Cuando desperté pude oír a Josella ocupada ya en la cocina. Mi reloj indicaba que eran cerca de las siete. Terminé de afeitarme incómodamente con agua fría, y me vestí. Un aroma de tostadas y café flotaba en las habitaciones. Josella estaba sosteniendo una sartén sobre el hornillo. Tenía un aire de seguridad que era difícil asociar con la asustada figura de la noche pasada. Sus movimientos eran además precisos y justos.
—Leche condensada, lo siento —me dijo—. La refrigeradora se ha detenido. Pero todo lo demás está en orden.
Costaba creer que aquella forma prácticamente vestida fuese la maravillosa visión de la noche anterior. Josella había elegido un traje de esquiar azul oscuro, unas medias blancas y un par de fuertes zapatos. En un cinturón de cuero oscuro llevaba, en vez de aquella arma mediocre que yo había encontrado el día antes, un buen cuchillo de caza. Yo no sabía cómo esperaba verla vestida, ni siquiera si había pensado en eso, pero lo que más me impresionó fue el sentido común que había privado en su elección.
—¿Estoy bien así, no es cierto? —me preguntó Josella.
—Muy bien —le aseguré. Me miré a mí mismo. Yo también podía haberlo pensado. Una sastrería elegante no era lo más conveniente.
—Podías haberlo hecho mejor —dijo Josella mirando sin malicia mi traje lleno de arrugas—. La luz de anoche —continuó— venía de la torre de la Universidad. Estoy casi segura. Ninguna otra cosa se alza en esa línea. Además parece estar a la misma distancia.
Fui hasta la ventana y miré por sobre la raya que había trazado en el alféizar. Apuntaba como Josella había dicho, directamente a la torre. Y noté algo más. En un mástil de la torre flameaban dos banderas. Una podía haber quedado allí por casualidad, pero las dos tenían que ser una señal deliberada; el equivalente diurno de aquella luz. Después del desayuno decidimos que pospondríamos nuestro planeado programa, y que lo primero que haríamos seria investigar el asunto de la torre.
Dejamos el piso una media hora después. Tal como yo lo presumía nuestro camioncito había escapado, en medio de la calle, a la atención de los transeúntes. Sin detenernos más, pusimos las maletas de Josella en la parte trasera, entre las armas contra trífidos, e iniciamos la marcha.
Encontramos poca gente. El cansancio y el frío les habían anunciado, parecía, la llegada de la noche, y muy pocos habían dejado aún sus refugios. Los que habían salido no caminaban tan cerca de las paredes, como el día anterior, sino junto a la calle. La mayoría se había provisto de bastones o trozos de madera con los que tanteaban el borde de la calzada. Se movían así con mayor facilidad que por los frentes de los edificios, con sus entrantes y salientes, y los bastones contribuían a disminuir el número de los encontronazos.
Recorrimos nuestro camino con pocas dificultades, y al rato entrábamos en Store Street. La torre de la Universidad se alzaba al fin de la calle, frente a nosotros.
—Despacio —dijo Josella, mientras nos internábamos en la calle desierta—. Creo que pasa algo en la entrada.
Tenía razón. Al acercarnos pudimos ver a un grupo bastante considerable junto a la universidad. El día anterior nos había hecho desconfiar de las multitudes. Doblé por Gower Street, seguí unos cincuenta metros, y me detuve.
—¿Qué crees que estará pasando? ¿Investigamos o nos vamos de aquí? —pregunté.
—Propongo que investiguemos —respondió Josella enseguida.
—Muy bien. Opino lo mismo —dije.
—Recuerdo el lugar —añadió Josella—. Hay un jardín detrás de esos edificios. Si podemos entrar en el jardín sabremos qué pasa sin mezclarnos con ellos.
Dejamos el coche y comenzamos a examinar esperanzadamente las casas. En la tercera encontramos una puerta abierta. Había un pasillo que conducía directamente al jardín. Este era compartido por una docena de viviendas y mostraba una curiosa disposición. La mayor parte se extendía al nivel de las casas, o un poco más abajo que las calles circundantes, pero en uno de sus extremos, aquél que estaba más cerca del edificio de la Universidad, se elevaba en una especie de terraza separada de la calle por altas rejas de hierro y una pared de poca altura. Podíamos oír del otro lado las voces de la multitud, como un confuso murmullo. Cruzamos el jardín, subimos a la terraza por un sendero de grava, y encontramos unos arbustos donde podíamos ocultarnos y observar la escena.
