Desde entonces llevé un diario. Era una mezcla de memorias, registro y libreta de notas. En él anoté las particularidades de los sitios a que me llevaban mis expediciones, el detalle de nuestros bienes, la estimación de las cantidades disponibles, observaciones sobre el estado de los artículos de primera necesidad, y memoranda de aquellos que había que gastar enseguida para evitar deterioros. Alimentos, combustibles y semillas eran las cosas más buscadas, pero de ningún modo las únicas. Hay en mi libro entradas que especifican cargas de ropa, herramientas, artículos domésticos, arneses, objetos de cocina, varas, alambre, alambre y más alambre, y libros.
Veo allí que en la misma semana que volví de Tynsham comencé a levantar una valla de alambre para los trífidos. Ya teníamos algunas barreras para que no anduviesen por el jardín y los alrededores de la casa. Este era un plan más ambicioso para ganarles algunos centenares de metros cuadrados. Comprendía una fuerte valla de alambre que aprovechaba las irregularidades naturales del terreno y las barreras ya construidas y, en el interior, otra alambrada más débil para evitar que el ganado o la gente de la casa se acercara inadvertidamente a la valla principal poniéndose así al alcance de los aguijones. Fue un trabajo pesado y aburrido que me llevó varios meses.
Al mismo tiempo me dedicaba a aprender el a-b-c de los trabajos de granja. No es de esas cosas que se aprenden fácilmente en los libros. Ante todo a ninguno de los que habían tratado el tema se le había ocurrido que el granjero en potencia tuviese que partir de cero. Encontré que todas las obras comenzaban, por así decirlo, por la mitad, dando por sentados una base y un vocabulario que yo no tenía. Mis especializados conocimientos biológicos no servían para solucionar los problemas prácticos. Gran parte de la teoría hablaba de materiales y sustancias que yo no podía conseguir, o que no podría reconocer si llegaba a encontrarlos. Comencé a ver muy pronto que al descartar las cosas que dentro de poco tiempo serían inalcanzables, tales como fertilizantes químicos, forrajes importados, y todas las máquinas excesivamente complejas, aumentaba mi consumo de sudor en beneficio de ganancias problemáticas.
Los libros no eran indudablemente campo adecuado para artes tales como el manejo de caballos, las labores diarias, o las técnicas del matadero. Consultar el capítulo relativo a esos asuntos no me ayudaba a solucionar mis problemas. Además, la realidad presentaba persistentemente notables diferencias con la simplicidad del texto escrito.
Por suerte sobraba tiempo para cometer errores y aprender de ellos. Saber que pasarían varios años antes que tuviésemos que depender de nuestros propios recursos, evitaba que las desilusiones nos desesperaran. Nos consolábamos además pensando que mientras vivíamos de las tiendas aprovechábamos unos alimentos que de otro modo se echarían a perder.
Por razones de seguridad dejé pasar todo un año antes de volver a Londres. Era la zona más provechosa pero también la más deprimente. Parecía aun que el toque de una mano mágica podría de pronto devolverle la vida, aunque muchos de los vehículos que se veían en las calles estaban ya cubriéndose de herrumbre. Un año después el cambio era más notable. Trozos de yeso desprendidos del frente de las casas comenzaban a cubrir las aceras. Había tejas y chimeneas en medio de las calles. Hierbas y pastos crecían en las calzadas y estaban tapando los desagües. Las hojas habían obstruido las cañerías, de modo que las hierbas, y hasta algunas plantas, crecían en las terrazas. Casi todos los edificios estaban cubriéndose de una capa verde, bajo la cual se pudrían lentamente los techos. A través de muchas ventanas se podía ver cielorrasos rotos, y paredes donde brillaba la humedad y de las que se desprendía el papel. Los jardines de parques y plazas estaban invadiendo las calles vecinas. Las cosas parecían crecer en realidad en todas partes: en las ranuras de las piedras, en las grietas del cemento, y hasta en los asientos de los coches abandonados. En todas partes parecían estar recuperando los áridos espacios creados por el hombre. Y, algo curioso, a medida que las cosas vivas lo invadían todo, el lugar parecía menos deprimente. Como ante un mágico conjuro los fantasmas se desvanecían, hundiéndose lentamente en la historia.
En una ocasión —no ese año, ni el siguiente, pero más tarde— volví a Piccadilly Circus otra vez, y contemplé aquella desolación y traté de representarme las apretadas multitudes. No pude hacerlo. Ni siquiera en mis recuerdos tenían alguna realidad. No había señales de ellas ahora. Habían quedado tan atrás en la historia como el público del coliseo romano o el ejército asirio. La nostalgia que se apoderaba de mí en las horas de quietud me conmovía más que la escena misma. Cuando estaba en el campo podía acordarme de cuán placentera había sido la vida anterior. Entre aquellos edificios que estaban derrumbándose lentamente sólo podía recordar la confusión, la frustración, las vidas sin rumbo, el resonante estrépito de las naves vacías, y no veía el valor de lo que habíamos perdido…
En mi primer viaje de exploración a Londres fui solo y volví con cajones de armas contra trífidos, papel, piezas de maquinaria, los libros y la máquina de escribir con alfabeto Braille que Dennis tanto deseaba, y el lujo de bebidas, dulces, discos, y más libros para el resto de nosotros. Una semana más tarde Josella vino conmigo para hacer una más práctica búsqueda de ropa, no sólo o principalmente para los adultos de la Colonia, sino también para la niña de Mary y para el bebé que ella estaba esperando. El viaje la deprimió y no volvió a repetir la visita.
