10
Tynsham

Era un poco difícil que alguien pasara por alto la Finca de Tynsham. Más allá de las pocas casas que formaban la aldea, el alto muro de la heredad corría junto al camino. Lo seguimos hasta llegar a una maciza puerta de hierro forjado. Detrás de la puerta había una joven a quien la gravedad sombría de la responsabilidad había quitado toda expresión humana. Estaba provista de una escopeta que tomaba por lugares inadecuados. Le hice una seña a Coker para que se detuviese, y llamé a la mujer mientras iba acercándome. La mujer movió la boca, pero ninguna palabra traspasó el ruido del motor. Lo apagué.

—¿Es esta la Finca de Tynsham? —pregunté.

La mujer no estaba dispuesta a soltar esto ni ninguna otra cosa.

—¿De dónde vienen? ¿Y cuántos son? —replicó.

Yo hubiese deseado que no jugara con la escopeta de ese modo. Brevemente, y sin dejar de fijarme en aquellos torpes dedos, le expliqué quiénes éramos, por qué habíamos venido, qué traíamos con nosotros, y le garanticé que no ocultábamos a nadie. La mujer fijó en mí unos ojos tristes y pensativos, muy comunes en los sabuesos, pero nada tranquilizadores. Mis palabras no lograron desvanecer esa sospecha que hace a las personas concienzudas tan cansadoras. Cuando la mujer vino de detrás de la verja a examinar la parte trasera de los camiones, rogué porque no viera confirmadas sus sospechas al ver a Coker. Admitir que estaba satisfecha debió haber debilitado su papel de centinela, pues consintió, aunque todavía con algunas reserva, en dejarnos entrar.

—Tome el sendero de la derecha —me dijo mientras yo entraba en la finca, y se volvió enseguida para atender otra vez a la puerta. Más allá de una corta avenida de olmos se extendía un parque de estilo de fines del siglo dieciocho y matizado de árboles que habían tenido espacio suficiente como para adquirir toda su magnificencia. La casa, cuando se hizo visible, no me pareció nada majestuoso, en el sentido arquitectónico pero era muy grande. Ocupaba una considerable extensión de terreno y comprendía una verdadera variedad de estilos como si ninguno de sus sucesivos ocupantes hubiese podido resistir la tentación de dejar su marca personal. Cada uno de ellos, sin dejar de respetar el trabajo de sus antecesores, se había creído con el deber de expresar de algún modo el espíritu de su propia época. Un confiado olvido de las alturas previas había dado como resultado una evidente indocilidad. Era sin duda una casa graciosa y, sin embargo, de un aspecto amable y seguro.

El sendero nos condujo a un patio ancho donde ya estaban estacionados varios vehículos. Cochera y establos se extendían alrededor, ocupando aparentemente varios acres. Coker se puso a mi lado y descendió. No se veía a nadie.

Entramos por la puerta trasera del edificio principal y atravesamos un largo corredor. Este terminaba en una cocina de nobiliarias proporciones donde flotaba el calor y el olor de una comida que estaba preparándose. De algún sitio venía un murmullo de voces y un ruido de platos. Tuvimos que recorrer otro oscuro pasillo y atravesar otra puerta antes de llegar allí.

El lugar en que nos encontrábamos ahora había sido, imaginé, la sala de la servidumbre en épocas en que el servicio era bastante numeroso como para que tuviesen que disponer de una sala. Era lo suficientemente espacioso como para que pudiesen sentarse a la mesa un centenar de personas. Sus actuales ocupantes, sentados en dos largas filas de bancos, eran, me pareció, unos cincuenta o sesenta. Bastaba mirarlos para comprender que eran ciegos. Mientras seguían pacientemente sentados, unas pocas personas con vista se movían a su alrededor, muy ocupadas. En una mesa lateral tres muchachas trinchaban activamente unos pollos. Me acerqué a una de ellas.

—Acabamos de llegar —le dije—. ¿Qué podemos hacer?

La muchacha se detuvo, y sin soltar el tenedor se echó con la muñeca, hacia atrás, un mechón de pelo.

—Uno de ustedes puede encargarse de las verduras y el otro ayudar con los platos —me dijo.

