ESTUDIO INTRODUCTORIO
Y BIBLIOGRAFÍA SELECTA

UN LIBRO PARA LEER Y PARA ESTUDIAR

Montaigne escribe que el hombre es «un objeto extraordinariamente vano, diverso y fluctuante» (I, 1).[3] Y en otro lugar deja cumplida constancia de sus propias contradicciones: «Todas las oposiciones se encuentran en ella [en mi alma] según algún giro y de alguna manera: tímido, insolente; casto, lujurioso; charlatán, callado; sufrido, delicado; ingenioso, obtuso; huraño, amable; mentiroso, veraz; docto, ignorante; y generoso y avaro y pródigo… Nada puedo decir de mí entera, simple y sólidamente, sin confusión y sin mezcla, ni en una sola palabra. «Distinguo» es el componente más universal de mi lógica» (II, 1).

En otras páginas presenta una concepción del mismo tenor pero atribuyéndole alcance general: «Al cabo, ni nuestro ser ni el de los objetos poseen ninguna existencia constante. Nosotros, y nuestro juicio, y todas las cosas mortales, fluimos y rodamos incesantemente. Por lo tanto, nada cierto puede establecerse del uno al otro, siendo así que tanto el que juzga como lo juzgado están en continua mutación y movimiento. No tenemos comunicación alguna con el ser…» (II, 12); «El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso… No puedo fijar mi objeto… No pinto el ser; pinto el tránsito… Es muy cierto que tal vez me contradigo, pero la verdad, como decía Demades, no la contradigo. Si mi alma pudiera asentarse, no haría ensayos, me mantendría firme; está siempre aprendiendo y poniéndose a prueba» (III, 2).

Fuera de la verdad inconmovible del cristianismo, a la que sólo podemos acceder a través de la fe infundida sobrenaturalmente (II, 12), en el mundo no habría, pues, sino diversidad y mudanza. Qué duda cabe de que esta concepción —o realidad— del movimiento universal se refleja muy bien en la escritura frondosa, abierta y elástica de Montaigne, así como en su actitud relativista y escéptica. Como decía José María Valverde, a la vista de tantos cambios y variedades, el autor de Los ensayos se encoge suavemente de hombros ante toda afirmación y susurra: «Que sais-je?». Es más, aquí radica uno de los motivos de su encanto. En efecto, el lector tiende a complacerse en este amable relativismo, y a celebrar gozoso las ocurrencias y los avatares, las costumbres y manías, de un personaje tan ameno, ingenioso y sobre todo cercano, sin dejar de disfrutar, al mismo tiempo, de su lenguaje fresco y vivaz, ni dejar de apreciar las enseñanzas del indiscutible maestro de vida.

Ahora bien, el gozo literario no debería llevarnos a desechar la posibilidad de que la obra de Montaigne posea también una dimensión filosófica, y de que su escritura a primera vista esencialmente subjetiva sea compatible con un pensamiento riguroso. No caigamos en el exceso de ser más escépticos que el propio gentilhombre perigordino. Después de todo, Montaigne rinde homenaje a la moderación (I, 29) y proclama su apego a los adagios clásicos «Nada en exceso» y «La medida es lo mejor» (I, 26; III, 13). Quizá no debería exagerarse la apertura, la indeterminación y el escepticismo de Los ensayos. ¿No es él mismo quien sostiene que el escepticismo radical es un extremo que sirve para combatir el otro extremo? (III, 11, al final).

De hecho, Los ensayos sugieren a menudo un Montaigne más firme y resuelto de lo que él gusta de pregonar. Ante todo, pese a las apariencias relativistas, nuestro gentilhombre atribuye al ámbito moral, como señala Antoine Compagnon, un notable grado de consistencia. Su énfasis en la importancia de mantener la palabra dada es revelador. Pero tampoco parece ser del todo escéptico en otros campos. El lector de Los ensayos encuentra con bastante frecuencia apelaciones más o menos categóricas, por ejemplo, «a la verdad y a la razón» (I, 22), a la filosofía «formadora de los juicios y de la conducta», «en relación con la cual deben contrastarse las acciones humanas como en su regla» (I, 25), a «las reglas de la razón» (I, 30), al «orden general del mundo» (I, 35), a «la imagen primera de la naturaleza» (II, 12) o a «la razón universal impresa en todo hombre no desnaturalizado» (III, 12). Montaigne escribe, es cierto, que poseer la verdad queda fuera de nuestro alcance. Pero añade que buscarla es una tarea irrenunciable: «Hemos nacido para buscar la verdad; poseerla corresponde a una potencia mayor» (III, 8). Algo parecido sucedería con la naturaleza: «Yo busco por todas partes su rastro» (III, 13). El autor de Los ensayos se apoya constantemente en la norma de esta naturaleza por lo menos intuida: «Omnia quae secundum naturam fiunt, sunt habenda in bonis» [Todo lo que sucede con arreglo a la naturaleza debe considerarse bueno]; «Omnia quae secundum naturam sunt aestimatione digna sunt» [Todo cuanto es conforme a la naturaleza es digno de estima] (III, 13). Contempla incluso como hipótesis plausible que «la naturaleza encierre en los términos de su curso ordinario, así como todas las restantes cosas, también las creencias, los juicios y las opiniones de los hombres» (II, 12), y afirma tajante: «Es una misma naturaleza la que sigue su curso» (II, 12). Así, las largas páginas que Montaigne dedica a asimilar el ser humano a los animales (II, 12) pueden leerse como un ejercicio paradójico, pero también como una muestra de naturalismo radical. Es la misma perspectiva que se insinúa al tratar otros asuntos. Si bien el gentilhombre perigordino recomienda no descartar en principio la existencia de hechos que nuestra ciencia no puede explicar (I, 26), asevera que todo cuanto ocurre obedece siempre a causas naturales: «Nada existe que no esté de acuerdo con ella [con la naturaleza], sea lo que fuere» (II, 30).