Yo continué yendo de vez en cuando en busca de algo que necesitábamos y que escaseaba en otras partes, y aprovechaba siempre la oportunidad para proveerme de algunos lujos. Nunca vi nada viviente salvo unos pocos gorriones y algún trífido ocasional. Perros y gatos, más numerosos en cada generación, abundaban en la campiña, pero no en Londres. A veces, sin embargo, encontraba huellas que me decían que algunos otros estaban también proveyéndose allí; pero nunca llegué a verlos.
Hacia fines del cuarto año hice mí último viaje, pues descubrí que había ahora algunos riesgos que no había por qué correr. El primer signo fue un estruendoso derrumbe a mis espaldas, en los suburbios del mismo Londres. Detuve el camión y miré hacia atrás. Vi que de un montón de escombros, en el medio de la calle, se elevaba una columna de humo. Era evidente, que mi paso había dado la sacudida definitiva al ya vacilante frente de una casa. No eché abajo ningún otro edificio aquel día, pero me lo pasé temiendo algún torrente de cemento y ladrillos. Desde entonces me reduje a visitar las ciudades más pequeñas, y comúnmente entraba en ellas a píe.
Brighton, que podía haber sido nuestra mayor y más conveniente fuente de recursos, no era aconsejable. Cuando decidí hacerle una primera visita, descubrí que otros ya se habían encargado del lugar. Quiénes o cuántos eran, no lo supe. Encontré simplemente un tosco muro de piedras que cerraba el camino, y un anuncio que decía:
¡NO SE ACERQUE!
El consejo fue apoyado por el disparo de un rifle y una polvareda que se alzó ante mí. No había nadie a la vista con quien discutir el asunto… y además aquel no era un argumento discutible.
Hice girar en redondo mi camión, y me alejé pensativamente. Me pregunté si no llegaría el día en que los preparativos de defensa organizados por Stephen no serían tan descabellados al fin y al cabo. Para que no me sorprendieran, saqué del lugar donde habíamos obtenido los lanzallamas que usábamos contra los trífidos, algunas ametralladoras y morteros.
En el mes de noviembre del segundo año Josella tuvo su primer hijo. Lo llamamos David. La alegría que me proporcionaba se confundía a veces con ciertas dudas a propósito de las condiciones de vida que habíamos creado para él. Pero esto a Josella le preocupaba menos que a mí. Adoraba a su hijo. Parecía ser para ella como una compensación por lo mucho que había perdido, y, paradójicamente, comenzó a preocuparse menos que antes por el estado de los puentes que aún teníamos que atravesar. De todos modos el niño tenía un vigor que parecía afirmar su futura capacidad para cuidarse a sí mismo, así que reprimí mis dudas y me puse a trabajar duramente aquella tierra que algún día tendría que mantenernos a todos.
No mucho tiempo después, creo recordar, Josella me llamó la atención a propósito de los trífidos. Yo había estado tan acostumbrado durante años y años a tomar precauciones contra ellos que el verlos formar parte natural del paisaje me parecía menos raro que a los otros. Había llevado también durante mucho tiempo máscaras de alambre y guantes de cuero así que poca novedad representaba para mí ir con esas cosas a todas partes. Yo concedía, en realidad, a los trífidos menos atención que la que alguien puede prestar a los mosquitos en una zona infectada de malaria. Josella mencionó el asunto una noche cuando ya estábamos acostados y cuando casi no se oía otro sonido que aquel intermitente y lejano tamborileo de las duras varitas contra el tronco.
—Últimamente lo hacen más —me dijo.
En un principio no comprendí a qué se refería. Era un sonido tan habitual en los lugares donde yo había vívido y trabajado, que sólo prestándole una deliberada atención podía yo decir si se había interrumpido o no. Escuché.
—No me suena nada distinto —dije.
—No es distinto. Es más fuerte. Hay muchos más trífidos ahora que antes.
—No lo había notado —dije con indiferencia.
Una vez instalado el cerco, yo había puesto todo mi interés en el campo que rodeaba la casa, y no me había preocupado por lo que pasaba más allá. En mis expediciones me había parecido que el número de los trífidos era más o menos el mismo. Recordé que cuando llegué a Shirning me había llamado la atención la abundancia de trífidos, y había supuesto naturalmente que debía de haber varios criaderos en aquella región.
—Son muchos más de veras —dijo Josella—. Fíjate mañana.
A la mañana siguiente recordé nuestra conversación y miré por la ventana mientras me vestía. Vi que Josella tenía razón. Podía contarse un centenar en el espacio que alcanzaba a distinguirse desde allí. Mencioné el asunto durante el desayuno. Susan pareció sorprendida.
—Pero están aumentando cada vez más —me dijo—. ¿Lo has notado?
—Tengo muchas otras cosas de que preocuparme —dije un poco irritado por el tono de su voz—. Además, más allá del alambrado no molestan. Mientras arranquemos todas las plantas que crecen aquí, pueden hacer lo que quieran afuera.
—De todos modos —indicó Josella un poco intranquila—, ¿hay alguna razón particular para que tengan que venir aquí en tales cantidades? Estoy segura de que sí. Y me gustaría saber por qué.
Susan volvió a exhibir esa expresión de irritada sorpresa.
—Pero cómo. Si es él quien los trae.
