Este es un informe personal. Hablo aquí de muchas cosas que han desaparecido para siempre, pero no puedo referirme a ellas sin utilizar las palabras de aquel entonces; así que seguiré usándolas. Pero si no quiero que el relato sea ininteligible tendré que retroceder un poco más.
Cuando yo era niño vivíamos, mi padre, mi madre y yo, en un suburbio del sur de Londres. Teníamos una casita que mi padre sostenía asistiendo concienzuda y diariamente a una oficina del Departamento de la Deuda Interna, y un jardincito en el que trabajaba durante el verano. Muy poco nos distinguía de los diez o doce millones de personas que vivían en Londres y sus alrededores.
Mi padre era una de esas personas capaces de sumar una larga columna de números —aun de aquel ridículo sistema monetario entonces en boga— en un abrir y cerrar de ojos, de modo que para él lo más natural era que fuese contador. Como resultado, mi inhabilidad para cualquiera de esas columnas sumase dos veces el mismo total, me transformó ante sus ojos tanto en un misterio como en una decepción. Sin embargo, así era. Algo inevitable. Y los sucesivos maestros que trataron de demostrarme que los resultados matemáticos eran obtenidos mediante un razonamiento lógico, y no por lo de cierta inspiración esotérica, se vieron obligados a abandonarme con el convencimiento de que yo no tenía cabeza para los números. Mi padre leía los reportes escolares con una tristeza que en verdad el resultado general de mis estudios no justificaba. En su mente se desarrollaba, me imagino, un pensamiento semejante a éste: ninguna cabeza para los números = ninguna idea de las finanzas = ningún dinero.
—No sé realmente qué haremos contigo. ¿Qué quieres hacer? —me preguntaba.
Y hasta que tuve trece o catorce años, yo sacudía tristemente la cabeza, consciente de mi triste incapacidad, y confesaba que no lo sabía.
Era mi padre entonces el que sacudía la cabeza.
Para mi padre el mundo se dividía claramente en dos: empleados de escritorio que trabajaban con la cabeza, y hombres no empleados en escritorios que no sabían pensar y que se ocupaban en los trabajos más sucios. No sé cómo hacía para seguir creyendo en algo que había desaparecido cien o doscientos años atrás, pero esa idea dominó de tal modo mi infancia que tardé en comprender que la debilidad para los números no implica necesariamente una vida de barrendero o de pinche de cocina. No se me ocurría que el tema que más me interesaba pudiera conducirme a seguir una determinada carrera, y mi padre no advirtió, o no quiso advertir, que en biología mis calificaciones eran siempre excelentes.
Fue la aparición de los trífidos lo que terminó por decidir el asunto. En realidad, hicieron por mí mucho más que eso. Me proporcionaron un empleo y una cómoda renta. En varias ocasiones casi me quitaron también la vida. Por otra parte tengo que admitir que me la salvaron, pues fue el aguijón de un trífido lo que me llevó al hospital en aquel momento crítico de la aparición de «los restos del cometa».
Se han publicado numerosas teorías sobre la repentina aparición de los trífidos. La mayoría no tiene sentido. Indudablemente, esas teorías no nacieron, como suponen algunas almas cándidas, por generación espontánea. Muy pocos aceptaron la hipótesis de que eran algo así como una visita de muestra, presagios de algo peor si el mundo no seguía la buena senda y mejoraba su conducta. No podía admitirse tampoco que sus semillas hubiesen llegado hasta nosotros flotando a través del espacio como especimenes de las horribles formas que podía asumir la vida en mundos menos favorecidos… Espero, por lo menos, que no tengan ese origen.
Aprendí más acerca de esto que la mayoría de la gente, pues en mi empleo trataba con trífidos y la compañía para la que yo trabajaba estuvo íntimamente, ya que no gratamente, relacionada con la aparición en público de estos seres. Sin embargo, su verdadero origen sigue siendo bastante oscuro. Mi opinión personal, si puede tener algún valor, es que los trífidos son el resultado de una serie de ingeniosos cruzamientos biológicos, en su mayor parte posiblemente accidentales. Si los trífidos fuesen producto de la evolución terrestre, tendríamos que conocer a sus antecesores. Pero nadie, entre los que estaban mejor enterados, llegó a publicar una declaración bien fundada. Los motivos hay que buscarlos, sin duda, en las curiosas condiciones políticas que predominaban en ese entonces.
