CAPÍTULO XXIV

LA PEDANTERÍA[1]

a | Siendo niño me irritó con frecuencia ver en todas las comedias italianas a un pedante haciendo de bufón,[2] y el nombre de magister [maestro] no tenía un significado mucho más honorable entre nosotros. En efecto, si me habían entregado a su gobierno, ¿qué menos podía hacer que velar por su reputación? Yo trataba de excusarlos por el desacuerdo natural que se da entre el vulgo y las personas singulares y sobresalientes en juicio y en saber, pues unos y otros siguen caminos enteramente contrarios. Pero lo que de ninguna manera entendía es que los hombres más refinados fuesen aquellos que más desprecio les profesaban, como prueba nuestro buen Du Bellay:

Mais je hais par sur tout un savoir pédantesque.

[Pero odio más que nada el saber pedantesco].[3]

b | Y se trata de una costumbre antigua, pues Plutarco dice que «griego» y «escolar» eran palabras de reproche y desprecio entre los romanos.[4]

a | Después, he descubierto con la edad que tenían muchísima razón y que magis magnos clericos non sunt magis magnos sapientes[5] [los más grandes doctos no son los más grandes sabios]. Pero todavía tengo dudas acerca de cómo puede suceder que un alma rica por el conocimiento de tantas cosas no se vuelva más viva y más despierta, y que un espíritu zafio y vulgar pueda albergar en su interior, sin mejora, los razonamientos y juicios de los espíritus más excelentes que el mundo ha dado.

b | Al acoger a tantos cerebros ajenos, y tan vigorosos, y tan grandes, es necesario —me decía una muchacha, la primera de nuestras princesas, hablando de alguien— que el propio se comprima, se contraiga y achique para dejar sitio a los otros.[6] a | Me gustaría decir que, así como las plantas se ahogan por exceso de agua y las lámparas por exceso de aceite, lo mismo le ocurre a la acción del espíritu por exceso de estudio y de materia. Ocupado e impedido por una gran variedad de cosas, perdería la capacidad de desenvolverse, y tal peso le mantendría corvo y encogido. Pero no sucede así; el alma, en efecto, se ensancha a medida que se llena. Y en los ejemplos de la Antigüedad se ve, por el contrario, que hombres hábiles en el manejo de los asuntos públicos, grandes capitanes y grandes consejeros[7] en las cuestiones de Estado fueron a la vez muy doctos.

Y en cuanto a los filósofos apartados de toda ocupación pública, a decir verdad fueron también alguna vez despreciados por la libertad cómica de su tiempo.[8] c | Sus opiniones y costumbres los hacían ridículos. ¿Quieres que sean jueces de los derechos de un proceso, de las acciones de un hombre? ¡Están muy dispuestos! Indagan además si hay vida, si hay movimiento, si el hombre es cosa distinta del buey, qué es hacer y padecer, qué clase de animales son las leyes y la justicia. ¿Hablan del magistrado o le hablan? Lo hacen con una libertad irreverente e incivil. ¿Oyen alabar a su príncipe o a un rey? Para ellos es un pastor, ocioso como un pastor, dedicado a esquilmar y esquilar a sus animales, pero con mucha mayor rudeza que un pastor. ¿Consideras a alguien más grande porque posee dos mil fanegas de tierra? Se burlan, acostumbrados como están a abrazar el mundo entero como su posesión. ¿Te jactas de tu nobleza porque cuentas siete antepasados ricos? Te consideran poca cosa porque no concibes la imagen universal de la naturaleza y cómo todos nosotros hemos tenido predecesores ricos, pobres, reyes, criados, griegos y bárbaros. Y aunque fueras el quincuagésimo descendiente de Hércules, les parecerías vano por dar valor a este regalo de la fortuna. De este modo, el vulgo los desdeñaba por ignorantes de las cosas primeras y comunes, por presuntuosos e insolentes.[9]

