8
Frustración

Yo caminaba por una ciudad desierta y desconocida donde sonaba una lúgubre campana y una voz sepulcral e incorpórea llamaba en el vacío: «¡La bestia anda suelta! ¡Cuidado! ¡La bestia anda suelta!». Desperté y descubrí que estaba sonando una campana de veras. Era una campana que emitía un doble tañido de bronce, tan duro y alarmante que durante un momento no pude recordar dónde estaba. Me senté, todavía soñoliento, y oí unos gritos: «¡Fuego!». Salté al suelo, y sin vestirme salí al corredor. Había olor a humo, y se oían unos pies apresurados y el golpear de unas puertas. La mayor parte del ruido parecía venir de mi derecha donde seguía sonando la campana, y desde donde llamaban aquellas voces, así que doblé hacia allí, sin dejar de correr. La luz de la luna se filtraba por los ventanales del fondo con suficiente intensidad como para que yo pudiese correr por el medio del pasillo, evitando así a los que tanteaban las paredes.

Llegué a las escaleras. La campana tañía aún en el vestíbulo. Bajé tan rápidamente como pude, a través del humo cada vez más espeso. Cuando estaba casi al pie de las escaleras, tropecé y caí hacia delante. Las débiles sombras se convirtieron en una oscuridad repentina en la que una luz estalló como una nube de agujas. Y luego, nada.

Cuando abrí los ojos, lo primero que sentí fue un dolor de cabeza. Enseguida vi un resplandor. Al principio me encegueció, como la luz de un faro, pero cuando miré otra vez, entrecerrando cuidadosamente los ojos, descubrí que era solo una ventana común. Yo estaba tendido en una cama, pero no me senté para tratar de averiguar algo más; un pistón que golpeaba en el interior de mi cabeza se oponía a que intentase cualquier clase de movimiento. Así que me quede tranquilo y comencé a estudiar el cielorraso, hasta que descubrí que tenía las manos atadas y juntas.

Esto me sacó de mi letargo, a pesar del dolor de cabeza. La atadura era un trabajo bien hecho. No me lastimaba, pero era de veras eficiente. Varias vueltas de cable me envolvían las muñecas, y el complicado nudo estaba colocado de tal modo que me era imposible alcanzarlo con la boca. Lancé unas cuantas maldiciones y miré a mi alrededor. El cuarto era pequeño y no había en él otra cosa que mi cama.

—¡Eh! —llame—. ¿No hay nadie aquí?

Aproximadamente medio minuto después se oyó el rumor de unos pies que venían arrastrándose por el pasillo. Se abrió la puerta, y apareció una cabeza. Era una cabeza pequeña, coronada por una gorra de fieltro. El hombre tenía una corbata muy gruesa, y la sombra de una barba crecida le cruzaba la cara. No me miraba directamente, pero volvía el rostro hacia mí.

—Hola, compañero —me dijo, con bastante amabilidad—. ¿Así que se despertó? Espere un poco y le traeré un poco de té. —Y el hombre desapareció de nuevo.

La recomendación de que esperara era superflua, pero el hombre no tardó mucho. Volvió al cabo de unos minutos, trayendo un cacharro de estaño con un poco de té.

—¿Dónde está? —me preguntó el hombre.

—Justo frente a usted, en la cama —le dije.

El hombre se adelantó con la mano extendida, hasta que tocó el pie de la cama; luego caminó alrededor y extendió el cacharro.

—Tome, compañero. Sabe un poco raro, pues el viejo Charlie le echo un poco de ron, pero creo que eso no le molestará.

Tomé el cacharro, sosteniéndolo con un poco de dificultad entre las manos atadas. El té era fuerte y dulce, y no habían escatimado el ron. El gusto era quizá un poco raro, pero a mí me pareció el elixir de la vida.

—Gracias —dije—. Es usted un hacedor de milagros. Me llamo Bill.

El hombre dijo llamarse Alf.

—¿Qué es esto, Alf? ¿Qué pasa aquí? —le pregunté.

Se sentó en la cama y sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas. Tomé uno, encendí primero el de Alf, luego el mío, y le devolví la caja de cerillas.

—Ya verá, compañero —me dijo Alf—. Sabrá que hubo un alboroto ante las puertas de la Universidad ayer a la mañana. Quizá estaba usted allí.

Le dije que lo había visto todo.

—Bueno, cuando aquello terminó, Coker —el que dijo el discurso— estaba muy enojado. «Muy bien» dijo, de bastante mal humor. «El hijo de… lo ha pedido. Se lo expliqué claramente. Ahora tendrán que atenerse a las consecuencias». Bueno, nos reunimos con un par de otros compañeros y una vieja que todavía podía ver, y arreglamos todo. Un hombre de veras, ese Coker.

—¿Quiere decir… que Coker fraguó el asunto? ¿Qué no hubo ningún incendio ni nada?

—¿Incendio? ¡Mí tía! Provocaron un cortocircuito o dos, pusieron fuego a unos papeles y maderas en el vestíbulo, e hicieron funcionar la campana. Sabíamos que los que podían ver saldrían primero, ya que había un poco de luna. Y así fue. Coker y otro compañero los desmayaban a medida que aparecían, y nos los pasaban a nosotros para que los metiésemos en el camión. Tan fácil como beberse un vaso de agua.

—Hum —dije, tristemente—. Un hombre hábil, ese Coker. ¿Cuántos cayeron en la trampa?

—Yo diría que un par de docenas, aunque resultó que cinco o seis eran ciegos. Cuando ya no cabían más en el camión, escapamos de allí, dejando a los otros.

Cualquiera que fuese la idea de Coker, era evidente que Alf no nos tenía ninguna animosidad. Parecía considerarlo todo como un deporte. Encontré un poco difícil clasificar el asunto de este modo, pero me saqué el sombrero ante Alf. Me parecía que en su lugar yo no me habría sentido con bastante ánimo como para considerarlo un deporte. Terminé el té, y acepté otro cigarrillo.