Me encargué de dos grandes cubos de patatas y repollo. Mientras los distribuía por las mesas examiné a los ocupantes de la sala. Josella no estaba entre ellos, ni vi tampoco a ninguno de los más notables caracteres del grupo de la Universidad, aunque creí reconocer las caras de algunas mujeres.

La proporción de hombres era mucho mayor que en el grupo primitivo, y estaban curiosamente separados en grupos. Unos pocos podían haber sido londinenses, o por lo menos habitantes de alguna ciudad, pero la mayoría llevaba ropas de campo. Una excepción era un clérigo de edad madura. La ceguera era la característica común de todos ellos.

Las mujeres estaban distribuidas de un modo más irregular. Algunas llevaban trajes de ciudad, no muy apropiados para el ambiente; otras eran probablemente de la aldea. En el último grupo había sólo una muchacha con vista, pero el primero comprendía por lo menos una media docena de mujeres normales, y algunas que, aunque ciegas, no se manejaban con torpeza.

Coker, también, había estado inspeccionando la sala.

—Rara compañía ésta —me dijo en voz baja—. ¿La ha visto ya?

Sacudí la cabeza, comprendiendo tristemente que había tenido más esperanzas de encontrar allí a Josella de lo que me había confesado a mí mismo.

—Es gracioso —continuó Coker—, no hay prácticamente nadie del grupo que me llevé con usted, excepto la muchacha que está trabajando en aquella punta.

—¿Lo ha reconocido? —pregunté.

—Creo que sí. Me miró de bastante mal modo.

Cuando terminamos de acarrear los platos y servir las verduras, nos sentamos a la mesa. No había nada de que quejarse en la comida, y eso que haber vivido de conservas durante una semana había agudizado nuestro gusto. Cuando terminamos de comer, alguien golpeó la mesa. El clérigo se puso de pie, y esperó a que se hiciera el silencio antes de hablar.

—Amigos míos. Conviene que al terminar un nuevo día renovemos nuestras gracias a Dios que ha tenido la misericordia de preservarnos en medio del desastre. Rogadle que tenga compasión para con aquéllos que aún vagan solos en la oscuridad y que conduzca hacia aquí sus pasos, que nosotros los socorreremos. Pidámosle también que podamos sobrevivir a las pruebas y tribulaciones que nos aguardan, para que con su ayuda logremos participar en la reconstrucción de un mundo mejor para su mayor gloria.

El clérigo inclinó la cabeza.

—Dios todopoderoso y misericordioso…

Después del «amén» comenzó un himno. Cuando el canto terminó los asistentes se separaron en grupos, todos tomados de su vecino, y dirigidos por cuatro de las muchachas con vista.

Encendí un cigarrillo. Coker me aceptó uno distraídamente, sin hacer ningún comentario. Una muchacha se acercó a nosotros.

—¿Quieren ayudar a salir? —nos preguntó—. La señorita Durrant volverá pronto, espero.

—¿La señorita Durrant? —repetí.

—Es la organizadora —explicó la muchacha—. Podrán arreglar las cosas con ella.

Una hora más tarde, y ya casi de noche, oímos que la señorita Durrant había vuelto. La encontramos en una habitación no muy grande, algo parecida a un estudio, iluminada solamente por dos velas que la mujer tenía en el escritorio. Reconocí enseguida a la mujer morena, de labios delgados, que había hablado en nombre de la oposición en el mitin de la Universidad. Por el momento toda su atención estaba concentrada en Coker. Su expresión no era más amable que la de aquella otra noche.

—Me han dicho —dijo fríamente, mirando a Coker como si el hombre fuera algún desperdicio—, me han dicho que fue usted quien organizó el asalto al edificio de la Universidad.

Coker dijo que sí, y esperó.

—Entonces tengo que advertirle, de una vez por todas, que en nuestra comunidad de nada sirven los métodos brutales, y que no es nuestro propósito tolerarlos.

Coker sonrió ligeramente, y respondió recurriendo a su mejor lenguaje de clase media:

—Todo depende del punto de vista. ¿Quién puede juzgar quién fue el más brutal? ¿Aquéllos que vieron una responsabilidad inmediata y se quedaron, o aquéllos que vieron una responsabilidad lejana y se dieron a la fuga?

