CAPÍTULO I

PUEDE LOGRARSE EL MISMO FIN
CON DISTINTOS MEDIOS[1]

a | La manera más común de ablandar los ánimos de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando tienen la venganza en su mano y nos encontramos a su merced, es suscitar su lástima y piedad dando muestras de sumisión. Sin embargo, la osadía, la firmeza y la determinación, medios del todo contrarios, han servido a veces para alcanzar el mismo resultado. A Eduardo, príncipe de Gales, durante tanto tiempo gobernador de nuestra Guyena, personaje cuyas cualidades y fortuna presentan muchos notables rasgos de grandeza, no pudo detenerle, al conquistar la ciudad de los limosinos, que le habían infligido graves ofensas, el clamor del pueblo, de las mujeres y de los niños abandonados a la carnicería, que le pedían piedad y se le arrojaban a los pies. Continuó su avance por la ciudad hasta que reparó en tres gentilhombres franceses que, con increíble audacia, resistían por sí solos el empuje del ejército victorioso. La consideración y el respeto por un valor tan singular mitigó por primera vez la violencia de su cólera; y, por ellos tres, empezó a mostrarse misericordioso con los demás habitantes de la ciudad.[2]

Scanderberg, príncipe de Epiro, perseguía a uno de sus soldados para darle muerte. Éste, tras intentar aplacarlo recurriendo a toda suerte de humillaciones y súplicas, decidió en último término aguardarlo con la espada empuñada. Tal resolución frenó en seco la furia de su señor, que, al verle tomar una decisión tan honorable, le otorgó su gracia. Podrán interpretar de otra manera este ejemplo quienes no hayan leído nada sobre la prodigiosa fuerza y valentía de este príncipe.[3] El emperador Conrado III había puesto cerco a Güelfo, duque de Baviera, y, pese a las viles y cobardes compensaciones que se le ofrecieron, no quiso transigir a otras condiciones más suaves que permitir la salida de las mujeres que permanecían asediadas junto al duque, con el honor salvo, a pie y llevando encima lo que pudieran. A éstas se les ocurrió, con magnánimo corazón, cargar a hombros a maridos e hijos, y al duque mismo. El emperador, muy complacido al ver la nobleza de su ánimo, lloró de satisfacción y mitigó la violencia de la enemistad mortal y suprema que había profesado contra el duque; y a partir de entonces los trató humanamente, a él y a los suyos.[4]

b | A mí cualquiera de los dos medios me arrastraría fácilmente, pues mi blandura frente a la misericordia y la mansedumbre[5] es extraordinaria. A tal extremo que, a mi juicio, me rendiría con más naturalidad a la compasión que a la admiración. Sin embargo, la piedad es para los estoicos una pasión viciosa. Admiten que socorramos a los afligidos, pero sin ablandarnos y sin compadecerlos.[6]

a | Ahora bien, estos ejemplos me parecen tanto más oportunos porque vemos que estas almas, atacadas y puestas a prueba por los dos medios, resisten uno sin conmoverse, pero se doblegan bajo el otro. Cabe decir que el hecho de que un ánimo caiga en la conmiseración es un efecto de la ligereza, del carácter bondadoso y de la blandura, y que por eso las naturalezas más débiles, como las de mujeres, niños y vulgo, son más propensas a caer en ella; pero que rendirse sólo a la reverencia de la santa imagen del valor, desdeñando lágrimas y llantos, es el efecto del alma fuerte e implacable, que estima y honra el vigor viril y obstinado. Sin embargo, el asombro y la admiración pueden producir el mismo efecto en almas menos nobles. Tenemos la prueba del pueblo tebano, que llevó a sus capitanes ante la justicia, con una acusación capital, por haber ejercido su función más tiempo del prescrito y preestablecido. Mientras que absolvió a duras penas a Pelópidas, que se doblegó bajo el peso de tales acusaciones, y fundó su defensa en meras demandas y súplicas, por el contrario, con Epaminondas, que hizo un relato magnífico de las gestas que había realizado y las reprochó al pueblo, c | de manera orgullosa y arrogante, a | no tuvo siquiera el coraje de coger las bolillas de votar, y se marchó. La asamblea dedicó grandes elogios a la alteza de ánimo de este personaje.[7]

