LA FUERZA DE LA IMAGINACIÓN
a | «Forth imaginatio generat casum»[1] [Una fuerte imaginación genera el acontecimiento], dicen los doctos. Soy de los que sienten mucho el embate de la imaginación. c | Golpea a todo el mundo, pero a algunos los derriba. A mí su impresión me traspasa. Y mi arte consiste en escapar de ella, a falta de fuerza para oponerle resistencia.[2] Yo viviría con la única compañía de personas sanas y alegres. Ver las angustias ajenas me angustia materialmente, y mi sentimiento ha usurpado con frecuencia el sentimiento de un tercero. El que tose sin parar me irrita el pulmón y la garganta.[3] Me gusta menos visitar a los enfermos a los que me obliga el deber que a aquéllos a los que presto menos atención y considero menos. Atrapo el mal que estudio y lo inscribo en mí. No me parece extraño que la imaginación produzca las fiebres y la muerte a quienes la dejan hacer y la aplauden.
Simón Thomas era un gran médico de su tiempo. Me acuerdo que, encontrándome un día en Toulouse, en casa de un rico anciano aquejado de pulmonía, y tratando con él sobre los medios para curarlo, le dijo que uno de ellos era darme ocasión de complacerme en su compañía, y que si fijaba los ojos en la frescura de mi semblante, y el pensamiento en la alegría y el vigor de que rebosaba mi adolescencia, y henchía todos sus sentidos de la condición floreciente en la que yo me hallaba entonces, podía mejorarse su estado.[4] Pero se olvidaba de decir que también el mío podía empeorar.
a | Galo Vibio forzó el alma hasta tal extremo, para comprender[5] la esencia y los movimientos de la locura, que perdió el juicio, de manera que nunca más pudo recuperarlo —y podía ufanarse de haberse vuelto loco por sabiduría—.[6] Algunos anticipan la mano del verdugo por culpa del terror. Y aquel al que desataban para leerle su indulto, cayó muerto en redondo sobre el patíbulo, por el mero golpe de la imaginación. Sudamos con abundancia, temblamos, palidecemos y nos ruborizamos por las sacudidas de nuestras figuraciones, y, tumbados en la cama, sentimos el cuerpo agitado por su impulso, a veces hasta la expiración. Y la fogosa juventud se acalora tanto que satisface en sueños sus deseos amorosos:
Vt quasi transactis saepe omnibus rebus profundant
fluminis ingentes fluctus, uestemque cruentent.[7]
[Al punto que con frecuencia, como si el acto estuviera consumado,
derraman en abundancia líquido a raudales y manchan su ropa].
Y, aunque no sea nuevo ver crecer cuernos por la noche a quien no los tenía al acostarse, lo que le ocurrió a Cipo, rey de Italia, es memorable. Por haber asistido durante el día, con gran afición, a una lidia de toros, y haber soñado toda la noche que tenía cuernos en la cabeza, la fuerza de la imaginación hizo que le salieran en la frente.[8] El sufrimiento proporcionó al hijo de Creso la voz que la naturaleza le había negado.[9] Y la fiebre se adueñó de Antíoco porque tenía la belleza de Estratónice impresa demasiado vivamente en el alma.[10] Plinio dice haber visto a Lucio Cositio transformado de mujer a hombre el día de sus nupcias.[11] Pontano y otros refieren metamorfosis semejantes, acaecidas en Italia durante estos siglos pasados.[12] Y por vehemente deseo suyo y de su madre,
Vota puer soluit, quae faemina vouerat Iphis.[13]
[Ifis se volvió muchacho por los votos que había hecho siendo mujer].
b | Pasando por Vitry-le-François pude ver a un hombre al que el obispo de Soissons había nombrado Germano en la confirmación, al cual todos los habitantes del lugar habían conocido y visto como una muchacha, María de nombre, hasta la edad de veintidós años. Era en aquel entonces muy barbudo, y viejo, y no estaba casado. Según dijo, al realizar un esfuerzo para saltar, aparecieron sus miembros viriles. Y todavía es usual, entre las muchachas del lugar, una canción con la que se advierten entre ellas de no dar grandes zancadas, no vayan a convertirse en muchachos, como María Germano.[14] No es tan extraordinario que este género de acontecimientos se produzca con frecuencia. En efecto, si la imaginación tiene poder en tales cosas, su aplicación al asunto es tan continua y vigorosa que, para no recaer tan a menudo en el mismo pensamiento y ávido deseo, le sale más a cuenta incorporar, de una vez por todas, las partes viriles a las muchachas.