—No señales con el dedo —le dijo Josella automáticamente—. ¿Qué quieres decir? No te referirás a Bill.
—Pues si. Hace ruido y ellos vienen.
—Oye —dije—. ¿De qué estás hablando? ¿Piensas que les silbo en sueños o algo parecido?
Susan pareció de mal humor.
—Muy bien. Si no me crees te lo enseñaré después del desayuno —anunció, y se encerró en un ofendido silencio.
Cuando terminamos de desayunar, Susan se fue de la mesa para volver con mí escopeta y mis anteojos de campaña. Salimos al jardín. Susan examinó la escena hasta que descubrió un trífido que estaba muy lejos de nosotros, y luego me pasó los binoculares. Miré cómo se arrastraba lentamente atravesando el campo. Estaba a más de un kilómetro, y se dirigía hacia el este.
—Ahora sigue mirando —dijo Susan.
Disparó la escopeta al aire.
Unos pocos segundos después el trífido alteró perceptiblemente su curso hacia el sur.
—¿Has visto? —me preguntó Susan frotándose el hombro.
—Bueno, pareció como si… ¿Estás segura? Probemos otra vez —sugerí.
Susan meneó la cabeza.
—No conviene. Todos los trífidos que han oído el disparo están dirigiéndose ahora hacia aquí. Dentro de unos diez minutos se detendrán y se pondrán a escuchar. Si están bastante cerca como para oír a los que están repiqueteando junto a los alambres, seguirán acercándose. Pero si no pueden oír nada, esperarán un rato, y luego se dirigirán otra vez hacia donde iban anteriormente.
Admito que esta revelación me sorprendió de algún modo.
—Bueno… este… —dije—. Tienes que haberlos observado muy atentamente, Susan.
—Siempre los observo. Los odio —dijo Susan como sí esta explicación bastara.
Dennis se nos había reunido.
—Estoy de tu parte, Susan —dijo—. No me gusta esto. No me ha gustado nunca. Estos condenados tienen algunas ventajas sobre nosotros.
—Oh, vamos… —comencé a decir.
—Le digo que hay en ellos cosas que no sospechamos. ¿Cómo saben, por ejemplo? Comenzaron a librarse de sus ataduras cuando nadie podía detenerlos. Rodearon esta casa desde el primer día. ¿Puede explicármelo?
—No es nada nuevo para ellos —dije—. En los países selváticos solían situarse cerca de los caminos. Muy a menudo rodeaban las aldeas y las invadían si nadie los mataba antes. Eran una peste realmente peligrosa en muchos sitios.
—Pero no aquí. Ese es el problema. No pudieron hacer eso aquí hasta que las condiciones fueron favorables. Ni trataron de hacerlo. Pero cuando llegó la ocasión, lo hicieron enseguida. Casi como si supieran lo que había pasado.
—Vamos, sea razonable, Dennis. Piense solamente en lo que implican sus palabras —le dije.
—Me doy perfecta cuenta de lo que implican… hasta cierto punto, por lo menos. No quiero edificar ninguna teoría, pero yo diría esto: están aprovechándose de nuestra desventaja con increíble rapidez. Diría también que siguen algo así como un método. Ha estado usted tan absorbido por su trabajo que no ha visto cómo han aumentado, y cómo esperan detrás de los alambres. Pero Susan sí. He escuchado lo que dijo. ¿Y qué cree usted que están esperando?
No traté de encontrar una respuesta. Dije:
—¿Cree que será mejor que no use la escopeta, la que los atrae, sino un arma contra trífidos?
—No es sólo la escopeta, sino todos los ruidos —dijo Susan—. El tractor es el peor, pues produce un sonido fuerte y continuo, y pueden descubrir con facilidad de dónde viene. Pero pueden oír también el motor de la luz, desde cierta distancia. He visto cómo doblan hacia aquí cuando empieza a funcionar.
—Desearía —le dije a Susan irritado— que no continuaras diciendo «pueden oír» como si fuesen animales. No lo son. No «oyen». Son sólo plantas.
—Aun así oyen, de algún modo —replicó Susan tercamente.
—Bueno… haremos algo —prometí.
Lo hicimos. La primera trampa fue un tosco molino de viento que producía un sonido martilleante. Lo colocamos a un kilómetro de distancia. Dio resultado. Alejó a los trífidos de nuestros alambres y de cualquier otro sitio. Cuando se reunieron unos cuantos centenares, Susan y yo fuimos hasta el molino en automóvil y los destruimos con los lanzallamas. Dio también resultado una segunda vez, pero luego solo unos pocos prestaron atención al molino. Nuestra jugada siguiente fue construir un corral en el interior de nuestro campo y sacar luego parte del alambrado reemplazándolo por una barrera móvil. Elegimos un punto desde donde podía oírse el motor de la luz y abrimos la barrera. Después de un par de días dejamos caer la barrera y destruimos los dos centenares de trífidos que habían entrado en el corral. Todas nuestras trampas tenían éxito la primera vez, pero no cuando la repetíamos en el mismo sitio. Y aun cuando cambiáramos las trampas de lugar el número de trífidos decaía también visiblemente.
Una vuelta diaria por los alrededores de nuestro campo, con un lanzallamas, hubiera hecho descender de veras el número de trífidos, pero hubiera llevado mucho tiempo y nos hubiese dejado sin combustible. El consumo de un lanzallamas es elevado, y el combustible no abundaba en los depósitos de armas. Cuando agotásemos esos depósitos, nuestros valiosos lanzallamas no valdrían más que hierro viejo, pues yo no conocía la formula de un combustible eficiente, ni cómo producirlo.
