CAPÍTULO XV

EL CASTIGO DE LA COBARDÍA

a | En cierta ocasión oí sostener a un príncipe y grandísimo capitán que a un soldado no se le podía condenar a muerte por cobardía —le habían contado, en la mesa, el proceso del señor de Vervins, que se vio condenado a muerte por haber rendido Bolonia—.[1] A decir verdad, es razonable establecer una gran diferencia entre las faltas que proceden de nuestra debilidad y las que proceden de nuestra malicia. Porque, en estas últimas, nos alzamos deliberadamente contra las reglas de la razón, que la naturaleza ha impreso en nosotros, mientras que en las primeras parece que podríamos invocar como aval a esta misma naturaleza, por habernos dejado en semejante imperfección y flaqueza. Así, muchos[2] han pensado que sólo se nos podía achacar lo que hacemos en contra de nuestra conciencia; y en esta regla se funda en parte la opinión de quienes condenan las penas capitales a herejes e incrédulos,[3] y la que establece que el abogado y el juez no pueden ser responsables de los errores que han cometido en su cargo por ignorancia.

Pero, en cuanto a la cobardía, lo cierto es que la manera más común de castigarla es mediante la deshonra y la ignominia. Y se dice que tal regla fue puesta por primera vez en práctica por el legislador Carandas y que, con anterioridad a él, las leyes griegas castigaban con la muerte a quienes habían huido de una batalla. Él, por su parte, ordenó tan sólo que permanecieran tres días sentados en medio de la plaza pública vestidos con ropa de mujer: esperaba poder aún valerse de ellos tras devolverles el valor con esta deshonra[4]c | suffundere malis hominis sanguinem quam effundere[5] [que la sangre sonroje la cara del hombre en vez de que se derrame]—. a | Parece asimismo que las leyes romanas condenaban antiguamente con la muerte a quienes se daban a la fuga. Amiano Marcelino cuenta, en efecto, que el emperador Juliano condenó a diez de sus soldados, que habían huido durante un ataque contra los partos, a ser degradados, y después a sufrir muerte, de acuerdo, dice, con las leyes antiguas. Sin embargo, en otro lugar, por una falta semejante, a otros los condena tan sólo a permanecer junto a los prisioneros, bajo la enseña del bagaje.[6] c | La dura condena del pueblo romano contra los soldados escapados de Cannas, y, en la misma guerra, contra quienes acompañaron a Cneo Fulvio en su derrota, no llegó a la muerte.[7] Con todo, es de temer que la deshonra los desespere y los vuelva no ya amigos fríos[8] sino enemigos. a | En tiempos de nuestros padres, el señor de Franget, antiguo lugarteniente de la compañía del mariscal de Châtillon, que había sido nombrado gobernador de Fuenterrabía, en lugar del señor de Lude, por el mariscal de Chabannes, rindió la plaza a los españoles. Fue condenado por ello a la degradación de su nobleza, y tanto a él como a su descendencia se les declaró plebeyos sujetos a tributos e incapaces de llevar armas. Esta dura sentencia fue ejecutada en Lyon. Más adelante sufrieron un castigo similar todos los gentilhombres que se hallaban en Guisa cuando entró el conde de Nassau, y otros más después.[9]

Sin embargo, si la ignorancia o la cobardía fuera tan burda y manifiesta que rebasara todas las ordinarias, sería razonable considerarla prueba suficiente de maldad y de malicia, y castigarla como tal.