NUESTROS SENTIMIENTOS
SE ARRASTRAN MÁS ALLÁ DE NOSOTROS
b | Quienes acusan a los hombres de andar siempre embelesados tras las cosas futuras y nos enseñan a aferrar los bienes presentes y a enraizarnos en ellos, dado que no tenemos poder alguno sobre el porvenir, bastante menos aún que sobre el pasado, tocan el más común de los errores humanos. Si es que osan llamar error a aquello a que nos conduce la propia naturaleza, para servir a la continuidad de su obra —c | más interesada en nuestra acción que en nuestra ciencia, es ella la que nos imprime esta falsa imaginación, como otras muchas—. b | Nunca estamos en nuestro propio terreno, nos encontramos siempre más allá. El temor, el deseo, la esperanza nos proyectan hacia el futuro, y nos arrebatan el sentimiento y la consideración de aquello que es, para que nos ocupemos de aquello que será, incluso cuando ya no estaremos. c | Calamitosus est animus futuri anxius[1] [Desgraciado es el ánimo inquieto por el futuro].
Platón alega con frecuencia este gran precepto: «Haz lo tuyo y conócete a ti mismo».[2] Cada uno de estos dos elementos implica en general el conjunto de nuestro deber, e implica también a su compañero. Quien deba cumplir lo suyo, verá que su primera lección consiste en saber qué es él mismo y qué le es propio. Y quien se conoce a sí mismo, deja de tomar lo ajeno por propio: se ama y se cultiva antes que a cualquier otra cosa —rehúsa las ocupaciones superfluas y los pensamientos y propósitos inútiles—.[3] Así como la insensatez no está nunca satisfecha, por más que se le conceda todo lo que desee, la sabiduría se contenta con lo presente, nunca se disgusta consigo misma.[4] Epicuro exime al sabio de prever el porvenir y de preocuparse por él.[5]
b | Entre las leyes que atañen a los difuntos, la que obliga a examinar las acciones de los príncipes una vez muertos me parece muy sólida.[6] Los príncipes son compañeros, si no dueños, de las leyes:[7] el poder que la justicia no ha ejercido sobre sus cabezas, es razonable que lo ejerza sobre su reputación y sobre los bienes de sus herederos —cosas que a menudo preferimos a la vida—. Es éste un uso que aporta ventajas singulares a las naciones donde se observa, y deseable para todos los buenos príncipes, c | que han de lamentar que se otorgue el mismo trato a la memoria de los malos que a la suya. La sujeción y la obediencia las debemos por igual a todos los reyes, pues concierne a su oficio; pero la estima, como el afecto, los debemos sólo a su virtud. Acordemos al orden político soportarlos con paciencia cuando sean indignos, ocultar sus vicios, secundar sus acciones indiferentes con nuestra alabanza mientras su autoridad necesite de nuestro apoyo. Pero, concluida la relación, no es razonable rehusar a la justicia y a nuestra libertad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos, ni sobre todo rehusar a los buenos súbditos la gloria de haber servido con reverencia y fidelidad a un amo cuyas imperfecciones les eran tan bien conocidas —privando a la posteridad de un ejemplo muy útil—. Y quienes, por mor de alguna obligación privada, abrazan inicuamente la memoria de un príncipe reprobable, ejercen una justicia particular a costa de la justicia pública. Dice Tito Livio con razón que el lenguaje de los hombres criados bajo la realeza está siempre lleno de vanas ostentaciones y falsos testimonios:[8] todo el mundo eleva indiscriminadamente a su rey hasta el último límite del valor y hasta la grandeza suprema. Puede reprobarse la magnanimidad de aquellos dos soldados que respondieron a Nerón en sus propias barbas. Cuando éste le preguntó a uno de ellos por qué le quería mal, él le respondió: «Te apreciaba cuando lo merecías, pero, desde que te has convertido en un parricida, un incendiario, un titiritero y un auriga, te odio como lo mereces». El otro, ante la pregunta de por qué ansiaba matarlo, le dijo: «Porque no veo otro remedio a tus continuas maldades».[9] Pero los testimonios públicos y universales que fueron rendidos tras su muerte, y que lo serán por siempre jamás, a él y a todos los malvados como él, de su comportamiento tiránico y abyecto, ¿quién en su sano juicio puede reprobarlos?
