SE SUFRE CASTIGO POR OBSTINARSE
EN DEFENDER UNA PLAZA SIN RAZÓN
a | La valentía tiene sus límites, como las demás virtudes.[1] Cuando se traspasan, uno se encuentra en el camino del vicio, de tal manera que, a través suyo, puede llegarse a la temeridad, a la obstinación y a la locura, si no se conocen bien sus fronteras —ciertamente difíciles de distinguir en sus confines—. De esta consideración ha surgido la costumbre, que tenemos en las guerras, de castigar, incluso con la muerte, a quienes se empecinan en defender una plaza que, según las reglas militares, no puede resistir. De lo contrario, con la esperanza de la impunidad, cualquier bicoca detendría un ejército. Al condestable de Montmorency le habían encomendado, en el asedio de Pavía, cruzar el Ticino y tomar posiciones en los suburbios de San Antonio. Frenado por una torre al final del puente, que se obstinó hasta que la cañonearon, mandó colgar a todos los que estaban dentro.[2] Y, más adelante, cuando acompañaba al delfín en una expedición al otro lado de las montañas, tras tomar por la fuerza el castillo de Villana, y después de que la furia de los soldados destrozara a todos los que estaban en su interior, salvo al capitán y al alférez, los hizo colgar y estrangular por la misma razón.[3] No de otro modo actuó el capitán Martín du Bellay, entonces gobernador de Turín, en esa misma región, con el capitán de Saint-Bony, después de que el resto de su gente hubiera sido masacrada durante la conquista de la plaza.[4]
Pero el juicio sobre el valor y la debilidad de un lugar se funda en la estimación y la comparación de las fuerzas que lo asaltan —pues obstinarse contra dos culebrinas sería justo, mientras que empecinarse en esperar treinta cañones sería cometer una locura—, en lo cual se tiene también en cuenta la grandeza del príncipe conquistador, su reputación y el respeto que se le debe. Existe, por lo tanto, el peligro de forzar un poco la balanza por ese lado. Y sucede, por esto mismo, que algunos tienen tan alta opinión de sí mismos, y de sus medios, que no les parece razonable que haya nada digno de hacerles frente, de suerte que pasan a cuchillo a cualquiera que les opone resistencia mientras dura su fortuna. Así lo vemos en las formas de conminación y desafío que los príncipes de Oriente[5] y sus sucesores, que aún hoy existen, practican —feroces, altivas y llenas de bárbara imposición—. c | Y en aquella región por donde los portugueses descantillaron las Indias, encontraron Estados con la ley universal e inviolable de que a todo enemigo derrotado por el rey en persona, o por su lugarteniente, se le excluye de todo acuerdo de rescate y de piedad.[6] b | Por tanto, sobre todo hay que evitar, si se puede, caer en manos de un juez enemigo, victorioso y armado.