¿Cómo compaginar estas dos caras: el Montaigne del «perpetuum mobile» y el Montaigne de la naturaleza regular y normativa, el Montaigne escéptico y el que apela a la regla de la razón, el Montaigne del tanteo indeciso y el de las tesis taxativas? No parece que se trate de una evolución filosófica. ¿Acaso se trata de una tensión interna esencial a su pensamiento?

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Si se examina bien, una ambigüedad semejante se extiende a otros puntos de la obra de Montaigne. En primer lugar, a su escritura misma. El autor que dice escribir como quien habla con el primero que pasa (III, 1), reconoce por otra parte que pretende lograr el efecto de la aristocrática «sprezzatura» recomendada por Castiglione: «Mi propósito es representar, cuando hablo, una profunda despreocupación de acento y de semblante, y unos movimientos fortuitos e impremeditados, como si surgieran de las circunstancias presentes» (III, 9). Montaigne asegura: «Yo añado, pero no corrijo» (III, 9), pero sabemos que no cesa de corregirse y que somete su libro a una reescritura casi compulsiva. Quien denuncia con tanta elocuencia la pedantería (I, 24), compone de hecho una obra culta, entreverada de citas explícitas y sobre todo tácitas de clásicos, que por momentos se asemeja a un centón (véase, por ejemplo, I, 19). Quien establece la buena fe de su libro en la primera frase del aviso «Al lector», recuerda que es insensato decirlo siempre todo (II, 17) y emplea cuando menos grandes dosis de ironía (¿cómo dejar de percibir el humor de Montaigne?). De hecho, la mencionada declaración de buena fe, leída en su contexto concreto, parece más bien una broma. El escritor que afirma, de nuevo en el aviso «Al lector», no tratar sino de sí mismo («Soy yo mismo la materia de mi libro»), habla en verdad de todo lo divino y humano, si bien lo hace casi siempre como quien se limita a registrar sus pensamientos y opiniones (I, 25, al inicio).

Sabemos, además, que, pese a la nonchalance (‘despreocupación’) con que dice leer, Montaigne podía ser un lector muy riguroso. Se ha conservado su ejemplar del poema De rerum natura, del epicúreo Lucrecio, uno de sus autores preferidos junto a Plutarco y Séneca. La impresión que produce recorrer estas páginas, anotadas y subrayadas, la resume muy bien el erudito que ha realizado su reciente edición moderna: «No fue un estudio despreocupado en un sillón, con los pies en un escabel. Las ideas y las palabras son perseguidas de un lado para otro. Las páginas se pasan una y otra vez. Durante un tiempo Montaigne debe de haber vivido tan cercano a Lucrecio como nadie lo ha hecho nunca».

Cierto que Montaigne constata que cada cual puede leer de manera distinta la misma obra: «Yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco ha leído cien aparte de las que yo he sabido leer y aparte, acaso, de lo que el autor había registrado» (I, 25). Es más, parece incitar al lector a interpretar Los ensayos por su cuenta y riesgo: «El lector capaz descubre a menudo en los escritos ajenos otras perfecciones que las que el autor ha puesto y advertido en ellos, y les presta sentidos y aspectos más ricos» (I, 23). Pero, por otra parte, reclama sin recato para su obra lectores rigurosos y diligentes: «¿Quién no prefiere no ser leído a serlo durmiendo o a la carrera? En esta ocupación, si a alguien no se le quiere dar ni una simple hora, no se le quiere dar nada» (III, 9). No olvidemos que, si bien en el aviso «Al lector» Montaigne dice destinar su libro a parientes y amigos (lo cual nos resulta reconfortante, porque ¿quién no aspira a la amistad de un personaje tan notable?), en otro sitio asevera que sus lectores habrían de ser la minoría de las «almas ordenadas y fuertes por sí mismas» (II, 17).

