LA INTENCIÓN
JUZGA NUESTRAS ACCIONES[1]
a | La muerte, se dice, nos libra de todas las obligaciones.[2] Sé de quienes lo han entendido de diferente manera. Enrique VII, rey de Inglaterra, acordó con don Felipe, hijo del emperador Maximiliano —o, con un parangón más honorable, padre del emperador Carlos V—,[3] que el mencionado Felipe ponía en sus manos a su enemigo el duque de Suffolk de la Rosa Blanca, que, huyendo de él, se había refugiado en los Países Bajos, a cambio de la promesa de no atentar contra su vida. Sin embargo, a punto de morir, ordenó a su hijo mediante su testamento que le diera muerte tan pronto él falleciera. Recientemente, en la tragedia que el duque de Alba nos hizo ver en Bruselas, a propósito de los condes de Horne y Egmont,[4] se produjeron gran número de cosas notables, y entre otras que el mencionado conde de Egmont, bajo cuya palabra y garantía el conde de Horne se había entregado al duque de Alba, solicitó con gran insistencia que le dieran muerte a él primero, para que la muerte le librara de la deuda que había contraído con el conde de Horne.
Parece que la muerte no había exonerado al primero de la palabra dada,[5] y que el segundo,[6] aun sin morir, estaba exento. Nuestra obligación no puede ir más allá de nuestras fuerzas y nuestros medios.[7] Por tal motivo, dado que efectos y acciones en modo alguno están en nuestro poder, y dado que, si hablamos en serio, sólo la voluntad está en nuestro poder, todas las reglas del deber del hombre necesariamente se fundan y se establecen en ella. Así, el conde de Egmont, al mantener alma y voluntad sujetas a su promesa, por más que no estuviera en sus manos poder cumplirla, estaba sin duda alguna eximido de su deber, aun de haber sobrevivido al conde de Horne. Pero el rey de Inglaterra, que faltó intencionadamente a su palabra, no puede ser excusado por aplazar hasta después de su muerte la ejecución de su deslealtad. Como tampoco aquel albañil de Heródoto que, tras guardar toda la vida lealmente el secreto de los tesoros de su amo, el rey de Egipto, al morir los descubrió a sus hijos.[8]
c | En estos tiempos he visto a muchos que, acusados por su conciencia de detentar bienes ajenos, están dispuestos a satisfacerla mediante su testamento una vez muertos. Lo que hacen no tiene valor alguno: no lo tiene diferir cosa tan urgente, ni pretender reparar una injusticia de una manera que les afecta y perjudica tan poco. Su deuda atañe a algo más suyo. Y, cuanto más gravoso y molesto les resulte el pago, tanto más justo y meritorio será el resarcimiento. La penitencia exige asumir la carga. Se comportan todavía peor quienes reservan para su última voluntad la revelación de alguna animosidad hacia el prójimo, tras haberla ocultado toda la vida. Demuestran cuidarse poco de su honor, pues irritan al ofendido contra su memoria, y menos de su conciencia, pues ni siquiera por respeto a la muerte han sido capaces de dejar morir su mala disposición, y prolongan la vida de ésta más allá de la suya. ¡Inicuos jueces, que aplazan el juicio hasta el momento en que ya no tienen conocimiento de causa![9] Yo me guardaré, si puedo, de que mi muerte diga nada que primero no haya dicho mi vida, y abiertamente.