CAPÍTULO VIII

LA OCIOSIDAD

a | Vemos que las tierras ociosas, si son ricas y fértiles, rebosan de cien mil clases de hierbas salvajes e inútiles, y que, para mantenerlas a raya, es preciso someterlas y dedicarlas a determinadas semillas para nuestro servicio.[1] Y vemos asimismo que las mujeres producen por sí mismas molas y pedazos de carne informes, pero que, para efectuar una generación buena y natural, hay que ocuparlas con otra semilla.[2] Lo mismo ocurre con los espíritus. Si no los ocupamos en un asunto determinado que los refrene y obligue, se lanzan en desorden, a diestro y siniestro, por el vago campo de las imaginaciones:

b | Sicut aquae tremulum labris ubi lumen ahenis

sole repercussum, aut radiantis imagine Lunae

omnia peruolitat late loca, iamque sub auras

erigitur, summique ferit laquearia tecti.[3]

[Como en un vaso de bronce la luz temblorosa del agua que refleja el sol o la imagen de la luna revolotea a lo lejos, surge en el aire y golpea los artesonados de los techos más altos].

a | Y no hay locura ni desvarío que no produzcan en tal agitación,

uelut aegri somnia, uanae

finguntur species.[4]

[como sueños de un enfermo, se forjan vanas imágenes].

El alma que no tiene un objetivo establecido, se pierde. Porque, como suele decirse, estar en todas partes es no estar en lugar alguno:[5]

b | Quisquís ubique habitat, Máxime,

nusquam habitat.[6]

[Quien habita por doquier, Máximo, no habita en parte alguna].

a | Recientemente me retiré a mi casa, decidido a no hacer otra cosa, en la medida de mis fuerzas, que pasar descansando y apartado la poca vida que me resta.[7] Se me antojaba que no podía hacerle mayor favor a mi espíritu que dejarlo conversar en completa ociosidad consigo mismo, y detenerse y fijarse en sí. Esperaba que, a partir de entonces, podría lograrlo con más facilidad, pues con el tiempo se habría vuelto más grave y más maduro. Pero veo,

uariam[8] semper dant otia mentem,[9]

[la ociosidad vuelve siempre el espíritu inestable],

que, al contrario, como un caballo desbocado, se lanza con cien veces más fuerza a la carrera[10] por sí mismo de lo que lo hacía por otros. Y me alumbra tantas quimeras y monstruos fantásticos, encabalgados los unos sobre los otros, sin orden ni propósito, que, para contemplar a mis anchas su insensatez y extrañeza, he empezado a registrarlos, esperando causarle con el tiempo vergüenza a sí mismo.[11]