EL MIEDO
a | Obstupui, steteruntque comae, et uox faucibus haesit.[1]
[Me quedé sobrecogido, los cabellos se me
erizaron y la voz se me detuvo en la garganta].
No soy buen naturalista —como suele decirse—, y apenas sé por qué causas actúa el miedo en nosotros, pero se trata, en cualquier caso, de una pasión extraña; y dicen los médicos que no hay otra que arrastre antes el juicio fuera de su debido asiento.[2] A decir verdad, he visto a mucha gente perder la razón por miedo; y, entre los más serenos, genera ciertamente, mientras dura el acceso, terribles ofuscamientos. Dejo de lado al vulgo, a quien representa a veces a los bisabuelos salidos de la tumba, envueltos en su sudario, a veces a hombres lobos, duendes y quimeras. Pero, incluso entre los soldados, donde debiera encontrar menos sitio, ¿cuántas veces no ha tranformado un rebaño de ovejas en un escuadrón de coraceros,[3] juncos y cañas en hombres armados y lanceros, amigos en enemigos, y la cruz blanca en la roja?[4]
Cuando el señor de Borbón conquistó Roma, un alférez que estaba en la guardia del burgo de San Pedro fue presa de tal terror, a la primera alarma, que se abalanzó fuera de la ciudad, por el orificio que había producido un derrumbamiento, con la bandera empuñada, derecho hacia los enemigos. Creía dirigirse hacia el interior de la ciudad, y sólo al final, al ver que las tropas del señor de Borbón formaban para hacerle frente, pensando que los de la ciudad efectuaban una salida, cayó en la cuenta de lo que sucedía. Entonces, retrocedió y volvió a entrar por ese mismo orificio por el cual había salido más de trescientos pasos a través de la campiña.[5] No tuvo en absoluto tanta suerte el alférez del capitán Juille, cuando el conde de Bures y el señor de Reu nos conquistaron San Pol. Estaba, en efecto, tan fuera de sí debido al terror que se lanzó con la enseña fuera de la ciudad por una tronera y los asaltantes lo destrozaron.[6] Y fue memorable, en el mismo asedio, el miedo que oprimió, apresó y heló el ánimo de un gentilhombre con tanta fuerza que cayó muerto en redondo al suelo en la brecha, sin herida alguna. b | A veces una rabia semejante impele a toda una multitud.[7] En uno de los enfrentamientos de Germánico contra los alemanes, dos grandes ejércitos tomaron dos rutas opuestas a causa del terror: uno huía de donde el otro partía.[8] a | Puede ponernos alas en los talones, como a los dos primeros, o inmovilizarnos y trabarnos los pies, como se lee del emperador Teófilo, el cual, en una batalla que perdió contra los agarenos, quedó tan aturdido y paralizado que era incapaz de tomar la decisión de escapar —b | adeo pauor etiam auxilia formidat[9] [a tal extremo el terror teme incluso las ayudas]—, a | hasta que Manuel, uno de los principales jefes de su ejército, tras haberlo arrastrado por el suelo, y vapuleado como para despertarlo de un sueño profundo, le dijo: «Si no me seguís, os mataré, pues es preferible que perdáis la vida a que seáis hecho prisionero y arruinéis el imperio».[10]
c | Expresa su máxima fuerza cuando, en su servicio, nos devuelve a la valentía que ha sustraído a nuestro deber y a nuestro honor. En la primera batalla regular que los romanos perdieron contra Aníbal, bajo el mando del cónsul Sempronio, un ejército de unos diez mil soldados de infantería sucumbió al terror. No viendo otra manera de dar curso a su cobardía, se lanzó contra el grueso de los enemigos; penetró en él con extraordinario empuje, y produjo una gran mortandad de cartagineses.[11] Una huida vergonzosa le valió tanto como una gloriosa victoria.
De nada tengo más miedo que del miedo. También supera en violencia al resto de accidentes. ¿Qué emoción puede ser más violenta y más justa que la de los amigos de Pompeyo, que, desde su navío, contemplaban la horrible masacre? Sin embargo, la sofocó el miedo a las velas egipcias, que se les estaban acercando, de suerte que, según se ha señalado, no se ocuparon sino de urgir a los marineros a apresurarse y a salvarse a golpes de remo. Hasta que llegados a Tiro, libres de temor, pudieron volver sus pensamientos a la pérdida que acababan de sufrir, y dar rienda suelta a los lamentos y las lágrimas que aquella pasión más fuerte había dejado en suspenso:[12]
Tum pauor sapientiarn omnem mihi ex animo expectorat.[13]
[Entonces el terror expulsa de mi ánimo toda sabiduría].
A quienes algún lance de guerra les ha deparado sus buenos golpes, se les puede devolver al día siguiente a la carga, heridos y ensangrentados aún. Pero, de aquellos que han padecido un poco de miedo verdadero a los enemigos, no lograrías siquiera que los miren de frente. Quienes sufren el temor apremiante de perder sus bienes, de ser enviados al exilio, de caer subyugados, viven en continua angustia, dejan de beber, de comer y de descansar. Mientras tanto, los pobres, los desterrados, los siervos viven con frecuencia tan alegremente como los demás. Y las muchas personas que, incapaces de resistir las punzadas del miedo, se han colgado, ahogado y arrojado al vacío nos han advertido de que éste es incluso más importuno e insoportable que la muerte.
Los griegos reconocen otra especie de miedo, que está más allá del error de nuestra razón.[14] Se origina, según dicen, sin causa aparente y por impulso celeste. Pueblos enteros son a menudo golpeados por él, y ejércitos enteros. De este tipo fue el que arrastró Cartago a una extraordinaria desolación. Sólo se oían gritos y voces empavorecidas. Se veía salir a los habitantes de las casas, como si les llamaran a las armas, y atacarse, herirse y matarse entre sí, como si fueran enemigos llegados a ocupar la ciudad. No había sino desorden y furor, hasta que, mediante oraciones y sacrificios, apaciguaron la ira de los dioses. Llaman a esto terrores pánicos.[15]