CAPÍTULO IX

LOS MENTIROSOS

a | A nadie le cuadra menos ponerse a hablar sobre la memoria. En efecto, casi no reconozco traza alguna de ella en mí, y no creo que haya otra en el mundo tan extraordinaria en flaqueza.[1] Mis restantes características son viles y comunes, pero en ésta creo ser singular y rarísimo, y digno de adquirir nombre y reputación.[2] b | Además del inconveniente natural que sufro por este motivo —c | pues ciertamente, dado lo necesaria que es, Platón tiene razón cuando la llama grande y poderosa divinidad—,[3] b | si en mi país se quiere decir que un hombre carece de juicio, se dice que no tiene memoria, y cuando me quejo del defecto de la mía, me riñen y no me creen, como si me acusara de ser insensato. No ven diferencia alguna entre memoria y entendimiento. Es una manera de empeorar mi caso. Pero me perjudican, ya que se ve por experiencia más bien lo contrario: que las memorias excelentes suelen ir unidas a juicios débiles.[4] Me perjudican también, a mí que nada sé hacer tan bien como ser amigo, en esto: que las mismas palabras que delatan mi enfermedad expresan la ingratitud. Echan en cara mi sentimiento a mi memoria, y de un defecto natural hacen un defecto de conciencia. Ha olvidado, dicen, tal ruego o tal promesa; no se acuerda de sus amigos; no se ha acordado de decir o de hacer o de callar esto por amor a mí. Es cierto que puedo olvidar fácilmente, pero descuidar el encargo que me ha encomendado mi amigo no lo hago. Que se contenten con mi miseria, sin convertirla en una suerte de malicia —y de malicia tan contraria a mi talante.

Encuentro algún consuelo. En primer lugar c | porque se trata de un mal del que he extraído la razón principal para corregir un mal peor, que se habría producido fácilmente en mí, a saber, la ambición. Esta flaqueza es, en efecto, insoportable para quien se enmaraña en las negociaciones del mundo. Porque, como muestran numerosos ejemplos similares del curso de la naturaleza, ésta ha fortalecido con toda probabilidad otras facultades en mí a medida que aquélla se ha debilitado —y si las invenciones y opiniones ajenas se me presentaran por el beneficio de la memoria, rendiría y apagaría seguramente mi ingenio y mi juicio tras las huellas de otros,[5] sin ejercer sus propias fuerzas—. b | En efecto, hablo con más brevedad, pues el almacén de la memoria suele estar más provisto de materia que el de la invención. c | Si aquélla me hubiera ofrecido un buen respaldo, habría ensordecido a todos mis amigos con mi cháchara; los asuntos incitan mi facultad, sea la que fuere, a manejarlos y emplearlos, inflaman y arrastran mis discursos. b | Es una lástima. Lo compruebo con el ejemplo de algunos amigos íntimos. En la medida que la memoria les brinda el asunto entero y presente, remontan tan atrás la narración, y la cargan con tantas vanas circunstancias, que, si el relato es bueno, ahogan su bondad; si no lo es, no puedes sino maldecir o su venturosa memoria o su desventurado juicio. c | Y es difícil detener e interrumpir un discurso una vez que se ha echado a andar. Y en nada se reconoce mejor la fuerza de un caballo que en la manera que se detiene de golpe y en seco. Aun entre aquellos que no son importunos veo a algunos que pretenden dejar la carrera y no pueden. Al tiempo que buscan el instante de detener la marcha, siguen soltando pamplinas y arrastrándose como si desfallecieran de debilidad. Sobre todo, son peligrosos los ancianos, que conservan el recuerdo de las cosas pasadas pero han perdido el de sus repeticiones. He visto cómo relatos muy agradables en boca de cierto señor se volvían muy aburridos, pues todos los presentes se los habían tragado cien veces.