a | Algunos atribuyen a la fuerza de la imaginación las cicatrices del rey Dagoberto y de san Francisco.[15] Se dice que en ciertas ocasiones los cuerpos son transportados de un sitio a otro. Y Celso cuenta de un sacerdote que arrebataba su alma en un éxtasis tal que su cuerpo permanecía durante mucho tiempo sin respiración ni sensibilidad.[16] c | San Agustín menciona a otro que, sólo con hacerle oír gritos lastimeros y quejumbrosos, se desmayaba al instante, y se transportaba tan vivamente fuera de sí que era inútil agitarlo, gritarle, pellizcarle y quemarlo, hasta que resucitaba. Entonces decía haber oído voces, pero como si viniesen de lejos, y se daba cuenta de las quemaduras y contusiones.
Y que no se trataba de una obstinación adrede en contra de su sensibilidad lo mostraba que, mientras tanto, no tenía pulso ni aliento.[17]
a | Es verosímil que el principal crédito que se concede a visiones,[18] encantamientos y demás hechos extraordinarios proceda del poder de la imaginación, que actúa sobre todo en las almas del vulgo, más blandas. Su creencia ha sido embargada con tanta fuerza que piensan ver lo que no ven.[19] Tengo también la duda de si esos divertidos ligámenes que tantas trabas ponen a nuestra gente, al punto de que no se habla de otra cosa, no son, de ordinario, impresiones de la imaginación y del temor.[20] Porque sé por experiencia de alguien, de quien puedo responder como de mí mismo, y en quien no podía recaer sospecha alguna de flaqueza, ni tampoco de hechizo, que, tras oír explicar a un compañero suyo el extraordinario desfallecimiento que había sufrido cuando menos lo necesitaba, al verse en una situación semejante, de repente sintió en su imaginación el golpe del horror de este relato con tanta dureza que corrió una suerte similar.[21] c | Y, desde entonces, se vio sometido a recaídas. El mal recuerdo de su contratiempo le dominaba y tiranizaba. Encontró un remedio a este desvarío por medio de otro desvarío. Al reconocer y proclamar él mismo, de antemano, la afección que padecía, la tensión de su alma se aliviaba; anunciando la dolencia como esperada, su obligación disminuía y no le oprimía tanto. Cuando ha tenido oportunidad, a sus anchas, con el pensamiento suelto y distendido, con el cuerpo en buen estado, de hacerlo, primero, tentar, captar y sorprender por el conocimiento del otro, se ha curado del todo. Una vez que se ha sido capaz de algo, ya no se es incapaz, salvo por debilidad justificada.
a | Tal desdicha sólo es de temer en las tentativas en que nuestra alma se encuentra desmedidamente tensa por deseo y respeto, y, en especial, cuando las ocasiones se presentan de improviso y con apremio. No hay manera de recobrarse de tal turbación.[22] Sé de alguno a quien incluso le ha servido traer el cuerpo ya medio saciado en otro lugar,[23] c | para adormecer el ardor de este furor; y de alguno que, con la edad, se encuentra menos impotente por el hecho de tener menos potencia.
Y de algún otro a quien también le ha servido que un amigo le haya asegurado que disponía de una contrabatería de encantamientos infalibles para protegerlo. Será mejor que cuente cómo fue. Un conde de muy buena familia, del cual yo era muy íntimo, se casaba con una hermosa dama que había sido pretendida por uno de los asistentes a la fiesta.[24] Sus amigos estaban muy inquietos, y sobre todo una vieja dama, parienta suya, que presidía las nupcias y las celebraba en su casa, temerosa de tales hechizos, cosa que me comunicó. Le pedí que lo dejara en mis manos. Yo tenía por casualidad, en mis cofres, cierta piececilla plana de oro, donde estaban grabadas unas figuras celestes contra las quemaduras del sol y para calmar el dolor de cabeza.[25] Había que ponerla justo en la sutura del cráneo, y, para sujetarla, estaba cosida a una cinta que se ataba bajo la barbilla. —Un desvarío hermano de aquel del que estamos hablando—. Jacques Peletier, viviendo en mi casa, me había hecho este singular regalo.[26] Se me ocurrió darle algún uso, y le dije al conde que podía sufrir, como los demás, algún contratiempo, pues había allí hombres capaces de querer procurárselo, pero que se acostara sin temor, que yo le brindaría un truco de amigo, y no escatimaría, en caso de necesidad, el milagro que estaba en mi poder realizar —con tal de que me prometiera, bajo palabra de honor, mantenerlo muy fielmente en secreto—. Tan sólo, dado que acudiríamos por la noche a llevarle un refrigerio, tenía que hacerme determinado signo si las cosas le habían ido mal.