De la obra de Tácito escribe que «no es un libro para leer, es un libro para estudiar y aprender» (III, 8). Cabe sospechar que pretende que Los ensayos cumplan una función similar. Si el historiador romano ha legado «un semillero de razonamientos éticos y políticos» (III, 8), su propia obra destaca también por su riqueza: «Me equivoco si son muchos los que ofrecen más cosas que aprovechar en cuanto a materia, y, sea como fuere, mal o bien, si algún escritor la ha sembrado mucho más sustancial, o al menos más tupida, en su papel» (I, 39). Curiosamente, si bien en ocasiones asegura no enseñar nada («Yo no enseño, yo relato»; III, 2), no deja de verse en el papel de posible impulsor de una nueva escuela filosófica: «De haber encabezado una facción, yo habría escogido otra vía más natural, es decir, verdadera, ventajosa y santa…» (I, 29).

Montaigne, que celebra y recupera la concepción antigua de la filosofía como forma de vida, y no como mera doctrina, se esfuerza en distinguir al docto libresco del sabio y del hombre capaz. La «sabiduría», nos recuerda insistentemente, no se define por la acumulación de conocimientos sino por el juicio acertado, el comportamiento recto, la vida virtuosa y feliz: «Aunque pudiéramos ser doctos por un saber ajeno, al menos sabios no lo podemos ser sino por nuestra propia sabiduría» (I, 24); «… Con el deseo de llegar a ser un hombre capaz más que un hombre docto» (I, 25). Pero, en rigor, Montaigne no desprecia la ciencia. No la contempla con el ingenuo entusiasmo que arrebató, por ejemplo, a su propio padre, Pierre Eyquem (por lo demás ignorante), y con él a quienes compartieron «el nuevo ardor con que el rey Francisco [1] abrazó las letras y les brindó aceptación» (II, 12, al inicio). La considera, sin embargo, un atributo muy provechoso cuando está en manos de almas escogidas, de almas de naturaleza elevada: «Es una cosa de calidad poco más o menos indiferente; muy útil accesorio para el alma bien nacida, pernicioso y dañino para otra alma… En algunas manos, es un cetro; en otras, una vara de bufón» (III, 8).

Nuestro gentilhombre puede sentir infinita compasión por los débiles (véase, por ejemplo, el capítulo III, 12), pero estima que no todas las almas poseen el mismo «vigor natural», y rechaza con cierta furia las pretensiones intelectuales de la «gente de baja fortuna» que hace de las letras un medio de vida (I, 24), la presunción de «los mestizos que han desdeñado la primera posición, la ignorancia de las letras, y no han podido alcanzar la otra» (I, 54). Para él sólo escasísimas «naturalezas fuertes» poseen la capacidad requerida para manejar la ciencia con gallardía. Parafraseando la República de Platón, subraya que la ciencia «no puede dar luz al alma que no la tiene, ni hacer ver al ciego. Su función no es dotarle de vista sino orientársela» (I, 24). A través de Platón, Montaigne entronca con la vieja idea griega según la cual aprender es «aprender lo que ya se sabe», «llegar a ser lo que uno es», y la enseñanza no puede nunca suplantar a la naturaleza.

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La relación con la literatura antigua no es, naturalmente, la única dimensión culta de Los ensayos. El «incomparable autor de El arte de discutir» (véase el capítulo III, 8), como le llama Pascal, se complace también en el diálogo y en la polémica, aunque casi siempre soterrada, con los modernos. Marsilio Ficino u otros representantes de la poderosa corriente neoplatónica y hermética que recorre el siglo XVI tienen cierta presencia en Los ensayos, como la tienen, con mucha mayor claridad, Castiglione, Erasmo, Maquiavelo, y quizá Pomponazzi. Y también algunos de sus contemporáneos estrictos, como Pierre de Ronsard, Jean Bodin o Justo Lipsio.

Las conexiones de la obra de Montaigne con los autores de su tiempo son siempre instructivas. Así, Ronsard, pese a cierta querencia por el paganismo, le precede y tal vez inspira lanzándose decidido al ruedo de la polémica antiprotestante. Montaigne compone, en efecto, una apología del teólogo de origen catalán Ramón Sibiuda (para él Raimond Sebond), del que, por mandato de su padre, había traducido una obra dedicada a la demostración de la doctrina cristiana mediante razones infalibles (II, 12). En ella el perigordino pugna ante todo por desbaratar cualquier pretensión de someter la verdad religiosa al examen de la razón humana. Es éste un punto que afecta a la interpretación protestante de la Eucaristía pues los reformados parecen asumir una perspectiva racionalista cuando rechazan el dogma de la transubstanciación. En este tema crucial Montaigne se expresa de manera inequívoca. Pero la «Apología» no carece de ambigüedades. Para realizar su tarea crítica, el perigordino destruye de raíz la posibilidad de cualquier teología racional, incluida la de Sibiuda; por lo demás, presenta la fe como una suerte de hecho sublime pero poco menos que irreal, y examina críticamente las religiones de una manera que a duras penas deja indemne al propio cristianismo.