b | En segundo lugar, porque me acuerdo menos de las ofensas recibidas, como decía aquel antiguo.[6] c | Necesitaría un protocolo, como Darío, quien para no olvidar la ofensa que le habían infligido los atenienses mandó que, cada vez que se sentara a la mesa, un paje le repitiera tres veces al oído: «Majestad, acordaos de los atenienses».[7] b | Y porque los parajes y los libros que vuelvo a ver me sonríen siempre como una fresca novedad.

a | No sin razón se dice que si alguien no siente su memoria lo bastante firme, no debe meterse a mentiroso.[8] No ignoro que los gramáticos distinguen entre decir una mentira y mentir, ni que afirman que decir una mentira es decir una cosa falsa pero que se ha tomado por verdadera, y que la definición de la palabra mentir en latín, de donde procede la nuestra, comporta ir contra la propia conciencia, y por consiguiente atañe tan sólo a quienes dicen algo en contra de lo que saben.[9] A ellos me refiero. Ahora bien, éstos o se inventan lo esencial y el resto, o disfrazan y alteran un fondo verdadero. Cuando disfrazan y cambian, si se les remite muchas veces a la misma consideración, es difícil que no se descompongan. En efecto, la memoria ha albergado antes la cosa tal como es, y ésta ha quedado impresa en ella por la vía del conocimiento y de la certeza. Por tanto, es difícil que no vuelva a presentarse a la imaginación y no desaloje a la falsedad, que no puede tener una base tan firme ni tan segura, y que las circunstancias del primer aprendizaje, introduciéndose a cada momento en el espíritu, no hagan perder el recuerdo de los añadidos falsos o espurios. En aquello que inventan por completo, dado que no existe ninguna impresión contraria que se oponga a la falsedad, parece que han de temer mucho menos el error. Aun así, también esto, por tratarse de un cuerpo vano e inconsistente, suele escapar a la memoria si no está bien asegurada.

b | Lo he experimentado a menudo, y graciosamente, a costa de aquellos que hacen profesión de no formar su discurso sino según convenga a los intereses que negocian y según el gusto de los grandes a quienes hablan. Dado que estas circunstancias a las que pretenden someter su fidelidad y conciencia están sujetas a múltiples cambios, han de diversificar al mismo tiempo su discurso. De ahí que de una misma cosa digan ahora gris y luego amarillo, hablen a alguien de una manera, a otro de otra manera. Y si por azar tales hombres ponen en común unas enseñanzas tan contrarias, ¿que será de este bonito arte? Además que muchas veces se atrapan a sí mismos imprudentemente, pues ¿qué memoria podría bastarles para recordar tantas formas distintas como han forjado en un mismo asunto? En estos tiempos he visto a muchos ansiar la reputación de esta bonita suerte de prudencia, sin que adviertan que, si se da la reputación, no puede darse el resultado.

c | A decir verdad, mentir es un vicio maldito. Sólo por la palabra somos hombres y nos mantenemos unidos entre nosotros.[10] Si conociésemos su horror y gravedad, lo perseguiríamos con el fuego, más justamente que otros crímenes.[11] Me parece que nos dedicamos, por regla general, a castigar errores inocentes de los niños con muy poca propiedad, y que los atormentamos por acciones realizadas a la ligera que no les dejan huella ni les acarrean consecuencias. A mi juicio, sólo de la mentira y, un poco menos, de la obstinación, deberían combatirse con todo empeño el nacimiento y desarrollo. Estas crecen a la vez que ellos. Y, tras darle ese falso curso a la lengua, es asombroso hasta qué extremo es imposible apartarla de él. De ahí que veamos a hombres por lo demás honestos que le están sujetos y sometidos. A un buen muchacho que trabaja para mí como sastre jamás le he oído decir una verdad, ni siquiera cuando se le presenta para servirle útilmente. Si la mentira tuviera, como la verdad, un único rostro, nos llevaríamos mejor. Porque daríamos por cierto lo contrario de lo que dijera el mentiroso. Pero el reverso de la verdad posee cien mil figuras y un campo indefinido. Según los pitagóricos, el bien es determinado y finito, el mal infinito e indeterminado. Mil rutas se desvían del blanco, una sola conduce hasta él.[12] Ciertamente, no estoy seguro de que pudiera vencerme a mí mismo para zafarme de un peligro manifiesto y extremo con una mentira solemne y descarada.

