SI EL JEFE DE UNA PLAZA SITIADA
DEBE SALIR A PARLAMENTAR
a | En la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, el legado de los romanos Lucio Marcio difundió ciertas propuestas dilatorias de acuerdo a fin de ganar el tiempo que todavía necesitaba para poner a punto su ejército. El rey, adormilado, acordó una tregua por algunos días, y de este modo proporcionó a su enemigo la oportunidad y el tiempo de armarse. Como consecuencia, el rey sufrió una completa destrucción.[1] c | Sin embargo, los ancianos del Senado, que recordaban las costumbres de sus padres, denunciaron tal práctica como contraria a su antiguo estilo, que consistió, decían, en luchar con el valor, no con la astucia, ni por medio de ataques por sorpresa y enfrentamientos nocturnos, ni mediante huidas fingidas ni contraataques inopinados, y entrar en guerra sólo tras haberla declarado, y a menudo tras haber fijado hora y lugar para la batalla. Por este escrúpulo de conciencia devolvieron a Pirro su médico traidor,[2] y a los faliscos su desleal maestro.[3]
Éstas eran las formas verdaderamente romanas, no las de la sutileza griega y la astucia púnica, en que vencer por la fuerza es menos glorioso que hacerlo merced al fraude.[4] El engaño puede servir para la ocasión, pero sólo se da por vencido quien sabe que lo ha sido no con un ardid o por suerte, sino por medio de la valentía,[5] ejército frente a ejército, en guerra franca y justa. El lenguaje de esta gente honrada pone muy bien de manifiesto que aún no habían hecho suya esta bonita sentencia:[6]
a | dolus an uirtus quis in hoste requirat?[7]
[astucia o valor, en la guerra, ¿quién preguntará?]
c | Los aqueos, dice Polibio, aborrecían cualquier medio engañoso en las guerras; sólo consideraban victoria aquella en la cual se abaten los ánimos de los enemigos.[8] «Eam uir sanctus et sapiens sciet ueram esse uictoriam quae salua fide et integra dignitate parabitur»[9] [El hombre santo y sabio reconocerá como verdadera victoria la que se alcanza sin vulneración de la palabra dada ni mengua de la dignidad], dice otro.
Vos ne uelit, an me regnare hera: quidue ferat fors uirtute experiamur.[10]
[Veamos, probando nuestro valor, si la suerte soberana quiere que reines tú o yo, y qué nos reserva].
En el reino de Ternate, entre las naciones que llamamos bárbaras a voz en grito, la costumbre comporta que no entren en guerra sin haberla declarado. Añaden una amplia proclamación de los medios de que disponen: cuáles y cuántos hombres, qué pertrechos, qué armas ofensivas y defensivas. Pero también, esto cumplido, se arrogan el derecho de valerse en la guerra, sin que pueda reprochárseles, de todo aquello que ayuda a vencer.[11] Tanto distaban los antiguos florentinos de querer vencer a sus enemigos mediante ataques por sorpresa, que les advertían, un mes antes de disponer su ejército para la campaña, con el continuo tañido de la campana que llamaban Martinella.[12]
a | En cuanto a nosotros, menos escrupulosos, que consideramos que el honor de la guerra es para quien obtiene el beneficio, y que decimos, siguiendo a Lisandro, que donde no llega la piel de león, hay que coserle un pedazo de la de zorro,[13] las ocasiones más comunes de ataque por sorpresa se logran con esta práctica. Y no hay hora, decimos, en la que un jefe deba andar más alerta que la de los parlamentos y las negociaciones de acuerdos. Y, por tal motivo, es una regla en boca de todos los militares de nuestro tiempo que el gobernador de una plaza sitiada nunca ha de salir él mismo a parlamentar.
En tiempos de nuestros padres, los señores de Montmord y de Lassigny sufrieron este reproche cuando defendían Mousson contra el conde de Nassau.[14] Pero también, según esta consideración, habría que excusar a quien saliera de tal modo que la seguridad y la ventaja estuviesen de su lado. Así lo hizo, en la ciudad de Reggio, el conde Guy de Rangon —si hemos de creer a Du Bellay, pues Guicciardini dice que fue él mismo— cuando el señor de L’Escut se acercó a parlamentar. Se apartó, en efecto, a tan escasa distancia de la fortaleza, que, al producirse un altercado durante el parlamento, no sólo el señor de L’Escut y la tropa que se había acercado con él se encontraron en situación de debilidad, de suerte que mataron a Alejandro Trivulzio, sino que él mismo se vio obligado, para mayor seguridad, a seguir al conde y a ponerse bajo su palabra a salvo de los golpes en la ciudad.[15] b | Antígono instaba a Eumenes, a quien mantenía cercado en la ciudad de Nora, a que saliera a hablar con él. Alegaba que era razonable acudir a él puesto que él era el más grande y el más fuerte. Eumenes le dio esta noble respuesta: «Jamás consideraré a nadie más grande que yo mientras tenga en mi poder mi espada», y no cedió hasta que Antígono le ofreció como rehén a Ptolomeo, su propio sobrino, tal como él reclamaba.[16] a | Con todo, también los hay a quienes ha resultado muy bien salir bajo la palabra del asaltante. Prueba de ello, Henry de Vaux, caballero de la Champaña. Los ingleses lo habían cercado en el castillo de Commercy, y Barthélemy de Bonnes, al mando del asedio, que había hecho zapar por fuera la mayor parte del castillo, de suerte que no faltaba sino el fuego para aplastar a los sitiados bajo las ruinas, le conminó a salir a parlamentar en su propio beneficio. Así lo hizo con otros tres, y cuando le mostraron a ojos vistas la evidencia de su ruina, se sintió singularmente reconocido al enemigo. Tras rendirse, él y su tropa, a su discreción, prendieron fuego a la galería, de manera que los puntales de madera cedieron y el castillo quedó por completo destruido.[17]
b | Yo confío fácilmente en la palabra de los otros. Pero difícilmente lo haría si les diera a entender que lo había hecho más por desesperación y falta de valor que libremente y por confianza en su lealtad.