LA COSTUMBRE Y EL NO CAMBIAR
FÁCILMENTE UNA LEY ACEPTADA
a | Me parece que entendió muy bien la fuerza de la costumbre quien forjó por primera vez el cuento de una mujer de pueblo que, por haber aprendido a acariciar y a llevar en brazos a un ternero desde su nacimiento, y continuar haciéndolo siempre así, logró merced a la costumbre llevarlo todavía siendo un gran buey.[1] Porque la costumbre es en verdad una maestra violenta y traidora. Establece en nosotros poco a poco, a hurtadillas, el pie de su autoridad; pero, por medio de este suave y humilde inicio, una vez asentada e implantada con la ayuda del tiempo, nos descubre luego un rostro furioso y tiránico, contra el cual no nos resta siquiera la libertad de alzar los ojos. Le vemos forzar, en cualquier ocasión, las reglas de la naturaleza, c | Vsus efficacissimus rerum omniurn magister[2] [La costumbre es el más eficaz maestro en todas las cosas].
a | Creo, al respecto, c | en la caverna de Platón en su República,[3] y creo a | a los médicos que con tanta frecuencia rinden a su autoridad las razones de su arte; y a ese rey que, gracias a ella, sometió su estómago a alimentarse de veneno;[4] y a la muchacha que Alberto relata que se acostumbró a vivir de arañas.[5] b | Y en ese mundo de las nuevas Indias se han hallado grandes pueblos, y en regiones muy diferentes, que vivían de ellas, se abastecían de ellas y las criaban, como también de saltamontes, hormigas, lagartos y murciélagos; y un sapo fue vendido por seis escudos en un momento de escasez de víveres —los cuecen y preparan con distintas salsas—. Se ha encontrado a otros a quienes nuestras carnes y alimentos resultaban mortales y venenosos.[6] c | Consuetudinis magna uis est. Pernoctant uenatores in niue; in montibus uri se patiuntur. Pugiles caestibus contusi ne ingemiscunt quidem[7] [La fuerza de la costumbre es grande. Los cazadores pernoctan en la nieve; soportan quemaduras en las montañas. Los púgiles, golpeados por los cestos, ni siquiera gimen].
Tales ejemplos extranjeros no son sorprendentes si consideramos hasta qué punto la costumbre embota nuestros sentidos, cosa que comprobamos de manera habitual. No hace falta que indaguemos en lo que se cuenta de los vecinos de las cataratas del Nilo, ni en lo que los filósofos consideran acerca de la música celeste —que, dado que los cuerpos de las esferas son sólidos, lisos y se rozan y frotan entre ellos al girar, no pueden dejar de producir una maravillosa armonía, por cuyas cadencias y modulaciones se gobiernan los contornos y los cambios de las danzas de los astros; pero que universalmente los oídos de las criaturas de aquí abajo, adormecidos, como los de los egipcios, por la persistencia del sonido, no alcanzan a percibirlo por muy grande que sea—.[8] Los herradores, los molineros, los armeros no podrían resistir el ruido que les golpea si les penetrara como a nosotros.[9] Mi jubón de flores[10] sirve a mi nariz, pero, tras vestirme con él tres días seguidos, sólo sirve a las narices de los presentes. Más extraño es que la costumbre pueda añadir y establecer el efecto de su impresión sobre nuestros sentidos pese a largos intervalos e interrupciones. Así lo experimentan los vecinos de los campanarios. En mi casa me alojo en una torre donde una campana muy grande toca todos los días, por diana y por retreta, el avemaria. El estruendo sobrecoge a la torre misma; y si los primeros días me parece insoportable, en poco tiempo me habitúo de manera que lo oigo sin molestia y a menudo sin despertarme.
Platón reprendió a un niño que jugaba a las nueces. Éste le respondió: «Me riñes por poca cosa». «La costumbre», replicó Platón, «no es poca cosa».[11] A mi entender, nuestros mayores vicios adquieren su carácter desde la más tierna infancia, y lo esencial de nuestra educación está en manos de las nodrizas. Para las madres es un pasatiempo ver a un niño que retuerce el cuello a un pollito y que se divierte lastimando a un perro o a un gato. Y algún padre es tan necio que toma como un buen augurio de alma marcial ver que su hijo golpea injustamente a un campesino o a un lacayo que no se defiende, y como gentileza ver que burla a un compañero mediante alguna maliciosa deslealtad y engaño. Éstas son, sin embargo, las verdaderas semillas y raíces de la crueldad, de la tiranía, de la traición. Germinan ahí y después se alzan gallardamente y fructifican con fuerza de la mano de la costumbre. Y es una educación muy peligrosa excusar estas viles inclinaciones por la flaqueza de la edad y la ligereza del asunto. En primer lugar, es la naturaleza la que habla, cuya voz es entonces más pura y más genuina porque es más débil y más nueva. En segundo lugar, la fealdad del fraude no depende de la diferencia entre escudos y alfileres.[12] Depende de sí misma. Me parece mucho más justo sacar esta conclusión: «¿por qué no habría de engañar con escudos si engaña con alfileres?», que, como suele hacerse: «sólo son alfileres, de ninguna manera lo haría con escudos».
