7
Conferencia

Creo que todos habíamos supuesto que la reunión se reduciría a una breve charla. Distribución del tiempo, instrucciones para el camino, objetivo del día… esas cosas. Yo por lo menos no había esperado que nos sirvieran aquellas ideas.

La reunión se realizó en una salita de conferencias iluminada para esta ocasión por una serie de baterías y faros de automóvil. Cuando entramos en la sala, una media docena de hombres y dos mujeres que parecían haberse constituido ellos mismos en un comité estaban conferenciando detrás de la mesa del orador. Vimos sorprendidos que había unas cien personas sentadas en la sala. Predominaban las mujeres jóvenes en una proporción de cuatro a uno. Hasta que me lo señaló Josella no me di cuenta que muy pocas de esas mujeres podían ver.

Michael Beadley dominaba el grupo del comité con su estatura. Vi que el Coronel estaba a su lado. Las otras caras eran nuevas para mí, salvo la de Elspeth Cary, que había cambiado su cámara por un anotador, presumiblemente para beneficio de la posteridad. Los miembros centraban sobre todo su interés en un hombre de aspecto feo aunque bondadoso con lentes de armazón dorada y larga cabellera blanca. Todos lo miraban preocupados.

La otra mujer del grupo era una muchacha de veintidós o veintitrés años. No parecía contenta de estar allí. De cuando en cuando lanzaba unas miradas inseguras y nerviosas al auditorio.

Entró Sandra Telmont, con una hoja de papel de oficio. Estudió la hoja, y luego rompió el orden del grupo y distribuyó unas sillas. Con un simple ademán señaló a Michael el escritorio, y comenzó la reunión.

Michael Beadley se quedó allí un momento, un poco inclinado, observando al auditorio con ojos sombríos, mientras esperaba a que se apagaran los últimos murmullos. Cuando habló lo hizo con una voz agradable y experimentada, y en un tono familiar.

—Muchos de vosotros —comenzó— estaréis aún aturdidos por la catástrofe. El mundo conocido desapareció de pronto. Algunos podéis creer que esto es el fin. No lo es. Pero os diré a todos que esto puede ser el fin de veras, si no ponemos algo de nuestra parte.

»Aunque el desastre haya sido terrible, es posible salvarse todavía. Es bueno recordar que no somos los primeros en enfrentarnos con una desgracia como ésta. Hubo, indudablemente, en los orígenes de la historia una gran inundación, aunque haya sido desfigurada por los mitos. Aquéllos que asistieron a esa inundación deben de haberla juzgado un desastre similar al nuestro, y, en cierto modo, mayor aún. Pero no tuvieron tiempo para desesperarse; hubo que comenzar de nuevo. Y nosotros podemos hacer lo mismo.

»La autocompasión y la idea de una gran tragedia no nos servirán de nada. Así que será mejor que las olvidemos enseguida. Tenemos que convertirnos en constructores.

»Y además, para destruir alguna dramatización romántica, apuntaré que esto, aun ahora, no es lo peor que pudo haber pasado. Muchos de nosotros hemos vivido en gran parte esperando algo peor. Y creo todavía que si no nos hubiera pasado esto, hubiera ocurrido eso otro.

»Desde el 6 de agosto de 1945 el margen de salvación fue estrechándose notablemente. En realidad, hace dos días era más estrecho que en este momento. Si os gusta dramatizar, podéis tomar como tema de reflexión los años que sucedieron a 1945, cuando el sendero de la posible supervivencia comenzó a achicarse hasta llegar a ser una cuerda floja. Y caminábamos por ella con los ojos deliberadamente cerrados por temor al abismo.

»En cualquier momento de estos últimos años pudo haberse dado el paso fatal. Es un milagro que no haya ocurrido así. Es un doble milagro que ya no pueda ocurrir.

»Pero más tarde o más temprano, se hubiera dado ese paso. Por malicia, descuido, o accidente. No importa. Se hubiera perdido el equilibrio. Se hubiese dado rienda suelta a la destrucción.