Pero esta pintura platónica se aleja mucho de la que conviene a nuestra gente. a | A aquéllos se les envidiaba por estar por encima de la usanza común, por despreciar las acciones públicas, por haber establecido una vida particular e inimitable, ajustada a ciertos razonamientos elevados e inútiles. A éstos se les desprecia porque están por debajo de la usanza común, porque son incapaces para los cargos públicos, porque arrastran una vida y unas costumbres bajas y abyectas siguiendo al vulgo. c | Odi homines ignaua opera, philosopha sententia.[10] [Aborrezco a los hombres débiles en la acción, filósofos en las palabras].

a | En cuanto a esos filósofos, digo, así como eran grandes en ciencia, lo eran más aún en cualquier acción. Se dice de aquel geómetra de Siracusa que, apartado de la contemplación para poner en práctica alguna cosa en defensa de su país, puso de inmediato en marcha unos ingenios terribles y cuyos efectos superaban toda creencia humana —él mismo, sin embargo, desdeñaba esa manufactura y pensaba que con ella había corrompido la dignidad de su arte, del cual sus obras no eran más que un aprendizaje y un juguete—.[11] De igual manera, esos filósofos, si alguna vez se les sometió a la prueba de la acción, se elevaron tanto que se evidenció que su ánimo y su alma se habían enriquecido y habían aumentado gracias a la inteligencia de las cosas.

Pero c | algunos, viendo que la sede del gobierno político estaba ocupada por hombres incapaces, se echaron atrás.

Y aquel que preguntó a Crates hasta cuándo habría que filosofar, recibió esta respuesta: «Hasta que los arrieros dejen de dirigir nuestros ejércitos».[12] Heráclito cedió la realeza a su hermano. Y a los efesios que le reprochaban pasar el tiempo jugando con los niños delante del templo, les dijo: «¿No es mejor hacer esto que gobernar los asuntos con vosotros?».[13] a | Otros, por tener la imaginación situada por encima de la fortuna y el mundo, encontraron bajos y viles las sedes de la justicia y aun los tronos de los reyes. c | Y Empédocles rehusó la realeza que los agrigentinos le ofrecieron.[14] a | A Tales, por haber denunciado alguna vez el afán por la administración y el enriquecimiento, le reprocharon que lo hacía como el zorro, porque no alcanzaba.[15] Le vinieron ganas, como pasatiempo, de hacer el experimento, y, rebajando por una vez su saber al servicio del provecho y la ganancia, fundó un negocio que en un año le proporcionó riquezas tan grandes que los más experimentados del oficio apenas podían lograrlas parecidas en toda una vida.[16] c | Aristóteles cuenta que algunos llamaban a éste, y a Anaxágoras y a sus semejantes, sabios pero no prudentes, porque no se aplicaban lo suficiente a las cosas más útiles.[17] Aparte de que no digiero bien la diferencia entre tales palabras, no sirve de excusa a mi gente;[18] y, viendo la baja e indigente fortuna con la cual se contentan, más bien tendríamos motivos para pronunciar ambas: que ni son sabios ni prudentes.

a | Abandono la primera razón, y creo que vale más decir que el mal proviene de la mala manera en que se aplican a las ciencias; y que, habida cuenta el modo en que se nos instruye, no es asombroso que ni escolares ni maestros se vuelvan más capaces aunque se hagan más doctos. En verdad, la solicitud y el gasto de nuestros padres no tienen otra mira que amueblarnos la cabeza de ciencia; en cuanto al juicio y a la virtud, pocas noticias. c | Grítale a nuestro pueblo de alguien que pasa: «¡Oh, qué hombre más docto!». Y de otro: «¡Oh, qué buen hombre!». No dejará de dirigir mirada y respeto hacia el primero.[19] Debería haber un tercero que gritara: «¡Oh, qué cabezas más torpes!». a | Nos preguntamos de buena gana: «¿Sabe griego o latín?, ¿escribe en verso o en prosa?». Pero lo principal es si se ha vuelto mejor o más sensato, y eso es lo que se olvida. Habría que preguntar quién sabe mejor, no quién sabe más.[20]