Hay que poner un gran cuidado en enseñar a los niños a aborrecer los vicios por su propia contextura, y hay que enseñarles su deformidad natural, para que los eviten no sólo en la acción sino ante todo en el corazón. Que pensar siquiera en ellos les resulte odioso, sea cual fuere la máscara que lleven. Sé muy bien, por haberme habituado de niño a seguir siempre el camino ancho y llano, y por haber sido contrario a mezclar los ardides y la astucia en los juegos infantiles —en realidad, debe señalarse que los juegos de los niños no son juegos, y hay que considerarlos en sí mismos, como sus acciones más serias—, que no hay pasatiempo tan ligero al que yo no aporte de mi interior, por propensión natural y sin esfuerzo, una extrema oposición al engaño. Manejo las cartas y llevo las cuentas por los dobles como por los dobles doblones,[13] cuando ganar o perder contra mi mujer y mi hija me es indiferente como cuando va en serio. En todo y por todas partes mis propios ojos me bastan para mantenerme a raya: no hay otros que me vigilen de tan cerca, ni que yo respete más.
a | Acabo de ver en mi casa a un hombrecillo originario de Nantes, nacido sin brazos, que ha adaptado tan bien los pies al servicio que le debían las manos, que éstas en verdad han olvidado a medias su función natural. Por lo demás, los llama «mis manos»; corta, carga y dispara una pistola, enhebra la aguja, cose, escribe, se saca el sombrero, se peina, juega a dados y a cartas, y baraja estas últimas con la misma destreza que cualquier otro. El dinero que le he dado[14] lo ha cogido con el pie como hacemos nosotros con la mano.[15] Siendo niño vi a otro que manejaba una espada de dos manos y una alabarda, a falta de manos, con el pliegue del cuello, las arrojaba al aire y las retomaba, lanzaba una daga y hacía chasquear un látigo tan bien como cualquier carretero de Francia.[16]
Pero descubrimos mucho mejor sus efectos en las extrañas impresiones que produce en nuestras almas, donde no encuentra tanta resistencia. ¿De qué no es capaz en nuestros juicios y creencias? ¿Hay opinión tan extravagante…? —dejo aparte la grosera impostura de las religiones, de la cual tantas grandes naciones y tantos personajes capaces se han visto embriagados, pues, al quedar esta parte fuera de las razones humanas, es más excusable perderse en ella para quien no esté extraordinariamente iluminado por el favor divino—. Pero, entre las demás opiniones, ¿hay alguna tan extraña que la costumbre no la haya implantado y establecido por ley en las regiones donde lo ha tenido a bien? c | Y es muy justa la antigua exclamación: Non pudet physicum, id est speculatorem uenatoremque naturae, ab animis consuetudine imbutis quaerere testimonium ueritatis?[17] [¿Acaso no es vergonzoso para un físico, esto es, para un observador e investigador de la naturaleza, buscar el testimonio de la verdad en almas imbuidas por la costumbre?].
b | A mi entender no pasa por la imaginación humana ninguna fantasía tan enloquecida que no se corresponda con el ejemplo de algún uso público, y por consiguiente que nuestra razón no apoye y fundamente. Existen pueblos donde se vuelve la espalda para saludar y donde jamás se mira a quien se pretende honrar. Los hay donde, cuando el rey escupe, la dama favorita de la corte tiende la mano; y en otra nación los más encumbrados entre quienes le rodean se agachan al suelo para recoger su inmundicia en un paño.[18]
c | Hagamos sitio ahora para un cuento. Un gentilhombre francés se sonaba siempre la nariz con la mano, cosa muy opuesta a nuestra costumbre. Defendiendo su posición al respecto —y era famoso por sus ocurrencias—, me preguntó de qué privilegio gozaba ese sucio excremento para que le dispusiéramos un hermoso paño delicado para recogerlo, y luego, además, para empaquetarlo y encerrarlo cuidadosamente encima nuestro; que tal cosa debía producir más dolor en el corazón[19] que verlo arrojar en cualquier sitio, como hacemos con nuestras demás inmundicias. Me pareció que no le faltaba del todo razón en lo que decía; y la costumbre me había arrebatado la percepción de esta extrañeza, que sin embargo encontramos sumamente horrorosa cuando se cuenta de otro país.
Los milagros lo son con arreglo a nuestra ignorancia de la naturaleza, no según el ser de la naturaleza.[20] El hábito adormece la visión de nuestro juicio. Los bárbaros en absoluto son más extraordinarios para nosotros que nosotros para ellos, ni con mayor motivo. Así lo reconocerían todos si fueran capaces tras haberse paseado por estos lejanos ejemplos, de inclinarse sobre los propios y compararlos sanamente. La razón humana es una tintura infusa más o menos en la misma proporción en todas nuestras opiniones y costumbres, sea cual fuere su forma —infinita en materia, infinita en variedad.