El mundo en que vivíamos era ancho, y la mayor parte se abría ante nosotros sin mayores dificultades. Caminos, ferrocarriles, y líneas marítimas cruzaban el mundo, y nos llevaban de un punto al otro, seguros y cómodos. Sí queríamos viajar aún más rápidamente, y podíamos pagarlo, tomábamos un avión. En aquellos días nadie necesitaba llevar armas, ni siquiera tomar precauciones. Uno podía ir a cualquier parte, sin que nadie se lo impidiera… aparte de un montón de fórmulas y reglamentaciones. Un mundo tan pacífico nos parece hoy algo utópico. Sin embargo, así era, en cinco sextos del globo, aunque en el otro sexto las cosas fueran un poco diferentes.
Tiene que ser difícil para los jóvenes que nunca vieron nada semejante imaginarse aquel mundo. Quizá parezca ahora la Edad de Oro, aunque no era eso precisamente para los que vivían en él. O quizá piensen que una Tierra cultivada y cuidada casi en su totalidad fuese algo aburrido, pero no era así, de veras. Era, al contrario, algo excitante. Por lo menos para un biólogo. Todos los años llevábamos un poco más al norte el límite de crecimiento de las plantas alimenticias. Las cosechas surgían rápidamente en campos que hasta hacía poco habían sido tundras o tierras estériles. En todas las estaciones, también, se conquistaban desiertos, viejos y nuevos, para que crecieran en ellos alimentos y pastos. Pues la alimentación era nuestro problema más urgente, y el desarrollo de los planes de regeneración y el avance de las líneas de cultivo eran seguido en los mapas con una atención similar a aquella que la generación anterior había puesto en los frentes de batalla.
Tal cambio de interés, de las espadas a los arados, fue sin duda un adelanto social, pero los optimistas cayeron en el error de creer que había habido un cambio en el espíritu humano. El espíritu humano siguió siendo el mismo: el noventa y cinco por ciento anhelando vivir en paz; el otro cinco por ciento sopesando sus posibilidades si se arriesgaba en una nueva guerra. Sólo porque esas posibilidades no parecían muy buenas pudo seguir manteniéndose la paz.
Mientras tanto, como todos los años unos veinticinco millones de nuevas bocas reclamaban alimento, el problema de los víveres empeoró cada vez más, y después de varios años de ineficaz propaganda un par de atroces cosechas demostró al fin la urgencia del problema.
El factor que llevó a aquel militante cinco por ciento a abandonar sus deseos de discordia fue los satélites. Los entendidos en cohetes habían alcanzado al fin uno de sus objetivos. Era posible ya lanzar un proyectil que no cayese enseguida. Era, en realidad, posible enviar un cohete a bastante altura como para que siguiese una órbita alrededor de la Tierra. Una vez allí, seguiría girando como una lunita, bastante inactiva e innocua, hasta que la presión de un botón la impulsase a caer, con devastador efecto.
Aunque la consternación del público, cuando una nación anunció triunfalmente que había sido la primera en lanzar al espacio un arma-satélite, fue muy grande, esa consternación fue mayor aún cuando otras naciones de las que se sabía que habían logrado un éxito igual, no hicieron ningún anuncio. No era nada agradable saber que pendía sobre nuestras cabezas un número desconocido de amenazas, que girarían y girarían hasta que alguien decidiese hacerlas caer… y que no había defensa posible. Sin embargo, la vida tiene que seguir su camino, y la novedad es algo de existencia maravillosamente precaria. Los hombres terminaron, a pesar suyo, por acostumbrarse a la idea. De cuando en cuando había un aterrorizado florecimiento de debates ante el rumor de que, además de satélites con cargas atómicas, había otros con enfermedades vegetales, enfermedades del ganado, polvos radiactivos, virus, e infecciones; no sólo las ya conocidas, sino también otras nuevas, desarrolladas recientemente en los laboratorios. Y todos estaban girando arriba. Es difícil saber si se habían lanzado realmente al espacio unas armas semejantes. Pero en aquel entonces los límites de la locura —principalmente de la acicateada por el miedo— no eran muy definidos. Un organismo virulento, bastante inestable como para convertirse en inofensivo en el curso de unos pocos días (¿quién podía decir que era imposible desarrollar tal organismo?) podía ser de gran utilidad estratégica si se lo arrojaba en ciertos lugares.