Montaigne expone también una suerte de núcleo de religión natural en una página importante de la «Apología»: «Entre todas las opiniones humanas y antiguas acerca de la religión me parece que tuvo más verosimilitud y excusa aquella que reconocía a Dios como una potencia incomprensible, origen y conservadora de todas las cosas, absoluta bondad, absoluta perfección, que acogía y aceptaba favorablemente el honor y la veneración que los humanos le rendían bajo cualquier semblante, bajo cualquier nombre y de la manera que fuese» (II, 12). En la página siguiente, tras esta declaración de tolerancia, cita un himno al Sol compuesto por Ronsard, que en el original está precedido por estos versos: «Ciertamente, si no tuviera una cierta fe / que Dios por su espíritu de gracia me ha infundido, /… me haría pagano como los primeros. / De noche adoraría a los rayos de luna, / por la mañana, al Sol, la luz común…» (Remonstrance au peuple de France).

En cuanto a Lipsio, que tanto contribuye, por otra parte, a su prestigio y difusión, Montaigne se separa de él en puntos decisivos. El humanista flamenco había explicado, en 1585, en uno de los prefacios de su celebérrima De constantia, que en algunos medios se le reprochaba atenerse a la filosofía y olvidarse de las Sagradas Escrituras. En su réplica Lipsio aduce la idea tradicional de la filosofía como ancilla theologiae [‘servidora de la teología’], ya presente en la patrística, y puede, de este modo, proclamarse «filósofo, pero cristiano». Aquí reside el origen del influyente neoestoicismo cristiano.

Montaigne, que, por ejemplo, en «La formación de los hijos» (I, 25) se ocupa de la crucial cuestión educativa sin referirse en modo alguno a la religión, se hace eco, en una página del capítulo X, 56, de la crítica sufrida por Lipsio. Pero, por su parte, brinda una respuesta muy diferente. A quienes «denuncian ciertos escritos por el hecho de ser puramente humanos y filosóficos, sin mezcla de teología» (I, 56) les replica que son precisamente los teólogos quienes suelen cometer el error de escribir «demasiado humanamente», y añade que a su juicio la filosofía no vale para la tarea de servir a la teología porque es una «sirviente inútil y estimada indigna de ver, siquiera de paso, desde la entrada, el sagrario de los santos tesoros de la doctrina celeste» (I, 56). El autor de Los ensayos no se declara en absoluto «filósofo, pero cristiano», como lo hace Lipsio; tal categoría queda reducida a la inoperancia. Montaigne se aparta decisivamente del planteamiento de Lipsio y, al hacerlo, del planteamiento tradicional.

En cuanto a Bodin, tan proclive a la demonología, Montaigne se enfrenta a él, sin nombrarlo, a propósito del fenómeno de la brujería (III, 11). Pero el angevino, además, es muy probablemente el autor de un manuscrito que en los últimos años del siglo XVI empieza a circular por Francia, el Colloquium Heptaplomeres (Coloquio de los siete sabios), donde se discuten con la mayor libertad, y con claro acento anticristiano, toda suerte de temas religiosos. Quien acuda a él se sorprenderá quizá al constatar que comparte un buen número de ejemplos y datos, de ideas y consideraciones, con Montaigne. Sólo que en este libro clandestino, que parece preconizar una forma de religión natural cercana al judaismo, cobran a menudo un cariz bastante más hiriente. Valga esta referencia como indicio del tipo de pensamiento que podía circular por las «trastiendas» de los pensadores más audaces de aquella época: «Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad» (I, 38).

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Con esto nos hemos acercado a una de las cuestiones más debatidas sobre Montaigne: la que gira en torno a su «buena fe», es decir, a la sinceridad para expresarlo todo sobre sí mismo. En realidad, la primera página de Los ensayos puntualiza: «De haber estado entre aquellas naciones que, según dicen, todavía viven bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me habría pintado con muchísimo gusto del todo entero y del todo desnudo» («Al lector»). Puesto que la distancia entre el estado natural y las condiciones reinantes en la Francia de la segunda mitad del siglo XVI es sin duda muy grande, se impone como conclusión el carácter incompleto y velado del autorretrato que el autor de Los ensayos nos ofrece. No podemos confundir a Montaigne con Rousseau, que, al inicio de sus Confesiones, proclama: «Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda su verdad natural; y este hombre seré yo».