La mujer siguió mirándolo duramente. Su expresión era la misma, pero evidentemente estaba formándose una diferente opinión del hombre con que tenía que tratar. Ni su réplica ni sus modales habían sido lo que ella había esperado. Meditó unos instantes sobre este nuevo aspecto de las cosas y al fin se volvió hacia mí.

—¿Estaba usted en eso, también?

Le expliqué mi participación en cierto modo negativa en el asunto, e hice mi propia pregunta.

—¿Qué pasó con Michael Beadley, el Coronel y el resto?

No fui muy bien recibido.

—Se han ido a otra parte —dijo la mujer secamente—. Esta es una comunidad limpia y decente con ciertas normas —normas cristianas—, y nos proponemos luchar por ellas. No tenemos lugar aquí para gente sin convicciones. La decadencia, la inmoralidad y la falta de fe son responsables de la mayor parte de los males del mundo. Es deber de aquéllos que nos hemos salvado edificar una sociedad donde eso no vuelva a ocurrir. El cínico y el listo descubrirán que no hay lugar aquí para ellos, no importa con qué brillantes teorías traten de disfrazar su materialismo y su licencia. Somos una comunidad cristiana, y pretendemos seguir siéndolo.

La señorita Durrant me miró desafiante.

—¿Así que usted se separó? —dije—. ¿Y a dónde han ido los otros?

La mujer me respondió con frialdad:

—Se han ido, y nosotros nos hemos quedado. Eso es lo que importa. En tanto mantengan su influencia lejos de aquí, podrán trabajar a su gusto en su propia condenación. Y como han decidido considerarse superiores, tanto a las leyes de Dios como a las de las costumbres civilizadas, no dudo que lo lograrán.

La señorita Durrant terminó su declaración con un movimiento de mandíbula que sugería que era inútil hacerle más preguntas, y luego se volvió hacia Coker.

—¿Qué sabe hacer usted? —le preguntó.

—Varias cosas —dijo Coker con calma—. Sugiero que se me ocupe en diversos trabajos hasta ver dónde se me necesita más.

La mujer titubeó un poco sorprendida. Había pensado, indudablemente decidir por su propia cuenta, y dar enseguida las instrucciones del caso, pero esto era distinto.

—Muy bien. Mire por ahí y venga mañana por la tarde y hablaremos —dijo.

Pero a Coker no lo despedían tan fácilmente. Deseaba conocer las dimensiones de la finca, el número de personas que albergaba la casa, la proporción de ciegos y gente normal, y otras varias cosas, y se las dijeron.

Antes de irnos, pregunté por Josella. La señorita Durrant frunció el ceño.

—Me parece haber oído ese nombre. ¿Dónde pudo haber sido? Oh, ¿no fue candidata de los conservadores en la última elección?

—No lo creo. Ella… este… escribió un libro —dije.

—Escribió… —comenzó a decir la mujer. Enseguida vi que recordaba—. Oh, oh, ¡aquel libro! Bueno, realmente, señor Masen, no creo que esa señorita sea capaz de interesarse por una comunidad como ésta.

Ya fuera, en el corredor, Coker se volvió hacia mí. Había aún bastante luz como para que yo alcanzase a ver su sonrisa.

—Una ortodoxia bastante deprimente —comentó. La sonrisa desapareció mientras añadía—: Gente seria, ya me entiende. Orgullo y prejuicio. La mujer quiere que la ayuden. Lo necesita con urgencia pero no va a admitirlo por nada del mundo.

Hizo una pausa ante una puerta abierta. La oscuridad era ya bastante grande como para distinguir el interior de la habitación. Entramos y vimos que era un dormitorio de hombres.

—Voy a cambiar unas palabras con esta gente. Lo veré luego.

Observé como Coker cruzaba la habitación y saludaba a todos con un alegre:

—¡Salud, compañeros! ¿Cómo van las cosas?

Yo regresé al vestíbulo-comedor. No había más luz que la de tres velas puestas sobre una mesa. Muy cerca una muchacha miraba exasperadamente un remiendo.

—Hola —me dijo—. Terrible, ¿no es cierto? ¿Cómo podían hacer algo en aquellos viejos días cuando caía la noche?

—No tan viejos —le respondí—. No se trata sólo del pasado, sino también del futuro… siempre que haya alguien que nos enseñe a hacer velas.