La multitud que se había reunido ante las puertas de la Universidad podía llegar a varios centenares de hombres y mujeres. Habíamos creído, por el sonido de las voces, que era menos grande, y por primera vez comprendí cuánto más silenciosa e inactiva es una multitud de ciegos que una de personas normales y de similar tamaño. Es natural, por supuesto, pues los ciegos dependen casi enteramente de sus oídos para enterarse de lo que ocurre, de tal modo que el silencio de cada individuo es una ventaja para todos; pero hasta este momento yo no me había dado cuenta.
Lo que estaba ocurriendo, fuese lo que fuese, se desarrollaba ante las mismas puertas de la Universidad. Logramos descubrir un montículo que nos permitía ver la verja de la entrada por encima de las cabezas de la multitud. Un hombre cubierto con una gorra hablaba continuamente por entre los barrotes. No tenía en apariencia mucho éxito, pues el hombre que estaba del otro lado de los barrotes intervenía en la conversación casi sólo con movimientos negativos de cabeza.
—¿Qué pasa? —murmuró Josella.
La ayudé a subir a mi lado. El hombre que dirigía la conversación volvió un poco la cabeza y pudimos vislumbrar su perfil. Era, me pareció, de unos treinta años, con una nariz recta y fina, y unas facciones bastante huesudas. Tenía el pelo oscuro, pero más que su aspecto era notable la intensidad de sus ademanes.
Aquel coloquio por entre las rejas no llevaba a ninguna parte, y la voz del hombre se hizo más alta y enfática, aunque sin causar ningún efecto visible en su auditorio. No había duda de que el hombre situado detrás de las rejas podía ver; lo observaba todo a través de unos gruesos lentes. Detrás de él, a unos pocos metros, se habían reunido otros tres hombres sobre los que tampoco cabía ninguna duda. Ellos, también, observaban a la multitud y al orador con cuidadosa atención. El hombre que estaba de este lado se acaloró aún más. Elevó la voz como si hablara no sólo para beneficio de la multitud sino para alguno que pudiese estar fuera de ella.
—Escúcheme —dijo el hombre agriamente—. Esta gente tiene tanto derecho a vivir como usted, ¿no es cierto? No es culpa de nadie hasta ahora… pero será culpa suya si se muere de hambre, y usted lo sabe.
Su voz era una curiosa mezcla de rudeza y educación, así que me fue difícil situarlo… Parecía como si ningún estilo le fuese natural.
—He estado enseñándoles dónde conseguir comida. He hecho lo que he podido, pero, Cristo, estoy solo, y hay miles como ellos. Usted podría también encargarse de algunos. ¿Pero lo hace? ¡Ca! ¿Qué hace usted? Importársele un rábano, eso es lo que hace. Piensa sólo en su propio pellejo. Me he encontrado antes con gente de su especie. «Vete al diablo, que yo estoy bien», ése es su lema.
El hombre escupió despreciativamente.
—Ahí —dijo, abarcando todo Londres con un ademán oratorio—, ahí hay miles de pobres diablos que esperan a que alguien les enseñe dónde hay un poco comida. Y usted puede hacerlo. Es algo muy simple. ¿Pero lo hace usted? ¿Lo hacen ustedes, gusanos? No, se encierran en sí mismos y dejan que los demás se mueran de hambre. Sin embargo, cada uno de ustedes podría mantener con vida a cientos de ellos. Dios todopoderoso, ¿no son ustedes seres humanos?
El hombre hablaba con violencia, tenía que ganar un caso y estaba defendiéndolo apasionadamente. Sentí que Josella me apretaba el brazo, y puse mi mano sobre la suya. El hombre situado del otro lado de la verja dijo algo inaudible.