Le habían machacado tanto el alma y los oídos que su turbada imaginación le atenazó, y me hizo la señal a la hora convenida. Le dije entonces al oído que se levantara, con el pretexto de echarnos, y que cogiera, jugando, la camisa de dormir que yo llevaba encima —teníamos casi la misma talla—; y que se vistiera con ella hasta haber ejecutado mi mandato. Éste consistió en que, a nuestra salida, se retirara a orinar, dijera tres veces ciertas palabras,[27] y realizara determinados movimientos; además, cada una de las tres veces tenía que ceñirse la cinta que le entregaba, y ponerse con sumo cuidado sobre los testículos la medalla que le estaba sujeta, con la figura en determinada posición; hecho esto, con la cinta la última vez bien anudada, para que no pudiera desatarse ni moverse de sitio, tenía que regresar con toda confianza a la tarea convenida, sin olvidarse de arrojar mi ropa encima de la cama de manera que los cubriera a los dos.
Tales bufonadas son lo principal de la acción. Nuestro pensamiento es incapaz de discernir que medios tan extraños puedan no proceder de alguna abstrusa ciencia. Su inanidad les confiere importancia y reverencia. En suma, lo cierto fue que mis figuras resultaron más venéreas que solares, y más activadoras que inhibidoras. Fue una inclinación súbita y solícita la que me incitó a tal hecho, alejado de mi naturaleza. Soy hostil a las acciones sutiles y fingidas, y detesto el empleo de la astucia, no sólo de la recreativa sino también de la útil. Si la acción no es viciosa, la ruta lo es.
Amasis, rey de Egipto, desposó a Laodice, una hermosísima muchacha griega; y él, que demostraba ser un gentil compañero en todo lo demás, fue incapaz de gozar de ella, y amenazó con matarla, pensando que se trataba de un hechizo. Como era una de esas cosas de naturaleza fantástica, ella lo condujo a la devoción, y, tras efectuar sus votos y promesas a Venus, él se encontró divinamente restablecido, desde la primera noche después de sus oblaciones y sacrificios.[28]
Ahora bien, se equivocan al acogernos con esos aires huraños, pendencieros y huidizos, que nos apagan encendiéndonos.[29] La nuera de Pitágoras decía que la mujer que se acuesta con un hombre debe quitarse la vergüenza a la vez que la falda, y recuperarla con las enaguas.[30] a | El alma del asaltante, turbada por muchas y variadas alarmas, es proclive a perderse. Y aquel a quien la imaginación ha infligido una vez tal deshonra —cosa que sucede sólo en los primeros encuentros, porque son más fogosos y violentos, y también porque, cuando uno se da a conocer por primera vez, tiene mucho más miedo a fallar—, si empieza mal, padece una fiebre e irritación, por culpa de este contratiempo, que se prolonga a las ocasiones posteriores.
c | Los casados, que disponen de todo el tiempo, no deben apresurar ni tantear la empresa sin haberse preparado. Y es mejor fallar indecorosamente en el estreno del lecho nupcial, lleno de agitación y de fiebre, a la espera de otras oportunidades más íntimas y menos apremiantes, que caer en una perpetua miseria por haberse aturdido y desesperado a causa de un primer fracaso. Antes de tomar posesión, el paciente debe ir probándose y ofreciéndose suavemente, a impulsos y en diferentes momentos, sin empeñarse ni obstinarse en probar definitivamente su propia culpa. Quienes sepan que sus miembros son dóciles por naturaleza, que se preocupen solamente de contrarrestar los engaños de su fantasía.
