosas que ayer nos servían de artículos de fe hoy las consideramos fábulas?[21] El orgullo y la curiosidad son los dos azotes de nuestra alma. Ésta nos lleva a meter la nariz en todo; aquél nos impide dejar nada sin resolver y sin decidir.