RESULTADOS DISTINTOS DE
LA MISMA DECISIÓN[1]
a | Jacques Amyot, gran capellán de Francia, me contó un día esta historia en honor de uno de nuestros príncipes —y era nuestro con muy buenos títulos aunque tuviese origen extranjero—.[2] Durante nuestros primeros tumultos, en el sitio de Rouen, este príncipe fue advertido por la reina, madre del rey, de un atentado que se estaba urdiendo contra su vida, y fue informado pormenorizadamente por sus cartas de quién había de llevarlo a cabo. Se trataba de un gentilhombre angevino o de Le Mans, que a la sazón solía frecuentar para tal efecto la casa del príncipe. A nadie comunicó éste la advertencia, pero, al día siguiente, mientras andaba por el monte de Santa Catalina, desde donde nuestros cañones batían Rouen —pues era el tiempo en que la teníamos sitiada—, en compañía del mencionado señor gran capellán y de otro obispo, vio al gentilhombre que le había sido señalado y le hizo llamar. Una vez llegado a su presencia, viéndolo ya palidecer y temblar por las alarmas de su conciencia, le habló así: «Señor de tal sitio, os figuráis para qué os quiero ver, y vuestro semblante lo muestra. Nada podéis esconderme, pues estoy tan bien informado de vuestro asunto que, intentando ocultarlo, nada lograríais sino empeorar vuestro caso. No ignoráis tal y cual cosa —eran los pormenores de las partes más secretas de la intriga—; no dejéis, por vuestra vida, de confesarme la verdad de todo el proyecto». Cuando el pobre hombre se encontró preso y convicto —uno de los cómplices lo había descubierto todo a la reina—, no pudo sino juntar las manos y solicitar la gracia y misericordia del príncipe, a cuyos pies se quiso arrojar. Pero él se lo impidió y continuó hablando así: «Venid aquí. ¿Os he causado alguna vez algún disgusto? ¿He ofendido a alguno de los vuestros con un odio particular? Ni tres semanas hace que os conozco, ¿qué razón os ha podido inducir a pretender mi muerte?». El gentilhombre respondió con voz temblorosa que no se trataba de ningún motivo particular, sino del interés de la causa general de su partido; y que algunos le habían persuadido de que sería una acción llena de piedad extirpar de un modo u otro a un enemigo tan poderoso de su religión. «Pues bien», continuó el príncipe, «quiero mostraros hasta qué punto la religión que sigo es más dulce que aquélla de la que vos hacéis profesión. La vuestra os ha aconsejado darme muerte sin escucharme, pese a no haber sufrido ofensa alguna de mi parte; y la mía me ordena que os perdone, aun convicto de haberme querido matar sin razón. Marchaos, retiraos, que no os vea más por aquí; y, si sois sensato, tomad de ahora en adelante en vuestras empresas consejeros más honrados que éstos».
Durante la estancia del emperador Augusto en la Galia, recibió aviso cierto de la conjuración que L. Cinna tramaba contra él.[3] Decidió vengarse, y a tal efecto convocó para el día siguiente a sus amigos a consejo. Pero entremedias pasó la noche muy inquieto pensando que había de mandar a la muerte a un joven de buena familia y descendiente del gran Pompeyo. Y, lamentándose, desplegaba muchos razonamientos distintos: «¿Y qué entonces?», decía, «¿se comentará que estoy atemorizado y alarmado, y que dejo mientras tanto a mi asesino pasear a sus anchas? ¿Quedará libre pese a pretender mi cabeza, que he salvado de tantas guerras civiles, de tantas batallas por mar y tierra? ¿Y después que he establecido la paz universal del mundo, éste será absuelto pese a haber decidido no ya matarme sino sacrificarme?». Se habían conjurado, en efecto, para matarlo mientras realizaba un sacrificio. Un rato después, tras guardar silencio cierto espacio de tiempo, empezaba de nuevo con voz más fuerte y la tomaba consigo mismo: «¿Por qué vives si tanta gente tiene interés en que mueras? ¿Tus venganzas y crueldades no tendrán fin? ¿Merece tu vida que se cause tanto daño para conservarla?». Livia, su mujer, dándose cuenta de sus angustias, le dijo: «¿Aceptarás consejos de mujer? Haz como los médicos; cuando las recetas habituales no pueden servir, prueban las contrarias.