Vuelvo a mi asunto. Hay pueblos b | en los que, salvo su esposa y sus hijos, nadie habla al rey sino por cerbatana.[21] En una misma nación, las vírgenes enseñan sus partes pudendas, y las casadas las cubren y esconden con sumo cuidado. Guarda alguna relación con esto una costumbre que se da en otra parte: la castidad sólo se aprecia al servicio del matrimonio, pues las jóvenes pueden entregarse a su antojo y, si están encintas, producirse abortos con medicamentos apropiados, a la vista de todo el mundo. Y en otro sitio, cuando un mercader se casa, todos los mercaderes invitados a la boda se acuestan con la esposa antes que él —y cuantos más son, más honor y más reputación tiene ella de firmeza y capacidad—; si se casa un funcionario, lo mismo; lo mismo si es un noble. E igualmente los demás, salvo que se trate de un campesino o de alguien del pueblo bajo, porque entonces es el señor quien actúa —y, aun así, no dejan de recomendar estrictamente la fidelidad durante el matrimonio—. Hay sitios donde se ven burdeles públicos de varones, e incluso matrimonios; donde las mujeres van a la guerra junto a sus maridos y tienen rango no ya en el combate sino incluso en el mando. Donde no sólo se llevan los anillos en la nariz, en los labios, en las mejillas y en los dedos de los pies, sino varillas de oro muy pesadas a través de los pezones y las nalgas. Donde, al comer, se limpian los dedos en los muslos y en la bolsa de los genitales y en la planta de los pies. Donde los hijos no son los herederos; lo son los hermanos y sobrinos; y en otros lugares únicamente los sobrinos, salvo en la sucesión del príncipe. Donde, para ordenar la comunidad de bienes que se observa, ciertos magistrados supremos tienen a su cargo todo el cultivo de las tierras y la distribución de los frutos, según la necesidad de cada uno. Donde se llora la muerte de los niños y se festeja la de los ancianos. Donde duermen en las camas diez o doce juntos con sus mujeres. Donde las mujeres que pierden a sus maridos por muerte violenta pueden volverse a casar, las demás no. Donde se estima en tan poco la condición de las mujeres que se da muerte a las hembras que nacen y se compra mujeres a los vecinos para cubrir las necesidades. Donde los maridos pueden repudiar sin alegar causa alguna, las esposas no, por ninguna causa. Donde los maridos tienen derecho a venderlas si son estériles. Donde hacen hervir el cuerpo del fallecido y después lo trituran, hasta que se forma como un caldo que mezclan con el vino y lo beben. Donde la sepultura más deseable es ser comido por los perros; en otras partes, por los pájaros.[22] Donde se cree que las almas felices viven con plena libertad en campos deleitosos, provistos de todas las comodidades, y que son ellas las que producen el eco que oímos. Donde luchan en el agua y disparan certeramente sus arcos mientras nadan. Donde, en señal de sometimiento, hay que alzar los hombros y bajar la cabeza, y quitarse los zapatos al entrar en la residencia del rey. Donde los eunucos que custodian a las religiosas no tienen tampoco nariz ni labios, para que nadie pueda amarlos; y los sacerdotes se arrancan los ojos para tener trato con los demonios y recibir oráculos. Donde cada cual convierte en dios aquello que se le antoja, el cazador el león o el zorro, el pescador cierto pez; y convierte en ídolos cada acción o pasión humana. El sol, la luna y la tierra son los dioses principales; la forma de jurar es tocar el suelo mirando al sol; y comen la carne y el pescado crudos.
c | Donde el juramento principal es jurar por el nombre de algún muerto que haya gozado de buena reputación en el país, mientras se toca su tumba con la mano.[23] Donde el regalo de año nuevo que el rey envía a los príncipes, sus vasallos, todos los años es fuego. Una vez llegado, se apaga el fuego viejo, y los pueblos vecinos están obligados a venir a buscar de este nuevo,[24] cada uno para sí, so pena de crimen de lesa majestad.[25] Donde, cuando el rey, para entregarse por entero a la devoción, se retira de su cargo —como sucede a menudo—, su primer heredero es obligado a hacer lo mismo, y el derecho al reino pasa al tercer heredero. Donde se modifica la forma de gobierno según parezcan requerirlo los asuntos: deponen al rey cuando se estima conveniente y lo sustituyen por ancianos para asumir el gobierno del Estado, y a veces lo dejan también en manos del pueblo. Donde hombres y mujeres son circuncidados e igualmente bautizados. Donde el soldado que en uno o varios combates ha llegado a presentar al rey siete cabezas de enemigos, es ennoblecido.[26] b | Donde viven con la opinión, tan rara e insociable,[27] de la mortalidad de las almas. c | Donde las mujeres dan a luz sin quejarse ni pasar miedo. Donde las mujeres llevan grebas de cobre en ambas piernas; y si las muerde un piojo, están obligadas por deber de magnanimidad a devolverle el mordisco; y no se atreven a casarse sin haber ofrecido al rey, si lo desea, su virginidad.[28] b | Donde se saluda poniendo el dedo en el suelo y luego alzándolo hacia el cielo. Donde los hombres llevan los fardos sobre la cabeza, las mujeres sobre los hombros; ellas orinan de pie, los hombres agachados.