Se señala con razón la indócil libertad de este miembro, que se injiere de modo tan importuno cuando no nos hace falta, y nos falla de modo tan importuno cuando más lo necesitamos, que disputa tan imperiosamente la autoridad con nuestra voluntad, y rehúsa con tanta fiereza y obstinación nuestras solicitaciones mentales y manuales.[31] Aun así, en cuanto a recriminarle su rebelión y sacar de ahí la prueba de su culpa, si me hubiera pagado por defender su causa, tal vez haría recaer en nuestros demás miembros, sus compañeros, la sospecha de haberle planteado esta querella ficticia por pura envidia de la importancia y de la dulzura de su uso, y de haber conjurado al mundo en su contra, acusándole malignamente, sólo a él, de su falta común. Os invito a pensar, en efecto, si hay una sola parte de nuestro cuerpo que se niegue a menudo a actuar conforme a nuestra voluntad, y que no se ejerza con frecuencia en contra de nuestra voluntad. Cada una de ellas tiene pasiones propias, que las despiertan y adormecen sin nuestro permiso. ¡Cuántas veces los movimientos involuntarios de nuestra cara descubren los pensamientos que manteníamos secretos y nos traicionan ante los presentes! La misma causa que anima a este miembro, anima también, sin nuestro conocimiento, al corazón, al pulmón y al pulso. La visión de un objeto agradable difunde imperceptiblemente en nosotros la llama de una emoción febril. ¿Son sólo esos músculos y esas venas los que se alzan y se inclinan, sin el consentimiento no ya de nuestra voluntad sino ni siquiera de nuestro pensamiento? No mandamos a nuestros cabellos que se pongan de punta, ni a nuestra piel que se estremezca de deseo o de temor. La mano va con frecuencia allá donde no la enviamos. La lengua se paraliza, y en ocasiones la voz se detiene. Precisamente cuando, sin nada que llevarnos a la boca, se lo prohibiríamos de buena gana, el deseo de comer y de beber no deja de excitar las partes que le están sujetas, ni más ni menos que lo hace este otro deseo[32] —y nos abandona del mismo modo, importunamente, cuando se le antoja—. Los órganos que sirven para descargar el vientre tienen sus propias dilataciones y contracciones, al margen y en contra de nuestra opinión, como los que están destinados a descargar los testículos. Y, el hecho que alega san Agustín para autorizar la potencia de nuestra voluntad,[33] haber visto a uno que ordenaba a su trasero tirarse todos los pedos que se le antojaban[34] —y que Vives supera con otro ejemplo de su época, de pedos orquestados según el tono de las palabras[35] que pronunciaban ante él—,[36] no supone tampoco la completa obediencia de ese miembro. Porque ¿hay acaso otro que sea de ordinario más indiscreto y tumultuoso? Además, conozco uno tan turbulento y rebelde que hace cuarenta años que fuerza a su amo a peer con un aliento y una obligación constantes e irremisibles, y lo conduce así a la muerte. Y ojalá no supiera sino por las historias cuántas veces nuestro vientre, por rehusarle un solo pedo, nos lleva hasta las puertas de una muerte muy angustiosa; y ojalá ese emperador que nos otorgó libertad para peer por todas partes, nos hubiese dado el poder de hacerlo.[37] Pero, a nuestra voluntad, por cuyos derechos presentamos este reproche, ¡con cuánta mayor verosimilitud podemos tacharla de rebelión y sedición por su desorden y desobediencia! ¿Acaso quiere siempre lo que querríamos que quisiera? ¿No es cierto que a menudo quiere lo que le prohibimos querer y con evidente perjuicio nuestro? ¿Se deja más que aquél guiar por las conclusiones de nuestra razón?