En dos o tres ocasiones les lanzamos unas bombas con el mortero, pero los resultados fueron decepcionantes. Los trífidos compartían con los árboles la cualidad de resistir grandes daños.
A medida que pasó el tiempo el número de trífidos reunidos del otro lado de los alambres siguió aumentando, a pesar de nuestras trampas y de algunos holocaustos ocasionales. No intentaban nada ni hacían nada. Se instalaban, simplemente, hundiendo las raíces en el suelo y de allí no se movían. Desde lejos parecían tan inactivos como un seto cualquiera, y si no fuese por el tamborileo que hacían algunos, no serían más notables. Pero si alguien dudaba de su estado de alerta bastaba con atravesar el campo en un coche. Caía entonces sobre el vehículo una descarga tal de malévolos aguijonazos que era necesario detenerse en la carretera y sacar el veneno de las ventanillas.
De vez en cuando uno de nosotros tenía una nueva idea para descorazonarlos, como por ejemplo regar el suelo situado más allá de los alambres con una fuerte solución de arsénico; pero las retiradas que causábamos eran sólo temporarias.
Habíamos probado toda una variedad de trampas durante un año más cuando Susan entró corriendo en nuestro dormitorio una mañana para decirnos que las cosas habían roto los alambres y rodeaban la casa. Se había levantado temprano a ordeñar, como de costumbre. El cielo que se veía por la ventana de su habitación era grisáceo, pero cuando bajó las escaleras, se encontró en la más completa oscuridad. Comprendió que no podía ser así, y encendió las luces. Tan pronto como vio unas correosas hojas verdes apretadas contra las ventanas sospechó qué había pasado.
Crucé el dormitorio de puntillas y cerré rápidamente la ventana. No había acabado de hacerlo cuando un aguijón vino desde abajo y azotó los vidrios. Debajo de nosotros había un macizo de trífidos de diez o doce ejemplares de espesor, y que rodeaba la casa. Los lanzallamas estaban en uno de los cobertizos. No quise correr ningún riesgo. Con guantes y gruesas ropas, con un casco de cuero y unos anteojos de automovilista bajo la máscara de alambre, me abrí camino entre los trífidos ayudado por el cuchillo más grande que pude encontrar. Los aguijones azotaron y golpearon la máscara con tanta frecuencia que llegaron a mojarla. El veneno comenzó a caer entre los alambres como un fino rocío y me empañó los anteojos. Lo primero que hice al llegar al cobertizo fue lavarme cuidadosamente. No me atreví a lanzar más que una llama corta y débil mientras volvía a la casa. Podía prender fuego a las ventanas y puertas. Pero esa llama movió y agitó a los trífidos y pude regresar sin que molestaran mucho.
Josella y Susan me acompañaron con unos extinguidores de incendios mientras yo, parecido todavía a una cruza de buzo y hombre de Marte, me inclinaba desde las ventanas del piso alto y movía el lanzallamas sobre aquellas bestias. No me llevó mucho tiempo incinerar un gran número y alejar al resto. Susan, vestida ahora de un modo conveniente, tomó el otro lanzallamas e inició el para ella agradable trabajo de darles caza mientras yo cruzaba los prados en busca del origen de todo aquello. No fue difícil descubrirlo. Enseguida vi la abertura por donde los trífidos estaban entrando todavía en una corriente de agitados tallos y oscilantes hojas. Había unos pocos menos de este lado, pero todos se dirigían hacia la casa. Echarlos era sencillo. Un chorro de fuego ante ellos y se paraban; uno a cada lado, y retrocedían. Una ocasional embestida los hacía correr, y los recién llegados daban media vuelta. Los alambres estaban caídos en una extensión de veinte metros o más, y los postes hablan sido arrancados. Arreglé el cerco temporariamente aquí y allá, moviendo el lanzallamas hacia atrás y hacia delante, y chamuscando a los trífidos como para que no volvieran a molestarnos al menos por unas horas.
Josella, Susan y yo nos pasamos la mayor parte del día reparando la brecha. Luego Susan y yo registramos todos los rincones del cerco y perseguimos a los intrusos. Tardamos dos días. A esto siguió una inspección del alambrado y la instalación de refuerzos en todas las partes dudosas. Cuatro meses más tarde estaban de nuevo adentro…
Esta vez algunos trífidos quedaron tendidos en la entrada. Pensamos que habían sido aplastados por la presión que había hecho ceder el alambrado y que luego, al caer con él, habían sido pisoteados por los otros.
Era indudable que teníamos que tomar otras medidas de defensa. Ninguna parte de nuestro cerco era más fuerte que aquélla que había cedido. La electrificación parecía lo más adecuado. Encontré un generador montado sobre un furgón del ejército y lo remolqué hasta casa. Susan y yo lo conectamos a los alambres. Antes que completásemos la instalación, los trífidos entraron por otro sitio.