[29] Donde envían su sangre en señal de amistad, e inciensan, como a los dioses, a los hombres a quienes quieren honrar. Donde no se tolera el parentesco en los matrimonios no ya hasta el cuarto grado sino ni siquiera más alejado. Donde se amamanta a los niños durante cuatro años, y con frecuencia doce; y allí mismo se considera mortal dar de mamar al niño desde el primer día. Donde los padres se encargan de castigar a los varones; y las madres, aparte, a las mujeres; y el castigo consiste en ahumarlos colgados de los pies. Donde se hace circuncidar a las mujeres. Donde se come toda suerte de hierbas sin otra selección que rechazar aquellas que les parecen tener mal olor. Donde todo está abierto, y las casas, por hermosas y ricas que sean, carecen de puerta, de ventana, de cofre que cierre; y los ladrones son castigados el doble que en los demás sitios. Donde matan los piojos con los dientes, como los monos, y encuentran horrible verlos aplastar con las uñas. Donde no se cortan, en toda la vida, ni cabellos ni uñas;[30] en otro sitio, donde sólo se cortan las uñas de la derecha, las de la izquierda se dejan crecer por elegancia. c | Donde se dejan crecer todo el pelo del lado derecho, tanto como es posible, y llevan rasurado el pelo del otro lado.[31] Y en provincias vecinas, una deja crecer el pelo de delante, otra el de atrás, y rasuran el opuesto.[32] b | Donde los padres ceden a sus hijos, los maridos a sus esposas, para que los gocen los huéspedes pagando.[33] Donde es honesto hacer hijos a la propia madre, y que los padres se unan a sus hijas, y a sus hijos.[34] c | Donde, en las reuniones de los festines, se ceden mutuamente los hijos sin distinción de parentesco.
a | En un sitio se alimentan de carne humana; en otro es obligación piadosa matar al padre a cierta edad. En otra parte, los padres ordenan, de entre los hijos que todavía están en el vientre de las madres, cuáles quieren que sean criados y conservados, y cuáles quieren que sufran abandono y muerte. En otra, los viejos maridos ceden sus esposas a los jóvenes para que éstos gocen de ellas;[35] y en otra son comunes sin pecado —incluso en algún país llevan como marca de honor tantas hermosas borlas bordadas en las ropas cuantos varones han conocido—. ¿No ha producido la costumbre asimismo un Estado sólo de mujeres?, ¿no les ha entregado las armas?, ¿no les ha hecho formar ejércitos y librar batallas? Y lo que toda la filosofía no puede fijar en la cabeza de los más sabios, ¿no lo enseña ella, con su único mandato, al vulgo más zafio? Sabemos, en efecto, de naciones enteras donde la muerte era no ya despreciada sino celebrada,[36] donde los niños de siete años soportaban que les azotaran hasta la muerte sin mudar el semblante;[37] donde la riqueza era vista con tal desdén que el más mísero de los ciudadanos no se habría dignado a bajar el brazo para coger una bolsa de escudos. Y sabemos de regiones muy fértiles en toda clase de alimentos donde, sin embargo, los manjares más comunes y más sabrosos eran el pan, el berro y el agua.[38] b | ¿No produjo también el milagro, en Ceos, de que transcurrieran setecientos años sin memoria de mujer ni muchacha que hubiera faltado a su honor?[39]
a | Y, en suma, se me antoja que nada hay que no logre o que no pueda; y con razón la llama Píndaro, según me han dicho, la reina y emperatriz del mundo.[40] c | Uno a quien encontraron pegando a su padre respondió que era la costumbre de su familia: que su padre había pegado así a su abuelo, y el abuelo, a su bisabuelo; y, señalando a su hijo, añadió: «Éste me pegará cuando tenga mi edad».[41] Y el padre al que su hijo arrastraba por el suelo y zarandeaba en plena calle, le ordenó que se detuviera en cierta puerta, porque sólo hasta ahí había arrastrado él a su padre, y ése era el límite de los injuriosos tratamientos hereditarios que los hijos solían infligir a los padres en su familia.[42] Por costumbre, dice Aristóteles, tan a menudo como por enfermedad, las mujeres se arrancan los cabellos, se muerden las uñas, comen carbón y tierra; y, más por costumbre que por naturaleza,[43] los varones tienen relaciones con varones.[44] Las leyes de la conciencia, que decimos nacer de la naturaleza, nacen de la costumbre. Dado que cada cual venera en su interior las opiniones y los comportamientos que se aprueban y admiten en torno a él, no puede desprenderse de ellos sin remordimiento, ni aplicarse a ellos sin aplauso. b | Cuando en el pasado los cretenses querían maldecir a alguien, rogaban a los dioses que se vieran envueltos en alguna mala costumbre.[45]
a | Pero el principal efecto de su poder es sujetarnos y aferrarnos hasta el extremo de que apenas seamos capaces de librarnos de su aprisionamiento, y de entrar en nosotros mismos para discurrir y razonar acerca de sus mandatos. En verdad, puesto que los sorbemos con la leche de nuestro nacimiento, y puesto que la faz del mundo se presenta en tal estado a nuestra primera visión, parece que hubiésemos nacido con la condición de seguir este camino. Y las comunes figuraciones que encontramos revestidas de autoridad a nuestro alrededor, e infundidas en nuestra alma por la semilla de nuestros padres, parece que fuesen las naturales y generales.[46]
c | De ahí procede que aquello que se sale de los quicios de la costumbre se crea fuera de los quicios de la razón: Dios sabe con qué poca razón las más de las veces. Si, como hemos aprendido a hacer nosotros que nos estudiamos, todo aquel que oye una opinión justa examinara de inmediato en qué le concierne a sí mismo, descubriría que no es tanto una buena ocurrencia como un buen latigazo a la habitual necedad de su juicio. Pero las advertencias de la verdad y sus preceptos se reciben como si se dirigieran al pueblo y jamás a uno mismo; y, en lugar de aplicarlas al comportamiento, se aplican a la memoria, muy necia e inútilmente. Volvamos al imperio de la costumbre.