—Sí, me imagino que así será. —La muchacha alzó la cabeza y me miró—. ¿Usted llegó hoy de Londres?

—Si —contesté.

—¿Van muy mal las cosas allá?

—Todo ha terminado.

—Habrá visto escenas horribles.

—Sí —dije, brevemente—. ¿Desde cuándo está aquí?

La muchacha me relató sucintamente lo que había ocurrido, sin mucho ánimo.

El asalto de Coker a la Universidad sólo había perdonado a media docena de personas con vista. Ella y la señorita Durrant habían sido dos de ellas. Al día siguiente la señorita Durrant se había hecho cargo de la situación con bastante ineficacia. Era imposible salir inmediatamente ya que sólo uno era capaz de conducir un camión. Durante ese día, y la mayor parte del otro, el grupo había vivido en una situación similar a la mía en Hampstead. Pero en la tarde del segundo día volvieron Michael Beadley y otros dos, y durante la noche unos pocos más. Al otro día había bastante gente como para manejar una docena de camiones. Decidieron que era más prudente salir enseguida que esperar la posibilidad de que regresaran otros.

La Finca de Tynsham había sido elegida como destino posible sólo porque el Coronel había dicho que ofrecía las condiciones de seguridad y aislamiento que estaban buscando.

No había mucha unanimidad en el grupo, como lo sabían muy bien sus jefes. Al día siguiente de llegar a Tynsham se había realizado una reunión, más pequeña, pero no muy diferente de aquella de la Universidad. Michael y sus partidarios habían anunciado que había mucho que hacer, y que no tenían la intención de desperdiciar energías en pacificar un grupo dominado por insensatos prejuicios y ganas de discutir. La tarea a realizar era demasiado grande y el tiempo apremiaba. Florence Durrant se mostró de acuerdo. Lo que había ocurrido en el mundo bastaba como advertencia. No entendía cómo podía haber gentes tan ciegas e ingratas que no alcanzaban a ver que habían sido salvadas por la gracia de un milagro y que pensaban aún en perpetuar las teorías subversivas que habían estado minando la fe cristiana durante todo un siglo. Por su parte no deseaba vivir en una comunidad donde unos cuantos tratarían de pervertir la sencilla fe de los que no se avergonzaban de mostrar su gratitud hacia Dios guardando sus leyes. No dejaba tampoco de advertir que la situación era seria. Lo correcto era tener en cuenta la señal de advertencia enviada por Dios y volver enseguida a sus enseñanzas.

La división del grupo, aunque realizada sin titubeos, no fue muy proporcionada. La señorita Durrant descubrió que la apoyaban cinco muchachas con vista, una docena de muchachas ciegas, unos pocos hombres y mujeres de mediana edad, también ciegos, y ningún hombre con ojos normales. Dada esta última circunstancia era indudable que la sección que tenía que mudarse era la de Michael Beadley. Los camiones estaban todavía cargados, así que no había por qué esperar, y aquella misma tarde salieron de allí dejando que la señorita Durrant y sus seguidores se hundieran o flotaran en sus principios.

Hasta ese entonces no había habido oportunidad de examinar los recursos de la finca y sus alrededores. La parte principal de la casa había estado clausurada, pero en los pabellones de la servidumbre encontraron huellas de recientes ocupantes. La investigación realizada más tarde en el jardín de la cocina les dio una imagen bastante clara de lo que había pasado. Los cuerpos de un hombre, una mujer y una muchacha yacían entre unas frutas.

Cerca; un par de trífidos esperaba pacientemente con sus raíces clavadas en el suelo. Junto a la granja modelo, en el extremo más lejano de la heredad, había ocurrido algo similar. Era difícil saber si los trífidos habían entrado en el parque por alguna puerta abierta, o si se trataba de ejemplares que no habían sido podados y que ya estaban allí; pero, evidentemente, eran una amenaza de la que había que librarse enseguida, antes que hicieran más daño. La señorita Durrant había enviado a una muchacha a que recorriese el muro de la finca y cerrase todas las puertas, mientras ella, por su parte, se dirigía a la sala de armas. A pesar de su inexperiencia, ella y otra mujer habían logrado volar la copa de todos los trífidos que habían encontrado, hasta el número de veintiséis. No habían visto más dentro de los muros, y se esperaba que no hubiese otros.