—¿Y cuál es el programa ahora?

—Coker piensa repartirnos y poner a uno de ustedes al frente de cada grupo. Tendrán que encargarse de la comida, y hacer de lazarillos. Así podremos mantenernos hasta que venga alguien a terminar con esta situación.

—Ya veo —dije.

Alf volvió la cabeza hacia mí. No era tonto. Yo no pensaba que el tono de mi voz hubiese revelado tanto.

—¿Cree que eso va a tardar mucho?

—No sé. ¿Qué dice Coker?

Coker, parecía, no había dado mayores detalles. Alf tenía su propia opinión sin embargo.

—Si me lo pregunta, le diré que no creo que alguien venga. Si no, ya estaría aquí. Sería diferente si estuviésemos en un pueblecito de campaña. ¡Pero en Londres! Es indiscutible que ya habrían llegado. No, no han venido todavía, y eso significa que nunca vendrán, o sea que no hay nadie que pueda venir. ¿Quién iba a pensar que iba a ocurrir algo parecido?

No dije nada. Alf no era de los que pueden recibir fácil consuelo.

—¿Usted piensa lo mismo, no es cierto? —me dijo.

—No tiene muy buena cara —admití—. Pero hay todavía una posibilidad… gente del extranjero.

—Ya habrían llegado. Ya estarían recorriendo las calles con altoparlantes diciendo lo que tenemos que hacer. No amigo, todo es inútil. Nadie va a venir, de ninguna parte. Esa es la realidad.

Estuvimos callados un rato.

—Oh, bueno, no fue una vida muy mala mientras duró —dijo Alf al fin.

Hablamos un poco de su vida. Había tenido varios empleos, y a todos parecía haberle sacado un provecho especial.

—De un modo o de otro nunca pasé miserias —concluyó Alf—. ¿En qué trabajaba usted?

Se lo dije. No se impresionó mucho.

—¿Trífidos, eh? Bastante desagradables. No tan simples como algunos piensan.

No discutimos el asunto.

Alf se fue, dejándome a solas con mis pensamientos y con un paquete de cigarrillos. Examiné las perspectivas, y no pude sacar muchas conclusiones. Me pregunté que estarían pensando los otros, particularmente Josella.

Salí de la cama y me acerque al ventanal. La vista era reducida. Un patio interior con tragaluces y muros embaldosados que llegaban hasta el cuarto piso, el de mi celda. No había mucho que hacer por este lado. Alf había cerrado la puerta con llave, pero fui a probar por las dudas. Lo que había en la habitación no me sugirió nada. Parecía un cuarto de hotel de tercera categoría. Aunque sólo quedaba la cama.

Volví a sentarme y reflexioné un rato. Quizá podía saltar sobre Alf, aun con esas ataduras, siempre que el hombre no tuviese un cuchillo. Pero probablemente tenía uno, y eso sería desagradable. Un ciego no perdería tiempo en amenazarme con un cuchillo; lo usaría seguramente para deshacerse de mí. Además, no podía saber con cuántos tendría que cruzarme antes de dejar el hotel. Y no deseaba por otra parte hacerle daño a Alf. Parecía más prudente esperar una oportunidad… la que puede llegarle a un hombre normal entre ciegos.

Alf regresó una hora más tarde con un plato de comida, una cuchara y más té.

—No muy apropiado —se disculpo—. Pero ellos dijeron que nada de cuchillos o tenedores, así que tendrá que arreglárselas con esto.

Mientras devoraba la comida, le pregunte por los otros. No pudo decirme mucho, y no conocía los nombres, pero descubrí que entre los que habían traído había también algunas mujeres. Enseguida volví a quedarme solo durante algunas horas, tiempo que aproveché para dormir y tratar de librarme de aquel dolor de cabeza.

Cuando Alf reapareció con más comida y el inevitable cacharro de té, lo acompañaba el hombre llamado Coker. Llevaba bajo el brazo un fajo de papeles. Me miró inquisitivamente.

—¿Ya está enterado? —me preguntó.

—Sé lo que me dijo Alf —le respondí.

—Muy bien.

Coker arrojó los papeles sobre el lecho, tomó el que estaba encima y lo desdobló. Era un plano de Londres y la zona suburbana. Señaló con el dedo un área que comprendía Hampstead y Swiss Cottage, bordeada por una gruesa línea de lápiz azul.

—Esta es su zona —me dijo—. Su grupo trabajará aquí, y en ninguna otra parte. Hay que evitar que todos vayan a los mismos almacenes. Su tarea será la de encontrar comida en esa área. Eso es todo lo que necesitan. ¿Me entiende?

—¿O qué? —le pregunté mirándolo.

—O tendrán hambre. Y si eso ocurre, peor para usted. Algunos de los muchachos son un poco toscos, y ninguno se toma esto como una diversión. Mañana a la mañana los llevaremos a usted y los demás en camiones. Después de eso, dependerá de usted que el grupo siga con vida, hasta que llegue alguien a arreglar las cosas.

—¿Y si no viene nadie? —le pregunté.

—Alguien tiene que venir —dijo Coker sombríamente—. De cualquier modo, ése es su trabajo… Y recuerde que no tiene que salir de su zona.

Detuve a Coker cuando estaba a punto de marcharse.

—¿Tienen con ustedes a una señorita Playton? —le pregunté.

—No conozco el nombre de ninguno —me dijo.

—Rubia. Algo más de uno sesenta de estatura, ojos azules grisáceos —precisé.

—Hay una muchacha de ese tamaño, y rubia. Pero no me fijado en sus ojos. Tengo cosas más importantes que hacer —dijo Coker, y salió de la habitación.