Los pueblos criados en la libertad y en el autogobierno consideran monstruosa y contranatural cualquier otra forma de gobernarse. Los que están habituados a la monarquía piensan igual. Y, por más facilidades que les brinde la fortuna para el cambio, en el mismo instante en que se libran con grandes dificultades de la importunidad de un amo, se apresuran a establecer otro nuevo con no menos dificultades, porque no pueden decidirse a aborrecer la dominación.[47] Gracias a la costumbre todo el mundo está satisfecho del lugar donde la naturaleza lo ha fijado, y los salvajes de Escocia no tienen ninguna necesidad de la Turena, ni los escitas de la Tesalia.
a | Darío preguntó a algunos griegos por cuánto aceptarían adoptar la costumbre de los indios de comerse a sus padres fallecidos —ésta era, en efecto, su costumbre, pues consideraban no poder darles sepultura más favorable que dentro de ellos mismos—. Le respondieron que no lo harían por nada del mundo. Pero, cuando intentó también persuadir a los indios a renunciar a su costumbre y adoptar la de Grecia, que consistía en quemar los cadáveres de los padres, les horrorizó aún más.[48] Todos actuamos así, pues el uso nos hurta el verdadero rostro de las cosas:
Nil adeo magnum, nec tam mirabile quicquam
principio, quod non minuant mirarier omnes
paulatim.[49]
[Nada hay tan grande ni tan admirable al comienzo
que todos no vayan dejando poco a poco de admirarlo].
En cierta ocasión, tenía que justificar uno de nuestros usos, que se admite con resuelta autoridad a mucha distancia en torno nuestro. Como no quería limitarme a establecerlo, según suele hacerse, por la fuerza de las leyes y los ejemplos, sino indagando sin cesar hasta su origen, encontré su fundamento tan endeble que a punto estuve yo mismo de concebir digusto por él, yo que había de confirmarlo en otros.
c | Con esta receta, que él considera suprema y fundamental, Platón intenta erradicar los amores desnaturalizados e invertidos de su tiempo, a saber, que la opinión pública los condene, que los poetas y todo el mundo hablen mal de ellos. Receta merced a la cual las hijas más hermosas no atraen ya el amor de sus padres, ni los hermanos de belleza más sobresaliente el amor de sus hermanas. Aun las fábulas de Tiestes, de Edipo, de Macareo, con el placer de su canto, han infundido esta útil creencia en el tierno cerebro de los niños.[50] Lo cierto es que la castidad es una hermosa virtud, y que su utilidad es bien conocida; pero tratarla y realzarla según la naturaleza es tan difícil como fácil es realzarla con arreglo al uso, las leyes y los preceptos.
Las razones primeras y universales son de difícil escrutación. Y nuestros maestros las tocan superficialmente, o, sin atreverse siquiera a tentarlas, se precipitan desde el principio al refugio de la costumbre, donde se ufanan y triunfan con suma facilidad. Quienes no quieren dejarse apartar de esta fuente original yerran aún más, y se adhieren a opiniones salvajes, como Crisipo, que esparció en tantos pasajes de sus escritos lo poco que le importaban las uniones incestuosas, del tipo que fuesen.[51]
a | Si alguien quiere librarse de este violento prejuicio de la costumbre, hallará que muchas cosas admitidas con una resolución indudable no tienen otro apoyo que la barba cana y las arrugas del uso que las acompaña. Pero, una vez arrancada esta máscara, si las cosas se reducen a la verdad y a la razón, sentirá que su juicio sufre una suerte de completo trastorno, y es devuelto, sin embargo, a un estado mucho más seguro.