»No sabemos qué hubiera pasado. Pero lo que pudo haber pasado… Bueno, quizá no hubiera habido sobrevivientes; quizá ya no existiría este planeta.

»Y ahora pensad en nuestra situación. La Tierra intacta, sin heridas, todavía fértil. Puede proporcionarnos alimento y materias primas. Disponemos de verdaderos depósitos de conocimiento, aunque quizá sería mejor no acordarse de muchas cosas. Y disponemos de medios, salud y fuerza para iniciar la reconstrucción.

No fue un largo discurso, pero hizo su efecto. Gran parte del auditorio comenzó a sentir que, al fin y al cabo, quizá estaban al principio de algo, y no al fin de todo. A pesar de que Beadley no había dicho más que generalidades, la sala parecía ahora mas despierta.

El Coronel, que habló a continuación, fue práctico y realista. Nos recordó que por razones de salud sería aconsejable que nos alejásemos de las áreas ciudadanas tan pronto como fuese posible… lo que ocurriría, se esperaba, al mediodía del día siguiente. Ya habían sido cubiertas tanto las necesidades elementales como las secundarias capaces de dar un razonable nivel de vida. Con respecto a nuestras provisiones, debíamos llegar a una casi completa independencia del exterior, por un mínimo de un año. Pasaríamos ese periodo en virtual estado de sitio. Querríamos llevar sin duda, muchas cosas, además de las incluidas en la lista, pero habría que esperar a que el cuerpo médico —y aquí la jovencita del comité enrojeció hasta las orejas— juzgara que podíamos salir de nuestro aislamiento. En cuanto a nuestro lugar de destino, el comité lo había pensado mucho, y, teniendo en cuenta el ideal de soledad, solidez y amplitud, había llegado a la conclusión de que lo más conveniente sería una escuela rural o, a falta de eso, una casa de campo.

No sé si el comité no se había decidido aún, o si el Coronel seguía creyendo, militarmente, que el secreto tiene un valor intrínseco, pero es indudable que no citar el nombre del lugar, o por lo menos la localidad probable, fue el más grave error de aquella noche. En aquel momento, sin embargo, sus aires de hombre práctico surtieron un efecto reconfortante.

Cuando el Coronel tomó asiento, Michael se puso otra vez de pie. Habló animadamente con aquella jovencita, y luego la presentó. Había sido, dijo, una de sus más grandes preocupaciones que nadie entre nosotros tuviese conocimientos médicos. Daba, por lo tanto, con gran alivio la bienvenida a la señorita Berr. Cierto era que no tenía ningún diploma caligrafiado, pero se había recibido brillantemente de enfermera. Y él pensaba que un aprendizaje reciente valía más que una graduación adquirida en un pasado remoto.

La muchacha, volviendo a enrojecer, dijo un discursito acerca de su propósito de llevar adelante el trabajo, y terminó un poco abruptamente con la información de que iba a vacunarnos a todos contra una variedad de cosas antes que dejáramos la sala.

Un hombre algo parecido a un gorrión cuyo nombre no pude oír claramente nos refregó por la nariz que la salud de cada uno debía ser preocupación de todos, y que cualquier sospecha de enfermedad tenía que ser comunicada enseguida, ya que los efectos de un mal contagioso podían ser, entre nosotros, muy serios.

Cuando terminó, Sandra se puso de pie y nos presentó al último orador del grupo: el doctor E. H. Vorless, de Edinburgh, profesor de sociología en la Universidad de Kingston.

El hombre canoso se acercó al escritorio. Se quedó allí un momento, con las puntas de los dedos apoyadas en la superficie de madera y cabizbajo, como si estuviera estudiándola. Los que estaban detrás lo observaban atentamente, con algo de ansiedad. El Coronel se inclinó para decirle algo a Michael que movió afirmativamente la cabeza sin quitar los ojos del doctor. El viejo alzó la vista. Se pasó una mano por el pelo.

—Amigos míos —dijo—, creo que puedo afirmar que soy el más viejo de todos nosotros. En casi setenta años he aprendido —y tuve que olvidar— muchas cosas, aunque no tantas como hubiese deseado. Pero si después de haber dedicado mi vida al estudio de las instituciones humanas hay algo que me ha sorprendido más que la inflexibilidad de sus caracteres, es su variedad.

