CAPÍTULO XVI

UN RASGO DE CIERTOS EMBAJADORES

a | En mis viajes, para aprender siempre alguna cosa de la comunicación con otros —que es una de las más bellas escuelas que existen—, observo la práctica de llevar siempre a mis interlocutores a hablar de aquello que mejor saben:

a2 | I Basti al nocchiero ragionar de’ venti,

al bifolco dei tori, e le sue piaghe

conti’l guerrier, conti’l pastor gli armenti.[1]

[Baste al marinero hablar de vientos, al labrador de bueyes, y que el guerrero cuente sus heridas, y que el pastor cuente sus rebaños].

a | Porque las más de las veces ocurre lo contrario. Todo el mundo prefiere discurrir del oficio de otro a hacerlo del propio, pensando adquirir así una nueva reputación. Lo prueba el reproche que Arquidamo le lanzó a Periandro: que renunciaba a la gloria de buen médico para granjearse la de mal poeta.[2] c | Ved los amplios despliegues que dedica César a explicarnos sus invenciones para construir puentes y máquinas,[3] y cómo, en comparación, se vuelve conciso cuando habla de las tareas de su profesión, de su valentía y de la dirección de su ejército. Sus hazañas le acreditan de sobra como excelente capitán; él pretende darse a conocer como excelente ingeniero, cualidad un poco distante. Dionisio el Viejo era un grandísimo jefe militar, tal como convenía a su fortuna; pero se esforzaba en presentar como mérito principal la poesía, de la que, sin embargo, apenas sabía nada.[4] Un jurista de profesión, al que días atrás llevaron a ver un estudio provisto de toda suerte de libros sobre su oficio, y sobre cualquier otro oficio, no halló en él motivo alguno de conversación. Pero se paró a glosar ruda y magistralmente una barricada puesta en la escalera del estudio, como las que cien capitanes y soldados reconocen todos los días sin comentario y sin agravio:

a | Optat ephippia bos piger, optat arare caballus.[5]

[El holgazán buey anhela llevar la silla; el caballo anhela arar].

c | Por este camino no logras nunca nada valioso. a | Así pues, hay que esforzarse por llevar siempre al arquitecto, al pintor, al zapatero y a todos los demás a su terreno[6]. Y, a propósito de esto, cuando leo libros de historia, que es un asunto propio de toda clase de gente, tengo por costumbre examinar quiénes son sus escritores. Si son personas que no profesan más que las letras, atiendo principalmente al estilo y al lenguaje; si se trata de médicos, prefiero creerlos en cuanto nos dicen sobre la composición del clima, la salud y el temperamento de los príncipes, sobre las heridas y las enfermedades; si son juristas, deben aprovecharse las controversias sobre derechos, leyes, instauración de gobiernos y cosas semejantes; si son teólogos, los asuntos de la Iglesia, las censuras eclesiásticas, las dispensas y los matrimonios; si son cortesanos, las costumbres y las ceremonias; si son militares, lo que atañe a su cometido, y, especialmente, los relatos de aquellas hazañas donde han estado presentes; si son embajadores, las intrigas, los acuerdos y las negociaciones, y la manera de llevarlos a cabo.

Por este motivo, he sopesado y examinado, en la historia del señor de Langey, muy entendido en tales cosas, lo que en otro habría pasado por alto, sin detenerme.[7] Refiere primero las bellas amonestaciones que lanzó el emperador Carlos V en el consistorio de Roma, en presencia del obispo de Macón y del señor de Velly, nuestros embajadores. Introdujo en ellas numerosas palabras ultrajantes contra nosotros. Entre otras que, si sus capitanes y soldados[8] no tuvieran más fidelidad y más capacidad en el arte militar que las del rey,[9] se ataría de inmediato una soga al cuello para ir a pedirle misericordia —y parece que en parte se lo creía, porque en otras dos o tres ocasiones, a lo largo de su vida, repitió las mismas palabras; también, que desafiaba al rey a pelear con él en mangas de camisa, con espada y puñal, en un barco—. El señor de Langey añade, continuando su historia, que dichos embajadores, al enviar un despacho al rey sobre tales asuntos, le disimularon la mayor parte, incluso le ocultaron los dos artículos precedentes.

Ahora bien, he encontrado muy extraño que un embajador tuviese el poder de disponer de las advertencias que debe hacer a su amo, especialmente cuando son de tal gravedad, proceden de tal persona y se han pronunciado ante tamaña asamblea. Y me parecía que el oficio del servidor es referir fielmente las cosas en su integridad, tal y como han acontecido, a fin de que la libertad de ordenar, juzgar y elegir radique en el amo. En efecto, alterarle u ocultarle la verdad por miedo a que la tome como no debe, y que eso le empuje a una mala decisión, y dejarlo, mientras tanto, en la ignorancia de sus asuntos, me parecía que corresponde a quien concede la ley, no a quien la recibe, al tutor y maestro, no a quien debe considerarse inferior no sólo en autoridad sino también en prudencia y buen juicio.[10] Sea como fuere, no me gustaría que me sirvieran así en mis pequeños asuntos.

c | Dado que nos sustraemos de tan buena gana al mando con cualquier pretexto, y usurpamos el dominio, y dado que todo el mundo aspira de modo tan natural a la libertad y a la autoridad, ningún servicio debe apreciar tanto el superior, viniendo de quienes le sirven, como la simple y genuina obediencia. Se corrompe el oficio de mandar cuando se obedece a discreción, no por sometimiento. Y P. Craso, el que fue considerado por los romanos cinco veces afortunado, era cónsul en Asia cuando mandó a un ingeniero griego que le hiciera llevar el mayor de dos mástiles de barco que había visto en Atenas para cierto ingenio de artillería que quería construir. El ingeniero, amparándose en su ciencia, se arrogó el derecho de hacer otra elección, y llevó el más pequeño y, con arreglo a la razón de su arte, el más conveniente. Tras escuchar pacientemente sus argumentos, Craso mandó que le dieran una buena azotaina. Valoró más el interés de la disciplina que el interés de la obra.[11]

Por otra parte, sin embargo, podría también considerarse que una obediencia tan estricta es propia únicamente de mandatos precisos y predeterminados. Los embajadores tienen un cometido más libre, que, en muchos extremos, depende soberanamente de su disposición. No se limitan a ejecutar, sino que, además, forman y establecen con su consejo la voluntad del amo. En estos tiempos he visto a personas con mando reñidas por haber obedecido al pie de la letra las cartas del rey, antes que las circunstancias que tenían cerca. Los hombres de entendimiento critican aún hoy la costumbre de los reyes de Persia de dar a sus agentes y lugartenientes instrucciones tan precisas que éstos habían de recurrir a sus órdenes para las cosas más nimias. Esa dilación, en un dominio tan extenso, a menudo acarreó notables perjuicios a sus asuntos. Y Craso, al escribir a un hombre del oficio, y al advertirle del uso al que destinaba el mástil, ¿no parecía abrir una discusión sobre su parecer e invitarle a interponer su decisión?