CAPÍTULO XII

LA FIRMEZA

a | La ley de la resolución y de la firmeza no comporta que no debamos protegernos, en la medida de nuestras fuerzas, de los males e infortunios que nos amenazan, ni, por consiguiente, que no debamos tener miedo de que nos sorprendan. Al contrario, cualquier medio honesto para defenderse de las desgracias es no sólo lícito sino loable. Y el juego de la firmeza se juega sobre todo en soportar a pie firme los infortunios que no tienen remedio. Así pues, no hay flexión del cuerpo ni movimiento, con respecto a las armas de mano, que consideremos malo si es útil para protegernos del tiro que nos descargan.

c | Muchas naciones belicosísimas se valían, en sus hechos de armas, de la huida como recurso principal, y mostraban la espalda al enemigo con más peligro que la cara. Los turcos conservan algo de esto. Y Sócrates, en Platón, burlándose de Laques, que había definido la valentía como mantenerse firmes en la formación contra los enemigos, dijo: «¡Vaya!, ¿sería, pues, cobardía combatirlos cediéndoles el sitio?». Y le remite a Homero, que elogia el arte de la huida de Eneas. Y dado que Laques, cambiando de parecer, admite tal práctica en los escitas, y, finalmente, en general en toda la caballería, le saca también a colación el ejemplo de la infantería lacedemonia —la nación más avezada en la lucha a pie firme—, que, en la batalla de Platea, al no poder abrir la falange persa, tuvo la ocurrencia de apartarse y retroceder, para que, creyendo los persas que huían, aquella masa se rompiera y disolviera en la persecución. De este modo, obtuvieron la victoria.[1]

Sobre los escitas, se dice que cuando Darío fue a subyugarlos envió a su rey no pocos reproches porque le veía siempre replegarse ante él y eludir la pelea. Idantirso, que así se llamaba, le respondió que no lo hacía por miedo a él ni a nadie vivo, sino porque ésa era la manera de marchar de su nación, que carecía de tierras cultivadas, de ciudades y de casas que defender, y de las que temer que el enemigo pudiera aprovecharse. Añadió que, si tan grande era su afán por devorar, se acercara a ver el sitio de sus antiguas sepulturas, y que allí encontraría un interlocutor a su entera satisfacción.[2]

a | Sin embargo, durante los cañoneos, cuando uno está situado en el punto de mira, tal y como las ocasiones de la guerra comportan a menudo, no es decoroso moverse por la amenaza del tiro. En efecto, dada su violencia y velocidad, lo consideramos inevitable. Y más de uno, por alzar la mano o bajar la cabeza, ha incitado por lo menos la risa de sus compañeros. Aun así, en la expedición que el emperador Carlos V realizó contra nosotros en Provenza, el marqués de Guast, que había ido a reconocer la ciudad de Arles y había abandonado la protección de un molino de viento, gracias al cual se había acercado, fue visto por los señores de Bonneval y el senescal del Agenés, que paseaban por la parte superior del anfiteatro. Éstos lo señalaron al señor de Villiers, el oficial de artillería, el cual apuntó con tanta precisión una culebrina que, de no ser porque el marqués, al ver que la encendían, se precipitó a un lado, le habría acertado de lleno.[3] Y, asimismo, unos años antes, a Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, padre de la reina que es madre del rey,[4] cuando asediaba la plaza italiana de Mondolfo, en las tierras que llaman del Vicariato, al ver que encendían una pieza que le apuntaba, le fue muy útil lanzarse al suelo. Porque, de no haberlo hecho, el tiro, que sólo le rozó la parte superior de la cabeza, sin duda le habría dado en el pecho.[5] A decir verdad, no creo que tales movimientos fuesen deliberados, porque ¿cómo puedes juzgar si la mira está alta o baja en una cosa tan súbita? Y es mucho más fácil de creer que la fortuna favoreció su terror, y que en otra ocasión serviría para ponerse en medio de la trayectoria del tiro tanto como esta vez sirvió para evitarlo.

b | No puedo evitar estremecerme si el estruendo de un arcabuzazo me estalla de improviso en los oídos, en un sitio donde no debía esperarlo. He visto que les sucede lo mismo a otros que valen más que yo. c | Tampoco los estoicos pretenden que el alma de su sabio pueda resistir a las primeras visiones y fantasías que le sobrevienen. Por el contrario, como si se tratara de una sujeción natural, le permiten ceder ante el estruendo del cielo o de un derrumbamiento, por ejemplo, hasta la palidez y la contracción. Lo mismo en las demás pasiones, con tal de que su opinión permanezca libre e intacta, y de que la sede de su razón no se vea alcanzada ni alterada en modo alguno, y con tal de que no consienta en su terror y sufrimiento. En cuanto al que no es sabio, sostienen lo mismo con respecto a la primera parte, pero cosa muy distinta con respecto a la segunda. Porque la impresión de las pasiones no es en él superficial, sino que penetra hasta la sede de la razón, infectándola y corrompiéndola. Juzga según ellas y se acomoda a ellas. Ved, muy elocuente y plenamente, el estado del sabio estoico:

Mens immota manet, lacrimae uoluuntur inanes.[6]

[Su espíritu permanece inmutable, en vano se le deslizan las lágrimas].

El sabio peripatético no se exime de las perturbaciones, sino que las modera.[7]