»Bien dicen los franceses autres temps, autres moeurs. Todos podemos ver, si nos detenemos a pensarlo, que la virtud de una comunidad puede ser el crimen de otra; que aquello que es aquí mal mirado puede ser laudable en otro sitio; que las costumbres condenadas en un siglo son condonadas en otro. Todos podemos ver, además, que en todas las comunidades y en todas las épocas hay muy variadas creencias con respecto a la moral de las costumbres locales.

»Es además evidente que como muchas de esas creencias se contradicen entre sí, no todas pueden ser «ciertas» de un modo absoluto. El juicio máximo que uno puede abrir —si es posible abrir algún juicio— es el de que en algún período han sido «ciertas» para determinadas comunidades. Es posible que continúen siéndolo, pero frecuentemente se comprueba que ya no lo son, y que las comunidades que las siguen a ciegas sin tener en cuenta que han cambiado las circunstancias, sólo se dañan a sí mismas… a veces hasta se destruyen totalmente.

El auditorio no veía el propósito de esta introducción. Estaban un poco inquietos. La mayor parte tenía la costumbre de apagar enseguida la radio cuando se encontraba con cosas como ésta. Ahora se sentían atrapados. El orador decidió hablar más claramente.

—Por eso —continuó— no es posible encontrar las mismas maneras, costumbres y formas en un villorrio hindú donde se vive al borde de la miseria y el hambre que en, digamos, Mayfair. De un modo parecido la gente de un país de clima templado, donde la existencia no ofrece mayores problemas, difiere bastante de la que habita una región superpoblada y difícil de cultivar; lo mismo ocurre con la naturaleza de las principales virtudes. En otras palabras, a diferentes ambientes corresponden diferentes normas.

»Les digo todo esto porque el mundo que hemos conocido no existe, ha desaparecido.

»Las condiciones que encauzaban y dictaban nuestras normas han desaparecido con él. Nuestras necesidades son ahora diferentes, y nuestros propósitos tienen también que ser diferentes. Si quieren un ejemplo, les recordaría que nos hemos pasado el día ejecutando con una conciencia totalmente tranquila actos que dos días atrás hubiesen sido asaltos y robos. El viejo molde se ha roto. Y tenemos ahora que descubrir qué modo de vida se acomoda mejor a este nuevo molde. No sólo tenemos que comenzar a construir otra vez; tenemos también que comenzar a pensar otra vez, lo que es mucho más difícil y muchísimo más desagradable.

»El hombre es un ser físicamente adaptable hasta un muy notable grado. Pero es costumbre general moldear artificialmente las mentes juveniles, introduciendo así un ciego factor de prejuicios. El resultado es una sustancia notablemente dura capaz de resistir con éxito las presiones de las tendencias e instintos innatos. De este modo es posible producir un hombre que contra su mismo sentido básico de autopreservación arriesgará voluntariamente su vida por un ideal, pero se obtiene también un ser testarudo seguro de todo y especialmente de lo que está «bien».

»En este tiempo que ahora nos aguarda, muchos de los prejuicios que nos han inculcado tienen que desaparecer o ser transformados radicalmente. Podemos aceptar y mantener sólo un prejuicio elemental: hay que salvar la raza. Todo tiene que subordinarse, por un tiempo al menos, a eso. Debemos hacerlo todo teniendo siempre presente una pregunta: ¿Ayudará esto a preservar nuestra raza… o acabará con nosotros? Si nuestro acto ayuda a esa preservación, debemos llevarlo a cabo, aunque no esté de acuerdo con las ideas que nos han sido impuestas. Si no, debemos evitarlo, aunque esa omisión choque con nuestras viejas nociones.

»No será fácil; los viejos prejuicios se resisten a morir. El hombre simple se entrega confiadamente a una consoladora masa de máximas y preceptos; y lo mismo el tímido y los de mente perezosa… y todos nosotros, más de lo que creemos. Ahora que toda organización ha desaparecido, nuestros viejos puntos de vista no podrán darnos ya una respuesta exacta. Debemos tener el coraje moral de pensar y decidir por nuestra cuenta.