Nos esforzamos sólo en llenar la memoria, y dejamos el entendimiento c | y la conciencia a | vacíos. Los pájaros salen a veces a buscar grano y se lo llevan en el pico sin probarlo, para dar de comer a sus crías. De la misma manera nuestros pedantes se dedican a rapiñar la ciencia en los libros, y no la albergan sino en la punta de los labios, sólo para verterla y lanzarla al viento.[21] c | Es asombroso cuán propiamente la necedad se alberga en mí. ¿No es esto mismo lo que hago yo en la mayor parte de esta composición? Voy desvalijando por aquí y por allá de los libros las sentencias que me gustan, no para guardarlas —porque no tengo sitio—, sino para transferirlas a éste, donde, a decir verdad, no son más mías que en su primera ubicación. No somos doctos, a mi juicio, sino por la ciencia presente, no por la pasada, tampoco por la futura. a | Pero, todavía peor, sus escolares y sus pequeños no se alimentan y nutren tampoco de ella; al contrario, va pasando de mano en mano sin otro objeto que hacer ostentación, entretener a los demás y explicar cuentos, como si se tratara de una vana moneda inútil para cualquier uso y empleo que no sea echar cuentas y hacer cálculos.[22] c | Apud alios loqui didicerunt, non ipsi secum.[23] [Han aprendido a hablar con los demás, no consigo mismos]. Non est loquendum, sed gubernandum.[24] [No se trata de hablar, sino de llevar el timón]. La naturaleza, para mostrar que no hay nada salvaje en lo que ella lleva a cabo, hace surgir a menudo, en las naciones menos cultivadas por arte, producciones de ingenio que rivalizan con las producciones más artísticas.[25] Así, sobre este asunto, es delicado un proverbio gascón sacado de una tonadilla: «Bouha prou bouha, mas a remuda lous dits qu’em» —soplar mucho, soplar, pero tenemos que mover los dedos.[26]

a | Sabemos decir: «Cicerón lo afirma así», «Este es el comportamiento de Platón», «Éstas son las palabras mismas de Aristóteles». Pero nosotros, ¿qué decimos nosotros mismos?, ¿qué hacemos?, ¿qué juzgamos?[27] Un loro lo diría igual de bien. Esta costumbre me hace acordar de aquel romano acaudalado que se esforzó, con grandísimo gasto, por procurarse hombres competentes en todo género de ciencias. Los mantenía siempre a su alrededor, para que, cuando surgiese entre sus amigos la ocasión de hablar de uno u otro asunto, se pusieran en su lugar y se aprestaran a brindarle un razonamiento o un verso de Homero, cada uno según su especialidad. Y creía que tal saber era suyo porque estaba en la cabeza de sus criados.[28] Así actúan también aquellos cuya capacidad reside en las suntuosas bibliotecas que poseen. c | Conozco a alguno que, cuando le pregunto qué sabe, me pide un libro para mostrármelo; y no osaría decirme que tiene sarna en el trasero si no va de inmediato a estudiar en su diccionario qué es sarna y qué es trasero.

a | Guardamos las opiniones y la ciencia de otros, y después nada más. Es preciso que las hagamos nuestras. Somos exactamente como aquel que, necesitado de fuego, acude a casa del vecino a buscarlo, y, al encontrar allí uno hermoso y grande, se detiene a calentarse con él, sin acordarse ya de llevárselo a casa.[29] ¿De qué nos sirve tener la barriga llena de alimento si no lo digerimos, si no se transforma en nosotros, si no nos aumenta ni fortalece?[30] ¿Acaso creemos que Lúculo, al que las letras hicieron tan gran capitán y le formaron como tal, sin experiencia alguna, las había asumido a nuestra manera?[31] b | Nos dejamos ir hasta tal extremo en brazos ajenos que aniquilamos nuestras fuerzas. ¿Quiero armarme contra el temor a la muerte? Lo hago a cuenta de Séneca.[32] ¿Quiero obtener consuelo para mí o para otro? Lo tomo prestado de Cicerón.[33] Lo habría extraído de mí mismo si me hubiesen ejercitado en hacerlo. No me gusta esta capacidad relativa y mendigada.

a | Aunque pudiéramos ser doctos por un saber ajeno, al menos sabios no lo podemos ser sino por nuestra propia sabiduría:

Μισῶ σοφιστήν, ὅστις οὐχ αὐτῷ σοφός.[34]