Creo que el sistema hubiera sido realmente eficaz si hubiese funcionado todo el tiempo; o por lo menos la mayor parte del tiempo. Pero teníamos que pensar en el consumo de combustible. El petróleo era uno de nuestros más valiosos bienes. Siempre podríamos cultivar, así lo esperábamos, alguna clase de alimento, pero cuando el petróleo y el gasoil se acabaran, la mayor parte de nuestros recursos se irían con ellos. No habría más expediciones, y por consiguiente no más renovación de artículos. La vida primitiva comenzaría de veras. De modo que, en beneficio de nuestra propia conservación, se enviaba una carga por la barrera de alambre sólo durante algunos minutos y dos o tres veces al día. Los trífidos retrocedían un poco, y dejaban de presionar contra el cerco. Como precaución adicional instalamos una alarma en el cerco interior para que pudiésemos enfrentarnos con cualquier rotura antes que se convirtiese en algo grave.
Lo malo era la aparente habilidad de los trífidos para aprender, por lo menos de un modo limitado, las lecciones de la experiencia. Descubrimos, por ejemplo que se habían acostumbrado a nuestra práctica de lanzar una carga eléctrica durante un rato mañana y noche. Comenzamos a notar que comúnmente se alejaban de los alambres cuando llegaba la hora de poner en marcha el motor, y que volvían a acercarse tan pronto como éste se detenía. No pudimos saber entonces si asociaban la electrificación de los alambres con el ruido del motor, pero más tarde vimos que así era.
Era bastante fácil encender el motor irregularmente, pero Susan, para quien los trífidos eran objeto continuo de inamistoso estudio, pronto comenzó a afirmar que el período en que se mantenían lejos de los alambres era cada vez más corto. Sin embargo el alambre electrificado y algunos ataques lanzados de vez en cuando en los lugares donde eran más densos, nos libraron de invasiones por más de un año, y aquéllas que ocurrieron más tarde nos encontraron bastante prevenidos como para que detenerlos no fuese más que una pequeña molestia.
En la seguridad de nuestro refugio continuamos aprendiendo agricultura, y la vida se hizo pronto rutinaria.
Un día de estío de nuestro sexto año, Josella y yo fuimos juntos a la costa en el coche tractor que yo acostumbraba usar ahora que los caminos estaban poniéndose tan malos. Fue un día de fiesta para ella. Había pasado meses sin traspasar los limites del cerco. El cuidado de la casa y los niños la habían tenido demasiado atada como para poder hacer más que unos pocos e indispensables viajes, pero ahora Susan podía ya hacerse cargo de todo, y mientras subíamos y corríamos por lo alto de las colinas experimentamos una sensación de alivio. En las faldas más bajas del sur detuvimos el coche y nos sentamos en el suelo.
Era un perfecto día de junio con sólo unas pocas y tenues nubes que matizaban un cielo puro y azul. El sol se reflejaba en las playas y el mar, con tanto brillo como en los días en que aquellas mismas playas habían estado cubiertas por bañistas y el mar manchado con veleros. Contemplamos la escena en silencio durante algunos minutos. Al fin Josella dijo:
—¿No sientes aún que si cierras un rato los ojos al abrirlos vas a encontrarte en el mundo de antes, Bill? Yo sí.
—No muy a menudo ahora —le dije—. Pero he visto muchas más cosas que tú. Sin embargo, a veces…
—Y mira las gaviotas. Son las de siempre.
—Hay muchos más pájaros este año —dije—. Eso me alegra.
Contemplado en forma impresionista, desde cierta distancia, el pueblito era todavía la misma confusión de casitas de techos rojos y quintas habitadas en su mayor parte por una cómodamente retirada clase media. Pero era una impresión que sólo duraba unos pocos minutos. Aunque todavía se distinguían las tejas, las paredes eran apenas visibles. Los jardincitos habían desaparecido bajo un desordenado crecimiento vegetal, matizado aquí y allá por los coloridos descendientes de unas flores cuidadosamente cultivadas. Desde allí, hasta los caminos parecían alfombras verdes. De cerca se descubría que el efecto de suave verdura era ilusorio: estaban, cubiertos de duros y rústicos hierbajos.
—No hace mucho tiempo —reflexionó Josella— la gente lamentaba que esas casas destruyesen el campo. Y míralas ahora.
—El campo se esta vengando, es cierto —dije—. La naturaleza parecía haberse acabado en ese entonces. «¿Quién hubiese pensado que el viejo tenía tanta vida?»
—Casi me asusta. Es como si todo estuviera deshaciéndose. Como si la naturaleza se alegrara de que ya no estemos aquí, y pudiese ahora seguir su camino. Me pregunto si no nos estaremos engañando. ¿Crees que hemos sido vencidos de veras, Bill?
En mis expediciones yo había tenido mucho más tiempo que ella para hacerme esa pregunta.
—Si no se tratase de ti, querida, te daría una respuesta sacada del molde heroico. Expresaría esas ilusiones que pasan tan a menudo por resolución y fe.
—Pero como se trata de mí…
—Te daré la respuesta más honesta: No del todo. Y mientras hay vida, hay esperanza.
Durante algunos segundos miramos en silencio la escena que se extendía ante nosotros.
—Creo —expliqué—, sólo creo, recuérdalo, que tenemos una limitada posibilidad, tan limitada que nos llevará mucho tiempo volver a ser los de antes. Si no fuese por los trífidos diría que nuestras posibilidades son muchas de veras, aunque tardaríamos también. Pero los trífidos son un factor muy importante. Ninguna civilización, en sus orígenes, tuvo que luchar con algo parecido. ¿Nos arrebatarán el mundo o podremos detenerlos?