Estudié el mapa. El distrito que me había tocado en suerte no me entusiasmaba demasiado. Era en parte un barrio bastante saludable, de veras, pero en aquellas circunstancias yo hubiera preferido un lugar donde hubiese más depósitos y almacenes. Y era indudable que no habría allí ninguna tienda de comestibles importante. Pero, como hubiese dicho Alf, «no todos pueden sacarse la lotería», y además yo tenía el propósito de quedarme allí el menor tiempo posible.

Cuando Alf apareció de nuevo, le pregunté si llevaría una nota a Josella. Alf sacudió la cabeza.

—Lo siento, compañero. No está permitido.

Le prometí que sería una nota inocente, pero no se conmovió. No podía acusarlo. No tenía por qué confiar en mí, y no podía leer la nota para comprobar si era de veras tan inocente. Además, yo no tenía ni lápiz ni papel, así que tuve que renunciar. Después de un rato, Alf consintió en hacerle saber a Josella que yo estaba allí, y en preguntarle el nombre del distrito a donde iban a enviarla. Alf no tenía muchas ganas de hacerlo, pero al fin reconoció que si aquel desbarajuste llegaba a arreglarse, me sería más fácil encontrarla si sabía cómo iniciar la búsqueda.

Después de eso no me quedó otra compañía que la de mis propios pensamientos.

Ninguna de aquellas dos posibilidades me entusiasmaba de veras. Desgraciadamente veía defectos en ambos lados. Sabía que el tiempo y el sentido común apoyaban a Michael Beadley. Si su plan se hubiera puesto en marcha, Josella y yo los hubiésemos acompañado, sin duda, y hubiésemos trabajado con ellos. Pero yo sabía, sin embargo, que no hubiera sido muy fácil. No estaba todavía seguro de que nada se pudiese hacer por el buque náufrago, ni de que algún motivo razonable hubiese decidido mi elección. Si no iba a llegar ninguna ayuda, entonces el punto de vista más inteligente era el de tratar de salvar lo que todavía podía salvarse. Pero, afortunadamente, la inteligencia no es de ningún modo lo único que guía los asuntos humanos. Yo no me oponía totalmente a esos principios que según el viejo doctor eran tan difíciles de romper. El hombre tenía razón acerca de la dificultad de adoptar nuevas normas. Si, por ejemplo, llegase milagrosamente algún alivio, me sentiría como un cobarde por haberme alejado —cualquiera fuese la causa—, y me despreciaría de veras por no haberme quedado en Londres a ayudar hasta donde fuera posible.

Pero si, por otra parte, no ocurría eso, ¿cómo me sentiría por haber malgastado mi tiempo y mis esfuerzos mientras otras gentes de mayor fortaleza estaría iniciando ya una nueva vida?

Tenía que decidirme de una vez para siempre. Pero no podía hacerlo. La balanza se inclinaba a un lado y a otro. Horas más tarde caí dormido, y la balanza seguía todavía oscilando.

No era posible saber qué había decidido Josella. Yo no había recibido ningún mensaje aclaratorio. Alf había metido la cabeza en el cuarto, durante la noche, y me había dicho brevemente:

—Westminster. No creo que vayan a encontrar mucha comida en el Parlamento.

La entrada de Alf me despertó temprano a la mañana siguiente. Venía acompañado por un hombre corpulento, de ojos inquietos, que esgrimía un cuchillo de carnicero con una innecesaria ostentación. Alf dio un paso adelante y arrojó un lío de ropas sobre la cama. Su compañero cerró la puerta y se apoyó contra ella, observándome con una mirada astuta.

—Extienda las manos, compañero —dijo Alf.

Alargué las manos. Alf tanteó buscando los alambres y los cortó con una tenaza.

—Ahora póngase ese traje —me dijo, dando un paso atrás.

Me vestí mientras el hombre del cuchillo seguía cuidadosamente todos mis movimientos. Cuando terminé, Alf sacó un par de esposas.

—Ahora esto —me dijo.

Titubeé. El hombre de la puerta dejó de balancearse y adelantó el cuchillo. Este era para él, indudablemente, el momento interesante. Decidí que no era, por lo mismo, el momento de intentar algo. Extendí las muñecas. Alf tanteó alrededor y me puso las esposas. Luego salió y me trajo el desayuno.

Dos horas más tarde volvió a aparecer el otro hombre, exhibiendo el cuchillo. Señaló con él la puerta.

—Vamos —dijo. Era la primera palabra que yo le oía. Sintiendo en la espalda el contacto poco tranquilizador del cuchillo, descendimos unas escaleras y cruzamos el vestíbulo. En la calle esperaban dos camiones cargados. Coker estaba con otros dos hombres junto a la parte trasera de uno de ellos. Me indicó que me acercase. Sin decirme nada me pasó una cadena por las esposas. En cada extremo había una correa. Una de ellas rodeaba ya la muñeca izquierda de un ciego corpulento. Coker ató la segunda correa a la muñeca derecha de otro hombre, de modo que yo quedaba entre los dos. No dejaban nada al azar.

—Si yo fuera usted —me recomendó Coker— no intentaría nada. Pórtese bien y ellos harán lo mismo.

Los tres subimos torpemente al camión, y nos pusimos en marcha.

Paramos no muy lejos de Swiss Cottage y bajamos de los camiones. Veinte personas, por lo menos, se arrastraban aparentemente sin meta a lo largo de las calzadas. Al oír el ruido de los motores todos volvieron las cabezas con una expresión de incredulidad; luego comenzaron a acercarse esperanzadamente, llamándonos. Los conductores de los camiones nos gritaron que volviéramos a subir. Retrocedieron, giraron y escapamos por donde habíamos venido. La gente que se acercaba se detuvo. Uno o dos gritaron algo; la mayoría volvió; silenciosa y desanimadamente a su vagabundeo. Una mujer, a unos cincuenta metros de distancia, rompió en un llanto histérico y comenzó a golpearse la cabeza contra una pared. Me sentí enfermo.

Me volví hacia mis acompañantes.

—Bueno, ¿qué quieren ante todo? —les pregunté.

