CAPÍTULO XVIII

QUE NUESTRA SUERTE DEBE
JUZGARSE SÓLO TRAS LA MUERTE

a | Scilicet ultima semper

expectanda dies homini est, dicique beatus

ente obitum nemo, supremaque funera debet.[1]

[No cabe duda de que el hombre debe esperar siempre al último día, y a

nadie puede llamársele feliz antes de la muerte y de los últimos honores].

Los niños saben lo que se cuenta del rey Creso a este propósito. Capturado por Ciro y condenado a muerte, en el momento de la ejecución exclamó: «¡Oh Solón, Solón!». Comunicado el hecho a Ciro, éste preguntó qué significaba, y él le explicó que verificaba a sus expensas la advertencia que en otro tiempo le había lanzado Solón: que los hombres, por mucho que la fortuna les sonría,[2] no pueden llamarse felices hasta que no se les ha visto pasar el último día de su vida, dada la incerteza y variedad de las cosas humanas, que, con un levísimo movimiento, cambian de un estado a otro muy distinto.[3] Y por eso Agesilao, a uno que llamaba feliz al rey de Persia por haber alcanzado muy joven un cargo tan poderoso, le replicó: «Sí, pero a la misma edad Príamo no fue desdichado».[4] Los reyes de Macedonia, herederos del gran Alejandro, se convierten poco después en carpinteros y escribanos en Roma;[5] los tiranos de Sicilia, en maestros en Corinto.[6] Quien era el conquistador de medio mundo, y general de tantos ejércitos, deviene el miserable suplicante de los funcionarios bribones de un rey de Egipto —a ese precio el gran Pompeyo prolongó cinco o seis meses su vida—. [7] Y, en tiempos de nuestros padres, a Ludovico Sforza, décimo duque de Milán, bajo cuyo mando se había movido durante mucho tiempo Italia entera, le vieron morir prisionero en Loches, pero tras haber vivido allí diez años, que es lo peor de su caso.[8] c | La reina más hermosa, viuda del más grande rey de la Cristiandad, ¿no acaba de morir a manos del verdugo —indigna y bárbara crueldad—?[9] a | Y mil ejemplos semejantes. Porque, al parecer, así como los temporales y las tormentas se irritan contra el orgullo y la altivez de nuestros edificios, hay también allí arriba espíritus envidiosos de las grandezas de aquí abajo:[10]

Vsque adeo res humanas uis abdita quaedam

obterit, et pulchros fasces saeuasque secures

proculcare, ac ludibrio sibi habere uidetur.[11]

[Tan cierto es que una fuerza secreta destruye las cosas humanas, y parece pisotear los haces gloriosos, las crueles hachas, y tratarlas como juguetes].

Y parece que a veces la fortuna acecha a propósito el último día de nuestra vida, a fin de mostrar su poder para derribar en un momento lo que ella misma había forjado durante largos años;[12] y nos hace exclamar con Laberio: «Nimirum hac die una plus uixi, mihi quam uiuendum fuit»[13] [En verdad hoy he vivido un día más de lo que debía].

El buen consejo de Solón puede entenderse justificadamente de esta manera. Pero se trata de un filósofo, y, para ellos, los favores y las desventuras de la fortuna no tienen rango ni de felicidad ni de desdicha, y las grandezas[14] y los poderes son avatares de calidad casi indiferente. Por lo tanto, encuentro verosímil que haya mirado más lejos, y haya querido decir que ni siquiera aquella felicidad de nuestra vida que depende de la tranquilidad y satisfacción de un espíritu bien nacido, y de la determinación y confianza de un alma ordenada, debe atribuirse jamás al hombre, mientras no le hayamos visto representar el último, y sin duda más difícil, acto de su comedia. En todo lo demás puede haber una máscara. Tal vez esos bellos discursos de la filosofía sólo están en nosotros de una manera fingida, acaso los infortunios no nos prueban hasta lo más vivo y nos permiten seguir manteniendo un semblante sereno. Pero, en este último papel entre la muerte y nosotros, no queda nada que fingir, hay que hablar claro,[15] debe mostrarse lo que hay de bueno y de limpio en el fondo del tarro:

Nam uerae uoces tum demum pectore ab imo

eiiciuntur, et eripitur persona, manet res.[16]

[Pues sólo entonces las palabras verídicas brotan del

fondo del corazón, y cae la máscara, permanece la realidad].

Por eso, todas las restantes acciones de nuestra vida deben contrastarse y comprobarse en este último acto. Es el día clave, el día juez de todos los demás: «Es el día», dice un antiguo, «que debe juzgar todos mis años pasados».[17] Remito a la muerte la prueba del fruto de mis estudios. Veremos entonces si mis discursos surgen de mi boca o de mi corazón.[18]

b | He visto a muchos otorgar, con su muerte, buena o mala reputación a toda su vida. Escipión, el suegro de Pompeyo, corrigió con una buena muerte la mala opinión que hasta entonces se había tenido sobre él.[19] Le preguntaron a Epaminondas a quién de los tres apreciaba más, a Cabrias, a Ifícrates o a él mismo: «Es preciso vernos morir», dijo, «antes de poder determinarlo».[20] En verdad, le restaríamos mucho si lo tasáramos sin el honor y la grandeza de su fin. Dios lo ha decidido a su antojo, pero, en mis tiempos, las tres personas más execrables que he conocido en toda abominación de vida, y las más infames, han tenido muertes ordenadas y compuestas, en todos los detalles, hasta la perfección. c | Hay muertes valerosas y afortunadas. Le he visto quebrar el hilo de una carrera de extraordinario ascenso, y en la flor del crecimiento, con un final tan magnífico que, a mi juicio, sus ambiciosos y valientes propósitos se quedaban cortos ante lo que fue su interrupción. Llegó, sin ir, donde pretendía, con mayor grandeza y gloria de las que comportaban su deseo y esperanza. Y superó con su caída el poder y el nombre a los que aspiraba con su carrera.[21] b | Al juzgar una vida ajena, miro siempre cómo ha sido el final; y uno de los principales afanes de la mía es que éste me vaya bien, es decir, plácida y sordamente.[22]