El reconocimiento de la distancia que separa al hombre natural del hombre social es, seguramente, una clave importante para entender la actitud de nuestro perigordino. Es ésta una diferencia, por cierto, que Montaigne puede haber encontrado formulada en La servidumbre voluntaria, la obra juvenil de su querido amigo La Boétie: «… Al hombre todo aquello en lo que se educa y a lo que se acostumbra le es como natural, pero… solamente le es genuino aquello a que le llama su naturaleza simple e inalterada». La Boétie distingue, pues, una doble faceta en la naturaleza humana. Por un lado, su tendencia genuina y original (que le lleva, por ejemplo, a amar la libertad); por otro lado, su capacidad de adaptación, su historicidad.

Como Rousseau, el autor de Los ensayos es consciente de la diferencia entre hombre y ciudadano, entre naturaleza e historia. Pero no reclama el retorno a la naturaleza. Sabe muy bien que ésta es irrecuperable: «La flaqueza de nuestra condición hace que las cosas en su simplicidad y pureza naturales no puedan servir para nuestro uso. Los elementos de que gozamos están alterados» (II, 20). Su sinceridad no es, no puede ser completa. Está matizada y velada por la ironía, por la ambigüedad, por la cautela, por la obligación. Del mismo modo, la utopía política no es viable, y tampoco lo es una radical regeneración religiosa:

Nosotros asumimos un mundo ya hecho y formado en ciertas costumbres. No lo engendramos como Pirra o como Cadmo. Sea cual fuere el modo en que podamos corregirlo y ordenarlo de nuevo, apenas podemos torcerlo de su inclinación habitual sin romperlo todo. Le preguntaron a Sólon si había otorgado las mejores leyes de que era capaz a los atenienses: «Claro que sí», respondió, «de las que habrían admitido». Varrón se excusa de modo semejante. Dice que si tuviera que escribir sobre religión partiendo de cero, diría lo que cree. Pero, dado que ya está admitida, hablará según el uso más que según la naturaleza (III, 9).

La tensión entre naturaleza e historia, entre libertad y obligación, no puede ni debe, sin embargo, borrarse del todo. Maquiavelo había hablado, en una conocida página de sus Discursos (III, 1), de la renovación de los «cuerpos mixtos» (Estados, religiones) mediante su reconducción a los principios, y Montaigne parece asumir la idea: «Podemos oponernos a que la alteración y corrupción natural de todas las cosas nos aleje demasiado de nuestros inicios y principios» (III, 9). Tal tensión, además, se hace manifiesta en el sabio, que habita conscientemente en las dos esferas a la vez. Porque nuestro gentilhombre, pese a todos sus declaraciones más o menos antifilosóficas, no parece haber renunciado nunca al concepto de sabio descrito por La Boétie: «Algunos, mejor nacidos que el resto, que sienten el peso del yugo y que no pueden evitar sacudírselo, que nunca se familiarizan con la sumisión aquellos a los que, dotados de juicio claro y de inteligencia lúcida, no les basta, como al burdo populacho, con mirar lo que tienen a los pies… quienes, provistos de suyo de una cabeza bien hecha, la han pulido además con el estudio y el saber. Éstos, aunque la libertad se pierda enteramente y quede por completo fuera del mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu y continúan saboreándola» (La servidumbre voluntaria).

Así, en una página importante del capítulo «La costumbre…» (I, 22) Montaigne explica que el «hombre de entendimiento» vive a la vez en dos esferas, la de su vida interior, caracterizada por la plena libertad, y la de su personaje público, sometido a las obligaciones y usos de la sociedad:

Tales consideraciones no apartan, con todo, a un hombre de entendimiento de seguir el estilo común. Al contrario, me parece que todas las maneras extrañas y particulares surgen más de la locura o de la pretensión ambiciosa que de la verdadera razón, y que el sabio debe por dentro separar su alma de la multitud, y mantenerla libre y capaz de juzgar libremente las cosas; pero, en cuanto al exterior, que debe seguir por entero las maneras y formas admitidas. A la sociedad pública no le incumben nuestros pensamientos; pero lo restante, como acciones, trabajo, fortuna y vida, debemos cederlo y entregarlo a su servicio y a las opiniones comunes… Es, en efecto, la regla de las reglas y la ley general de las leyes que cada uno observe las del lugar donde está (I, 22).

No parece casual que en estas líneas Montaigne anticipe literalmente el planteamiento de los «espíritus fuertes» (esto es, librepensadores) del siglo XVII, que guiados por máximas como Intus ut libet, foris ut moris est (Por dentro como se quiera, por fuera según sea la costumbre) reservarán sus auténticas ideas para su fuero interno o, en todo caso, para el comercio con los sabios.