—¿Cuánto? —gritó el hombre de este lado—. ¿Cómo diablos voy a saber cuánto durará la comida? Sólo sé que si los bastardos como ustedes no ofrecen su ayuda, no habrá nadie vivo cuando ellos vengan a arreglar esto. —El hombre miró fijamente a su interlocutor unos instantes—. La verdad es que está usted asustado. ¿Y por qué? Porque cuanto más coman estos pobres diablos menos habrá para ustedes. Eso es lo que pasa, ¿no es cierto? Esa es la verdad… pero usted no es capaz de admitirlo.
Nuevamente no pudimos oír la respuesta del otro hombre, pero cualquiera que fuese, no ablandó al orador. Miró ceñudamente un momento por entre los barrotes, y luego dijo.
—Muy bien, si eso es lo que quieren, lo tendrán.
Metió con rapidez una mano entre los barrotes y alcanzó el brazo del otro hombre. Con un hábil movimiento lo atrajo hacia sí y se lo retorció. Tomó la mano de un ciego que estaba a su lado y la instaló en el brazo.
—No lo suelte, compañero —dijo, y saltó hacia la cerradura de la puerta.
El hombre que estaba en el interior se recobró enseguida. Con su otra mano golpeó como un salvaje entre los barrotes. Un afortunado puñetazo dio en la cara del ciego. Este lanzó un grito y aflojó la mano. El jefe de la multitud estaba trabajando furiosamente en la puerta. En ese momento se oyó el disparo de un rifle. La bala golpeó en los barrotes y rebotó. El jefe se detuvo de pronto, sin saber qué hacer. Detrás de él estalló un coro de maldiciones, y alguien dio un grito. La multitud se adelantó y retrocedió como sí dudara entre escapar o cargar sobre las rejas. Vi a un joven que llevaba algo bajo el brazo y me arrojé al suelo, arrastrando a Josella conmigo. Se oyeron los disparos de una ametralladora.
Era evidente que el hombre tiraba al aire; sin embargo, el ruido entrecortado del arma y el silbido de los proyectiles alarmaba de veras. Una andanada fue suficiente para aclararle todo. Cuando alzamos la cabeza, la multitud había perdido su unidad y sus componentes buscaban refugio en algún lugar seguro escapándose en las tres posibles direcciones. El líder se detuvo un momento, gritó algo ininteligible, y luego se alejó como los demás hacia Malet Street, tratando de reunir a sus dispersos seguidores.
Me senté donde estábamos y miré a Josella. Ella me miró a su vez pensativamente y luego clavó los ojos en el suelo. Pasamos varios minutos sin hablar.
—¿Bueno? —pregunté al fin.
Josella alzo la cabeza, miró al otro lado de la calle, y luego contempló los últimos restos de la multitud que tanteaban patéticamente el camino.
—El hombre tenía razón —dijo Josella—. ¿No es cierto que tenía razón?
—Si, tenía razón… y no la tenía. Pues verás, no hay «ellos» que vayan a arreglar esta situación. Estoy completamente seguro. Nadie la arreglará. Podemos hacer lo que dice el hombre. Podemos enseñar a unos pocos, sólo a unos pocos, dónde hay comida. Podemos hacerlo durante unos días, quizá unas pocas semanas, pero y luego… ¿qué?
—Parece tan horrible, tan duro.
—Si afrontamos honradamente el problema sólo caben dos posibilidades —dijo—. O tratamos de salvar lo que puede salvarse —y eso nos incluye a nosotros—, o nos dedicamos a alargar la vida de esta gente un poco más. No hay punto de vista, para mí, más objetivo.
»Pero sí también que lo más humano sería, quizá, elegir la muerte. ¿Nos pasaremos la vida prolongando miseria cuando sabemos que en última instancia no hay posibilidad de salvación? ¿No podemos hacer un uso mejor de nosotros mismos?
Josella movió afirmativamente la cabeza.
—Dicho de ese modo no parece haber elección posible, ¿no? Y aunque pudiésemos salvar a unos pocos, ¿a quiénes elegiríamos? ¿Y quiénes somos nosotros para elegir? ¿Y durante cuánto tiempo podríamos hacerlo, además?