Al día siguiente una recorrida por la aldea había mostrado que los trífidos existían allí en número considerable. Los sobrevivientes eran aquéllos que se habían encerrado en sus casas para vivir allí mientras les durasen las provisiones, o los que habían tenido bastante suerte como para no encontrarse con trífidos cuando salían en busca de alimento. Todos ellos fueron recogidos y traídos a la finca. Eran personas sanas, y en su mayoría fuertes, pero por ahora constituían más una carga que una ayuda, pues no había nadie entre ellas que pudiese ver.

Cuatro mujeres más habían llegado en el curso del día. Dos, acompañadas por una muchacha ciega, en un camión; la otra sola, en un coche. Esta última después de una breve recorrida, había declarado que el sitio era poco atractivo, y se había ido. De los varios que continuaron llegando en los pocos días siguientes, sólo dos se habían quedado. Todos, menos dos, habían sido mujeres. La mayor parte de los hombres, parecía, se habían alejado sin remordimientos de la gente de Coker, y casi todos habían regresado a tiempo para unirse al grupo original.

De Josella, la muchacha no supo decirme nada. Era indudable que nunca había oído su nombre y mis intentos de descripción no le trajeron ningún recuerdo.

Hablábamos todavía cuando la luz eléctrica se encendió de pronto. La muchacha alzó los ojos con la expresión de suspenso y asombro de quien está recibiendo una revelación. Apagó las velas, y volvió a su zurcido mirando de vez en cuando las lámparas como para asegurarse de que estaban todavía allí.

Unos pocos minutos después, Coker entraba en la sala.

—Fue usted, supongo —le dije señalando las luces con un movimiento de cabeza.

—Sí —admitió Coker—. La casa tiene instalación propia. Es mejor usar el petróleo que dejar que se evapore.

—¿Quiere decir que pudimos haber tenido luz eléctrica desde que llegamos aquí? —preguntó la muchacha.

—Si se hubieran tomado la molestia de poner en marcha el motor —dijo Coker, mirándola—. Si querían luz eléctrica, ¿por qué no lo encendieron?

—No sabía que había un motor. Además, no sé nada de máquinas o electricidad.

Coker miró a la muchacha pensativamente.

—Así que siguió a oscuras —señaló—. ¿Y cuánto tiempo cree que podría sobrevivir quedándose sentada y a oscuras cuando hay tantas cosas que hacer?

La muchacha se sintió herida ante el tono de Coker.

—No es culpa mía si no sirvo para esas cosas.

—Permítame contradecirla —le dijo Coker—. No sólo es culpa suya, sino que es también una culpa en la que usted se ha complacido. Nada justifica que se sienta demasiado espiritual como para entender de maquinarias. Es una forma muy tonta de la vanidad. Nadie no sabe nada de nada en un principio, pero Dios da al hombre —y también a la mujer— un cerebro. No saber cómo usarlo no es una virtud que haya que alabar. Aún en una mujer es un defecto grave.

Como es natural la muchacha parecía molesta. Coker mismo parecía molesto desde que había llegado. La muchacha dijo:

—Todo está muy bien. Pero las mentes de distintas personas trabajan de distinto modo. Los hombres entienden el funcionamiento de las máquinas, y la electricidad. Las mujeres no se interesan comúnmente por esas cosas.

—No me mezcle leyendas y mentiras. No voy a aceptarlo —dijo Coker—. Usted sabe muy bien que las mujeres pueden manejar —o por lo menos han podido— las máquinas más complejas y delicadas cuando se molestan en entenderlas. Lo que pasa generalmente es que son demasiado perezosas para molestarse, a no ser que se vean obligadas a hacerlo. ¿Por qué van a molestarse cuando toda una tradición de conmovedor desamparo ha sido analizada como virtud femenina y se ha puesto el trabajo en manos de algún otro? Comúnmente es un artificio que nadie ha considerado necesario desenmascarar. En realidad, se lo ha alimentado por todos los medios. El hombre ha colaborado arreglando el incinerador de la pobre querida, y cambiando hábilmente los fusibles. La charada en su totalidad ha sido aceptada por ambos bandos. La dura eficacia complementa esa delicadeza espiritual y dependencia encantadora. Y es él quien se ensucia las manos.