Por último, diré, a favor de mi señor cliente, que se tenga a bien considerar que en este asunto, aunque su causa se halla inseparable e indistintamente unida a un cómplice,[38] sólo se dirigen, sin embargo, a él, y con unos argumentos y acusaciones que[39] no pueden corresponder a dicho cómplice. Porque la acción de éste a veces consiste en incitar de manera importuna, pero en rehusar jamás; y aun en incitar callada y quietamente. Por tanto, vemos la manifiesta animosidad e ilegalidad de los acusadores. En cualquier caso, aun declarando que los abogados y jueces pueden querellarse y emitir sentencias, la naturaleza seguirá pese a todo su curso. La cual habría tenido razón si hubiese dotado a este miembro de algún privilegio particular, por ser autor de la única obra inmortal de los mortales, obra divina según Sócrates; y el amor, deseo de inmortalidad y demonio inmortal él mismo.[40]
a | Puede que alguno deje aquí, por obra de la imaginación, la escrófula que su compañero se lleva otra vez a España.[41] Por eso, en tales cosas, se acostumbra a pedir un alma preparada. ¿Por qué los médicos se ganan de antemano la confianza del paciente con tantas falsas promesas de curación, sino para que el efecto de la imaginación supla la impostura de su decocción? Saben que uno de los maestros de la profesión les ha dejado escrito que a algunos hombres la simple visión de la medicina les producía el efecto.[42]
Y todo este capricho me ha llegado ahora a las manos por el relato que me hacía un boticario amigo de mi difunto padre, hombre simple y suizo —de una nación poco vana y poco mentirosa—. Según contaba, había conocido durante mucho tiempo a un mercader de Toulouse, enfermizo y aquejado por el mal de piedra, que a menudo tenía necesidad de lavativas y se las hacía prescribir por los médicos de manera diferente según las circunstancias de la enfermedad. Cuando se las proporcionaban, nada omitía de las formas habituales; con frecuencia comprobaba si estaban demasiado calientes. Ahí lo tenéis, acostado, de espaldas y con todos los preparativos hechos, salvo que no se efectuaba inyección alguna. Una vez el boticario retirado tras la ceremonia, el paciente se acomodaba a sus anchas, como si hubiera tomado verdaderamente la lavativa, y sentía el mismo efecto que quienes las toman. Y, si al médico no le parecía suficiente el efecto, le volvía a dar dos o tres más, de la misma manera. Mi testigo jura que, para ahorrar gasto —pues las pagaba como si las recibiera—, la esposa del enfermo alguna vez había intentado hacer que pusieran sólo agua tibia, pero el efecto descubrió el engaño; y, por encontrarlas inútiles, hubo que volver a la primera forma.
Una mujer, creyendo haberse tragado una aguja con el pan, gritaba y se atormentaba como si padeciera un dolor insoportable en la garganta, donde creía sentirla detenida. Pero, dado que no había ni hinchazón ni alteración exterior, un hombre capaz juzgó que aquello no era más que fantasía y opinión, fundada en algún pedazo de pan que le había pinchado al pasar. Hizo que devolviera, y, a hurtadillas, echó una aguja torcida en lo que había vomitado. La mujer, creyendo haberla arrojado, de repente se sintió liberada del dolor. Sé de un gentilhombre que recibió en su casa a un grupo de amigos, y se jactó, tres o cuatro días más tarde, a manera de juego —pues no había nada de eso—, de haberles dado pastel de gato para comer. Como consecuencia, una señorita del grupo fue presa de tal horror que sufrió un gran desarreglo de estómago y fiebre, y fue imposible salvarla. Los propios animales se ven expuestos a la fuerza de la imaginación, como nosotros. Tenemos la prueba en los perros, que se dejan morir de dolor por la pérdida de sus amos.[43] Vemos también cómo ladran y se remueven en sueños; y cómo los caballos relinchan y forcejean.[44]
Pero todo esto puede atribuirse al estrecho lazo entre espíritu y cuerpo, que se transmiten mutuamente sus fortunas. Cosa distinta es que a veces la imaginación actúe no sólo en contra del propio cuerpo, sino en contra de cuerpos ajenos. Y, de la misma manera que un cuerpo contagia su enfermedad al vecino, como se ve en la peste, la viruela y el mal de ojo, que se infunde de unos a otros:[45]
Dum spectant oculi laesos, laeduntur et ipsi:
multaque corporibus transitione nocent,[46]
[Mirando a los enfermos, los ojos enferman a su vez;
y muchas dolencias se propagan de un cuerpo a otro],
también una imaginación fuertemente trastornada lanza dardos que pueden atacar un objeto extraño. La Antigüedad sostuvo que ciertas mujeres escitas, cuando sentían aversión y cólera contra alguien, lo mataban con la simple mirada.[47] Las tortugas y las avestruces incuban sus huevos sólo con la vista, lo cual indica que tienen en ella cierta capacidad eyaculadora.[48] Y, en cuanto a los brujos, se dice que sus ojos son ofensivos y perniciosos:[49]
Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos.[50]
[No sé qué ojo hechiza mis tiernos corderos].