El viejo calló un instante para observar con aire pensativo a su auditorio. Luego dijo:

—Hay algo que tienen que comprender claramente antes de unirse a nosotros. Todos harán su parte: los hombres tendrán que trabajar. Las mujeres tendrán que tener hijos. Sólo si están de acuerdo con esto podrán ingresar en nuestra comunidad.

Luego de una pausa de pesado silencio, el hombre añadió:

—Podemos mantener un limitado número de mujeres ciegas, porque esas mujeres tendrán niños que podrán ver. No podemos mantener a hombres ciegos. En nuestro nuevo mundo, por lo tanto, los niños serán mucho más importantes que los maridos.

El hombre calló. El silencio duró varios segundos hasta que al fin algunos murmullos aislados se convirtieron rápidamente en una conversación general.

Miré a Josella. Asombrado, vi que estaba sonriendo, con una mueca traviesa.

—¿Qué le encuentras de gracioso? —le pregunté casi bruscamente.

—Las caras que tienen todos —me respondió.

Tuve que admitir que tenía razón. Miré a mi alrededor, y luego a Michael. Fijaba los ojos ya en un extremo, ya en otro, del auditorio, como si se tratase de sumar las distintas reacciones.

—Michael parece un poco inquieto —observé.

—No tendría por qué preocuparse —dijo Josella—. Si Brigham Young pudo hacerlo en pleno siglo diecinueve, esto tiene que ser un juego de niños.

—Qué mujer cruda eres a veces —dije—. ¿Estabas enterada de esto?

—No exactamente, pero no soy tonta. Además, mientras tú estabas fuera, trajeron un ómnibus con estas muchachas ciegas que están aquí. Vienen todas de alguna institución. Me dije a mi misma: ¿por qué ir a buscarlas allí cuando es posible encontrarlas a miles en las calles, aquí cerca? La respuesta era evidentemente: a) que siendo ciegas de nacimiento pueden realizar algunos trabajos, y b) que todas son muchachas. La deducción no era terriblemente difícil.

—Hum —dije—. Todo depende de la perspectiva en que uno se sitúe, supongo. Tengo que reconocer que a mí no se me hubiera ocurrido. ¿Tú…?

—Chist… —dijo Josella, mientras el silencio comenzaba a invadir la sala.

Una mujer joven, alta, de mirada decidida, se había puesto de pie. Mientras esperaba parecía tener una boca que no iba a abrirse nunca, pero al fin dijo con una voz dura como el acero:

—¿Debemos entender que el último orador está preconizando el amor libre?

La mujer se sentó con brusca decisión.

—Creo que mi interlocutora debe tener en cuenta que no he mencionado el amor, libre, atado, o comerciado. ¿Quiere aclarar la pregunta?

La mujer se incorporó otra vez.

—Creo que el orador me ha entendido. Estoy preguntando si sugiere la abolición de la ley del matrimonio.

—Las leyes que conocemos han sido abolidas por las circunstancias. Tenemos que dictar leyes nuevas que estén de acuerdo con las condiciones actuales, y hacerlas cumplir si es necesario.

—Todavía existe la ley de Dios, y la ley de la decencia.

—Señora. Salomón tenía trescientas —¿o eran quinientas?— mujeres, y Dios aparentemente no se molestó por eso. Un mahometano es eminentemente respetable cuando tiene tres mujeres. Todo es cuestión de costumbres. Ya decidiremos más tarde qué leyes debemos dictar con respecto a este asunto, y a otros, para mayor beneficio de la comunidad.

»Este comité decidió, después de una discusión, que si vamos a edificar un nuevo estado de cosas y no queremos recaer en el barbarismo —lo que es un peligro apreciable— tenemos que ligar con ciertos compromisos a aquéllos que quieran unirse a nosotros.