Un padre de la Antigüedad dice que estamos mejor en compañía de un perro conocido que de un hombre cuya lengua ignoramos.[13] Vt externus alieno non sit hominis uice[14] [De modo que un extranjero no cuenta como un hombre para quien no le conoce]. ¡Y hasta qué punto el lenguaje falso es menos sociable que el silencio!

a | El rey Francisco I se jactaba de haber puesto en un aprieto, por este medio, a Francesco Taverna, embajador del duque de Milán Francesco Sforza, muy famoso en el arte oratorio. Éste había sido enviado para excusar a su señor ante su majestad por un hecho muy grave, que era el siguiente.

El rey, para seguir conservando algunas relaciones en Italia, de donde acababan de expulsarle, sobre todo en el ducado de Milán, había ideado mantener cerca del duque a un gentilhombre de su facción, embajador de hecho, pero en apariencia hombre privado que fingía encontrarse allí por asuntos particulares. En efecto, el duque, que estaba mucho más sometido al emperador —en especial entonces, que tenía un acuerdo de matrimonio con su sobrina, hija del rey de Dinamarca, actual viuda de Lorena—, no podía descubrir ningún trato ni conversación con nosotros sin sufrir un gran perjuicio. Para tal misión se consideró adecuado a un gentilhombre milanés, caballerizo en la cuadra del rey, llamado Maraviglia. Fue enviado con cartas credenciales secretas e instrucciones de embajador, y, también, con cartas de recomendación al duque en favor de sus asuntos particulares, a modo de máscara y de apariencia. Estuvo cerca del duque durante tanto tiempo que le llegó alguna noticia al emperador, lo cual dio motivo, suponemos, a lo que aconteció después. Con el pretexto de cierto asesinato, el duque mandó que le cortaran la cabeza en plena noche, tras un proceso celebrado en dos días. El rey se dirigió a todos los príncipes de la cristiandad, y al propio duque, para pedir explicaciones. El señor Francesco llegó provisto de un largo relato ficticio de la historia, y fue escuchado en la audiencia de la mañana. Estableció como fundamento de su causa, y desplegó a tal fin, un buen número de bellas razones sobre el hecho: que su amo nunca había considerado a nuestro hombre sino como un gentilhombre privado y súbdito suyo, llegado a Milán para ocuparse de sus negocios, y que jamás había vivido allí con otra apariencia; negó incluso haber sabido que tuviera un cargo en la casa del rey, ni que fuera conocido suyo, y, mucho más, que lo considerara embajador. El rey, por su parte, lo apremió con varias objeciones y preguntas, y lo acosó por todos lados hasta acorralarlo finalmente sobre el asunto de la ejecución, efectuada por la noche y como a escondidas. El pobre hombre, azorado, replicó, para hacerse el honesto, que, por respeto a su majestad, el duque habría sentido mucho que tal ejecución se efectuara de día. Cualquiera puede suponer qué respuesta recibió tras tan grave contradicción, ante una nariz como la del rey Francisco.[15]

El papa Julio II envió un embajador al rey de Inglaterra para instigarlo en contra del rey de Francia.[16] El encargo del embajador fue oído y el rey de Inglaterra se detuvo en su respuesta en las dificultades que encontraba en hacer los preparativos necesarios para luchar contra un rey tan poderoso, y alegó algunas razones. El embajador replicó importunamente que él también, por su parte, las había considerado, y que no había dejado de exponerlas al Papa. Por estas palabras tan alejadas de su propuesta, que consistía en empujarlo de inmediato a la guerra, el rey de Inglaterra empezó a deducir lo que después descubrió efectivamente: que este embajador, por su intención particular, se inclinaba del lado de Francia. Advertido su amo, sus bienes fueron confiscados, y a punto estuvo de perder la vida.