[Aborrezco al sabio que no es sabio por sí mismo].

c | Ex quo Ennius: Nequicquam sapere sapientem, qui ipse sibi prodesse non quiret[35] [Y por eso dice Ennio: En vano sabe aquel sabio que no sabe ser útil para sí mismo]:

si cupidus, si

uanus et Euganea quamtumuis uilior agna.[36]

[si es codicioso, vano y mucho más vil que una oveja euganea].

c | Non enim paranda nobis solum, sed fruenda sapientia est[37] [Pues no sólo debe adquirirse la sabiduría, sino sacarle provecho]. Dionisio se burlaba de los gramáticos que se preocupan de indagar los infortunios de Ulises e ignoran los propios, de los músicos que afinan sus flautas y no afinan su comportamiento, de los oradores que se esfuerzan por decir la justicia, no por hacerla.[38]

a | Si el alma no progresa con un movimiento mejor, si el juicio no se ha hecho más sano, me daría lo mismo que nuestro escolar hubiera pasado el tiempo jugando a la pelota; al menos habría ganado en agilidad. Míralo, de vuelta tras dedicar quince o dieciséis años al estudio. Nadie hay tan inepto para ponerse manos a la obra. El único beneficio que adviertes en él es que su latín y su griego lo han hecho más necio y presuntuoso de lo que era al salir de casa. c | Había de traer el alma llena; sólo la trae hinchada; y, en lugar de engrosarla, tan sólo la ha inflado. Tales maestros, como dice Platón de los sofistas, hermanos suyos, son, entre todos los hombres, quienes prometen ser más útiles a los hombres, y los únicos entre todos que no sólo no mejoran aquello que se les confía, como lo hace un carpintero o un albañil, sino que lo empeoran, y cobran por haberlo empeorado.[39] Si se aplicara la ley que Protágoras proponía a sus discípulos —pagarle lo que él fijara o jurar en el templo en cuánto valoraban el provecho que habían sacado de sus enseñanzas y pagar su esfuerzo según él—,[40] mis pedagogos quedarían burlados, en caso de remitirnos al juramento de mi experiencia.

a | Mi lengua vulgar perigordina llama de manera muy graciosa letro-ferits a esos sabihondos, como si dijéramos «letraheridos», a quienes las letras han dado un martillazo, como se suele decir.[41] Lo cierto es que con la mayor frecuencia parecen haber caído por debajo incluso del sentido común. Porque al campesino y al zapatero los ves seguir simple y naturalmente su camino, hablando de lo que saben; éstos, por pretender elevarse y exaltarse con el saber que nada en la superficie de su cerebro, se enredan y embrollan sin cesar. Se les escapan palabras hermosas, pero habrá de ser otro quien las acomode. Conocen bien a Galeno, pero en absoluto al enfermo. Te han llenado ya la cabeza de leyes y, sin embargo, todavía no han entendido el nudo de la causa. Saben la teoría de todas las cosas; busca a alguno que la ponga en práctica.

En mi casa vi a un amigo mío, que tenía que habérselas con uno de ellos, simular a modo de pasatiempo una jerigonza de galimatías y palabras inconexas, tejida con remiendos salvo que con frecuencia estaba salpicada de términos convenientes a su discusión. Con esto mantuvo ocupado todo el día a ese necio debatiendo, sin que dejara de pensar que respondía a las objeciones que se le hacían. Y era, sin embargo, hombre de letras y reputado, b | y vestía una hermosa toga:

Vos, o patritius sanguis, quos uiuere par est

occipiti, caeco, posticae occurrite sannae.[42]

[Vosotros, los de sangre patricia, a quienes os va bien vivir sin ojos detrás

de la cabeza, enfrentaos a la mueca que os hacen a vuestras espaldas].