—No es nada fácil todo esto —dije—. No sé a cuántos podríamos sostener una vez que se acabaran los alimentos, pero no creo que fuesen muchos.
—Ya te has decidido entonces —dijo Josella, mirándome. No sé si había o no un matiz de desaprobación en su voz.
—Querida mía —le dije—. Esto me gusta tan poco como a ti. Te he presentado groseramente dos alternativas. ¿Podemos ayudar a aquéllos que han sobrevivido a la catástrofe para que rehagan de algún modo sus vidas? ¿O haremos sólo un gesto moral que quizá no sea más que un gesto? Esa gente que está del otro lado de la calle evidentemente intenta sobrevivir.
Josella hundió los dedos en el suelo y dejó que la tierra le resbalara de la mano.
—Supongo que tienes razón —me dijo—. Pero también tienes razón cuando dices que no me gusta.
—Nuestro gusto como factor decisivo ha dejado de existir —sugerí.
—Quizá, pero me parece que lo que comienza con tiros no puede ser nada bueno.
—El hombre disparó al aire. Y así impidió una batalla —apunté.
La multitud ya había desaparecido. Subí al muro, y ayudé a Josella a saltar al otro lado. Un hombre que estaba en la puerta la abrió para dejarnos entrar.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—Sólo nosotros dos. Vimos su señal anoche —le dije.
—Muy bien. Vamos, les presentaré al Coronel —dijo conduciéndonos a través del patio.
El hombre a quien llamaban el Coronel se había instalado en un cuartito no lejos de la entrada, y destinado, parecía, a los porteros. Era un hombre rechoncho que acababa de pasar los cincuenta o se estaba acercando a esa edad. Tenía un cabello abundante, pero bien arreglado, y gris. El bigote hacía juego, y parecía como si ni un solo pelo osase salirse de la fila. Su tez era tan rosada, saludable y fresca que podía haber pertenecido a un hombre de menos años; su mente, lo descubrí más tarde, nunca había dejado de ser joven. Estaba sentado ante una mesa llena de papeles distribuidos con una exactitud matemática en montones regulares, y con una hoja inmaculada de rosado papel secante simétricamente colocada ante él.
Cuando entramos en el cuarto, el hombre nos miró, primero a uno y luego a otro, con una mirada serena y fija, y más larga de lo necesario. Reconocí la técnica. Pretendía dar a entender que el que la usa es un ser perceptivo acostumbrado a tomar con rapidez las medidas de un hombre; el recipiente sentirá, por su parte, que se encuentra ante un hombre digno de confianza, lleno de sensatez, o, alternativamente, que ha sido visto de parte a parte, con todas sus debilidades. La respuesta correcta es devolver una mirada similar y ser considerado un «hombre útil». Así lo hice. El Coronel tomó la pluma.
—¿Sus nombres, por favor? —Se los dimos.
—¿Dirección?
—En las presentes circunstancias temo que no sirvan de mucho —dije—. Pero si usted cree realmente que las necesita. —Le dimos también nuestras direcciones.
El hombre murmuró algo acerca de organización, sistema y otras cosas semejantes, y anotó las direcciones. Siguió la edad, la ocupación y todo el resto. Volvió a lanzarnos aquella mirada inquisitiva, garabateó una nota en cada uno de los papeles y los colocó en un archivo.
—Necesitamos hombres útiles. Asunto sucio es éste. Hay mucho que hacer aquí. Mucho. El señor Beadley les dirá lo necesario.
Salimos otra vez al vestíbulo. Josella se rió entre dientes.
—Olvidó pedirnos referencias en triplicado, pero creo que conseguiremos el empleo —dijo.
El señor Beadley, cuando nos encontramos ante él, resultó ser muy diferente. Era un hombre delgado, alto de hombros anchos y un poco cargado de espaldas, algo parecido a un atleta aficionado a los libros. En reposo su cara tenía una expresión de suave tristeza, a causa de la oscuridad de sus pupilas, pero era muy difícil ver esa cara en reposo. Las pocas canas que manchaban el cabello no ayudaban mucho a conocer su edad. Podía tener cualquiera, entre los treinta y cinco y los cincuenta. Su evidente cansancio hacia aun más difícil toda posible estimación. A juzgar por su aspecto se había pasado en pie toda la noche; sin embargo, nos recibió alegremente e hizo una señal a una muchacha. Esta anotó otra vez nuestros nombres.