[4] Con la severidad no has obtenido hasta ahora provecho alguno: Lépido ha sucedido a Salvidieno, Murena a Lépido, Cepión a Murena, Ignacio a Cepión. Empieza a experimentar qué resultados obtienes con la dulzura y la clemencia. Cinna es un convicto: perdónalo; a partir de ahora no podrá hacerte daño, y beneficiará tu gloria». Complació a Augusto encontrar un abogado de su mismo talante, y, tras dar las gracias a su mujer y desconvocar a sus amigos, a los que había llamado a consejo, ordenó que le trajeran a Cinna solo. Mandó que todo el mundo saliese de la cámara y que dieran asiento a Cinna; entonces le habló de esta manera: «En primer lugar, te pido, Cinna, una audiencia tranquila. No interrumpas mis palabras; te concederé tiempo y oportunidad para responder. Sabes, Cinna, que, pese a haberte capturado en el campo de mis enemigos —no sólo te hiciste mi enemigo: habías nacido tal—, te salvé, te entregué todos tus bienes, y finalmente hice de ti un hombre tan acomodado y rico que los vencedores envidian la condición del vencido. La dignidad del sacerdocio que me pediste, te la otorgué; la rehusé a otros cuyos padres habían luchado siempre a mi lado. Pese a deberme tanto, has pretendido matarme». Cinna exclamó entonces que estaba muy lejos de pensar en cosa tan malvada. «No cumples, Cinna, lo que me habías prometido», continuó Augusto; «me habías asegurado que no me interrumpirías: sí, has urdido mi muerte, en tal sitio, tal día, con tales compañeros y de tal manera». Y, viéndolo paralizado por estas noticias, y silencioso, ya no por cumplir el trato de callarse, sino por la opresión de su conciencia, añadió: «¿Por qué lo haces? ¿Acaso para ser emperador? A decir verdad, muy mal va el Estado si sólo yo te impido adueñarte del imperio. Ni siquiera eres capaz de defender tu casa, y hace poco un simple libertino te ganó un proceso. ¡Cómo!, ¿tus medios y poder sólo alcanzan para atentar contra el César? Me retiro si sólo yo soy un obstáculo para tus esperanzas. ¿Crees acaso que Paulo, Fabio, los Cosos y los Servilios te soportarían, y un grandísimo grupo de nobles no sólo de nombre sino de los que honran su nobleza con su virtud?». Tras añadir muchas más cosas —le habló, en efecto, más de dos horas enteras—, le dijo: «Ahora, vete, te concedo la vida, Cinna, como traidor y parricida, que en otra ocasión te concedí como enemigo: que entre nosotros comience una amistad desde el día de hoy; pongamos a prueba quién de los dos actúa de más buena fe, yo concediéndote la vida o tú recibiéndola». Y se separó de él de este modo. Poco después, le otorgó el consulado, quejándose de que no se atreviera a pedírselo. Más adelante, le tuvo por gran amigo, y le nombró heredero universal de sus bienes. Pues bien, tras este hecho, que le ocurrió a Augusto a los cuarenta años de edad, jamás se dieron conjuraciones ni atentados contra él, y obtuvo un premio justo por su clemencia. Pero no le sucedió lo mismo a nuestro hombre. En efecto, su benevolencia no pudo evitar que, después, cayera en la trampa de una traición semejante.[5] A tal punto es vana y frívola la prudencia humana, y la fortuna mantiene siempre, a través de todos nuestros proyectos, planes y precauciones, su dominio sobre los acontecimientos.[6]
Llamamos afortunados a los médicos cuando tienen éxito: como si su arte fuera el único incapaz de sostenerse por sí mismo, y el único con fundamentos demasiado endebles para apoyarse en su propia fuerza; y como si no hubiese otro necesitado de que la fortuna eche una mano a sus operaciones. De él me creo todo lo peor y todo lo mejor. No tenemos, a Dios gracias, relación alguna. Voy a contrapelo de los demás, porque lo desprecio siempre, pero, cuando estoy enfermo, en vez de acomodarme a él empiezo a odiarlo y a temerlo todavía más; y a quienes me emplazan a tomar medicinas les respondo que, por lo menos, esperen a que recupere las fuerzas y la salud para poder resistir mejor la violencia y el peligro de su brebaje. Dejo hacer a la naturaleza y doy por supuesto que se ha provisto de dientes y de garras para defenderse de los asaltos que sufre, y para preservar esta contextura, cuya disolución rehúye. Temo que, en vez de acudir en su socorro, cuando ella pelea cuerpo a cuerpo y encarnizadamente contra la enfermedad, ayuden a su adversario en su lugar, y la carguen con nuevos problemas.