Me desagrada que en un gobierno tan santo como el lacedemonio se introdujera una ceremonia tan engañosa a la muerte de los reyes. Todos los aliados y vecinos y todos los hilotas, hombres y mujeres, confundidos, se hacían cortes en la frente en señal de duelo y expresaban con gritos y lamentaciones que aquel rey, sin importar cómo hubiera sido, era el mejor de todos los que habían tenido.[10] Atribuían al rango la alabanza que correspondía al mérito, y lo que corresponde al primer mérito al rango último e inferior.
Aristóteles, que todo lo remueve, se pregunta, a propósito de la sentencia de Solón según la cual nadie puede ser llamado feliz antes de la muerte, si aquel mismo que ha vivido y muerto según sus deseos[11] puede ser llamado feliz cuando su renombre va mal y su descendencia es miserable.[12] Mientras nos movemos, nos trasladamos por anticipación allá donde se nos antoja; pero, una vez fuera del ser, carecemos de comunicación alguna con lo que es. Y sería mejor decirle a Solón que, por lo tanto, jamás hombre alguno es feliz, puesto que no lo es sino una vez que ha dejado de ser:
b | Quisquam
uix radicitus e uita se tollit, et eiicit:
sed facit esse sui quiddam super inscius ipse,
nec remouet satis a proiecto corpore sese, et
uindicat.[13]
[Nadie puede apenas desarraigarse de la vida y desprenderse de ella; todo el mundo hace, sin saberlo, que subsista alguna cosa de sí mismo, y no se separa lo suficiente del cadáver tendido, y lo reclama como propio].
a | Bertrand de Guesclin murió en el asedio del castillo de Rancon, cerca de Puy, en la Auvernia. Los sitiados, que después se rindieron, fueron obligados a dejar las llaves de la plaza sobre el cuerpo del fallecido.[14] Bartolomé de Alviano, general del ejército veneciano, murió sirviendo en sus guerras en el Bresciano, y, para trasladar el cadáver hasta Venecia, había de atravesar el Veronés, tierra enemiga. La mayoría del ejército era favorable a pedir a los veroneses un salvoconducto para el transporte. Pero Teodoro Trivulzio no estuvo de acuerdo, y prefirió pasarlo a viva fuerza al azar del combate. No era apropiado, dijo, que quien en vida jamás había temido a sus enemigos, demostrara temerlos una vez muerto.[15] b | A decir verdad, en un asunto parecido, según las leyes griegas, quien reclamaba al enemigo un cadáver para su inhumación, renunciaba a la victoria, y no se le permitía ya erigir un trofeo por ella. Para aquel que recibía la petición, era un título de victoria. Así perdió Nicias la clara victoria que había logrado sobre los corintios.[16] Y Agesilao, en cambio, aseguró aquella muy dudosa que había conseguido sobre los beodos.[17]
a | Tales rasgos podrían parecer extraños si no se hubiese aceptado desde siempre no sólo extender nuestra preocupación por nosotros más allá de esta vida, sino también creer que muchas veces los favores celestes nos acompañan a la tumba y continúan en nuestras reliquias. Son tantos los ejemplos antiguos, dejando aparte los nuestros, que no es necesario que me extienda en ellos.[18] Eduardo I, rey de Inglaterra, comprobó en las largas guerras que le enfrentaron a Roberto, rey de Escocia, hasta qué punto su presencia favorecía sus intereses, pues lograba siempre la victoria en todas aquellas empresas que acometía en persona. Cuando se estaba muriendo, obligó a su hijo, mediante solemne juramento, a que, una vez fallecido, hiciera hervir su cadáver para desprender la carne de los huesos, hiciera enterrar aquélla y reservara los huesos para llevarlos consigo y en su ejército cada vez que estuviera en guerra contra los escoceses. Como si el destino hubiera asociado fatalmente la victoria a sus miembros.[19]
b | Juan Ziska, que agitó la Bohemia en defensa de los errores de Wyclef, quiso que a su muerte lo desollaran, y que con su piel hicieran un tambor para llevarlo a la guerra contra sus enemigos. Pensaba que esto ayudaría a continuar las victorias que había conseguido en las guerras que había realizado contra ellos.[20] De igual manera, ciertos indios llevaban a la lucha contra los españoles la osamenta de uno de sus capitanes, en vista de la fortuna que había tenido en vida.