—Sandra Telmont —explicó Beadley—. Sandra es nuestra secretaria de hacienda. No dejar de trabajar es su característica más importante, así que consideramos particularmente providencial contar con ella en estos momentos.
La joven me saludó con una inclinación de cabeza, y observó con cierta dureza a Josella.
—Creo que la conozco —dijo, pensativamente. Miró el bloque de papel que tenía en las rodillas. Una débil sonrisa cruzó aquel rostro agradable, aunque un poco exótico.
—Oh, si, claro —dijo recordando.
—¿No te lo he dicho? No se pueden olvidar —me hizo observar Josella.
—¿De qué se trata? —preguntó Beadley.
Se lo expliqué. El hombre examinó con más atención a Josella. La muchacha suspiró.
—Por favor, olvídese —dijo—. Estoy cansada de refutar esa calumnia.
El hombre pareció sorprenderse agradablemente.
—Muy bien —dijo y abandonó el asunto con un movimiento de cabeza. Regresó al escritorio—. Volvamos a lo nuestro. ¿Han visto a Jacques?
—Si se trata del Coronel que está jugando al Servicio Civil, sí, lo hemos visto —le dije.
El hombre sonrió con una mueca.
—Tenemos que saber con quién tratamos. No podemos hacer nada sin conocer su especialidad —dijo imitando hábilmente los modales del Coronel—. Pero es muy cierto, sin embargo —continuó—. Será mejor que les dé una idea de cómo van las cosas. Somos, por ahora, treinta y cinco. Gente de toda clase. Esperamos que durante el día se nos reúnan algunos más. Veintiocho pueden ver. Lo otros son maridos o mujeres —y hay dos o tres niños— ciegos. Hasta ahora pensamos salir de aquí mañana mismo, si estamos listos a tiempo, y buscar un lugar seguro. Usted me entiende.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Nosotros habíamos decidido partir esta tarde por las mismas razones —le dije.
—¿Con qué transporte cuentan ustedes?
Le expliqué lo referente al camioncito.
—Íbamos a proveernos hoy —añadí—. Así que no tenemos prácticamente nada, excepto cierta cantidad de fusiles anti-trífidos.
El hombre alzó las cejas. La muchacha llamada Sandra me miró también con curiosidad.
—Es raro que hayan pensado en eso como algo esencial —señaló el hombre.
Le di mis razones. Posiblemente no lo hice muy bien, pues ninguno de los dos pareció muy impresionado. Beadley movió afirmativamente la cabeza, y continuó:
—Bueno, si van a venir con nosotros, les sugiero esto. Entren su coche, dejen aquí lo que tengan, y salgan otra vez en busca de un buen camión. Luego… oh, ¿sabe alguno de ustedes un poco de medicina?
Le dijimos que no.
El hombre frunció levemente el ceño.
—Es una lástima. No tenemos todavía a ningún médico. Me sorprendería si no necesitáramos a un doctor dentro de poco. De todos modos, tendremos que vacunarnos. Pero no vale la pena que los mande a buscar medicinas. ¿Qué les parece alimentos y ramos generales? ¿Les agrada?
Beadley hojeó unos papeles unidos por un broche, sacó uno de ellos, y me lo entregó. Tenía como encabezamiento «N° 15», y debajo había una lista escrita a máquina de alimentos en conserva, ollas, sartenes y ropa de cama.
—No es nada rígido —dijo Beadley— pero traten de acercarse a ella todo lo posible, y evitaremos, así, repeticiones inútiles. Que sea todo de la mejor calidad. Con respecto a la comida, concéntrense en el valor alimenticio en relación con el tamaño. Quiero decir que aunque los copos de maíz sean la pasión dominante de sus vidas, olvídenlos. Sugiero que se reduzcan a los grandes almacenes y a los mayoristas. —Beadley me sacó el papel y garabateó dos o tres direcciones—. Carnes en conserva y alimentos empaquetados, a eso se deben dedicar ustedes. Nada de sacos de harina, por ejemplo. Ya hay otros que se encargan de eso. —Miró pensativamente a Josella—. Trabajo pesado, me temo, pero por ahora no puedo ofrecerles nada más útil. Traten de hacer todo lo que puedan antes que oscurezca. Habrá aquí una reunión y discusión general a eso de las nueve y media, esta noche.