Coker tomó aliento y continuó:

—Hasta hemos podido divertirnos a nosotros mismos con esa especie de parasitismo y pereza mental. A pesar de que se ha hablado durante generaciones de la igualdad de los sexos, las mujeres han hecho todo lo posible por continuar dependiendo de los hombres. Han cambiado un poco, como para adaptarse a las nuevas condiciones, pero sólo un poco… y de muy mala gana. —Coker calló un instante—. ¿Lo duda usted? Bueno, considere este hecho: tanto la muchachita descarada como la mujer intelectual traen a colación, cuando se trata de efectuar ciertos trabajos, su supersensibilidad. Sin embargo, cuando estalla una guerra, que acarrea deberes y obligaciones sociales, ambas pueden educarse y convertirse en mecánicos competentes.

—Pero ellas no eran buenos mecánicos —señaló la muchacha—. Todo el mundo lo dice.

—Ah, el mecanismo defensivo en acción. Permítame informarle que se dice eso en defensa de muchos intereses. Sin embargo —admitió Coker—, hasta cierto punto es verdad. ¿Y por qué? Porque casi todas las mujeres no sólo tuvieron que aprender muy rápidamente y sin una base adecuada, sino que tuvieron también que olvidarse de los hábitos alimentados cuidadosamente durante años y años. Habían llegado a creer que tales intereses les eran ajenos, y demasiado rudos para sus delicadas naturalezas.

—No sé por qué viene a refregarme todo eso por las narices —dijo la muchacha—. Yo no soy la única que no puso en marcha el motor.

Coker sonrió mostrando los dientes.

—Tiene usted razón. No es justo. Pero encontrar ese motor ya listo para funcionar, y pensar que nadie había hecho nada, me sacó de quicio. La torpeza de los inútiles me es insoportable.

—Me parece entonces que tendría que decirle todo eso a la señorita Durrant, y no a mí.

—No se preocupe. Lo haré. Pero no sólo le atañe a ella. También a usted, y a todos. Hablo en serio, ya lo sabe. Los tiempos, han cambiado de veras. Usted no puede seguir diciendo: «Oh, querido, no entiendo nada de estas cosas», y esperar a que otro haga el trabajo. Nadie puede ser ya tan estúpido como para confundir la ignorancia con la inconsciencia. Ni la ignorancia será ya algo gracioso o simpático. Será al contrario algo peligroso, muy peligroso. Si no nos apresuramos a entender muchas cosas que antes no nos interesaron, nadie saldrá adelante, ni los que dependen de nosotros.

—No veo por qué tiene que derramar sobre mí todo su desprecio por las mujeres —dijo la muchacha, malhumorada—. Y todo por un motor viejo y sucio.

Coker alzó los ojos al cielo.

—¡Dios mío! Y aquí he estado yo explicando que las mujeres tienen todas las capacidades y que sólo falta que las utilicen.

—Usted dijo que éramos parásitos. No es nada bonito oír eso.

—No trato de decir cosas bonitas. Digo sólo que en el mundo que acaba de desaparecer las mujeres tenían gran interés en actuar como parásitos.

—Y todo eso porque ocurre que no sé nada acerca de un motor ruidoso y maloliente.

—¡Demonios! —dijo Coker—. Olvídese un instante de ese motor, ¿quiere?

—¿Entonces por qué…?

—El motor es sólo un símbolo. Lo que importa es que tenemos que aprender no sólo lo que nos gusta, sino también todo lo que concierne al gobierno de una comunidad y a su mantenimiento. Los hombres no podrán contentarse ya con meter un voto en una urna y pasarle el poder a otro. Y nadie podrá decir que una mujer cumpla con sus obligaciones sociales porque convenza a un hombre de que la mantenga y le facilite un refugio donde pueda producir niños, irresponsablemente, para que otro los eduque.

—Bueno, no veo que tiene eso que ver con motores…

—Escuche —dijo Coker con paciencia—. Si tuviera usted un niño, que le gustaría más, ¿qué creciera como un salvaje o como un hombre civilizado?

—Como un hombre civilizado, por supuesto.