Para mí los magos son malos garantes. En cualquier caso, vemos por experiencia que las mujeres transmiten a los cuerpos de los hijos que llevan en el vientre marcas de sus fantasías, como prueba aquella que engendró a un moro.[51] Y a Carlos, rey de Bohemia y emperador, le presentaron una muchacha de cerca de Pisa, muy velluda e hirsuta, que su madre decía haber concebido así a causa de la imagen de san Juan Bautista que colgaba sobre su cama.[52] Ocurre lo mismo con los animales; así lo prueban las ovejas de Jacob,[53] y las perdices y las liebres que la nieve blanquea en las montañas.[54] En mi casa vimos hace poco un gato[55] que acechaba a un pájaro encaramado en un árbol. Tras permanecer mirándose fijamente el uno al otro durante cierto espacio de tiempo, el pájaro se dejó caer como muerto entre las patas del gato, tal vez embriagado por su propia imaginación, o tal vez arrastrado por alguna fuerza atrayente del gato. Los aficionados a la cetrería han oído referir la historia de un halconero que, fijando obstinadamente los ojos sobre un milano que estaba en el aire, apostaba a que lo haría descender con la simple fuerza de su mirada. Y lo conseguía, según se dice. Porque las historias que tomo prestadas las transmito según la conciencia de aquellos de quienes las tomo.
b | Los razonamientos son míos, y se apoyan en la prueba de la razón, no de la experiencia. Cada cual puede añadir sus ejemplos —y quien carezca de ellos, que no deje de creer que existen suficientes, dado el número y la variedad de los acontecimientos—.[56] c | Si no soy bueno comparando casos, que lo haga otro por mí. Además, en el estudio del que me ocupo, sobre nuestra conducta y nuestros movimientos, los testimonios fabulosos, con tal de que sean posibles, son tan útiles como los verdaderos. Ocurrido o no, en Roma o en París, a Juan o a Pedro, sigue siendo un aspecto de la capacidad humana, del cual el relato me advierte útilmente. Lo veo y aprovecho igualmente tanto si es una sombra como si tiene cuerpo. Y, de las diferentes lecturas que con frecuencia admiten las historias, elijo utilizar la más singular y memorable. Hay autores cuyo fin es decir lo que acontece. El mío, si supiera alcanzarlo, sería hablar de lo que puede acontecer.[57] Es justo que se permita a las escuelas inventar casos cuando no disponen de ellos. Sin embargo, yo no lo hago, y, en este aspecto, supero en escrúpulos toda fidelidad histórica. En los ejemplos que presento aquí, extraídos de lo que he leído, oído, hecho o dicho, me he prohibido osar alterar siquiera las más leves e inútiles circunstancias. Mi conciencia no falsifica ni una jota; mi ignorancia,[58] no lo sé.
A propósito de esto, a veces me pregunto si escribir la historia puede convenir mucho a un teólogo, a un filósofo y demás gente de refinada y exacta conciencia y prudencia. ¿Cómo pueden empeñar su palabra bajo una palabra popular? ¿Cómo avalar los pensamientos de personas desconocidas, y admitir como dinero contante sus conjeturas? Rehusarían atestiguar, juramentados por el juez, sobre acciones complejas ocurridas en su presencia. Y no tienen a nadie tan íntimo que osen responder plenamente de sus intenciones.
Me parece menos arriesgado escribir sobre las cosas pasadas que sobre las presentes, pues el escritor sólo ha de rendir cuentas de una verdad tomada en préstamo. Algunos me incitan a escribir sobre los asuntos de mi tiempo, juzgando que los veo con una mirada menos afectada por la pasión que los demás, y desde más cerca, por el acceso que la fortuna me ha brindado a los jefes de diferentes facciones. Pero no dicen que, por la gloria de Salustio,[59] yo no haría este esfuerzo —enemigo jurado como soy de toda obligación, asiduidad y constancia—; que nada hay tan contrario a mi estilo como una narración extensa —me interrumpo con mucha frecuencia por falta de aliento; no tengo composición ni desarrollo que valgan, ignoro más que un niño las frases y los vocablos que sirven para las cosas más comunes; por eso he optado por decir lo que sé decir, acomodando la materia a mi fuerza; si tomara una como guía, mi medida podría fallarle a la suya—; que, al ser mi libertad tan libre, habría publicado juicios, incluso para mi gusto y desde el punto de vista de la razón, ilegítimos y punibles. Plutarco nos diría de buena gana, con respecto a lo que ha hecho, que depende de otros que sus ejemplos sean verdaderos en todo y siempre; que depende de él que resulten útiles a la posteridad y que estén presentados bajo una luz que nos ilumine hacia la virtud. En un relato antiguo no es peligroso, como lo sería en una droga medicinal, que sea de un modo o de otro.