a | Quien observe de bien cerca a este género de personas, que se extiende hasta muy lejos, descubrirá, como yo, que las más de las veces no se entienden a sí mismos ni entienden a los demás, y que tienen la memoria bastante llena, pero el juicio del todo vacío, salvo que su naturaleza por sí misma se lo haya formado de otra manera. Así lo he visto en el caso de Adrien Turnèbe, que, sin profesar otra cosa que las letras, en lo cual era, a mi entender, el hombre más grande que ha habido en mil años, nada tenía de pedantesco sino el uso de la toga y cierta forma externa que tal vez no estaba civilizada al modo cortesano, cosas que son naderías.[43] b | Y detesto a esta gente que soporta peor una toga que un alma ruin, y que mira qué clase de hombre es por la reverencia, la compostura y las botas. a | Por dentro era, en efecto, el alma más refinada del mundo. A menudo lo he llevado deliberadamente a asuntos alejados de su uso; veía tan claro en ellos, con una comprensión tan pronta, con un juicio tan sano, que parecía no haber ejercido nunca otra profesión que la guerra y los asuntos de Estado. Se trata de naturalezas bellas y fuertes,

b | queis arte benigna

et meliore luto finxit praecordia Titan,[44]

[en las cuales el titán moldeó las entrañas

con arte benigno y mejor barro],

a | que persisten a través de una mala formación. Ahora bien, no basta con que la formación no nos corrompa, debe hacernos mejores.

Algunos de nuestros parlamentos, cuando han de admitir magistrados, los examinan solamente sobre la ciencia; los otros añaden además la prueba del entendimiento, presentándoles el juicio de alguna causa. Me parece que el estilo de estos últimos es mucho mejor. Y, aun cuando ambos elementos sean necesarios y haga falta que se den los dos, el saber es en verdad menos valioso que el juicio. Este elemento puede arreglárselas sin el otro, pero no el otro sin él. Pues, como dice el verso griego,

ὡς οὐδὲν ἡ μάθησις, ἣν μὴ νοῦς παρῆ,[45]

¿para qué sirve la ciencia si se carece de entendimiento? ¡Ojalá que, por el bien de nuestra justicia, estas asambleas se hallaran tan provistas de entendimiento y de conciencia como lo están todavía de ciencia! c | Non uitae sed scholae discimus[46] [No aprendemos para la vida sino para la escuela]. a | Ahora bien, no debe adherirse el saber al alma, debe incorporárselo; no hay que rociarla, hay que teñirla con él; y, si no la cambia y corrige su estado imperfecto,[47] ciertamente es mucho mejor dejarla como está. Es una espada peligrosa, y que estorba y daña a su amo si se encuentra en unas manos débiles y que no conocen su uso. c | Vt fuerit melius non didicisse[48] [Sería mejor que no hubiesen aprendido nada].

a | Tal vez radique ahí la causa de que ni nosotros ni la teología exijamos mucha ciencia a las mujeres; y de que Francisco, duque de Bretaña, hijo de Juan V, cuando le hablaron de su matrimonio con Isabeau, hija de Escocia, y le añadieron que la habían criado de manera simple y sin instrucción alguna en las letras, respondió que lo prefería así, y que una mujer era docta de sobra si sabía distinguir entre la camisa y el jubón de su marido.[49]

Asimismo, no es tan asombroso como se proclama que nuestros antepasados no hicieran mucho caso de las letras, y que aún hoy éstas no se encuentren sino por casualidad en los principales consejos de nuestros reyes; y si la finalidad de enriquecerse, única que hoy se nos propone por medio de la jurisprudencia, la medicina, la pedantería, la enseñanza y hasta la teología, no les otorgase crédito, las verías sin duda tan miserables como jamás lo han estado. ¿Qué daño habría si no nos enseñan ni a pensar bien ni a obrar bien? c | Postquam docti prodierunt, boni desunt[50] [Desde que aparecieron los doctos, faltan los buenos].