»El problema se reduce a descubrir cómo aniquilarlos. No somos tan débiles, podremos aún mantenerlos a raya. Pero nuestros nietos, ¿qué van a hacer con ellos? ¿Tendrán que pasarse la vida en reservas humanas, ocupados solamente en la interminable labor de librarse de los trífidos?
»Tiene que haber un método muy simple. Lo malo es que los métodos simples nacen de investigaciones complicadas. Y no tenemos muchos recursos.
—Pero contamos con todos los recursos del pasado; ahí están —apuntó Josella.
—Los recursos minerales, Sí, pero no los mentales. Necesitamos un equipo, un equipo de expertos para acabar con los trífidos de una vez por todas. Algo se puede hacer, estoy seguro. Algo así como un arma selectiva, quizá. Unas hormonas capaces de crear un estado de desequilibrio en los trífidos, pero no en otros seres… Tiene que ser posible… Si un cierto número de hombres se pusiera a investigar…
—¿Sí lo crees así, por qué no lo intentas? —me preguntó Josella.
—Por muchas razones. Primero, yo no podría hacerlo; soy un bioquímico muy mediocre, y estoy solo. Es necesario instalar un laboratorio, un equipo. Más aún, hay que disponer de tiempo, y yo tengo muchas cosas que hacer. Pero de todos modos no podría producir hormonas sintéticas en grandes cantidades. Ese trabajo ocuparía a toda una fábrica. Pero antes hay que formar a los investigadores.
—Se podría enseñar a la gente.
—Sí… Cuando un cierto número pueda pensar en otra cosa que en la lucha por la existencia. He reunido un montón de libros de bioquímica con la esperanza de que alguien los utilice algún día. Le enseñaré a David todo lo que sé, y él podrá comunicárselo a otros. Pero si no logramos que nos sobre un poco de tiempo, no veo otra solución que las reservas.
Josella miró frunciendo el ceño un grupo de cuatro trífidos que cruzaban el campo, allá abajo.
—Antes decían que los insectos eran el enemigo más serio del hombre —comentó—. Me parece que los trífidos tienen algo en común con ciertas clases de insectos. Oh, ya sé que biológicamente son plantas. Quiero decir que no se preocupan por los individuos, y éstos no se preocupan por sí mismos. Separadamente tienen algo que podría llamarse inteligencia; colectivamente esa impresión de inteligencia es mucho mayor. Trabajan juntos con un determinado propósito, como las abejas o las hormigas. Y, sin embargo, no se podría decir que tengan conciencia de algún propósito o esquema, aunque participen de él. Todo esto es muy raro; quizá imposible de entender para nosotros. Los trífidos son tan diferentes. Me dan la impresión de que contradijeran todo lo que sabemos acerca de las características hereditarias. ¿Hay en la abeja o el trífido un gene de organización social, o tiene una hormiga algún gene de arquitectura? Y sí ellos tienen algo así, ¿cómo no hemos desarrollado nosotros un gene del lenguaje o del arte culinario? En fin, sea lo que sea, los trífidos parecen tener algo parecido. Es posible que ningún individuo sepa por qué se queda junto a nuestro cerco, pero que todo el conjunto comprenda que su propósito es el de acabar con nosotros, y que tarde o temprano lo conseguirán.
—Hay todavía medios para evitar que eso ocurra —dije—. No ha sido mi propósito el de desalentarte.
—No me siento desalentada… excepto cuando me invade el cansancio. Casi siempre tengo tanto que hacer que no puedo pensar en lo que vendrá. No, comúnmente sólo estoy un poco triste, con esa especie de suave melancolía que el siglo dieciocho juzgaba tan estimable. Me siento sentimental cuando pones algún disco. Hay algo casi terrible en esas grandes orquestas que ya no existen y que siguen tocando para una gente enclaustrada y cada vez más primitiva. Evoco el pasado, y me entristezco al pensar en todo lo que no volveremos a hacer, pase lo que pase. ¿No sientes lo mismo a veces?
—Hum —admití—. Pero ten en cuenta que a medida que pasa el tiempo acepto mejor el presente. Y sí se pudieran cumplir mis deseos, me gustaría que el viejo mundo resucitase, sí, pero con una condición. Pues verás, a pesar de todo, soy más feliz ahora que en ninguna otra época de mi vida. Tú me comprendes, ¿no es cierto, Josie?
Josella me tomó la mano.
—Yo siento lo mismo. Sí, lo que hemos perdido no me entristece tanto como lo que nuestros niños no podrán conocer.
—Va a ser un problema inculcarles ambiciones y esperanzas —reconocí—. No podemos evitar que miren un poco hacia atrás. Pero no deben hacerlo a menudo. La tradición de una desvanecida edad de oro y de unos antecesores dotados de poderes mágicos sería muy contraproducente. Razas enteras han caído en la inanición a causa del complejo de inferioridad creado por un pasado glorioso. ¿Cómo podremos evitar que eso ocurra?
—Si yo fuese niño —reflexionó Josella—, creo que me gustaría que me dieran alguna razón. Si no ocurriera así, es decir, si me dejaran pensar que he nacido en un mundo absurdamente destruido me parecería que la vida es también absurda. Y por desgracia parece que es eso justamente lo que ha pasado.
Josella hizo una pausa, reflexionando, y luego añadió:
—¿No crees que podríamos… no crees que se justificaría que inventáramos un mito para ayudarlos? La historia de un mundo que era maravillosamente inteligente, pero tan malvado que tenía que ser destruido… o que se destruyó a sí mismo por error. Algo así como el Diluvio. No se sentirían aplastados entonces por ese complejo de inferioridad. Al contrario, se verían impulsados a construir, y a construir esta vez algo de valor.