Al fin el Gobierno de los Estados Unidos terminó por dar bastante importancia a los rumores y desmintió que sus satélites pudiesen lanzar una guerra biológica directamente contra seres humanos. Una o dos naciones menores, de las que nadie sospechaba que tuviesen algún satélite hicieron declaraciones similares. Otras y mayores potencias no dijeron nada. Ante esta reticencia, el público comenzó a preguntarse por qué los Estados Unidos habían dejado de prepararse para una forma de guerra que otros estaban dispuestos a usar. ¿Y qué quería decir «directamente», por otra parte? En este punto todos los interesados dejaron tácitamente de negar o afirmar cualquier cosa acerca de los satélites, e iniciaron intensos esfuerzos para desviar el interés del público al no menos importante, pero mucho menos sospechoso, tema de la escasez de alimentos.
La ley de la oferta y la demanda había permitido a los más emprendedores organizar monopolios de mercancías, pero el mundo en su casi totalidad era enemigo de los monopolios declarados. Sin embargo, el sistema de las compañías subsidiarias funcionaba realmente sin tropiezos, y sin contravenir los Artículos de la Federación. El público apenas se enteraba de las pequeñas dificultades que surgían de cuando en cuando. Casi nadie conoció por ejemplo, la existencia de Umberto Cristóforo Palánguez. Yo mismo no supe de él sino después de años de trabajo.
Umberto era de mezclada ascendencia latina, y nacido en algún país sudamericano. Entró un día en las oficinas de la Compañía Articoeuropea de Aceite de Pescado, mostró una botella de pálido aceite y se convirtió de pronto en un posible desbaratador de la industria de los aceites comestibles.
La Articoeuropea no mostró tener prisa. El comercio de aceite estaba bien asegurado. Sin embargo, pasó el tiempo y al fin analizaron la muestra de Palánguez.
Ante todo descubrieron que no era aceite de pescado de ningún modo; era un producto vegetal, aunque no pudieron identificar su origen. Y en segundo lugar advirtieron que comparado con él el mejor aceite de pescado parecía un vulgar aceite de máquinas. Alarmados enviaron lo que quedaba de la muestra a los laboratorios para un estudio intensivo, y trataron de averiguar apresuradamente si el señor Palánguez había establecido algunos otros contactos.
Cuando Umberto volvió a aparecer, el director de la compañía lo recibió con una aduladora atención.
—Es un aceite verdaderamente notable el que nos traído, señor Palánguez —le dijo.
Umberto movió afirmativamente la delgada y morena cabeza. Estaba perfectamente enterado de ese hecho.
—Nunca he visto nada parecido —admitió el director.
Umberto volvió a hacer el mismo signo afirmativo.
—¿No? —dijo, cortésmente. Luego, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: Ya lo verá, señor[1]. Y en grandes cantidades. —Reflexionó un momento y dijo con sonrisa—: Aparecerá, creo, en el mercado dentro de siete u ocho años.
El director pensó que eso no era posible, y dijo con franqueza:
—Es mejor que nuestro aceite de pescado.
—Eso me han dicho —admitió Umberto.
—¿Piensa lanzarlo usted mismo a la venta, señor Palánguez?
Umberto volvió a sonreír.
—¿Le hubiese traído esta muestra si lo pensara?
—Podríamos reforzar sintéticamente algunos de nuestros aceites —observó el director con aire pensativo.
—Con algunas vitaminas… Pero sería muy costoso sintetizarlas todas, aun en el caso de que fuese posible —dijo Umberto suavemente—. Además —añadió—, me han dicho que este aceite se vendería a menor precio que el mejor aceite de pescado.
—Hum —dijo el director—. Bueno, supongo que nos trae usted alguna propuesta, señor Palánguez. ¿Nos decidimos a examinarla?
—Hay dos modos de encarar este desgraciado asunto —explicó Umberto—. El común es evitar que ocurra… retrasarlo al menos hasta que el capital empleado en las maquinarias actuales haya sido amortizado. Esto sería, naturalmente, lo más satisfactorio.
El director movió afirmativamente la cabeza. Conocía muy bien estas cosas.
—Pero lo siento por usted, porque, verá, no es posible —añadió Umberto.
El director no estaba muy seguro. Sintió deseos de decir: «Me parece que se llevaría usted una sorpresa», pero se contentó con un «Oh» poco comprometedor.