Cualquier otra ciencia es dañina para quien carece de la ciencia de la bondad. Pero la razón que yo buscaba hace un momento, ¿no residirá también en otra cosa? Dado que en Francia el estudio apenas tiene otro objetivo que el provecho, se entregan a las letras menos de aquellos a quienes la naturaleza ha hecho nacer para cometidos más nobles que lucrativos, o lo hacen muy brevemente —se retiran, antes de haberse aficionado a los libros, a una profesión que nada tiene en común con ellos—. Así pues, de ordinario sólo queda, para implicarse por entero en el estudio, la gente de baja fortuna, que busca en él un medio de vida. Y las almas de esta gente son por naturaleza, y por formación familiar y ejemplo, de la más baja aleación; de ahí que representen falsamente el fruto de la ciencia. Porque ésta no puede dar luz al alma que no la tiene, ni hacer ver al ciego. Su función no es dotarle de vista sino orientársela,[51] ordenar sus pasos con tal de que tenga pies y piernas de suyo rectas y capaces. La ciencia es una buena droga; pero ninguna droga es bastante fuerte para preservarse sin alteración ni corrupción según el vicio del vaso que la contiene.[52] Hay quien tiene la vista clara, pero no la tiene recta, y por lo tanto ve el bien y no lo sigue;[53] y ve la ciencia y no se sirve de ella. El precepto principal de Platón en su República es atribuir los cargos a los ciudadanos de acuerdo con su naturaleza.[54] La naturaleza lo puede todo y lo hace todo. Los cojos no son aptos para los ejercicios del cuerpo; ni las almas cojas, para los ejercicios del espíritu; las bastardas y vulgares son indignas de la filosofía. Cuando vemos a un hombre mal calzado, decimos que no es de extrañar que sea zapatero. De igual manera, parece que la experiencia nos presenta a menudo al médico peor medicado, al teólogo menos reformado y por regla general al docto menos capaz que nadie. Aristón de Quíos tenía razón, en tiempos antiguos, al decir que los filósofos perjudicaban a sus oyentes pues la mayoría de las almas no son adecuadas para aprovechar tal enseñanza, que si no beneficia, daña: ἀσῴτους ex Aristippi, acerbos ex Zenonis schola exire[55] [De la escuela de Aristipo salen licenciosos; de la de Zenón, rígidos].

a | Encontramos, en la bella formación que Jenofonte atribuye a los persas, que enseñaban la virtud a sus hijos como las demás naciones les enseñan las letras.[56] c | Platón cuenta que el hijo mayor en la sucesión real era criado de la siguiente manera. Cuando nacía, lo entregaban no a mujeres sino a eunucos de primera autoridad en el entorno de los reyes a causa de su virtud. Ellos se encargaban de volver su cuerpo hermoso y sano, y a los siete años le enseñaban a montar a caballo y a ir de caza. Una vez cumplidos los catorce, lo ponían en manos de cuatro: el más sabio, el más justo, el más sobrio, el más valiente de la nación. El primero le enseñaba la religión; el segundo a ser siempre veraz; el tercero a dominar sus deseos; el cuarto a no tener miedo de nada.[57]

a | Es cosa muy digna de consideración que, en el excelente gobierno de Licurgo, a decir verdad extraordinario por su perfección, tan meticuloso por ello con la educación de los niños, el principal de sus cometidos,[58] y en la sede misma de las musas,[59] se mencione tan poco la ciencia. Como si a aquella noble juventud, desdeñosa de cualquier otro yugo que no fuese el de la virtud, hubiera habido que proporcionarle, en vez de nuestros maestros de ciencia, tan sólo maestros de valentía, prudencia y justicia. c | Un ejemplo que Platón siguió en sus leyes.[60] a | La forma de su enseñanza consistía en hacerles preguntas acerca del juicio de los hombres y de sus acciones; y si condenaban o elogiaban tal personaje o tal hecho, habían de razonar lo que decían, y de este modo aguzaban el entendimiento, y a la vez aprendían derecho.[61]