c | Cuando Dionisio el Viejo se apoderó de la ciudad de Regium tras mucho tiempo y enormes dificultades, y del capitán Pitón, gran hombre de bien que la había defendido con denuedo, quiso valerse de él para dar un trágico ejemplo de venganza. Le contó primero cómo, el día anterior, había hecho que ahogaran a su hijo y a todos sus parientes. Pitón se limitó a responder que eran un día más dichosos que él. Mandó después a unos verdugos que le desnudaran y que lo cogieran y arrastraran por la ciudad azotándolo del modo más ignominioso y cruel, y colmándolo, además, de insultos y ultrajes. Pero él mantuvo su entereza de ánimo, sin desfallecimiento; y con firme semblante se dedicó, por el contrario, a recordar en alta voz el honorable y glorioso motivo de su muerte, por no haber querido rendir su país a un tirano, al tiempo que le amenazaba con un próximo castigo de los dioses. Dionisio leyó entonces en la mirada de la muchedumbre de su ejército que, lejos de indignarse contra las bravatas del enemigo vencido despreciando a su jefe y su victoria, empezaba a ablandarse por el asombro que le producía un valor tan singular, y barajaba la idea de amotinarse e incluso de arrancar a Pitón de las manos de sus guardianes. De modo que mandó cesar el martirio y, a escondidas, lo envió a que lo ahogaran en el mar.[8]

a | Qué duda cabe de que el hombre es un objeto extraordinariamente vano, diverso y fluctuante. Es difícil fundar un juicio firme y uniforme sobre él. Fijémonos en Pompeyo, que perdonó a la ciudad entera de los mamertinos, contra la cual albergaba sentimientos muy hostiles, en consideración del valor y de la magnanimidad del ciudadano Zenón, que asumió solo la culpa común, y no pidió otra gracia que ser el único en sufrir castigo. Pero el anfitrión de Sila, que mostró en la ciudad de Perugia un valor semejante, nada logró con ello, ni para sí mismo ni para los demás.[9]

b | Y, directamente contra mis primeros ejemplos, Alejandro, el más audaz de los hombres, y tan generoso con los vencidos, cuando conquistó tras pasar muchos y grandes aprietos la ciudad de Gaza, encontró a Betis, que la mandaba y de cuyo valor había tenido durante el cerco pruebas asombrosas, solo, abandonado de los suyos, con las armas destrozadas, cubierto por entero de sangre y heridas, que seguía combatiendo en medio de una multitud de macedonios que le golpeaban por todos lados. Alejandro, muy molesto por el alto precio de la victoria —pues, entre otros daños, había sufrido poco antes dos heridas él mismo—, le dijo: «No morirás como has querido, Betis; ten por seguro que vas a padecer todos los tormentos que puedan inventarse contra un prisionero». El otro, con semblante no ya confiado sino arrogante y altivo, aguantó sin decir palabra las amenazas. Entonces, Alejandro, al ver la obstinación con que se callaba, lanzó: «¿Ha doblado la rodilla?, ¿se le ha escapado alguna palabra de súplica? Sin duda alguna venceré este silencio; y si no puedo arrancarle ni una sola palabra, le arrancaré al menos algún gemido». Y, trocando su cólera en rabia, ordenó que le perforaran los talones, y lo hizo arrastrar vivo, desgarrarlo y desmembrarlo atado a la trasera de una carreta.[10]

¿Acaso la fortaleza de ánimo fue tan natural y común para él que, no admirándola, la respetaba menos? c | ¿O bien la consideraba tan propiamente suya que no podía soportar verla en otro a esa altura sin la irritación de una pasión envidiosa?, ¿o bien el ímpetu natural de su cólera no podía consentir oposición alguna? En verdad, si admitía freno, lo verosímil es que lo hubiera tenido en la captura y destrucción de Tebas, cuando vio pasar cruelmente por el filo de la espada a tantos hombres valientes derrotados y ya sin medio alguno de defensa pública. Se dio muerte, en efecto, a unos seis mil, y ni uno fue visto huyendo o solicitando merced. Al contrario, buscaban por las calles, en cualquier rincón, enfrentarse a los enemigos victoriosos; los provocaban para que los matasen con honor. A ninguno se vio que no intentara vengarse incluso en el último suspiro y, con las armas de la desesperación, consolar su muerte en la muerte de algún enemigo. Sin embargo, la aflicción de su valor no halló piedad alguna, y la duración de un día no bastó para saciar su venganza. La carnicería duró hasta que fue vertida la última gota de sangre, y se detuvo sólo ante las personas desarmadas, los ancianos, las mujeres y los niños, para hacer de ellos treinta mil esclavos.[11]