»Ninguno podrá volver a las condiciones perdidas. Lo que ofrecemos es una vida de trabajo dentro de las mejores condiciones posibles, y la felicidad que nace del triunfo sobre el azar. Como pago pedimos voluntad y eficacia. Nadie está obligado. La elección es de ustedes. Aquéllos a quienes no atrae nuestra oferta pueden irse a fundar la comunidad que ellos prefieran.

»Pero les pediría que considerasen muy cuidadosamente si poseen ustedes o no una autorización de Dios para privar a las mujeres de la felicidad de cumplir con sus funciones naturales.

La discusión que siguió fue un confuso alboroto que descendía frecuentemente a cuestiones de detalle e irresolubles hipótesis. Pero nadie trató de cortarla. Cuanto más se discutía, menos extraña parecía aquella idea.

Josella y yo nos acercamos a la mesa donde la enfermera Berr había instalado su parafernalia. Recibimos varias inyecciones en los brazos y luego nos volvimos a sentar para escuchar la disputa.

—¿Cuántos crees que decidirán venir con nosotros? —le pregunté a Josella.

La muchacha miró alrededor.

—Casi todos… mañana por la mañana.

Sentí ciertas dudas. Había muchas objeciones y argumentos. Josella dijo:

—Si fueras una mujer que va a pasarse una hora o dos antes de dormir pensando si elegirá tener hijos y una organización que cuide de ella, o se adherirá a principios que pueden significar muy bien nada de hijos y además el desamparo, no tendrías ninguna duda. Y al fin y al cabo la mayor parte de las mujeres quiere tener hijos, sea como sea. El marido es sólo lo que el doctor Vorless llamaría el medio local para un fin.

—Me parece que hay un poco de cinismo en esa frase.

—Si crees realmente que hay aquí cinismo debes ser muy sentimental. Estoy hablando de mujeres reales, no de las que pueblan el mundo de las revistas cinematográficas.

—Oh —dije.

Josella se quedó pensativa durante un rato, y fue frunciendo gradualmente el ceño:

—Me preocupa otra cosa. ¿Cuántos hijos esperarán de una? Me gustan los niños, es cierto, pero hay límites.

El debate siguió ásperamente durante una hora, o algo así, y al fin se cerró. Michael pidió que los que querían unirse a su plan dejaran sus nombres en su oficina antes de las diez de la mañana del día siguiente. El Coronel ordenó que todos los que supieran conducir camiones se presentaran ante él a las siete de la mañana. Luego se levantó la sesión.

Josella y yo salimos a dar un paseo. Era una noche templada. La luz de la torre volvía a apuntar esperanzadamente al cielo. La luna acababa de aparecer sobre el Museo Británico. Encontramos una pared baja y nos sentamos en ella y observamos las sombras de la plaza y escuchamos el débil sonido del viento en las ramas de los árboles. Fumamos un cigarrillo casi en silencio. Cuándo llegué al fin del mío, lo arrojé lejos y eché una bocanada.

—Josella —dije.

—¿Mm? —me respondió, sin abandonar del todo sus pensamientos.

—Josella —dije otra vez—. Este… esos niños. Yo… este… me sentiría muy orgulloso y feliz si pudieran ser míos tanto como tuyos.

Durante un rato Josella no se movió; no dijo nada. Al fin volvió la cabeza. La luz de la luna resplandecía sobre su pelo rubio, pero tenía la cara y los ojos en sombra. Esperé mientras el corazón me golpeaba en el pecho y sentía una casi enfermiza inquietud. Josella dijo con una calma que, me sorprendió:

—Gracias, Bill, querido. Creo que yo sentiría lo mismo.

Suspiré. Los latidos de mi corazón no se apaciguaron mucho, y vi que me temblaba la mano cuando tomé la de Josella. No sabía qué decir, por el momento. Josella, en cambio, sí.

—Pero no es tan fácil, ahora.

Di un salto.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Creo que si yo fuese ellos —dijo pensativa y señalando la torre con la cabeza—, establecería una regla. Dividiría a todos en grupos. Diría que todo hombre que se casara con una mujer normal debería tomar también a dos muchachas ciegas. Eso haría.

Miré fijamente su rostro en la sombra.

—No hablas en serio —protesté.

—Temo que sí Bill.