—Sí… —dije, pensándolo—; Sí. Es a menudo una buena idea decir a los niños la verdad. Las cosas se les presentan luego más fáciles. ¿Pero por qué hablas de un mito?
Josella vaciló.
—¿Qué quieres decir? Los trífidos fueron… bueno, fueron un error cometido por alguien, lo reconozco. ¿Pero y el resto…?
—No creo que podamos acusar a nadie a propósito de los trífidos. Los extractos eran muy valiosos: Nadie puede ver a dónde lleva un descubrimiento, ya sea una nueva especie de motor o un trífido. Y no tuvimos ninguna dificultad con esas plantas mientras las condiciones fueron normales. Nos beneficiamos bastante con ellas.
—Bueno, no fue culpa nuestra si las condiciones cambiaron. Fue… simplemente una de esas cosas: como terremotos o huracanes; lo que una compañía de seguros llamaría «la mano de Dios». Quizá fue eso precisamente: un juicio, no fuimos nosotros, por cierto, los que trajimos ese cometa.
—¿No fuimos nosotros, Josella? ¿Estás segura?
Josella volvió la cabeza y me miró.
—¿Qué quieres decir, Bill? ¿Cómo podríamos haber sido nosotros?
—Lo que quiero decir, querida, es esto: ¿fue realmente un cometa? Siempre ha habido una supersticiosa desconfianza hacia los cometas, y aun no se ha borrado del todo. Sé que somos bastantes civilizados como para no arrodillamos en las calles y rezarles una oración; pero de todos modos es una fobia que tiene una base de siglos. Se los ha tomado como portentos y símbolos de la ira celestial, y anuncios de que el fin del mundo estaba próximo, y han aparecido en gran cantidad de cuentos y profecías. Así que si uno se encuentra con un asombroso fenómeno celeste, ¿qué más natural que atribuirlo a un cometa? Una prueba en contrario tardaría en difundirse, y tiempo fue, precisamente, lo que faltó. Y cuando sobrevino el desastre total, todos siguieron creyendo que había sido un cometa.
Josella me miraba.
—Bill, ¿estás tratando de decirme que no crees que haya sido un cometa?
—Exactamente —dije.
—Pero… no entiendo. Tiene que… ¿Qué otra cosa pudo haber sido?
Abrí un paquete de cigarrillos, cerrado al vacío, y encendí dos.
—¿Recuerdas lo que decía Michael Beadley a propósito de esa cuerda floja por la que habíamos caminado durante años?
—Sí, pero…
—Bueno, creo que lo que ocurrió fue que perdimos el equilibrio; y que algunos sobrevivimos al golpe.
Aspiré una bocanada de humo, mientras miraba el mar y el cielo azul e infinito.
—Allá arriba —continué—, allá arriba, había —y quizá todavía hay— un desconocido número de armas satélites que giran y giran alrededor de la Tierra. Eran como un grupo de amenazas latentes que daban vueltas esperando que algo o alguien las descargase. ¿Qué había en ellas? Tú no lo sabes, yo tampoco. Secretos de las altas esferas. Todo lo que hemos oído son presunciones: materiales fisibles, polvos radiactivos, bacterias, virus… Imagina ahora que una de ellas hubiese sido diseñada para emitir ciertas radiaciones que nuestros ojos no podrían soportar, algo que quemase, o dañase al menos, el nervio óptico…
Josella me apretó la mano.
—¡Oh, no, Bill! No, no es posible… Eso hubiera sido… diabólico. No puedo creerlo.
—Querida mía, todo lo que había allá arriba era diabólico… Imagina ahora un error, o un accidente; un encuentro con los restos de un cometa, si quieres…
»Alguien comenzó a hablar de un cometa. No hubiese sido político negarlo… y hubo además tan poco tiempo.
»Bueno, esas cosas, naturalmente, habían sido fabricadas para que operasen cerca del suelo, y que ejerciesen su efecto en una región determinada, y sólo en ella. Pero comenzaron a operar allá en el espacio, o al chocar con la atmósfera. De cualquier modo estaban tan lejos que todos los habitantes del globo recibieron sus radiaciones…
»No podemos saber qué pasó realmente. Pero de algo estoy seguro: que de un modo o de otro fuimos nosotros los culpables. Y aquella plaga. No era tifus.
»Me parece una coincidencia muy rara que en miles y miles de años un cometa destructor haya llegado justo poco después de que estableciéramos unas armas satélites. ¿No te parece a ti lo mismo? No, creo que nos mantuvimos en esa cuerda floja un buen rato de veras, considerando todo lo que podía haber ocurrido. Pero tarde o temprano un pie tenía que resbalar…
—Bueno, dicho de ese modo… —murmuró Josella. Se interrumpió y se quedó callada durante un rato. Al fin dijo—: Me imagino que, si la naturaleza nos hubiera golpeado ciegamente sería menos horroroso. Y sin embargo no lo creo así. Me hace sentir menos desesperanzada, porque por lo menos todo es ahora comprensible. Si ocurrió de ese modo, podemos impedir al menos que ocurra otra vez. Será otro de los errores que nuestros tataranietos tendrán que evitar. Y hubo tantos, tantos errores. Pero podemos indicarles dónde está el peligro.