Nos volvimos para irnos.
—¿Tienen alguna pistola? —nos preguntó Beadley.
—No había pensado en eso —admití.
—Es lo mejor en caso de dificultades. Basta con tirar al aire —dijo. Sacó de un cajón del escritorio dos pistolas y nos las alcanzó—. Menos sucio que eso —añadió mirando el hermoso cuchillo de Josella.
Aun después de descargar nuestro coche, y salir a la calle, descubrimos que había menos gente que el día anterior. Los pocos que se veían preferían aparentemente subirse a las aceras, al oír el ruido de nuestro motor, y no molestarnos.
El primer camión que elegimos no nos sirvió, pues estaba lleno de pesados cajones de madera. Nuestro próximo encuentro fue más afortunado: un transporte de cinco toneladas, casi nuevo, y vacío. Transbordamos abandonando el camioncito a su suerte.
La primera casa de la lista tenía las persianas metálicas bajas, pero se abrieron sin mucha dificultad ante los argumentos de una barra de hierro que sacamos de una tienda vecina. Dentro, hicimos un hallazgo. Tres camiones alineados junto a una plataforma. Uno de ellos estaba cargado de cajas de carne en conserva.
—¿Puedes manejar una de estas cosas? —le pregunté a Josella.
Josella miró los camiones.
—Bueno, no veo por qué no. Funcionan como todos, ¿no es así? Y no hay problemas de tránsito.
Decidimos llevarnos ante todo el camión vacío. Fuimos a otro almacén y lo cargamos con mantas y acolchados; luego seguimos viaje y adquirimos una ruidosa miscelánea de ollas, calderos, marmitas y sartenes. Cuando llenamos el camión, vimos que había pasado la mañana. El trabajo había sido bastante duro, y nos había abierto el apetito. Entramos en una taberna intacta hasta ese entonces.
La atmósfera que flotaba en los distritos comerciales era tétrica, aunque aún con la apariencia de un domingo o un día festivo antes que un desastre. Se veía a muy poca gente. Si aquello hubiese ocurrido durante el día, y no de noche cuando casi todos habían vuelto ya del trabajo, la escena hubiera sido terriblemente distinta.
Cuando terminamos de refrescarnos, recogimos el camión cargado de carne, y llevamos los dos lentamente y sin contratiempos a la Universidad. Los instalamos en el patio y partimos de nuevo. A las seis y media volvimos otra vez con un par de bien cargados camiones, y el convencimiento de haber hecho un buen trabajo.
Michael Beadley salió del edificio a inspeccionar nuestra contribución. Lo aprobó todo, salvo una docena de cajones que yo había añadido a mi segundo cargamento.
—¿Qué son esos cajones? —preguntó.
—Rifles para trífidos y proyectiles —le contesté.
El hombre me miró pensativamente.
—Oh, sí. Recuerdo que llegó con un lote de armas contra trífidos.
—Creo que vamos a necesitarlas —dije.
Beadley reflexionó un momento. Pude ver que me estaba clasificando como un poco anormal en lo que se refería a los trífidos. Posiblemente atribuyó esta manía a mi trabajo, y al agravante de una fobia nacida de mi último accidente. Y quizá estaba pensando en añadir otra, quizá más peligrosa, clase de locura.
—Mire —sugerí—, hemos traído cuatro camiones llenos. Sólo pido un poco de espacio para llevar esos cajones. Si a usted le parece mucho, saldré y traeré otro camión.
—No, déjelos donde están. No ocupan mucho sitio —decidió Beadley.
Entramos y nos sirvieron un poco de té en una cantina que una mujer madura y de rostro agradable había improvisado con habilidad.
—Beadley cree —le dije a Josella— que tengo la manía de los trífidos.