—Pero, oye…

—De lo que ellos decían se deduce que piensan algo parecido.

—Es posible —admití—. Pero que establezcan esa regla es otra cosa. No veo…

—¿Quieres decir que no me quieres lo bastante como para tomar a otras dos mujeres?

Tragué saliva. Y objeté además:

—Mira. Todo esto es una locura. No es natural. Lo que sugieres…

Josella alzó una mano para que me callara.

—Escúchame un momento, Bill. Reconozco que sorprende un poco al principio, pero no es disparatado. Es muy claro, y no muy fácil.

»Todo esto —señaló con una mano los alrededores— me ha cambiado de algún modo. Es como si de pronto lo viese todo distinto. Y me parece ahora que aquellos que logren sobreponerse, se van a sentir más unidos, más dependiente los unos de los otros… bueno, más como una tribu.

»Durante todo el día he estado viendo a gente infortunada que va a morir muy pronto. Y durante todo el día me he estado diciendo a mí misma: «Gracias a Dios…». Y añadía luego: «¡Pero esto es un milagro! No merezco más que cualquiera de ellos. Y sin embargo, ha ocurrido. Aquí estoy yo, todavía viva… de modo que ahora me toca a mí justificarme». De algún modo me he sentido más cerca que nunca del prójimo. Eso hizo que me preguntara a mí misma, continuamente, cómo podía ayudarlos.

»Comprende, algo tenemos que hacer para justificar ese milagro, Bill. Yo pude haber sido cualquiera de esas muchachas ciegas; tú pudiste haber sido cualquiera de esos hombres errantes. No es mucho lo que podemos hacer. Pero si protegemos a unos pocos y les damos toda la felicidad posible, devolveremos algo de lo que hemos recibido, una pequeña parte. Tú también lo ves así, ¿no es cierto, Bill?

Pensé en todo eso un minuto o más.

—Creo —dije— que éste es el argumento más extraño que haya oído hoy… o nunca. Y sin embargo…

—Y sin embargo es verdad, ¿no es cierto, Bill? Sé que es verdad. He tratado de ponerme en el lugar de una de esas muchachas ciegas, y he comprendido. Todas las posibilidades que ellas puedan tener dependen de nosotros. ¿Les daremos eso como parte de nuestra gratitud o nos lo guardaremos todo en nombre de los prejuicios que nos han inculcado? Eso es lo que importa.

Me quedé callado durante un rato. Era indudable que Josella había hablado muy en serio. Medité en los recursos puestos en práctica por mujeres decididas y rebeldes como Florence Nightingale y Elisabeth Fry. Nada se puede hacer contra mujeres como ésas… y muy a menudo resulta que ellas han tenido razón después de todo.

—Muy bien —dije al fin—. Si tú crees que así debe ser. Pero espero…

Josella me interrumpió.

—Oh, Bill, sabía que habías entendido. Oh, estoy contenta… tan contenta. Me has hecho tan feliz.

Hubo una pausa y dije otra vez.

—Espero que…

Josella me golpeó una mano, tranquilizándome.

—No tienes por qué preocuparte, querido. Elegiré dos muchachas hermosas e inteligentes.

—Oh —dije.

Nos quedamos sentados allí, en la pared, tomados de la mano, mirando los árboles salpicados por la luna, pero sin verlos mucho. Yo, por lo menos, miraba sin ver. De pronto, en el edificio, detrás de nosotros, alguien puso en marcha un gramófono, con un vals de Strauss, La música sonó en el patio vacío con una dolorosa nostalgia. Por un instante la calle ante nosotros se convirtió en el fantasma de un salón de baile; un torbellino de color, con la luna como candelero de cristal.

Josella descendió de la pared. Con los brazos extendidos, las muñecas y los dedos ondeantes, balanceando el cuerpo, Josella bailó, flotando en el aire como un hilo de seda, en un gran círculo a la luz de la luna. Dio la vuelta y llegó otra vez a mí con los ojos brillantes y llamándome con los brazos.

Y bailamos, en la orilla de un ignorado futuro, con el eco de un desvanecido pasado.