Ahora bien, sostengo que, no sólo en la medicina, sino en muchas artes más ciertas, la fortuna tiene gran participación. Los arrebatos poéticos, que arrastran al autor y lo arrebatan fuera de sí, ¿por qué no hemos de atribuirlos a su ventura?[7] Él mismo, en efecto, confiesa que sobrepasan su capacidad y sus fuerzas, y reconoce que surgen de otro sitio que su interior, y que en modo alguno están en su poder —como los oradores no dicen que estén en su poder los movimientos y las agitaciones extraordinarias que les empujan más allá de su propósito—. Lo mismo sucede en la pintura, que a veces escapa de los trazos de la mano del pintor, sobrepasando su concepción y su ciencia, que le llevan a admirarse de sí mismo y le dejan atónito. Pero la fortuna muestra de manera aún más clara su participación en todas estas obras por las gracias y bellezas que se encuentran en ellas no sólo sin la intención del artífice sino incluso sin su conocimiento. El lector capaz descubre a menudo en los escritos ajenos otras perfecciones que las que el autor ha puesto y advertido en ellos, y les presta sentidos y aspectos más ricos.[8]
En cuanto a las empresas militares, todo el mundo ve hasta qué punto la participación de la fortuna es grande. Incluso en nuestros planes y deliberaciones, ciertamente ha de intervenir la suerte y la ventura, pues no es mucho lo que puede nuestra sabiduría. Cuanto más aguda y viva es, más flaqueza descubre en ella, y tanto más desconfía de sí misma. a | Soy del parecer de Sila, a2 | y cuando examino de cerca las más gloriosas proezas guerreras, veo, ésta es mi impresión, que quienes las dirigen emplean la deliberación y los planes a modo de simple formalidad, y abandonan la mayor parte de la empresa a la fortuna; y, en cuanto a la confianza que tienen en su auxilio, siempre rebasan los límites de todo razonamiento.[9] En medio de sus deliberaciones surgen alegrías fortuitas y furores extraños que les empujan, las más de las veces, a elegir la opción en apariencia menos fundada, y que incrementan su valentía por encima de lo razonable. De ahí que muchos grandes capitanes antiguos, para dar crédito a tales planes temerarios, alegaran ante su gente que les animaba alguna inspiración, algún signo y pronóstico.[10]
Por eso, en la incertidumbre y perplejidad que nos procura la impotencia para ver y elegir lo más conveniente, dadas las dificultades que entrañan los distintos accidentes y circunstancias de cada cosa, a mi juicio lo más seguro, si otra consideración no nos incita, es refugiarse en la opción en la que haya más honestidad y justicia —a2 | y puesto que se duda sobre el camino más corto, seguir siempre el recto—. a | Así, en los dos ejemplos que acabo de presentar, no hay duda de que, para quien había sufrido la ofensa, era más bello y más noble perdonarla que obrar de otro modo. Si al primero le dio mal resultado, no debe echarse la culpa a su buena intención; y no sabemos si, en caso de haber elegido la opción contraria, habría evitado el fin al que le llamaba su destino; y en cambio habría perdido la gloria de tan notable humanidad.
Vemos en los libros de historia que muchos padecieron este temor. La mayoría tomaron la opción de enfrentarse a las conjuraciones que se tramaban contra ellos mediante la venganza y los suplicios. Pero veo a muy pocos a quienes este remedio les fuera útil; la prueba está en tantos emperadores romanos. Quien se halla en este peligro, no debe esperar gran cosa ni de su fuerza ni de su vigilancia. ¡Qué difícil es, en efecto, protegerse de un enemigo que se oculta bajo el semblante del más servicial de los amigos, y conocer las íntimas intenciones y pensamientos de quienes nos acompañan! Por más que emplee naciones extranjeras en su guardia, por más que se rodee siempre de una hilera de hombres armados, cualquiera que desprecie su propia vida se apoderará siempre de la de otros.[11] Y, además, la continua sospecha, que lleva a un príncipe a dudar de todo el mundo, ha de ser para él un tormento extraordinario.
b | Por esta causa, advertido Dión de que Calipo acechaba los medios para matarlo, jamás tuvo valor para indagar sobre ello; aseguraba que prefería morir a vivir en la miseria de tener que protegerse no sólo de los enemigos, sino también de los amigos.[12] Alejandro lo puso de relieve de un modo más vivo y más rudo, con hechos. Cuando una carta de Parmenión le advirtió de que el dinero de Darío había corrompido a Filipo, su médico más estimado, para que lo envenenase, a la vez que daba a leer la carta a Filipo, engulló el brebaje que éste le había ofrecido.[13] ¿No fue una manera de expresar la resolución de que si sus amigos querían matarlo aceptaba que pudiesen hacerlo? Este príncipe es el modelo supremo de las acciones arriesgadas; pero no sé si en su vida hay otro rasgo con mayor firmeza que éste y con una belleza ilustre desde tantos puntos de vista.