—Ya se dará cuenta él mismo, por desgracia —dijo Josella—. Es raro que no los hayan visto todavía.
—Recuerda que esta gente no ha salido del centro. Después de todo, hoy no hemos visto ninguno.
—¿Crees que se atreverán a meterse en las calles?
—No lo sé. Quizá unos pocos perdidos.
—¿Cómo se habrán soltado?
—Si tiran de la estaca con bastante fuerza, y durante bastante tiempo, al fin logran desprenderla. En la granja solían romper el alambrado apretándose todos contra un sitio.
—¿No podían hacer más fuertes los cercos?
—Podíamos, pero no queríamos fijarlos definitivamente. No se rompían muy a menudo, y por otra parte los trífidos no hacían más que pasar de un campo a otro, así que volvíamos a ponerlos en su lugar y arreglábamos los alambres. No creo que ninguno venga aquí intencionalmente. Desde el punto de vista de un trífido, una ciudad tiene que ser algo así como un desierto. Creo por eso que tratarán de salir al campo. ¿Has usado alguna vez un rifle contra trífidos?
Josella sacudió la cabeza.
—Había pensado hacer un poco de práctica, sí quieres, después de cambiarme la ropa —sugerí.
Volví media hora más tarde sintiéndome más cómodo gracias a haber infringido la sugestión de Josella de un traje de esquiar y unas pesadas botas. Descubrí por otra parte que ella se había puesto un vestido verde claro. Tomamos un par de rifles y fuimos a los jardines de Royal Square, allí cerca. Habíamos pasado una media hora cortando las puntas de unos arbustos apropiados, cuando una mujer joven, vestida con una chaqueta de color ladrillo y un elegante par de pantalones verdes, cruzó el césped y elevó hacia nosotros una pequeña cámara.
—¿Quién es usted? ¿La prensa? —inquirió Josella.
—Algo parecido —dijo la mujer—. Por lo menos soy la secretaria de informaciones. Elspeth Cary.
—¿Tan pronto? —observé—. Adivino la mano de nuestro ordenado y consciente Coronel.
—No se equivoca —declaró la mujer. Se volvió para mirar a Josella—. Y usted es la señorita Playton. Me he preguntado muchas veces…
—Por favor —interrumpió Josella—. ¿Por que mi reputación tiene que ser lo único estable en este mundo en derrumbe? ¿No podemos olvidar eso?
—Hum —dijo la señorita Cary pensativamente—. Hum. Hum. —Cambió de tema—. ¿Qué es esto de los trífidos? —preguntó.
Se lo dijimos.
—Ellos creen —añadió Josella— que Bill está asustado o loco con respecto a los trífidos.
La señorita Cary me miró a la cara. Tenía un rostro más interesante que hermoso, con una tez tostada por soles más fuertes que el nuestro. Sus ojos eran serenos, observadores y de un color castaño oscuro.
—¿Y lo está usted? —preguntó.
—Bueno, creo que cuando no se los puede dominar son bastante peligrosos como para tomárselos en serio.
La mujer movió afirmativamente la cabeza.
—Es cierto. He estado en lugares donde andan en libertad. Muy desagradable. Pero aquí en Inglaterra… bueno, es difícil imaginarse eso aquí.
—No habrá mucha gente para detenerlos —dije.
La réplica de la mujer, si es que iba a haber alguna réplica, fue interrumpida por el sonido de un motor en el cielo Alzamos la vista y vimos un helicóptero que volaba sobre la terraza del Museo Británico.
—Ese debe de ser Ivan —dijo la señorita Cary—. Había ido a buscar un helicóptero. Tengo que tomar fotografías del aterrizaje. Los veré después.
La mujer se alejó.
Josella se tendió en el césped, con las manos unidas detrás de la cabeza y la mirada clavada en las profundidades del cielo. Cuando el motor del helicóptero dejó de oírse, el silencio pareció mayor que antes.
—No lo puedo creer —dijo Josella—. He tratado, pero sin embargo, no lo puedo creer realmente. Todo no puede seguir así… y seguir… y seguir. Esto es como un sueño. Mañana este jardín estará lleno de ruidos. Los ómnibus rojos pasarán por las calles, las multitudes cubrirán las aceras, volverán a brillar las luces del tránsito… Un mundo no termina así. No puede terminar así, no es posible.