—Alojamiento —dijo uno—. Tenemos que encontrar algún sitio donde descansar.

Reconocí que tenía que encontrarles eso por lo menos. No podía escapar y abandonarlos a su suerte en cualquier sitio. Ya que habíamos llegado hasta allí, no podía dejar de buscarles algo así como unos cuarteles, un centro de operaciones. Lo más conveniente sería un lugar donde fuera posible alojarse, almacenar los productos, comer, y mantener el grupo unido. Los conté. Eran cincuenta y dos, incluyendo catorce mujeres. Lo mejor sería encontrar un hotel, así no habría que salir en busca de camas y ropas.

Encontramos una especie de magnífica casa de huéspedes formada por cuatro edificios victorianos unidos entre sí, y donde sobraban las comodidades. En el interior de la casa, había una media docena de personas. Dios sabe qué había pasado con los demás. Los seis restantes se amontonaban asustados en un sofá: un viejo, una mujer mayor (que resultó ser la encargada de la casa), un hombre de mediana edad, y tres niñas. La encargada tuvo bastante presencia de ánimo como para amenazarnos, pero su frialdad, aunque mostrase los modales más severos de su oficio, no era mucha. El viejo trató de apoyarla emitiendo algunas jactancias. El resto no hizo nada, salvo volver nerviosamente las caras hacia nosotros.

Les expliqué que íbamos a instalarnos en la casa. Si no les gustaba, podían irse; si, en cambio, preferían quedarse, y compartir con equidad lo que encontrásemos, estaban en libertad de hacerlo. El grupo no pareció muy complacido. Su reacción sugería que allí, en la casa, tenían algunas provisiones que no querían compartir. Cuando comprendieron que pensábamos aumentar las reservas, la actitud de todos cambio perceptiblemente, y se dispusieron a sacar todo el provecho posible.

Decidí que tenía que quedarme un día o dos hasta que todos estuvieran perfectamente instalados. Sospeché que Josella estaría sintiendo lo mismo con respecto a su grupo. Hombre ingenioso, ese Coker… Estaba seguro de que no íbamos a dejar caer el bebé. Pero yo me escaparía, y me uniría a Josella.

Durante los próximos dos días saqueamos sistemáticamente los mayores almacenes de los alrededores, sucursales casi todos de los almacenes del centro, y no muy grandes por lo tanto. En su mayoría ya habían sido visitados por otros. Los frentes estaban en muy mal estado. Habían destrozado las ventanas, y en los pisos, entre los vidrios, había unas cajas a medio abrir y unos paquetes rotos que habían desilusionado a sus descubridores, y que formaban ahora una masa pegajosa y maloliente. Pero por lo común el daño era superficial y las pérdidas de poca importancia. Los cajones de mayor tamaño, en el interior y en el fondo de los almacenes, estaban intactos.

No era nada fácil, para hombres ciegos, acarrear y manejar cajones y cargarlos en carros de mano. Además, había que llevarlos hasta nuestro refugio, y almacenarlos allí… Pero la práctica repetida pronto les dio cierta habilidad.

El impedimento más grande era la necesidad de mi presencia. Poco o nada podía hacerse sí yo no estaba allí, dirigiéndolos. Era imposible usar más de un grupo a la vez, aunque hubiésemos podido utilizar por lo menos a doce. Nada marchaba tampoco en el hotel mientras yo estaba fuera a cargo de alguna patrulla. Además, las horas que yo empleaba en visitar y examinar el distrito eran tiempo perdido para los otros. Dos hombres normales hubiesen hecho más del doble del trabajo.

Una vez iniciadas las tareas del día, yo estaba demasiado ocupado como para pensar en otra cosa, y demasiado cansado por la noche como para no dormirme tan pronto como ponía la cabeza en la almohada. Una y otra vez me decía a mí mismo: «Mañana a la noche tendrán ya bastantes provisiones, las suficientes como para que puedan seguir solos por un tiempo. Entonces me escapare, y buscare a Josella».

Todo aquello estaba muy bien, pero yo postergaba indefinidamente mi decisión y cada vez se me iba haciendo más difícil. Algunos habían comenzado ya a ponerse prácticos, pero nada podía hacerse todavía —desde buscar las casas de comestibles hasta abrir las latas— sin mi presencia. Parecía, tal como iban las cosas, que yo me estaba haciendo más, y no menos, indispensable.

No era culpa de ellos. Y eso era lo peor. Algunos ponían toda su voluntad. Sólo observarlos bastaba para que la idea de una huida se me hiciese más y más imposible. Me pasaba las horas maldiciendo a Coker por haberme metido en esta situación… pero eso no me ayudaba a solucionarla. Al fin me sorprendía a mí mismo preguntándome cómo terminaría todo esto.

Vislumbré por primera vez el fin, aunque apenas lo reconocí como tal, en la cuarta mañana —o quizá fue la quinta—, en el momento de salir. Una mujer nos gritó desde las escaleras que había dos enfermos arriba; bastante graves aparentemente.

A mis dos perros guardianes no les gustó la noticia.

—Escuchen —dije—. Ya he tenido bastante de este asunto de la cadena. Sin ella trabajaríamos mejor.

—¿Para que se escape y se junte con su vieja pandilla? —dijo alguien.

—No trato de engañarlos —dije—. Podía haberme librado de este par de gorilas en cualquier momento del día o de la noche. No lo he hecho porque no tengo nada contra ellos. Aunque me molestan bastante.

—Este… —comenzó a exponer uno de mis guardias.

—Pero —continué— si no me dejan ver a esa gente, que estos dos se preparen a recibir un buen golpe.

Los dos hombres me comprendieron enseguida; pero cuando llegamos al cuarto, se quedaron tan lejos como se los permitió la extensión de la cadena. Los enfermos resultaron ser dos hombres, uno joven, otro de mediana edad. Los dos tenían una fiebre muy alta y se quejaban de dolores en el vientre. Yo no sabía mucho de todo eso, pero no lo necesitaba para sentirme preocupado. No se me ocurrió otra cosa que ordenar que los llevaran a alguna casa vacía, y decirle a una de las mujeres que tratara de atenderlos lo mejor posible.