Uno puede preguntarse cuál es entonces el estatuto de los libros que escribe el «hombre de entendimiento» de que habla Montaigne, y en concreto del suyo. En el aviso «Al lector», el autor de Los ensayos atribuye a su libro una naturaleza estrictamente privada, pero lo hace imprimir repetidas veces. En realidad, los libros se encuentran a medio camino entre la esfera íntima del pensamiento y la esfera pública de la acción: «La mitad de la palabra pertenece a quien habla, la otra mitad a quien la escucha» (III, 13). El lector prevenido no habría de descuidar la posibilidad de que Montaigne recurra a alguna suerte de escritura esotérica, en una época de marcada persecución intelectual. ¿No es cierto que, por aducir sólo dos nombres resonantes, Servet y Bruno mueren en la hoguera en aquellos mismos años? Ahora bien, la prudencia personal no es el único motivo para emplear el expediente de la doble doctrina. Hay una razón más profunda, de tipo social, o incluso antropológico: la convicción, que Montaigne expresa citando implícitamente a Maquiavelo, de que es muy peligroso poner la verdad en manos del «vulgo», pues éste «carece de la facultad de juzgar las cosas por sí mismas, y se deja llevar por la fortuna y por las apariencias», de suerte que tenderá a «sacudir como un yugo tiránico todas las impresiones que había recibido por la autoridad de las leyes o la reverencia del uso antiguo» (II, 12, al inicio). El perigordino es muy consciente, en unos tiempos de interminables y sangrientas guerras civiles, de la amenaza del caos: «El mundo es incapaz de curarse. Está tan impaciente ante lo que le oprime que sólo busca librarse de ello, sin mirar a qué precio. Vemos por mil ejemplos que suele curarse a sus expensas; librarse del mal presente no es curarse, si no se da una mejora general de condición… El bien no sucede necesariamente al mal; otro mal puede sucederle, y peor» (III, 9).

La Boétie explicaba, en la primera página de La servidumbre voluntaria, que el «hombre de entendimiento» emplea lenguajes distintos cuando se dirige al pueblo y cuando habla sólo para la minoría lúcida y responsable. Una cosa es la retórica pública, que conviene ajustar a la necesidad del momento —y cuyo objetivo básico es mantener la disciplina y el orden en la sociedad—, y otra la reflexión seria, rigurosa, racional, pero no siempre oportuna políticamente, que atañe sólo a los pocos. Más adelante el mismo La Boétie proclama la inutilidad de difundir la verdad entre el pueblo: «Pero, sin duda, los médicos aconsejan con razón no poner las manos en las heridas incurables, y no actúo sensatamente queriendo predicar al pueblo sobre esto. El pueblo ha perdido hace mucho todo conocimiento. El hecho de que ya no sienta su dolencia muestra de sobra que su enfermedad es mortal».

No puede causar excesivo asombro que Montaigne se refiera en alguna ocasión a la teoría platónica de la mentira útil. En una página central de la «Apología», la evoca con cierta crudeza: «En efecto, no está prohibido que saquemos provecho de la mentira misma, si es necesario» (II, 12; pero suaviza esta formulación después de 1588). A continuación comenta: «Es fácil distinguir que unas escuelas han seguido más la verdad, otras la utilidad, razón por la cual éstas han adquirido crédito. La miseria de nuestra condición comporta que con frecuencia aquello que se ofrece a nuestra imaginación como lo más verdadero, no se le presente como lo más útil a nuestra vida. Aun las escuelas más audaces, la epicúrea, la pirrónica, la Nueva Academia, no tienen más remedio, a fin de cuentas, que plegarse a la ley civil» (II, 12). Es interesante que Montaigne coincida aquí manifiestamente con un aristotélico radical, marcado por el averroísmo, como Pietro Pomponazzi, que explica que el fundador de la Academia se preocupó más por la instrucción del pueblo que por la verdad científica, motivo por el cual «no es extraño que Platón fuese exaltado por el vulgo y los sacerdotes», mientras que, en cambio, Aristóteles sufrió persecución y descrédito (De incantationibus, 10).

En otra página, quizá menos frecuentada, el autor de Los ensayos explica sin embozo que «no es nuevo que los sabios prediquen las cosas como son útiles, no como son. La verdad tiene sus obstáculos, desventajas e incompatibilidades con nosotros. A menudo es preciso engañarnos, para que no nos engañemos; y cerrarnos los ojos, adormecernos el juicio para enderezarlos y corregirlos» (III, 10). Este es uno de los lugares en que vale la pena acudir a las variantes tachadas del Ejemplar de Burdeos: «A menudo es preciso engañar al pueblo para que no se engañe… Y para hacernos sensatos, se nos ha de atontar, y para aconsejarnos, se nos ha de cegar…». Las últimas frases, que constituyen por cierto una expresión de la tesis central defendida en la «Apología», aparecen finalmente, de forma casi idéntica, en una de sus páginas.

