LA CEREMONIA DE
LA ENTREVISTA ENTRE REYES
a | No hay asunto tan vano que no merezca un sitio en esta rapsodia. Según nuestras reglas comunes sería una notable descortesía ante un igual, y más ante un grande, que no te encuentre en casa cuando te ha advertido que vendrá. La reina de Navarra Margarita añadía incluso que era descortés, en un gentilhombre, dejar la casa, como se hace casi siempre, para salir al encuentro de quien viene a visitarlo, por más grandeza que éste tenga; y que es más respetuoso y cortés aguardarlo para recibirlo, aunque sólo sea por miedo a errar el camino, y que basta con acompañarlo a su partida. b | En cuanto a mí, me olvido a menudo de una y otra de tales vanas obligaciones, porque en mí casa prescindo todo lo que puedo de la ceremonia.[1] Alguno se ofende; ¿qué le vamos a hacer? Vale más que le ofenda una vez a él que todos los días a mí mismo; esto sería una sujeción continua. ¿Para qué escapar de la esclavitud de las cortes si la arrastramos hasta nuestra guarida?
a | Es también regla común en todas las reuniones que corresponde a los inferiores llegar antes a una cita, pues hacerse esperar conviene más a los más ilustres. Sin embargo, en la entrevista que se organizó entre el papa Clemente y el rey Francisco en Marsella, el rey, tras disponer los preparativos necesarios, se alejó de la ciudad, y dio al Papa dos o tres días de tiempo para que entrara y se repusiera antes de acudir a su encuentro.[2] Y, asimismo, en la entrada del Papa, de nuevo, y del emperador en Bolonia, el emperador permitió al Papa ser el primero, y apareció después.[3] En las entrevistas entre tales príncipes es ceremonia habitual, según dicen, que el más grande llegue antes que los demás al lugar asignado, antes incluso que aquel en cuya casa se celebra la reunión; e interpretan que se hace así para que esta apariencia atestigüe que los inferiores van al encuentro del más grande y lo buscan, y no él a ellos.
c | No sólo cada país sino cada ciudad y cada profesión tienen su cortesía particular. Me han instruido en ella con bastante esmero en mi infancia, y he vivido en compañía bastante buena para no ignorar las leyes de la francesa; y podría dar lecciones. Me gusta seguirlas, pero no con tanta meticulosidad que coarten mi vida. Tienen ciertas formas penosas que, con tal de que se olviden por discreción y no por error, no hay mengua de gracia. Con frecuencia he visto a hombres descorteses por exceso de cortesía, e importunos por civilidad. El arte de la sociabilidad es por lo demás muy útil Es, como la gracia y la belleza, un conciliador de los primeros accesos a la sociedad y a la familiaridad; y, por consiguiente, nos abre la puerta a instruirnos con los ejemplos ajenos, y a realzar y exhibir nuestro ejemplo, si es en alguna medida instructivo y digno de comunicación.