Aquel fue el primer retroceso del día. El siguiente, de especie muy distinta, ocurrió alrededor de las doce.

Habíamos vaciado todas las tiendas de comestibles de los alrededores, y yo había decidido que nos alejásemos un poco. Creí recordar que encontraríamos otra calle comercial a un kilómetro, en la parte norte del barrio, así que nos dirigimos hacia allí. Encontramos las tiendas, es cierto, pero también algo más.

Los vi tan pronto como doblamos la esquina. Frente a la sucursal de un almacén un grupo de hombres estaba sacando unos cajones a la calle, y los metían luego en un camión. Si no fuese por el vehículo, diferente del nuestro, yo podía estar viendo muy bien a mi propia patrulla. Detuve a mi grupo, de unos veinte hombres, preguntándome qué línea de conducta tendríamos que seguir. Yo me sentía inclinado a emprender la retirada y evitar todo conflicto posible buscando otro sitio libre de competidores. No tenía sentido meterse en dificultades cuando había tanta comida distribuida por diversos almacenes. Pero no me toco a mí decidir la cuestión. Titubeaba yo todavía, cuando un joven pelirrojo apareció confiadamente en la puerta de la tienda. No había duda de que era capaz de ver o, un momento más tarde, de que nos había visto.

El joven no mostró la misma indecisión que yo. Metió rápidamente una mano en el bolsillo. Un instante después una bala golpeaba el muro, a mi lado.

Hubo un breve cuadro vivo. Mis hombres y los del joven pelirrojo volvieron unos hacia otros los ojos ciegos, tratando de comprender qué pasaba. Luego el joven hizo fuego otra vez. Creo que apuntó contra mí, pero la bala tocó al hombre atado a mi mano izquierda. Este gruñó, como sorprendido, y se dobló sobre sí mismo con una especie de suspiro. Retrocedí hasta doblar la esquina arrastrando al otro perro guardián.

—Rápido —le dije—. Déme la llave de estas esposas. Así no puedo hacer nada.

Mi guardián se limito a sonreír con superioridad. Era un hombre de una sola idea.

—Oh —dijo—. Déjese de historias. No me va a engañar.

—En nombre de Dios, maldito payaso… —dije, y tiré de la cadena trayendo hacia nosotros el cuerpo del perro guardián número uno, para que nos protegiese.

El hombre trajo a colación diversos argumentos. Sabe Dios qué sutilezas me estaba atribuyendo su sombría inteligencia. La cadena estaba bastante floja ahora como para que yo pudiese alzar los brazos. Así lo hice. Martillé con mis dos puños la cabeza del hombre y ésta chocó contra la pared con un crujido. Las discusiones terminaron. Encontré la llave en un bolsillo lateral.

—Escúchenme —dije al resto—. Vuélvanse, todos, y caminen en línea recta. No se separen o las pasarán mal. Adelante.

Abrí una de las esposas, me libré de la cadena, y me metí en un jardín saltando por encima de un muro. Me agaché allí mientras me sacaba la otra esposa. Luego crucé el jardín para espiar cautelosamente desde el rincón más lejano del muro. El joven de la pistola no había corrido detrás de nosotros como yo lo había esperado. Estaba aún con su grupo, dando instrucciones. ¿Y por qué habría de apresurarse? Como no habíamos respondido a sus disparos el hombre había comprendido que no llevábamos armas, y además no podíamos alejarnos con mucha rapidez.

Cuando terminó de dar sus órdenes, el joven caminó confiadamente por el medio de la calle hasta un punto desde donde podía ver a mi grupo en retirada. Luego comenzó a seguirlo. En la esquina se detuvo a observar a mis dos caídos perros guardianes. La cadena le sugirió quizá que uno de ellos era el lazarillo de la banda, pues se guardó la pistola en el bolsillo y empezó a seguir al resto de mis hombres de un modo descuidado.

Esto no era lo que yo esperaba, y tardé un minuto en comprender su plan. Al fin me di cuenta de que el hombre pensaba seguir al grupo hasta nuestros cuarteles, y ver qué podía recoger allí. El pelirrojo, tuve que admitirlo, decidía más rápidamente que yo ante lo inesperado, o había concedido una mayor atención previa al estudio de las presuntas posibilidades. Me alegré de haberle dicho a mi grupo que siguiese en línea recta. Se cansarían probablemente después de un rato, pero ninguno de ellos sería capaz de encontrar el camino que llevaba al hotel, y no guiarían al hombre. Mientras no se separaran, yo podría recogerlos más tarde sin mayores dificultades. El problema inmediato era qué hacer con un hombre que tenía una pistola y que no se resistía a usarla.

En algunas partes del mundo uno podría haber entrado en una casa cualquiera y apoderarse de un arma conveniente. Hampstead no era nada de eso, sino un barrio muy respetable, por desgracia. Quizá había un rifle en alguna parte, pero había que buscarlo. Sólo podía hacer una cosa: no perder de vista al pelirrojo con la esperanza de que se me presentara alguna oportunidad favorable. Arranqué la rama de un árbol, volví a saltar sobre el muro, y comencé a tantear mi camino a lo largo de la acera, pareciéndome, confié, a uno de los tantos ciegos que yo había visto en las calles.

La calle corría en línea recta cierto trecho. El joven pelirrojo se encontraba a unos cincuenta metros de mí, y mi grupo a otros cincuenta metros del joven. Continuamos así casi un kilómetro. Observé aliviado que ninguno de los que formaban el grupo trataba de doblar por una de las calles que llevaban al hotel. Estaba preguntándome cuanto tiempo pasaría antes que mis hombres decidiesen que ya se habían alejado bastante, cuando ocurrió un accidente inesperado. Un hombre que había estado quedándose atrás se paró en medio de la calle, soltó el bastón, y se dobló tomándose el vientre con las manos. Al fin cayó al suelo, y allí se quedó, agitándose de dolor. Los otros no esperaron por él. Tenían que haber oído sus gemidos, pero no tenían idea probablemente, de que pertenecía al grupo.

