EL PROVECHO DE UNO ES
DAÑO PARA OTRO[1]
a | Demades el Ateniense condenó a un hombre de su ciudad, cuyo oficio era vender lo necesario para los entierros, aduciendo que pedía un provecho excesivo y que no podía obtener ese provecho sin la muerte de mucha gente.[2] El juicio parece poco correcto, porque no se logra provecho alguno sin daño ajeno, y porque, según esta consideración, habría que condenar toda suerte de ganancia. Los buenos negocios del comerciante se deben al desenfreno de los jóvenes; los del labrador, a la carestía de grano; los del arquitecto, a la ruina de las casas; los de los magistrados, a los procesos y a las querellas de los hombres; incluso el honor y el ejercicio de los ministros de la religión se obtiene de nuestra muerte y de nuestros vicios. A ningún médico le complace la salud, ni siquiera de sus amigos, dice el antiguo cómico griego, y a ningún soldado, la paz de su ciudad, y así los demás.[3] Y, lo que es peor, si nos examinamos por dentro, veremos que nuestros deseos íntimos nacen y se alimentan, en su mayor parte, a costa de otros.[4] Al considerarlo, se me ha ocurrido pensar que la naturaleza no contradice con esto su orden general, pues los físicos sostienen que el nacimiento, el sustento y el desarrollo de cada cosa supone la alteración y la corrupción de otra:
Nam quodcunque suis mutatum finibus exit,
continuo hoc mors est illius, quod fuit ante.[5]
[Pues todo aquello que, al cambiar, rebasa sus límites,
supone la muerte inmediata de lo que fue antes].