Yo sentía lo mismo. Las casas los árboles, los hoteles absurdamente lujosos del otro lado de la plaza eran demasiado normales… como preparados para volver a la vida ante una simple señal.
—Y, sin embargo —dije—, me imagino que los dinosaurios, sí hubieran sido capaces de pensar, habrían pensado lo mismo. Ocurre de cuando en cuando, es inevitable.
—¿Pero por qué a nosotros? Es como leer en los diarios esas cosas asombrosas que le pasan a otra gente; pero siempre a otra gente. No hay nada especial en nosotros.
—Siempre hay un «¿por qué me pasa esto a mí?» Tanto para el soldado que ha salvado la vida cuando sus compañeros han muerto, como para el hombre al que llevan preso porque se ha jugado un dinero que no era suyo. Sólo la ciega casualidad tiene la culpa.
—¿Es una casualidad que haya ocurrido esto? ¿O que haya ocurrido ahora?
—Tiene que ocurrir alguna vez y de algún modo. No es natural que un determinado grupo de criaturas domine perpetuamente el mundo.
—No veo por qué.
—Preguntar por qué no tiene sentido. Pero es indudable que la vida tiene que ser dinámica, y no estática. El cambio debe sobrevenir de un modo o de otro. Recuerda que no pienso que estemos totalmente perdidos, aunque no nos falta mucho.
—Entonces no crees que éste sea el fin… de la gente, quiero decir.
—Puede que lo sea. Pero no lo creo… no por ahora.
Podía ser el fin.
No lo dudaba. Pero habría, sin duda, otros grupos como el nuestro. Imaginaba yo un mundo vacío con pocas comunidades dispersas que trataban de volver a dominar ese mundo. Yo tenía que creer que algunos, por lo menos, triunfarían.
—No —repetí—, éste no es necesariamente el fin. Todavía tenemos un gran poder de adaptación, y nuestro comienzo no es tan duro comparado con el de nuestros antecesores. Mientras algunos de nosotros conserven la cabeza y la salud tenemos una posibilidad… una buena posibilidad.
Josella no respondió. Se quedó tendida en el césped con los ojos perdidos en alguna parte. Creí poder imaginarme lo que estaba pensando, pero no dije nada. Al fin Josella dijo:
—Sabes, una de las cosas que más me sorprenden es la facilidad con que hemos perdido un mundo que parecía seguro y verdadero.
Tenía razón. Y esa misma sencillez era, aparentemente, la verdadera raíz de nuestra sorpresa. Olvidamos, ante lo cotidiano, las fuerzas que conservan el equilibrio, y vemos la seguridad como algo normal. No es así. No se me había ocurrido hasta entonces que la supremacía del ser humano no se debe ante todo a su cerebro, como opinan casi todos los libros, sino a la utilización por parte de ese cerebro de una cierta banda de rayos luminosos visibles. Su civilización, todo lo que había alcanzado o aún podía alcanzar, depende de lo que pueda percibir la franja de vibraciones que se extienden del rojo al violeta. Sin eso, está perdido. Tuve durante un momento la visión de la indudable debilidad este poder, de los milagros que había logrado realizar con un instrumento tan frágil…
Josella había estado siguiendo sus propios pensamientos.
—Va a ser éste un mundo muy raro… por lo menos lo que queda de él. No creo que nos vaya a gustar mucho —reflexionó.
Me pareció un punto de vista bastante raro, como si a uno no le gustase la idea de tener que morir o nacer. Yo prefería pensar, ante todo, en cómo iba a ser el mundo, y hacer luego lo posible por cambiar las partes más desagradables. No repliqué, sin embargo.
De cuando en cuando oíamos los camiones que se dirigían al otro extremo de la Universidad. Era indudable que la mayoría de las patrullas estaban ya de vuelta. Miré mi reloj, y tomé las armas que estaban a mi lado, en el césped.
—Si quieres comer algo antes oír que opinan los demás, es hora de que nos vayamos —dije.