El joven miró la figura caída en el suelo, y titubeó. Cambió de dirección y cruzó la calle. Se detuvo a unos pocos centímetros del hombre y se quedó mirándolo, con los ojos bajos. Durante quizá un cuarto de minuto, lo examinó cuidadosamente. Luego con lentitud, pero con deliberación, sacó la pistola del bolsillo y le disparó a la cabeza.

La patrulla se detuvo al oír el disparo. Yo hice lo mismo. El joven no intentó acercarse al grupo. En realidad, parecía como si de pronto ya no le interesasen. Dio media vuelta, y comenzó a rehacer su camino. Recordé que yo tenía que interpretar mi papel y comencé a tantear otra vez con mi bastón. El joven pasó a mi lado sin mirarme, pero pude verle la cara: estaba preocupado, y sus labios dibujaban una mueca… Seguí adelante hasta que me encontré a una distancia prudencial, y luego corrí hacia mi grupo. Detenidos por el ruido del disparo, los hombres estaban discutiendo si seguirían o no.

Interrumpí la discusión diciéndoles que ahora que mis dos perros guardianes ya no me molestaban, íbamos a ordenar las cosas de otro modo. Yo iría en busca de un camión y estaría de vuelta dentro de unos diez minutos.

El encuentro con otra patrulla organizada había hecho nacer en mí cierta ansiedad, pero pronto descubrimos que nadie había invadido el hotel. La única novedad era que una mujer y otros dos hombres habían sido atacados por esos dolores de vientre y trasladados a una casa vecina.

Organicé de algún modo la defensa contra los merodeadores que podían presentarse mientras yo estaba ausente. Luego formé un nuevo grupo y partimos en un camión, esta vez en una dirección distinta.

Yo recordaba, de mis anteriores visitas a Hampstead, que la estación terminal de ómnibus estaba rodeada de un cierto número de almacenes y tiendas. Con ayuda de un mapa de la ciudad encontré el sitio sin mayores dificultades… Y no sólo lo encontré, descubrí también que estaba maravillosamente intacto. Salvo uno o dos escaparates rotos, parecía como si el barrio hubiese cerrado sus puertas en un fin de semana.

Pero había algunas diferencias. Ante todo, nunca había habido allí un silencio semejante, ni en sábados ni en domingos. Y en las calles se veían algunos cuerpos. Por ese entonces uno ya se había acostumbrado a no prestarles mucha atención. Yo, en realidad, me preguntaba cómo no nos encontrábamos con más. Probablemente la mayoría había buscado donde refugiarse, ya fuese por miedo o porque comenzara a sentirse demasiado débil. Por esta misma razón uno no se sentía muy inclinado a entrar en las residencias.

Detuve el camión frente a una tienda de provisiones y escuché unos instantes. El silencio cayó sobre nosotros como una manta. No se oía ni el sonido de un bastón: no se veía a nadie; nada se movía.

—Muy bien —dije—. Abajo, compañeros.

La puerta de la tienda se abrió fácilmente. Dentro encontramos varias ordenadas hileras de paquetes de manteca, quesos jamones, latas de azúcar, y otras cosas similares. Puse a trabajar a los hombres. Habían llegado a desarrollar cierta destreza, y se manejaban con más seguridad. Podía dejarlos solos durante un rato, así que fui a recorrer los fondos de la tienda y luego el sótano.

Mientras me encontraba abajo, examinando el contenido de unos cajones, oí unos gritos que venían de afuera. Casi enseguida unas desordenadas pisadas sacudieron el piso. Un hombre cayó cabeza abajo por la trampa. Pensé que estaba desarrollándose, allá arriba, una batalla con una banda rival. Pasé por encima del cuerpo tendido en el piso y subí lentamente por la escalerilla protegiéndome la cabeza con un brazo.

Lo primero que vi fue unas botas que se arrastraban por el piso, demasiado cerca, y que retrocedían hacía la trampa del sótano. Salí rápidamente para impedir que me aplastaran. Justo en ese momento vi que el vidrio del escaparate se hacía pedazos, y que tres hombres caían con él. Un largo látigo verde restalló sobre ellos alcanzando a uno de los hombres. Los otros dos se arrastraron entre las ruinas del escaparate y rodaron por el interior de la tienda. Sus cuerpos hicieron retroceder a los otros, y dos hombres más cayeron al sótano.

Me bastó vislumbrar aquel látigo para comprender qué pasaba. Durante el trabajo de aquellos últimos días casi me había olvidado de los trífidos. Subiéndome a un cajón pude ver por encima de las cabezas de los hombres. Alcancé a distinguir tres trífidos, uno en la calle, y dos más cerca en la acera. Cuatro hombres yacían allí, inmóviles. Comprendí entonces por qué estas tiendas estaban intactas y por qué no se veía a nadie en la vecindad. Al mismo tiempo me maldije a mi mismo por no haber examinado de más cerca los cuerpos que había visto en la calle. La marca de un aguijón hubiese bastado como advertencia.

—No se muevan —grité—. Quédense donde están.

Salté del cajón, di un empellón a los hombres que se encontraban en el borde de la trampa, y la cerré.

—Hay una puerta aquí atrás —les dije—. Salgan con tranquilidad.

Los dos primeros salieron ordenadamente. Luego un trífido envió su sibilante aguijón al interior de la tienda, a través del escaparate. Un hombre cayó dando un grito. El pánico se apoderó del resto, y me arrastraron con ellos. Hubo una confusión en el umbral. Detrás de nosotros un aguijón silbó dos veces antes que acabáramos de salir.