¿Es Montaigne uno de esos filósofos que, en expresión de La Mothe Le Vayer, un libertino del siglo XVII admirador suyo, se han acomodado exteriormente a las opiniones comunes y «se han contentado con hacer aparecer en sus escritos algunas luces oscuras de sus pensamientos» (De la divinité)? De hecho, el autor de Los ensayos advierte expresamente de que algunas cosas no puede decirlas a las claras sino sólo sugerirlas: «… En estas memorias, si se mira bien, se encontrará que lo he dicho todo, o indicado todo. Lo que no puedo expresar, lo señalo con el dedo» (III, 9). En este pasaje nuestro gentilhombre, apelando a unos versos de Lucrecio que, a su vez, hacen pensar en una carta platónica fundamental en la tradición esotérica de la filosofía, señala que el buen lector de Los ensayos debería poseer, además de diligencia, la sagacidad suficiente para descubrir ciertos mensajes recónditos a partir de los pequeños vestigios que el texto proporciona.

Un seguidor, Pierre Charron, parece reprocharle en su influyente obra La Sagesse (II, prefacio), aunque sin mencionar su nombre, una debilidad y miedo que lo habrían llevado a «hablar bajo y a media voz», a «mezclar y sofocar sus proposiciones para hacerlas pasar con toda suavidad entre tantas otras cosas y con tanto artificio que resultan casi imperceptibles», a hablar «ambiguamente como un oráculo». Es cierto, por lo menos, que Montaigne afirma el derecho a defenderse de las posibles desgracias (lo cual supone, además, conceder cierta legitimidad al miedo): «La ley de la resolución y de la firmeza no comporta que no debamos protegernos, en la medida de nuestras fuerzas, de los males e infortunios que nos amenazan, ni, por consiguiente, que no debamos tener miedo de que nos sorprendan. Al contrario, cualquier medio honesto para defenderse de las desgracias es no sólo lícito sino loable» (I, 12). En esta misma página, sin embargo, recuerda que el valor no siempre se expresa en forma de combate directo y frontal. La táctica de atacar al tiempo que se huye, practicada por pueblos tan aguerridos como los escitas y los espartanos, y defendida por Sócrates, se revela no sólo eficaz, tal vez más que el ataque frontal, sino también valerosa: «Muchas naciones belicosísimas se valían, en sus hechos de armas, de la huida como recurso principal, y mostraban la espalda al enemigo con más peligro que la cara» (I, 12). En todo caso, el gentilhombre perigordino no parece estar muy lejos del planteamiento que Cervantes, en El Quijote, seguramente por burla, pone en boca de Sancho Panza:

«Señor… que el retirar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja a la esperanza…».

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Montaigne compartió con su amigo fraternal La Boétie la pasión por la libertad, la devoción por la idea republicana y, en general, la fascinación por el mundo antiguo. Es difícil exagerar el vínculo intelectual y emocional que unía a estos hombres con los antiguos. Maquiavelo dice en una célebre carta de 1513: «Me transfiero del todo en ellos [en los antiguos]». Algo parecido vale para Montaigne. Como se sabe, su padre se esfuerza en que el latín sea su primera lengua (I, 25, al final). Nuestro gentilhombre perigordino se educa enteramente inmerso en la cultura antigua, en particular romana. A los siete u ocho años «rehuye cualquier otro placer» para dedicarse a leer las Metamorfosis de Ovidio (I, 25, al final). Y, según parece, sus primeras noticias sobre los avatares del mundo, antes que a Francia o a su propia casa, se refieren a Roma y a sus ciudadanos más ilustres:

Me han criado desde mi infancia con éstos; he sabido de los asuntos de Roma mucho tiempo antes que de los de mi casa. Conocía el Capitolio y su situación antes de conocer el Louvre, y el Tíber antes que el Sena. He tenido más en la cabeza las costumbres y las fortunas de Lúculo, Metelo y Escipión que las de cualquier hombre de nuestro tiempo (III, 9).

Roma es en cierto sentido la verdadera patria del autor de Los ensayos. Sin duda puede aplicarse a Montaigne lo que él atribuye a su amigo La Boétie: «Su espíritu estaba moldeado en el patrón de otros siglos que éstos» (I, 27); «Era en verdad… un alma al viejo estilo» (II, 17). Y podría hablarse, como se ha hecho a veces, del sentimiento de exilio experimentado por estos dos hombres en su propia época. El reflejo natural de Montaigne es siempre refugiarse en la grandeza de la vieja Roma:

Dado que me encuentro inútil para este siglo, me entrego a aquel otro; y me embelesa tanto que el estado de la vieja Roma, libre, justa y floreciente —porque no amo ni su nacimiento ni su vejez— me importa y apasiona (III, 9).