Le preguntaré entonces, por ejemplo, qué puede ser más extraño que ver a un pueblo obligado a seguir unas leyes que nunca ha entendido, sometido en todos sus asuntos domésticos —matrimonios, donaciones, testamentos, ventas y compras—, a reglas que no puede conocer porque no están escritas ni publicadas en su lengua, y cuya interpretación y uso ha de comprar por necesidad. c | No de acuerdo con la ingeniosa opinión de Isócrates, que aconseja a su rey hacer los tráficos y las negociaciones de sus súbditos libres, francos y lucrativos, y sus debates y querellas gravosas, cargadas de fuertes impuestos,[52] sino de acuerdo con la prodigiosa opinión de poner en venta aun la razón y de otorgar a las leyes valor de mercancía. a | Agradezco a la fortuna el hecho de que, según dicen nuestros historiadores, fuese un gentilhombre llamado Gascón, y de mi país, el primero en oponerse a Carlomagno cuando pretendió darnos leyes latinas e imperiales.[53] ¿Qué cosa hay más salvaje que ver una nación donde, por legítima costumbre, el oficio de juzgar se venda y los juicios se paguen sólo al contado;[54] donde se niegue legítimamente la justicia a quien no pueda pagarla, y donde esta mercancía goce de tanto crédito que se forme en la sociedad un cuarto estado, con la gente que maneja los procesos, a añadir a los tres antiguos de Iglesia, nobleza y pueblo?; ¿donde el estado en cuestión, al tener a su cargo las leyes y la suprema autoridad sobre bienes y vidas, forme un cuerpo aparte del de la nobleza, de lo que resulte que haya dobles leyes, las del honor y las de la justicia, muy contrarias en muchas cosas? —tan rigurosamente condenan las primeras el desmentido que se sufre, como las segundas el que se venga—;[55] ¿que por el deber de las armas sufra degradación de honor y de nobleza quien soporte una injuria, y, por el deber civil, incurra en la pena capital quien se vengue? —si alguien se dirige a las leyes para pedir cuentas por una ofensa a su honor, se deshonra; y, si alguien no se dirige a ellas, es penado y castigado por las leyes—. ¿Y que, de estas dos partes tan distintas, que se reducen, sin embargo, a una única cabeza,[56] unos se encarguen de la paz, otros de la guerra; unos se repartan la ganancia, otros el honor; unos el saber, otros la virtud; unos la palabra, otros la acción; unos la justicia, otros el valor; unos la razón, otros la fuerza; unos la ropa larga, otros la corta?[57]
En cuanto a las cosas indiferentes, como los vestidos, si alguien los quiere reducir a su verdadero fin, que es el servicio y la comodidad del cuerpo, de donde deriva su gracia y decoro original, le cederé, como los más fantásticos[58] que a mi parecer quepa imaginar, entre otros, nuestros bonetes cuadrados, la larga cola de terciopelo plisado que pende de las cabezas de nuestras mujeres, con sus abigarrados avíos, y el vano e inútil modelado de un miembro que ni siquiera podemos nombrar honestamente, del cual sin embargo hacemos gala y alarde en público.[59] Tales consideraciones, con todo, no apartan al hombre de entendimiento de seguir el estilo común. Al contrario, me parece que todas las maneras extrañas y particulares surgen más de la locura o de la pretensión ambiciosa que de la verdadera razón, y que el sabio debe por dentro separar su alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, debe seguir por entero las maneras y formas admitidas. A la sociedad pública no le incumben nuestros pensamientos; pero lo restante, como acciones, trabajo, fortuna y vida, debemos cederlo y entregarlo a su servicio y a las opiniones comunes,[60] a2 | al modo que el buen y gran Sócrates rehusó salvar la vida desobedeciendo al magistrado, incluso a un magistrado muy injusto y muy inicuo.[61] a | Es, en efecto, la regla de las reglas y la ley general de las leyes que cada uno observe las del lugar donde está:[62] Νόμοις ἔπεσθαι τοῖσιν ἐγχώροις καλόν.[63] [Es hermoso obedecer las leyes del país].
Veamos ahora cosas de otra cosecha. Es muy dudoso que pueda encontrarse un beneficio tan evidente al cambiar una ley aceptada, sea la que fuere, como daño hay en modificarla.[64] Un Estado es, en efecto, como un edificio hecho de diferentes piezas ajustadas entre sí con una unión tal que es imposible mover una sin que el cuerpo entero se resienta. El legislador de los turios ordenó que si alguien quería abolir una de las viejas leyes o establecer una nueva, se presentara ante el pueblo con la soga al cuello. De esta manera, si la novedad no era aprobada por todos, sería estrangulado en el acto.[65] Y el de Lacedemonia dedicó su vida a obtener de sus ciudadanos la promesa firme de no infringir ninguna de sus ordenanzas.[66] El éforo que cortó con tanta rudeza las dos cuerdas que Frinis había añadido a la música no está inquieto por si ésta es mejor o por si los acordes son más ricos; le basta para condenarlas que se trata de una alteración de la forma antigua.[67] Esto es lo que significaba la espada herrumbrosa de la justicia de Marsella.[68]
b | La novedad me hastía, sea cual sea su rostro, y tengo razón, pues he visto algunas de efectos muy perniciosos. La que nos acosa desde hace tantos años[69] no lo ha desencadenado todo, pero puede decirse con verosimilitud que lo ha producido y engendrado todo por accidente: incluso los males y estragos que se infligen después sin ella y en contra de ella. Ha de echarse la culpa a sí misma:
Heu patior telis uulnera facta meis.[70]
[¡Ah, mis propias flechas me han herido!]