En la habitación trasera miré a mi alrededor, jadeando. Éramos siete.

—No se muevan —dije otra vez—. Estamos bien aquí.

Volví a la puerta. El fondo de la tienda estaba fuera del alcance de los trífidos… mientras se quedaran en la calle. Podía llegar sin peligro a la puerta de la trampa. La abrí. Los dos hombres que acababan de caer reaparecieron. Uno traía un brazo roto; el otro sólo se había lastimado, y maldecía.

El cuarto daba a un patiecito. En el otro extremo del patio, en una pared de ladrillos de unos dos metros y medio de altura, había una puerta. Yo había aprendido a ser precavido. En vez de dirigirme directamente hacía la puerta, subí al techo de unas dependencias de la casa. La puerta, según alcanzaba a ver, se abría a una callejuela que tenía el largo de la manzana. Estaba desierta. Pero del otro lado del muro, en el extremo más lejano de unos jardines, pude distinguir las copas de dos trífidos, inmóviles entre los matorrales. Podía haber otros. La pared por aquel lado era además más baja y los trífidos podían lanzar sus aguijones a través de la callejuela. Expliqué lo que ocurría a los otros.

—Bichos malditos, antinaturales —dijo uno—. Siempre odié a esos bastardos.

Volví a investigar. El edificio más próximo, del lado norte, resultó ser una casa donde se alquilaban automóviles. Tres de los coches estaban ya preparados. Fue una tarea difícil hacer pasar a los hombres por encima de los dos muros laterales, principalmente al que tenía el brazo roto, pero al fin lo conseguimos. De algún modo, también, logré meterlos en un gran Daimler. Cuanto todos estaban adentro, abrí las puertas que daban a la calle y corrí de vuelta hacia el coche.

Los trífidos no tardaron en mostrar su interés. Aquella increíble sensibilidad a los sonidos les dijo que algo ocurría. Mientras salíamos, un par de ellos ya estaba acercándose a la entrada. Nos lanzaron sus aguijones, pero éstos golpearon inútilmente las cerradas ventanillas. Giré bruscamente atropellando a uno y pasé por encima de él. Luego remontamos la calle en busca de un barrio menos peligroso.

Aquella noche fue para mí la peor de todas, desde la iniciación del desastre. Libre de mis dos guardias, me metí en un cuartito donde podía estar solo. Puse una hilera de seis velas encendidas encima de la chimenea, y me senté en un sofá tratando de pensar en todo lo que había pasado. Habíamos descubierto, al regresar, que un enfermo había fallecido. El otro estaba agonizando, indudablemente… y había otros cuatro casos. Al terminar la cena, había ya otros dos. Yo no sabia qué enfermedad podía ser ésa. Con la falta de servicios públicos, y tal como iba todo, podía ser muchas cosas. Pensé en el tifus, pero tenía la vaga idea de que el periodo de incubación era más largo… aunque saberlo con exactitud no habría representado ninguna diferencia. Sólo sabía que era algo bastante peligroso como para que aquel joven pelirrojo usara su pistola, y abandonase la idea de seguir a mis hombres.

Comenzó a parecerme que los beneficios que yo estaba rindiendo a mi grupo eran bastante discutibles. Había logrado mantenerlos con vida, alejarlos de una banda rival por una parte, y de los trífidos por otra. Ahora se presentaba esta enfermedad. Y, olvidándose de esto, sólo había impedido que se murieran de hambre un poco antes.

Tal como marchaban ahora las cosas, yo no veía qué camino podía tomar.

Y luego me acordé de Josella. Las mismas cosas, quizá peores, podían estar ocurriendo en su distrito.

Me encontré pensando otra vez en Michael Beadley y su grupo. Yo ya había comprendido antes que eran lógicos, ahora comenzaba a ocurrírseme que era también más compasivos. Habían visto que sólo era posible salvar a algunos. Dar al resto una inútil esperanza era poco menos que crueldad.

Además, estábamos nosotros. Si había algún propósito en todo esto ¿para qué habíamos sido salvados? No para consumirnos en una tarea inútil, seguramente.

Decidí que al día siguiente saldría en busca de Josella. Juntos resolveríamos la cuestión.

El pestillo de la puerta se movió con un ruido seco. La puerta se abrió lentamente.

—¿Quién es? —pregunté.

—Oh, es usted —dijo una voz de mujer. Una muchacha entró y cerró la puerta.

—¿Qué quiere? —le pregunté.

Era alta y delgada. Menos de veinte años, me pareció. Tenía el cabello ligeramente ondulado. Castaño. Era sencilla, pero el color de su piel y su figura llamaban la atención. Mi voz y mis movimientos le habían indicado donde estaba yo. Sus ojos, de un castaño dorado, miraban por encima de mi hombro izquierdo. Si no, hubiese jurado que me estaba estudiando.

No me contestó enseguida. Era una falta de seguridad que no concordaba con el resto. Esperé a que comenzara a hablar. Sentí que algo me apretaba la garganta. Era joven y hermosa. Hubiera podido tener toda una vida, quizá una vida maravillosa, ante ella. Y siempre hay, en cualquier circunstancia, algo triste en la belleza y la juventud.

—¿Va usted a irse? —me preguntó con una voz baja y temblorosa. Era en parte una pregunta, y en parte una afirmación.

—Nunca dije eso —repliqué.

—No —admitió la muchacha—, pero es lo que dicen los otros. Y tienen razón, ¿no es cierto?

No dije nada. La muchacha continuó:

—No puede irse. No puede abandonarlos de ese modo. Lo necesitan.

—No hago nada bueno aquí —le dije—. Todas las esperanzas son falsas.

—¿Pero y si resulta que no son falsas?

—Tienen que serlo… Si no ya lo sabríamos.

—Pero ¿y si no lo son… y usted se ha ido?

—¿Cree que no lo he pensado? No hago nada bueno aquí, ya se lo he dicho. He sido como esas drogas que sólo sirven para que el paciente dure un poco más, que no tienen ningún valor curativo, que sólo aplazan las cosas.