Y otros pueblos de ese mismo mundo arrastran a la guerra los cadáveres de los valientes que han muerto en sus batallas, para que les den buena suerte y les sirvan de incentivo.[21]
a | Los primeros ejemplos no le reservan a la tumba sino la reputación adquirida con las acciones pasadas; éstos, en cambio, pretenden añadir además el poder de actuar. El caso del capitán Bayard es más fácil de asimilar. Sintiéndose herido de muerte por un arcabuzazo recibido en pleno cuerpo, le aconsejaron apartarse de la pelea. Respondió que no empezaría a dar la espalda al enemigo en sus últimas horas; y, tras haber combatido mientras tuvo fuerzas, al sentirse desfallecer y caer del caballo, ordenó a su mayordomo que lo recostara al pie de un árbol, pero de tal suerte que pudiera morir con el rostro vuelto hacia el enemigo, como hizo.[22]
Debo añadir un ejemplo más notable para nuestra consideración que ninguno de los precedentes. El emperador Maximiliano, bisabuelo del actual rey Felipe, era un príncipe dotado de muchas grandes cualidades, y entre ellas de una singular belleza física.[23] Pero, entre sus inclinaciones, tenía una muy contraria a la de los príncipes, que, para despachar los asuntos más importantes, convierten su retrete en trono. Jamás tuvo ningún ayuda de cámara tan íntimo que le permitiese verlo en el excusado. Orinaba a escondidas, tan escrupuloso como una doncella en no descubrir ni a los médicos ni a nadie las partes que suelen mantenerse ocultas.[24] b | Yo, tan desvergonzado de lengua, estoy, sin embargo, aquejado por temperamento de este pudor. Si no es muy instigado por la necesidad o por el placer, casi nunca muestro a la vista de nadie los miembros y las acciones que nuestra costumbre ordena esconder. Me resulta todavía más penoso porque no lo considero conveniente en un hombre, y sobre todo en un hombre de mi profesión. a | Pero él llegó a tal extremo de superstición en esto que ordenó con palabras expresas de su testamento que, una vez muerto, le pusieran calzoncillos. Debería haber añadido en un codicilo que se los subieran con los ojos tapados. c | La orden que Ciro da a sus hijos, que ni ellos ni nadie vean ni toquen su cuerpo tras la separación del alma, la atribuyo a alguna devoción suya.[25] Tanto su historiador como él, entre sus grandes cualidades, han esparcido por todo el curso de su vida una singular atención y reverencia hacia la religión.
b | Me disgustó el relato que me hizo un grande sobre uno de mis parientes, hombre bastante conocido en la paz y en la guerra. Cuando, muy viejo, estaba muriéndose en su palacio, atormentado por los dolores extremos del mal de piedra, dedicó sus últimas horas a disponer con vehemente afán el honor y la ceremonia de su entierro, y conminó a toda la nobleza que le visitaba a prometerle la asistencia a sus exequias. Incluso a este príncipe, que le vio en sus últimos momentos, le suplicó con insistencia que ordenara a su familia estar presente, y empleó buen número de ejemplos y razones para probar que así convenía a un hombre de su condición. Una vez obtenida esta promesa y dispuesta a su gusto la distribución y el orden del cortejo, pareció expirar satisfecho. Apenas he visto otra vanidad tan perseverante.