—Hum… bueno —dije—. De todos modos cuando hayan vencido a los trífidos y salgan de todo eso tendrán tiempo de sobra para cometer sus nuevos y propios errores.
—Pobres cositas —dijo Josella, como si estuviese viendo allá abajo un creciente desfile de biznietos—, no es mucho lo que podemos ofrecerles, ¿no es verdad?
—La gente acostumbra a decir; «la vida es lo que uno hace de ella».
—Eso, mi querido Bill, fuera de ciertos y muy estrechos límites, es sólo… bueno, no quiero ser ruda. Pero mi tío Ted solía decir eso, hasta que alguien arrojó una bomba que le hizo perder las dos piernas. Desde entonces cambió de modo de pensar. Y si yo estoy viva, no es por lo que hice. —Josella arrojó a lo lejos los restos de su cigarrillo—. Bill, ¿qué hemos hecho para formar parte de los sobrevivientes? A veces, cuando no me siento fatigada y egoísta, pienso cuánta suerte hemos tenido de veras, y siento deseos de dar gracias a alguien o a algo. Pero de pronto descubro que si hubiera algo o alguien a quien dar gracias, hubiesen elegido a quien se lo mereciese más. Todo esto es muy confuso para una muchacha simple como yo.
—Y yo —dije— siento que si hubiera algo o alguien en el asiento del conductor muchos episodios de la historia no hubiesen ocurrido nunca. Pero eso no me preocupa mucho. Hemos tenido suerte. Si mañana cambian las cosas, bueno, que cambien. Pase lo que pase, no me pueden quitar el tiempo que hemos vivido juntos. Esto es más de lo que yo he merecido nunca, y más de lo que muchos hombres obtienen en toda su existencia.
Nos quedamos allí un rato más, mirando el mar desierto, y luego bajamos al pueblito.
Después de visitar las tiendas nos fuimos de picnic a la playa bañada por el sol. Cuidamos de que a nuestras espaldas hubiese una buena franja de guijarros. Si se acercaba algún trífido, lo oiríamos enseguida.
—Tenemos que repetir esto mientras podamos —dijo Josella—. Ahora que Susan ya es mayorcita no estoy tan atada.
—Si alguien tiene el derecho de descansar un poco eres tú —comenté.
Lo dije pensando que me gustaría que fuésemos juntos mientras era aún posible, a despedirnos de los lugares y cosas que habíamos conocido. La perspectiva de quedar encerrados crecía año tras año. Para ir desde Shirning al norte ya era necesario dar un rodeo de varios kilómetros. Había que evitar una región que se había convertido en un pantano. Los caminos empeoraban con rapidez. Las lluvias e inundaciones aceleraban la erosión, y las raíces estaban rompiendo el asfalto. Dentro de poco tiempo ya no se podría ir en busca de un tanque de combustible. Los prados serían intransitables, y muy probablemente el camino quedaría bloqueado para siempre. Un tractor siempre podría andar por el medio del campo, si éste estaba bastante seco; pero los viajes serían cada vez más difíciles, aun con esa clase de vehículos.
—Y tendremos una fiesta de veras —dije—. Te volverás a vestir e iremos a…
—Chist… —interrumpió Josella, alzando un dedo y poniendo el oído del lado del viento.
No respiré y presté atención. Se sentía —más que se oía— algo que golpeaba el aire. Un golpe débil, pero que crecía poco a poco.
—¡Es… es un avión! —dijo Josella.
Miramos hacia el oeste, haciéndonos sombra con las manos. El murmullo era poco más fuerte que el zumbido de un insecto. Crecía con tanta lentitud que no podía proceder sino de un helicóptero; cualquier otra clase de máquina ya hubiese pasado sobre nuestras cabezas.
Josella lo vio antes que yo. Era un punto que parecía venir hacia nosotros, siguiendo la línea de la playa. Nos pusimos de pie y comenzamos a hacerle señas. A medida que el punto crecía, movíamos las manos más nerviosamente, y, con no mucho sentido común, gritábamos hasta desgañitamos. El piloto nos hubiese visto, si se hubiese acercado un poco más. Pero cuando estaba a unos pocos kilómetros dobló de pronto hacia el norte. Seguimos agitando las manos con la esperanza de que todavía pudiera vernos. Pero no había ninguna indecisión en el movimiento de la máquina, ni ninguna variación en el sonido del motor. Deliberada e imperturbablemente el helicóptero se perdió entre las colinas.
Bajamos los brazos y nos miramos.
—Si vino una vez, puede venir otra —dijo Josella con fuerza, aunque no muy convencida.
Pero la aparición de la máquina nos había transformado. Ya no existía, casi, aquella resignación en que nos habíamos encerrado tan cuidadosamente. Habíamos estado diciéndonos a nosotros mismos que debía de haber otros grupos, pero que no podrían estar en mejor posición que la nuestra. Pero un helicóptero que surgía como una sonora visión del pasado despertaba algo más que recuerdos; sugería que alguien, en alguna parte, estaba mejor que nosotros. ¿Habría allí algo así como envidia? Y nos hacía recordar también que, por más afortunados que fuésemos, éramos todavía criaturas gregarias.
La inquietud que nos dejó la máquina destruyó nuestro humor, y nos olvidamos de todo lo que habíamos dicho. De común acuerdo, y en silencio, comenzamos a empaquetar nuestras cosas y, entregado cada uno a sus propios pensamientos, regresamos al coche y partimos hacia Shirning.