—Bueno, entonces tendrá que crecer en un ambiente civilizado. Las normas que aprenderá, las aprenderá de nosotros. Debemos entender el mayor número posible de cosas, y vivir con toda la inteligencia de que seamos capaces, para darle así lo mejor. Eso representará un trabajo duro, y un mayor empleo del cerebro. Un cambio de condiciones tiene como inevitable consecuencia un cambio de perspectivas.

La muchacha recogió su zurcido. Durante algunos instantes miró críticamente a Coker.

—Con puntos de vista como el suyo creo que se encontraría más a gusto en el grupo del señor Beadley —dijo—. No pensamos aquí cambiar de perspectivas, ni dejar de lado nuestros principios. Por eso nos separamos de los otros. De modo que si las costumbres de la gente decente y respetable no son bastante buenas para usted, creo que sería mejor que se fuera a otra parte. —Y aspirando brevemente y con fuerza por la nariz, la muchacha se alejó.

Coker la observó mientras se iba. Cuando se cerró la puerta dio rienda suelta a sus sentimientos. Me reí.

—¿Qué esperaba usted? —le dije—. Discute usted con ella como si se encontrase ante un auditorio de criminales y fuese responsable, además, de todo el sistema social de Occidente. Y luego se sorprende porque se enoja.

—Uno espera que vean dónde está la razón —murmuró Coker.

—No veo por qué. La mayoría no ve sino aquello a que está habituado. La muchacha se opone a cualquier cambio, razonable o no, que entre en conflicto con los sentimientos en los que ha sido educada. Depende de lo que según ella está bien, y cree haber demostrado gran firmeza de carácter. Usted tiene demasiada prisa. Muéstrele a un hombre los Campos Elíseos cuando acaba de perder su hogar y no le parecerán gran cosa; déjelo allí un tiempo y pensará que se parecen a su casa, aunque ésta era más cómoda. La muchacha terminará por adaptarse, y continuará negando que se haya adaptado.

—En otras palabras, conténtese con improvisar. No trate de hacer planes. Eso no nos llevará muy lejos.

—Aquí es donde interviene la acción del jefe. El jefe hace planes, pero tiene la prudencia de no decirlo. Cuando es necesario hacer algún cambio, lo presenta como una concesión —temporaria, naturalmente— a las circunstancias, y si es un buen jefe esas concesiones entrarán a formar parte del orden natural de las cosas. Siempre hay abrumadoras objeciones a cualquier plan, pero todos admiten qué se pueda hacer concesiones ante una emergencia.

—Eso me suena a maquiavelismo. Me gusta ver a dónde voy, e ir directamente.

—La mayoría de la gente no comparte ese gusto, aunque lo niegue. Prefieren que se les disfrace la verdad, o hasta que los lleven por la nariz. De ese modo nunca podrán cometer un error; si se equivocan siempre es por culpa de algo o de algún otro. Ese ir directamente a las cosas es propio de una máquina y la gente, en general, no son máquinas. Tienen un cierto modo de pensar, casi siempre bastante torpe, y se sienten más cómodos si siguen el camino de costumbre.

—Parece como si no creyera usted en las posibilidades de éxito del grupo de Beadley. Beadley es todo plan.

—Beadley encontrará sus dificultades. Aunque ellos ya eligieron voluntariamente. Este grupo es negativo —apunté—. Aquí hay que luchar contra una tenaz resistencia a toda clase de plan. —Hice una pausa. Luego añadí—: Esa muchacha tenía razón en una cosa. Usted estaría mejor con Beadley. La reacción de esta mujer es una muestra de lo que obtendría usted si tratara de dirigir este grupo a su modo. No es posible dirigir un rebaño de ovejas al mercado en una perfecta línea recta, pero hay otras maneras de llevarlo.

—Está usted desacostumbradamente cínico esta noche, y además metafórico —observó Coker.

Me mostré en desacuerdo.

—No es nada cínico haber observado como un pastor maneja a su rebaño.

—Pero si lo sería para algunos comparar a los seres humanos con ovejas.

—Menos cínico, sin embargo, y más remunerador, que compararlos con un equipo de maquinarias manejadas por ondas mentales.

—Hum —dijo Coker—. Tendré que pensar en las posibles consecuencias de esa frase.