Quienes agitan el Estado son con frecuencia los primeros absorbidos en su ruina. c | El beneficio del tumulto apenas recae en quien lo ha instigado; bate y revuelve el agua para otros pescadores. b | Una vez dislocada y disuelta por ella la ligazón y contextura de esta monarquía, y de este gran edificio, en especial en su vejez, deja paso y vía libre a tales daños. c | A la majestad real, dice un antiguo, le cuesta más descender de la cima a la mitad que despeñarse de la mitad al fondo.[71] Pero, si los que inventan son más dañinos, los imitadores son más viciosos cuando se entregan a ejemplos cuyo horror y maldad han conocido y castigado.[72] Y si hay grados de honor hasta en las malas acciones, éstos deben a los otros la gloria de la invención y el coraje del primer empuje.
b | De esta fuente primera y fecunda, toda clase de nuevo desenfreno saca felizmente imágenes y patrones con que turbar nuestro Estado. Incluso en las leyes promulgadas como remedio para el primer mal, se lee el aprendizaje y la excusa de toda suerte de malas acciones.[73] Y nos sucede aquello que Tucídides refiere sobre las guerras civiles de su tiempo: que, para favorecer los vicios públicos, los bautizaban con nuevas palabras más amables, a fin de excusarlos, bastardeando y suavizando sus verdaderos nombres.[74] Se trata, sin embargo, de reformar nuestras conciencias y nuestras creencias. Honesta oratio est[75] [El discurso es honesto]. Pero el mejor pretexto para la novedad es muy peligroso:
c | Adeo nihil motum ex antiquo probabile est.[76]
[Hasta tal punto ningún cambio de lo antiguo es plausible].
b | Además, para decirlo francamente, me parece que tiene mucho de amor propio y de presunción estimar las opiniones de uno hasta el extremo de que, para establecerlas, haya que trastornar la paz pública e introducir tantos males inevitables y una corrupción tan horrible de las costumbres como la que acarrean las guerras civiles y los cambios de Estado en asunto de tal importancia —e introducirlos en el propio país—. c | ¿No es un mal cálculo introducir tantos vicios seguros y conocidos para oponerse a errores contestados y debatibles? ¿Hay peor especie de vicios que aquellos que chocan con la propia conciencia y con el conocimiento natural?
El Senado osó dar como respuesta, en el litigio que le enfrentaba al pueblo acerca del servicio de su religión, esta evasiva: «Ad deos id magis quam ad se pertinere, ipsos uisuros ne sacra sua polluantur»[77] [Que la cosa no era incumbencia suya, sino de los dioses, que ellos mismos impedirían la profanación de su culto], en conformidad con la respuesta que emitió el oráculo a los de Delfos durante la guerra médica. Temiendo la invasión de los persas, preguntaron al dios qué debían hacer con los tesoros sagrados del templo, si esconderlos o llevárselos. Les respondió que no movieran nada, que se preocuparan de sí mismos, que él se bastaba para atender a sus cosas.[78]
b | La religión cristiana posee todos los signos de una suma justicia y utilidad; pero ninguno más manifiesto que la estricta recomendación de obedecer al magistrado y conservar los Estados.[79] ¡Qué maravilloso ejemplo de esto nos ha dejado la sabiduría divina, que no ha querido establecer la salvación del género humano ni conducir su gloriosa victoria contra la muerte y el pecado sino a la merced de nuestro orden político, y que ha sometido su progreso y la conducción de un hecho tan elevado y tan salvífico a la ceguera e injusticia de nuestras costumbres y usos —dejando que se vierta la sangre inocente de tantos elegidos, favoritos suyos, y soportando una dilatada pérdida de años para madurar tal fruto inestimable!
Hay una gran diferencia entre la causa de quien sigue las formas y las leyes de su país, y la de quien intenta dominarlas y cambiarlas. Aquél alega como excusa la simplicidad, la obediencia y el ejemplo; haga lo que haga, no puede ser malicia; es, a lo sumo, infortunio. c | Quis est enim quem non moueat clarissimis monumentis testata consignataque antiquitas[80] [¿A quién, pues, no conmueve la antigüedad atestiguada y confirmada por ilustrísimos documentos?]. Aparte de lo que dice Isócrates: que el defecto participa más en la moderación que el exceso.[81] b | El otro toma una opción mucho más ruda, pues quien se dedica a elegir y a cambiar, usurpa la autoridad de juzgar, y ha de jactarse de ver la falta de aquello que desecha y el bien de aquello que introduce. c | Esta consideración tan vulgar me ha fijado en mi sitio, y ha contenido aun mi juventud, más temeraria; ha evitado que cargara sobre mis hombros el pesadísimo fardo de avalar una ciencia de tal importancia, y de osar en ella lo que en mi sano juicio no podría osar ni en la más fácil de aquellas en las cuales me instruyeron y en las cuales la temeridad de juzgar no supone daño alguno. Me parece muy injusto querer someter las constituciones y costumbres públicas e inmóviles a la inestabilidad de una fantasía privada —la razón privada posee tan sólo una jurisdicción privada—, e intentar con las leyes divinas lo que ningún Estado soportaría que se hiciera con las civiles. Estas últimas, aunque la razón humana tenga mucha mayor participación en ellas, son jueces supremos de sus jueces; y la máxima inteligencia sirve para explicar y extender su uso admitido, no para desviarlo e innovarlo. Si en ocasiones la providencia divina ha pasado por encima de las reglas a las que nos ha sujetado por necesidad, no es para dispensarnos de ellas. Se trata de golpes de su mano divina, que no debemos imitar sino admirar, y de ejemplos extraordinarios, marcados por un signo expreso y particular; del género de los milagros, que ella nos ofrece como prueba de su omnipotencia, por encima de nuestros órdenes y nuestras fuerzas, que es insensato e impío tratar de emular y que no debemos seguir sino contemplar sobrecogidos. Actos de su personaje, no del nuestro.