—Otra solución —sugirió Umberto— sería que ustedes mismos produjeran el aceite antes que comenzaran las dificultades.
—Ah —dijo el director.
—Creo —le dijo Umberto— que podré proporcionarles unas semillas de esta planta en, digamos, de aquí a seis meses. Con las plantan ustedes enseguida podrían iniciar la producción de aceite dentro de cinco años y, en uno más podrían cubrir el mercado.
—Justo a tiempo, en verdad —observó el director.
Umberto hizo un signo afirmativo.
—El otro método sería más simple —señaló el director.
—Pero desgraciadamente —dijo Umberto— no es posible establecer contacto con los competidores, ni suprimirlos.
Umberto hizo esta declaración con una serenidad tal que el director lo miró atentamente durante algunos segundos.
—Comprendo —dijo al fin—. Me pregunto… este… ¿no será usted un ciudadano soviético, señor Palánguez?
—No —dijo Umberto—. De ningún modo. Pero tengo algunas conexiones…
Y esto nos lleva a considerar la otra sexta parte del mundo, la parte que uno no podía visitar tan fácilmente como el resto. En realidad, el permiso para visitar la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era casi imposible de obtener, y los movimientos de aquellos que lograban ese permiso estaban estrictamente limitados. Rusia se había convertido deliberadamente en tierra misteriosa. Muy poco de lo que ocurría detrás de esos velados secretos era conocido por el resto del mundo. Lo que llegaba a saberse, no era nunca seguro. Sin embargo, detrás de esa curiosa propaganda que ocultaba los hechos de importancia menor, se habían logrado en diversas esferas, éxitos indiscutibles. Una de esas era la biología. Rusia, que compartía con el resto del mundo el problema del aumento de las necesidades alimenticias, se había preocupado intensamente por ganar desiertos, estepas y tundras septentrionales. En los días en que se intercambiaba alguna información había dado a conocer algunos de esos éxitos. Más tarde, sin embargo, el fracaso de ciertos métodos y puntos de vista había hecho seguir a la biología un camino distinto. La biología fue desde entonces otro de los secretos. La dirección que había tomado era totalmente desconocida y quizá poco provechosa. Pero todos se preguntaban si los rusos estarían cosechando éxitos o fracasos o rarezas, o las tres cosas a la vez.
—Girasoles —dijo el director expresando distraídamente sus propios pensamientos—. Me han dicho que los rusos han logrado mejorar la producción de aceite de girasol. Pero no es eso.
—No —dijo Umberto—. No es eso.
El director meditó unos instantes.
—Semillas, dijo usted. ¿Quiere decir que es una nueva especie? Pues si se trata de una variedad…
—Tengo entendido que es una nueva especie… algo totalmente nuevo…
—Pero entonces usted no ha visto esas plantas. Quizá sea, en realidad, una nueva variedad de girasol.
—He visto una fotografía, señor. No sé si esa planta tiene algo del girasol. No sé si tiene algo de nabo. No sé si tiene algo de ortiga, o aun de orquídea. Pero sé que si todas esas plantas fueran padres de esta nueva especie, no conocerían a su hijo. No creo siquiera que se sintieran orgullosos.
—Comprendo. Bueno, ¿qué cantidad pediría usted por esas semillas?
Umberto nombró una suma que interrumpió bruscamente las reflexiones del director de la compañía. Este se sacó los anteojos y miró desde más cerca a su interlocutor. Umberto no se inmutó.
—Piense, señor —dijo Umberto haciendo sonar sus nudillos—. Es algo difícil, muy difícil. Y peligroso, muy peligroso. No tengo miedo, pero no afrontaré el peligro sólo por divertirme. Hay otro hombre, un ruso. Tengo que alejarlo, y pagarle bien. Hay otros además, a quienes él tendrá también que pagar. Por otra parte tendré que comprar un aeroplano, un aeroplano a reacción, rápido. Todo esto cuesta dinero.
»Y además, como le digo, no es fácil. Tengo que traerle semillas buenas. Las semillas de esta planta son casi todas estériles. Para estar más seguro tendré que traerle semillas escogidas. Ciertamente no será nada fácil.
—Le creo. Pero de todos modos…
—¿Le parece tanto, señor? ¿Qué dirá usted dentro de algunos años cuando los rusos estén vendiendo ese aceite por todo el mundo, y su compañía se declare en quiebra?