Un desvelo opuesto, del que tampoco me faltan ejemplos domésticos, me parece hermano del anterior: preocuparse y apasionarse en grado sumo por reducir el propio cortejo a una sobriedad singular e inusitada, a un criado y una luz. Veo que se alaba esta inclinación, y el mandato de Marco Emilio Lépido, que prohibió a sus herederos dedicarle las ceremonias acostumbradas en tales casos.[26] ¿Sigue siendo templanza y frugalidad evitar un gasto y un placer cuyo uso y conocimiento no podemos percibir? Se trata de una reforma cómoda y poco costosa. c | Si hubiera que disponer algo al respecto, yo sería partidario de que en ésta, como en todas las acciones de la vida, cada cual ajustara la regla al grado de su fortuna. Y el filósofo Licón prescribe sabiamente a sus amigos que depositen su cadáver donde mejor les parezca, y en cuanto a los funerales, que no los hagan ni superfluos ni mezquinos.[27] b | Yo dejaré que sea simplemente la costumbre la que disponga de la ceremonia;[28] y me remitiré a la discreción de los primeros a quienes les toque encargarse de mí. c | Totus hic locus est contemnendus in nobis, non negligendus in nostris[29] [Debemos desdeñar todo este asunto en lo que nos corresponde, pero no descuidarlo en lo que atañe a los nuestros]. Y dice santamente un santo: «Curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exequiarum magis sunt uiuorum solatia quam subsidia mortuorum»[30] [El cuidado de los funerales, la calidad de la sepultura, la pompa de las exequias, son más consuelo para los vivos que auxilio para los muertos]. Por eso, a Critón, que en su última hora le pregunta cómo quiere ser enterrado, Sócrates le responde: «Como tú quieras».[31] b | Si hubiese de preocuparme más del asunto, me parecería más agradable imitar a quienes, mientras viven y respiran, intentan gozar del orden y del honor de su sepultura, y se complacen en ver su semblante muerto en mármol. ¡Felices quienes sepan alegrar y gratificar sus sentidos con la insensibilidad, y vivir de su muerte!
c | A punto estoy de caer en un odio irreconciliable contra todo dominio popular, por más que me parezca el más natural y equitativo, cuando recuerdo la inhumana injusticia cometida por el pueblo ateniense. Hizo morir de manera irremisible, y sin aceptar siquiera escuchar sus defensas, a los valerosos capitanes que acababan de vencer a los lacedemonios en la batalla naval que tuvo lugar cerca de las islas Arginusas, la más disputada, la más violenta batalla que los griegos libraron jamás en el mar con sus fuerzas. El motivo era que, tras la victoria, habían aprovechado las ocasiones que la ley de la guerra les ofrecía en vez de pararse a recoger e inhumar a sus muertos. Y hace más odioso este ajusticiamiento el caso de Diomedón. Era uno de los condenados, hombre de notable virtud, tanto militar como política. Se adelantó para hablar tras oír la sentencia de condena, y, pese a que sólo entonces dispuso de tiempo para una audiencia sosegada, en lugar de emplearlo en favor de su causa y para descubrir la evidente injusticia de tan cruel resolución, se limitó a manifestar su inquietud por la salvación de sus jueces. Rogó a los dioses que volviesen este juicio en su beneficio, y, para evitar que atrajeran la cólera de los dioses sobre ellos, por no cumplir los votos que él y sus compañeros habían hecho en agradecimiento por una fortuna tan ilustre, les hizo saber de qué votos se trataba. Y, sin decir más y sin regateo alguno, al instante se dirigió con sumo valor hacia el suplicio.[32] La fortuna, algunos años después, les pagó con la misma moneda. En efecto, Cabrias, capitán general de su armada, que resultó vencedor del combate contra Pollis, almirante de Esparta, en la isla de Naxos, perdió el provecho claro y efectivo de su victoria, muy importante para sus intereses, por no incurrir en el infortunio de aquel ejemplo. Y, por no perder unos pocos cadáveres de amigos que flotaban en el mar, permitió que navegara a salvo una multitud de enemigos vivos que después le hicieron pagar cara la importuna superstición:[33]
Quaeris quo iaceas post obitum loco?
Quo non nata iacent.[34]
[¿Preguntas dónde yacerás una vez muerto?
Allí donde yacen quienes no han nacido].
Este otro devuelve el sentimiento del reposo a un cuerpo sin alma:
Neque sepulcrum quo recipiat, habeat portum corporis,
ubi, remissa humana uita, corpus requiescat a malis.[35]
[Y que no tenga sepultura donde el cuerpo pueda encontrar refugio,
donde, abandonada la vida humana, el cuerpo repose de los males].
De igual manera, la naturaleza nos hace ver que muchas cosas muertas siguen manteniendo relaciones ocultas con la vida. El vino se altera en las bodegas a medida que se producen ciertos cambios de las estaciones en su viña. Y la carne de venado cambia de condición y de sabor en los saladeros según las leyes de la carne viva, a lo que dicen.[36]