Quienes predican a los príncipes una atentísima desconfianza, con el pretexto de predicarles su seguridad, les predican ruina y vergüenza. Nada noble se hace sin riesgo. Conozco a uno, c | de ánimo muy marcial por temperamento y emprendedor, b | cuya buena fortuna es corrompida cada día por tales consejos: que se encierre entre los suyos, que no acuerde ninguna reconciliación con sus antiguos enemigos, que se mantenga aparte y no se confíe en manos más fuertes, por muchas promesas que le hagan, por mucha utilidad que vea en ello.[14] c | Conozco a otro que ha aumentado inesperadamente su fortuna por adoptar una decisión del todo contraria.[15] La audacia, cuya gloria buscan con tanta avidez, se presenta, cuando es necesario, de modo tan magnífico en jubón como en armas, en el gabinete como en el campo de batalla, con el brazo colgando como con el brazo alzado. b | La prudencia, tan delicada y circunspecta, es enemiga mortal de las acciones elevadas. c | Escipión fue capaz, para ganarse la voluntad de Sífax, de pasar a África con sólo dos barcos, dejando a su ejército y abandonando España, dudosa aún tras su reciente conquista, para confiarse en tierra enemiga al poder de un rey bárbaro, a una lealtad desconocida, sin compromiso, sin rehén, bajo la única seguridad de la grandeza de su propio ánimo, de su buena suerte y de la promesa de sus altas esperanzas:[16] Habita fides ipsam plerumque fidem obligat[17] [La confianza que se otorga obliga las más de las veces a una confianza recíproca].
b | Una vida ambiciosa y gloriosa precisa, por el contrario, ceder poco a las sospechas y sujetarlas bien; el temor y la desconfianza atraen el ataque y lo incitan. El más desafiante de nuestros reyes aseguró sus intereses sobre todo porque abandonó voluntariamente y confió su vida y libertad a sus enemigos, demostrando así que se fiaba por completo de ellos para que ellos se fiaran de él.[18] A sus legiones amotinadas y armadas contra él, César les opuso solamente la autoridad de su semblante y el orgullo de sus palabras; y confiaba tanto en sí mismo y en su fortuna que no temía poner ésta en manos de un ejército sedicioso y rebelde:
[se plantó sobre una elevación de hierba amontonada, y, con el semblante intrépido, mereció ser temido por no temer nada].
b | Pero es bien cierto que sólo aquellos que no sienten ningún terror al imaginar la muerte y lo peor que pueda ocurrir a fin de cuentas son capaces de representar de manera íntegra y genuina una fuerte confianza. Porque mostrarla aun temblorosa, titubeante e incierta al servicio de una importante reconciliación, carece de valor alguno. Es un excelente medio para ganarse el ánimo y la voluntad de otros someterse a ellos y tenerles confianza, con tal de que sea libremente y sin la constricción de ninguna necesidad, y de que sea a condición de manifestar una confianza pura y neta, con al menos el semblante libre de todo escrúpulo.