La admiración de Montaigne por la república romana es hasta cierto punto una opción viva y efectiva. El mismo autor que recomienda obedecer por igual a todos los reyes, buenos o malos (I, 3), y que preconiza tantas veces el mantenimiento de las leyes y las formas políticas establecidas (I, 22; II, 17; III, 9), deplora la ambición execrable de César y celebra la acción de Bruto: «He acometido cien querellas en defensa de Pompeyo y a favor de la causa de Bruto» (III, 9). Tal admiración se transmite en parte a la única gran república de su época: Venecia. La Boétie la encomia en La servidumbre voluntaria: «Miremos a los venecianos, un puñado de gente que viven con tanta libertad que ni el peor de ellos querría ser el rey de todos». Cuando el autor de Los ensayos la visita, hace registrar en su Diario de viaje su relativa decepción: «Decía [Montaigne] haberla encontrado diferente de como la había imaginado, y un poco menos admirable». Pero tal constatación no lleva a Montaigne a romper radicalmente con sus imaginaciones. Al final del capítulo «La amistad», anota que La Boétie habría preferido nacer en la república veneciana a hacerlo en Sarlat, bajo el dominio del monarca francés, y en ese punto el autor de Los ensayos añade al volver de su viaje a Italia: «y tenía razón» (luego reescribe: «y con razón»). Sabemos, además, que en 1588 Montaigne anima a su amigo Jacques-Auguste de Thou a aceptar el cargo de embajador en Venecia, donde él, dice, le acompañará gustoso. Y que Paolo Sarpi, el gran defensor de la Serenísima, será su lector admirado.

Cierto que, como escribe Marc Fumaroli en un brillante artículo, el autor de Los ensayos, inspirándose probablemente en Tácito, sustituye la retórica pública y republicana por una elocuencia del fuero interno, más poética y sobre todo más compatible con un poder opaco y remoto. El signo de los tiempos ha cambiado. El orador Marc-Antoine Muret, uno de los profesores de Montaigne en el colegio de Guyena, después figura influyente en Roma, sentencia, en un discurso pronunciado en 1580, que en una época en la cual ya casi no quedan repúblicas y casi todos los pueblos viven bajo el dominio de «uno solo», ha llegado de nuevo la hora de Tácito. Es, en efecto, el momento de ensayar la conjunción de libertad personal y sumisión al príncipe defendida por Tácito. El muy influyente Justo Lipsio, como hemos dicho gran lector de Montaigne, propugna también esta idea, y el mismo perigordino aparece con frecuencia bajo esta luz.

Pero Montaigne rebasa este cuadro. La perspectiva utópica, libertaria, naturalista, pagana, crítica, alienta siempre bajo el velo de su conservadurismo político y de su sumisión religiosa. No deberíamos reducir Los ensayos a la condición de ejercicios intelectuales, más o menos paradójicos, más o menos provocativos y licenciosos, pero a fin de cuentas sumisos e inofensivos ante el poder y ante la opinión dominante. Su grandeza radica también en este aspecto: en el hecho de sugerir, al menos para el lector diligente y sagaz, un horizonte distinto. En ello reconocemos, pese al espíritu aristocrático, a un precursor de las ideas críticas y liberales de la Ilustración.

El inconformismo de Montaigne se percibe quizá mejor que en ninguna otra cosa en la persistencia de su devoción por La Boétie muchos años después de su fallecimiento. Así, el capítulo III, 3 se abre con el elogio de la capacidad de adaptación: «Las almas más hermosas son aquellas que están provistas de mayor variedad y flexibilidad», habida cuenta que «la vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme» (III, 3). Pero, poco después, Montaigne reconoce su torpeza en este terreno, su escasa versatilidad, sus dificultades para ajustarse prudentemente a las circunstancias. De hecho, él sigue apegado obstinadamente a un «deseo fantástico», es decir, al deseo del gran amigo ausente: «¿No es una necia inclinación no avenirme con un millar a quienes me une mi fortuna, de los cuales no puedo prescindir, para atenerme a uno o dos con quienes no puedo tener trato, o más bien a un deseo fantástico de algo que no puedo conseguir?» (III, 3). Es en este mismo horizonte «fantástico» donde, junto a la amistad perfecta, moran la naturaleza y la libertad. Podrá decirse con cierta razón que ello no es más que sueño o fantasía, pero Montaigne sabe bien que tal rasgo no es decisivo, porque «aun las cosas presentes las poseemos sólo con la fantasía» (III, 9).

J.B.B.