—Tendré que pensarlo, señor Palánguez.
—Pero claro, señor —dijo Umberto con una sonrisa—. Puedo esperar, un poco. Pero lamento no poder reducir mi precio.
No lo redujo.
El inventor y el descubridor son el azote de los negocios. Un poco de arena en las máquinas apenas cuenta. Se reemplazan las partes dañadas y se sigue adelante. Pero la aparición de un nuevo proceso, de una nueva sustancia, cuando todo está ya organizado y funcionando a la perfección, es algo endiablado. A veces es aun peor. Hay que impedir entonces que esa novedad aparezca. Están demasiadas cosas en juego. Si no es posible recurrir a métodos legales, hay que intentar otros.
Pues Umberto había subestimado el caso. No se trataba sólo de un nuevo aceite con el que la Articoeuropea no podría competir. Los efectos se extenderían a todo el mundo. Podría no ser fatal para el maní, la aceituna, la ballena y otras muchas industrias del aceite. Pero se tambalearían de veras. Además, el fenómeno repercutiría en las industrias subsidiarias, en la margarina, el jabón y un centenar de productos, desde las cremas faciales hasta las pinturas de uso doméstico. En realidad, una vez que algunas de las empresas de mayor influencia comprendieron la gravedad de la amenaza, las exigencias de Umberto parecieron casi modestas.
Umberto obtuvo su contrato, pues sus muestras eran convincentes. El resto es bastante vago.
La aventura costó a los interesados mucho menos de lo que pensaban pagar, pues cuando Umberto consiguió su aeroplano y un poco de dinero, no se lo volvió a ver.
Hubo, sin embargo, ciertos rumores.
Años más tarde un oscuro individuo que dijo llamarse simplemente Fedor entró en las oficinas de la Compañía Articoeuropea de Aceites. (La palabra «pescado» había desaparecido por ese entonces tanto del nombre como de las actividades de la compañía). Era, así dijo, ruso. Necesitaba, así dijo, algún dinero, si los bondadosos capitalistas eran lo suficientemente amables como para disponer de cierta suma.
Fedor contó que había estado empleado en la primera estación experimental de trífidos en el distrito de Elovks, en Kamchatka. Era un lugar desamparado, y no le gustaba. Su deseo de alejarse de allí lo había llevado a escuchar una sugestión de otro trabajador, para ser precisos de un tal Nicolai Alexandrovich Baltinoff, y la sugestión había sido apoyada por varios miles de rublos.
La tarea no requería grandes gastos. Se trataba simplemente de sacar del depósito una caja de semillas de trífido, escogidas y fértiles, y, substituirla con otra caja similar de semillas estériles. La caja robada había que dejarla en cierto lugar, en cierto momento. No había prácticamente riesgo alguno. Pasarían años antes que se advirtiese la substitución.
Su obligación posterior era, sin embargo, más dificultosa. Había que instalar algunas luces en un prado situado a un kilómetro o dos de la plantación. Tenía que encontrarse allí una noche determinada. Oiría el ruido de un aeroplano. Encendería las luces. El aeroplano aterrizaría. Sería mejor entonces que se fuera de allí, antes que llegase algún curioso.
Por estos servicios no recibiría solamente una agradable suma de rublos, sino que, si algún día llegaba a salir de Rusia, habría para él un poco de dinero en las oficinas de la Articoeuropea, en Inglaterra.
Según Fedor la operación se había llevado a cabo con todo éxito. Tan pronto como el avión aterrizó, apagó las luces y se fue de allí.
El aeroplano estuvo en tierra muy poco tiempo, quizá no más de diez minutos. Por el ruido de sus turbinas parecía como si estuviera elevándose casi verticalmente. El ruido se desvaneció y uno o dos minutos después Fedor oyó otra vez un rugido de motores. Otros aeroplanos remontaban hacía el este, persiguiendo al fugitivo. Podían haber sido dos, o más, no sabía decirlo. Pero volaban muy rápidamente, a juzgar por el chillido de sus turbinas.
Al día siguiente Baltinoff había desaparecido. Hubo un alboroto, pero al fin se decidió que no tenía cómplices. Así que Fedor no fue molestado.