En mi niñez vi a un gentilhombre, que estaba al mando de una gran ciudad, acosado por la agitación de un pueblo furioso. Para sofocar el inicio de revuelta, optó por salir del lugar muy seguro donde se encontraba y entregarse a la turba amotinada. Le dio mal resultado y le asesinaron miserablemente. Pero me parece que su error no estuvo tanto en salir, según se suele reprochar a su memoria, como en seguir una vía de sumisión y de blandura, y en querer adormecer aquella rabia secundando antes que guiando, y requiriendo antes que amonestando. Y considero que una generosa severidad, con un mandato militar pleno de seguridad y confianza, conveniente a su rango y a la dignidad de su cargo, le habría dado un resultado mejor, al menos más honorable y decente. Nada cabe esperar menos de este monstruo, cuando sufre tal agitación, que humanidad e indulgencia; acogerá mucho mejor la reverencia y el miedo.[20] Le reprocharía también que, una vez tomada la resolución, a mi modo de ver más valiente que temeraria, de lanzarse, débil e inerme, en medio de ese mar tempestuoso de hombres insensatos, debía haberla llevado a su término y no haber abandonado su papel. Sucedió, en cambio, que, al reconocer el peligro de cerca, le temblaron las piernas, y después cambió incluso la actitud sumisa y aduladora que había adoptado por un gesto aterrorizado, llenando voz y mirada de miedo y arrepentimiento. Buscando ponerse a salvo y escabullirse, los enardeció y atrajo sobre sí mismo.[21]
Se deliberaba efectuar una parada general de varias tropas armadas —ése es el lugar de las venganzas secretas, y no hay ocasión donde puedan ejercerse con mayor seguridad—. Había públicos y notorios indicios de que no era muy buen momento para algunos a los que tocaba la responsabilidad principal y necesaria de pasarles revista. Se propusieron distintos pareceres, por tratarse de un asunto difícil, de mucha gravedad y consecuencia. El mío fue, ante todo, evitar dar prueba de ninguna duda, y encontrarse y mezclarse entre las filas, con la cabeza recta y el semblante abierto, y, en vez de recortar cualquier cosa —que era lo que predominaba en las demás opiniones—, pedir por el contrario a los capitanes que advirtieran a los soldados de hacer unas buenas y gallardas salvas en honor de los asistentes, sin escatimar pólvora. Esto fue gratificante para las tropas sospechosas, y generó desde entonces una mutua y útil confianza.[22]
a | La vía seguida por Julio César me parece la más bella que pueda seguirse. Primero intentó, por medio de la clemencia, hacerse querer aun por sus enemigos, de modo que, cuando le descubrían alguna conjura, se contentaba simplemente con declarar que estaba sobre aviso. Hecho esto, adoptó la nobilísima resolución de aguardar, sin terror y sin inquietud, cuanto pudiera sucederle, abandonándose y remitiéndose a la protección de los dioses y de la fortuna —pues ciertamente en tal situación se hallaba cuando lo mataron.[23]
b | Un extranjero dijo y difundió por todas partes que podía enseñar a Dionisio, el tirano de Siracusa, un medio para percibir y descubrir con total certeza las intrigas que sus súbditos maquinaran contra él, a cambio de una buena moneda de plata. Advertido Dionisio, le mandó llamar con el propósito de aprender un arte tan necesario para su conservación. El extranjero le dijo que el arte consistía tan sólo en mandar que se le diera un talento, y en jactarse de haber aprendido de él un secreto singular. A Dionisio la ocurrencia le pareció buena y mandó que le pagaran seiscientos escudos.[24] Era inverosímil otorgar tamaña suma a un hombre desconocido salvo como recompensa por una enseñanza muy útil; y la reputación era útil para mantener a los enemigos atemorizados. Por eso, los príncipes actúan con sensatez cuando difunden los avisos que reciben sobre las intrigas que se traman contra su vida, para así hacer creer que están del todo advertidos, y que nada puede intentarse sin que ellos perciban el rastro. c | El duque de Atenas cometió muchas necedades al establecer su reciente tiranía sobre Florencia. Pero la más notable fue que, tras recibir la primera noticia de los complots que el pueblo preparaba contra él, por parte de Matteo di Morozo, que estaba implicado en ellos, le dio muerte para eliminar la advertencia y para que no se notara que alguien de la ciudad estaba irritado con su dominio.[25]
a | Recuerdo haber leído hace tiempo la historia de cierto romano, personaje de dignidad, que, huyendo de la tiranía del triunvirato, había escapado mil veces de las manos de sus perseguidores gracias a la sutileza de sus invenciones. Sucedió un día que una partida de soldados a caballo, encargada de prenderle, pasó al lado mismo de la breña donde se había agazapado, sin llegar a descubrirlo. En ese momento, sin embargo, considerando el sufrimiento y las dificultades a que había sobrevivido ya tanto tiempo para salvarse de las continuas y minuciosas búsquedas que se hacían de él por todas partes, el escaso placer que podía esperar de una vida así, y cuánto mejor era para él dar de una vez el paso que permanecer siempre en esta congoja, los llamó él mismo y les reveló su escondrijo. Se abandonó voluntariamente a su crueldad para privarlos a ellos y a sí mismo de un sufrimiento más prolongado.[26] Llamar a los enemigos es una decisión un poco gallarda; con todo, creo que aun sería mejor adoptarla que mantenerse en la fiebre continua de un infortunio que carece de remedio. Pero, dado que las precauciones que podemos tomar están llenas de inquietud y de incertidumbre, más vale prepararse con una plena serenidad para todo lo que pueda ocurrir, y obtener algún consuelo de que no estamos seguros de que ocurra.