Cota protesta muy oportunamente: «Cum de religione agitur T. Coruncanium, P. Scipionem, P. Scaeuolam, pontifices maximos, non Zenonem aut Cleanthem aut Chrysippum sequor»[82] [Cuando se trata de religión, sigo a T. Coruncanio, a P. Escipión, a P. Escévola, pontífices máximos, no a Zenón, a Cleantes o a Crisipo]. b | Sabe Dios, en nuestra actual querella, en la cual hay cien artículos que suprimir o restablecer, grandes y profundos artículos, cuántos pueden jactarse de haber reconocido exactamente las razones y los fundamentos de uno y otro bando. Es un número, si llega a número, que difícilmente podría turbarnos. Pero toda la multitud restante, ¿adonde va?, ¿con qué pruebas toma partido? Ocurre con la suya como con otras medicinas débiles y mal aplicadas: los humores que pretendía purgarnos, los ha irritado, exasperado y agriado con el conflicto, y además se nos ha quedado dentro del cuerpo. No ha sido capaz de purgarnos, a causa de su debilidad, y, entretanto, nos ha debilitado, de suerte que tampoco podemos evacuarla, y su acción no nos procura sino dolores prolongados e internos.
a | Aun así, la fortuna, que preserva siempre su autoridad por encima de nuestras razones, nos presenta alguna vez una necesidad tan urgente que es preciso que las leyes le cedan un poco de sitio.[83] b | Y cuando se hace frente al crecimiento de una innovación que se introduce con violencia, contenerse y ser recto en todo y por todo contra quienes campan por sus respetos, para los cuales es lícita cualquier cosa que pueda promover su designio, que carecen de otra ley y orden que buscar su ventaja, es una peligrosa obligación y desigualdad:
c | Aditum nocendi perfido praestat fides,[84]
[La lealtad brinda al pérfido la ocasión de hacer daño].
b | En efecto, la disciplina ordinaria de un Estado que se mantiene sano no provee a tales accidentes extraordinarios; presupone un cuerpo que se apoya en sus principales miembros y cargos, y un acuerdo general en su observancia y obediencia. c | El curso legítimo es un curso frío, pesado y contenido, y no sirve para resistir mucho a un curso licencioso y desenfrenado.
a | Es sabido que se les reprocha aún a dos grandes personajes, Octavio y Catón, haber dejado que su patria cayera en las situaciones más extremas, durante las guerras civiles de Sila, el uno, y de César, el otro, en vez de auxiliarla a expensas de las leyes y en vez de cambiar alguna cosa.[85] Porque lo cierto es que en una extrema necesidad en la cual no cabe ya ofrecer resistencia, sería tal vez más sensato bajar la cabeza y ceder un poco al golpe, en lugar de, obstinándose más allá de lo posible en no transigir en nada, dar ocasión a la violencia de pisotearlo todo; y más valdría hacer que las leyes quieran lo que pueden, en vista de que no pueden lo que quieren.[86] Así lo hizo quien ordenó que durmiesen veinticuatro horas,[87] y quien cambió por una vez un día del calendario,[88] y aquel otro que convirtió el mes de junio en un segundo mayo.[89] Hasta los lacedemonios, observantes tan escrupulosos de las ordenanzas de su país, apremiados por una ley que prohibía elegir dos veces almirante a un mismo personaje, y precisando, por otra parte, con absoluta necesidad a causa de sus asuntos que Lisandro asumiera de inmediato esa función, nombraron almirante a un tal Araco, pero hicieron a Lisandro superintendente de la marina.[90] Y mostró la misma sutileza uno de sus embajadores cuando lo enviaron a los atenienses para obtener el cambio de cierta ordenanza. Al alegar Pericles que estaba prohibido quitar la tablilla donde una ley figuraba una vez promulgada, le aconsejó que se limitase a girarla, porque eso no estaba prohibido.[91] Es lo que Plutarco alaba en Filopemen: que, nacido para mandar, sabía no sólo mandar según las leyes, sino a las leyes mismas cuando la necesidad pública lo requería.[92]