Astiages, en Jenofonte, pide a Ciro que le dé cuenta de su última lección: «Es», dice, «que en la escuela un niño grande que tenía un abrigo pequeño se lo dio a un compañero de talla más pequeña, y le quitó su abrigo, que era más grande. Nuestro preceptor me hizo juez del litigio, y yo juzgué que había que dejar las cosas tal como estaban y que los dos parecían haber salido ganando en ese punto. Me reprochó haberlo hecho mal, pues me había limitado a considerar la conveniencia, y había que proveer primero a la justicia, que requería que no se le forzaran a nadie sus pertenencias». Y cuenta que fue azotado,[62] de la misma manera que nosotros lo somos en nuestros pueblos por haber olvidado el primer aoristo de τύπτω [golpeo].[63] Mi profesor me haría un buen discurso in genere demostratiuo [en el género demostrativo] antes de persuadirme de que su escuela vale tanto como ésta.[64] Quisieron seguir un atajo; y dado que las ciencias, aun cuando las tomamos directamente, no pueden enseñarnos sino prudencia, probidad y resolución, quisieron someter desde el principio a sus hijos a los hechos, e instruirlos no por lo que oyeran decir sino por la prueba de la acción. Los formaron y moldearon vivamente, no sólo con preceptos y palabras, sino sobre todo con ejemplos y obras, para que no se tratara de una ciencia en el alma sino de su temperamento y hábito, para que no se tratara de un bien adquirido sino de una posesión natural. A propósito de esto, le preguntaron a Agesilao qué debían en su opinión aprender los niños: «Lo que deben hacer de hombres», respondió.[65] No es de extrañar que una formación así produjera efectos tan admirables.

A las demás ciudades griegas se iba, dicen, a buscar retóricos, pintores y músicos; pero a Lacedemonia, legisladores, magistrados y generales de ejército. En Atenas se aprendía a hablar bien, y aquí a obrar bien. Allí, a zafarse de argumentos sofísticos y a abatir la impostura de las palabras capciosamente entrelazadas; aquí, a librarse de los señuelos del placer y a abatir con grandeza de ánimo las amenazas de la fortuna y la muerte. Aquéllos se desvelaban por las palabras; éstos, por las cosas. Allí se daba un continuo ejercicio de la lengua; aquí, una continua ejercitación del alma. Por eso no es extraño que, al pedirle Antípatro cincuenta niños como rehenes, respondieran, al contrario de lo que haríamos nosotros, que preferían dar el doble de adultos —tanto valoraban que se perdieran la educación de su país—.[66] Cuando Agesilao invita a Jenofonte a que envíe a sus hijos a criarse en Esparta, no es para que aprendan retórica o dialéctica, sino para aprender —así lo dice— la más hermosa ciencia que existe, a saber, la ciencia de obedecer y mandar.[67]

c | Es muy divertido ver a Sócrates burlándose a su modo de Hipias, que le cuenta cómo ganó, particularmente en ciertos pequeños pueblecitos de Sicilia, una buena suma de dinero como preceptor, y que en Esparta no ganó ni un céntimo; que son gente idiota, que no saben medir ni contar, no hacen caso ni de la gramática ni del ritmo y se ocupan tan sólo de saber la serie de los reyes, las fundaciones y caídas de los Estados y un fárrago así de cuentos. Y al cabo Sócrates, que le hace reconocer detalladamente la excelencia de su forma de gobierno público, la dicha y virtud de su vida privada, le deja adivinar la conclusión de la inutilidad de sus artes.[68]

Los ejemplos nos enseñan, en este Estado marcial y en todos los similares, que el estudio de las ciencias reblandece y afemina los ánimos en lugar de afirmarlos y aguerrirlos.[69] El más fuerte Estado que aparece en este momento en el mundo es el de los turcos, pueblos igualmente adiestrados en el aprecio de las armas y el desdén de las letras. Roma me parece más valiente antes de que fuera docta. Las naciones más belicosas de nuestros días son las más toscas e ignorantes. Los escitas, los partos, Tamerlán nos sirven como prueba. Cuando los godos asolaron Grecia, lo que salvó a todas las bibliotecas de ser incendiadas fue que uno de ellos difundió la opinión de que había que dejar tal bien mueble entero a los enemigos, pues era útil para apartarlos del ejercicio militar y entretenerlos en ocupaciones sedentarias y ociosas. Cuando nuestro rey Carlos VIII, casi sin desenvainar la espada, se vio dueño del reino de Nápoles y de buena parte de la Toscana, los señores de su séquito atribuyeron la inesperada facilidad de la conquista al hecho de que los príncipes y la nobleza de Italia se dedicaban más a hacerse ingeniosos y doctos que fuertes y guerreros.[70]