La muchacha no replicó durante unos instantes. Luego dijo con una voz poco firme:

—La vida siempre vale algo… aun una vida como ésta.

Parecía como si casi hubiese perdido el dominio de sí misma. No pude decir nada. La muchacha se recobró.

—Puede seguir cuidándonos un tiempo. Siempre hay una posibilidad… una posibilidad de que algo pueda ocurrir, aun ahora.

Yo ya le había dicho qué pensaba acerca de eso. No lo repetí.

—Es tan difícil —dijo la muchacha, como para sí misma—. Si por lo menos pudiese verlo… Pero claro que entonces, si yo pudiera… ¿Es usted joven? Parece joven.

—Tengo menos de treinta años —le dije—. Y una cara muy común.

—Yo tengo dieciocho. Era mi cumpleaños… el día que pasó el cometa.

No supe qué decirle que no pareciese cruel. La pausa se hizo esta vez más larga. Vi que la muchacha se apretaba las manos. Luego las dejó caer. Los nudillos habían perdido su color. Pareció que iba a hablar, pero no lo hizo.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué puedo hacer salvo prolongar un poco más todo esto?

La muchacha se mordió el labio inferior.

—Ellos… ellos dicen que quizá usted se encuentra solo —dijo luego—. Pensé que quizá… —le falló la voz, y los nudillos se hicieron todavía más blancos—. Quizá si usted tiene a alguien… Quiero decir, alguien aquí… usted… usted quizá se quedaría.

—Oh, Dios —dije suavemente.

La miré. Estaba muy derecha, con los labios temblorosos. Podía haber tenido varios pretendientes que hubiesen clamado por la más leve de sus sonrisas. Podía haber sido feliz y despreocupada por un tiempo, y luego preocupada y feliz. La vida podía haber sido encantadora para ella, y el amor algo muy hermoso.

—¿Será usted bueno conmigo, no es cierto? —me dijo—. Pues yo nunca…

—¡Cállese! ¡Cállese! —le grité—. No debe decirme esas cosas. Por favor, váyase ahora.

Pero la muchacha no se fue. Se quedó allí clavando en mí unos ojos que no podían verme.

—¡Váyase! —repetí.

Yo no hubiera podido soportar sus reproches. No era solo ella; eran miles y miles de jóvenes vidas destruidas para siempre.

La muchacha se acercó.

—Pero cómo, ¡está usted llorando! —me dijo.

—Váyase, por favor. Váyase.

La muchacha titubeó. Al fin se volvió y tanteó el camino hacia la puerta.

—Puede decirles que me quedaré —le dije mientras se iba.

Lo primero que advertí a la mañana, fue el olor. Ya se había sentido antes, algunas veces, pero por suerte el tiempo se había mantenido fresco. Descubrí que me había dormido hasta tarde, y que el día era más caluroso. No voy a entrar en detalles a propósito de ese olor; aquellos que lo conocieron no lo olvidarán nunca; por lo demás es indescriptible. Surgió de todos los pueblos y ciudades durante semanas, y fue arrastrado por todos los vientos. Aquella mañana me pareció que había llegado el fin de veras. La muerte es sólo el sorprendente fin de la animación; la disolución es el fin de todo.

Me quedé acostado unos minutos, tratando de pensar. Lo único que podía hacer era cargar a mi gente en camiones y llevarla al campo. ¿Y las provisiones que habíamos reunido? Habría que cargarlas y llevarlas también… Y yo era el único capaz de manejar el vehículo… Nos llevaría días, si teníamos días.

Enseguida me pregunté qué estaría ocurriendo en el hotel. Había un raro silencio. Escuché mejor y pude oír una voz que se quejaba en una habitación vecina. Nada más. Salí de la cama y me vestí apresuradamente, alarmado. Afuera, en el pasillo, escuché de nuevo. No se oía ni una pisada. Tuve la sensación repentina y desagradable de que la historia se estaba repitiendo, y que yo estaba otra vez en el hospital.

—¡Eh! ¿No hay nadie aquí? —pregunté.

Contestaron varias voces. Abrí una puerta cercana. Había un hombre allí. Tenía muy mal aspecto, y deliraba. Yo nada podía hacer. Cerré la puerta.

Mis pisadas resonaban en la escalera de madera. En el otro piso una voz de mujer llamó:

—Bill. ¡Bill!

La muchacha que había ido a verme la noche anterior estaba acostada en un cuartito. Volvió hacía mí la cabeza. Vi que también ella estaba enferma.

—No se acerque. ¿Es usted, Bill?

—Si, soy yo.

—Tenía que ser usted. Todavía puede caminar; los otros se arrastran. Me alegro, Bill. Les dije que usted no se iría, pero ellos dijeron que sí. Ahora son ellos los que se han ido. Todos los que pudieron irse.

—Yo estaba dormido —dije—. ¿Qué pasó?

—Cada vez más enfermos. Se asustaron.

—¿Qué puedo hacer por usted? —dije desesperadamente—. ¿Puedo darle algo?

La muchacha apretó la boca, se abrazó a sí misma, y se retorció. El espasmo pasó y vi que el sudor le bañaba la cara.

—Por favor, Bill. No soy muy valiente. ¿Puede darme algo… para terminar esto?

—Sí —dije—. Puedo hacer eso por usted.

Volví de la droguería diez minutos más tarde. Le di un vaso de agua y le puse las pastillas en la otra mano.

La muchacha sostuvo el vaso en el aire un rato y luego dijo:

—Todo tan vacío… y pudo haber sido tan diferente. Gracias, Bill… y gracias por haber hecho la prueba.

La miré, allí tendida. Había algo que hacía todo aún más vacío. Me pregunté cuántas mujeres habrían dicho: «Llévame contigo» en vez de: «Quédese con nosotros».

Y nunca supe ni siquiera cómo se llamaba.