Esperó prudentemente un año o dos antes de iniciar algún movimiento. Cuando estaba venciendo ya los últimos obstáculos, apenas si le quedaba algún rublo. Tuvo que aceptar diversos empleos para poder vivir, así que tardó mucho tiempo en llegar a Inglaterra. Pero ahora que ya estaba allí, ¿podían darle algún dinero, por favor?
Por ese entonces ya se sabía algo de Elovks. Y la fecha en que según Fedor había aterrizado el aeroplano, estaba dentro de los límites probables. Así que le dieron algún dinero. Le dieron trabajo también, y le dijeron que se callara. Pues era evidente que aunque Umberto no había entregado personalmente la mercancía, había salvado la situación al esparcirla por el mundo.
La Articoeuropea no había relacionado en un principio la aparición de los trífidos con Umberto, y la Policía de varios países estuvo buscándolo un tiempo en salvaguardia de los intereses de la compañía. Sólo cuando un investigador extrajo para ellos un poco de aceite de trífido comprendieron que era igual a la muestra que Umberto les había enseñado, y que las semillas que había ido a buscar eran realmente semillas de trífido.
Nunca se supo qué pasó con Umberto. Sospecho que sobre el océano Pacífico, en las alturas de la estratosfera, él y Baltinoff fueron atacados por los aviones de que habló Fedor. Es posible que no se hubiesen enterado hasta que los cañones de los cazas comenzaron a destrozar la máquina.
Y pienso también que uno de los proyectiles hizo pedazos un cubo de madera prensada de treinta centímetros de lado: el receptáculo no mayor que una caja de té que, según Fedor, contenía las semillas.
Quizá el avión de Umberto estalló en el aire, quizá cayó en pedazos. De un modo o de otro estoy seguro de que los fragmentos cayeron al mar dejando detrás lo que era aparentemente una nube de vapor.
Pero no era vapor. Era una nube de semillas que flotaban (pues eran tan infinitamente livianas) aun en ese aire enrarecido. Millones de sutiles semillas, que podían ser arrastradas por los vientos del mundo a cualquier parte…
Pasaron semanas, o meses quizá, antes que las semillas llegaran a tierra, muchas de ellas a miles de kilómetros de su punto de partida.
Esto es, lo repito, una simple conjetura. Pero no encuentro otra explicación para el hecho de que esa planta, que era un secreto, hubiese aparecido, de pronto, en casi todas las regiones del mundo.
Mi conocimiento de los trífidos fue temprano. Ocurrió que uno de los primeros, entre los que aparecieron en la localidad, creció en nuestro jardín. La planta había llegado a desarrollarse antes que nosotros advirtiésemos su presencia, pues había crecido junto con algunos matorrales detrás del cerco que ocultaba el depósito de basura. No hacía allí ningún daño, y no ocupaba el sitio de ninguna otra planta. De modo que desde el día en que la descubrimos íbamos a verla de cuando en cuando, y dejamos que creciera.
Sin embargo, un trífido es sin duda algo distinto, y al cabo de un tiempo sentimos cierta curiosidad. No una curiosidad muy grande, pues en los rincones abandonados de un jardín siempre hay algunas cosas raras, pero sí lo suficiente como para que nos dijésemos unos a otros que la planta estaba tomando un aspecto bastante curioso.
Ahora que todos saben demasiado bien cómo es un trífido, es difícil describir qué raros y extraños nos parecieron aquellos primeros individuos. Nadie, hasta donde llegan mis recuerdos, sintió alguna alarma o malestar. Pienso que la mayoría pensaba de ellos —cuando pensaban— lo mismo que mi padre.
Tengo en la memoria la imagen de mi padre mientras examinaba intrigado a nuestro trífido, ya de un año de edad. Era una réplica en pequeño de un trífido adulto, con casi todos sus detalles, sólo que por ese entonces la planta no tenía nombre, y nadie había visto un ejemplar totalmente desarrollado. Mi padre se inclinó sobre el trífido, mirándolo a través de sus anteojos de carey, tocando el tronco con las puntas de los dedos y resoplando suavemente como era su costumbre cada vez que meditaba. Inspeccionó el tallo recto y la masa de madera de donde éste surgía. Prestó una curiosa aunque no muy penetrante atención a las ramitas desnudas que crecían en la parte alta del tronco. Palpó las hojas verdes y correosas con el pulgar y el índice, como si su aspereza pudiera decirle algo. Luego espió el interior de aquella curiosa formación en forma de embudo que crecía en lo alto del tallo y bufó reflexivamente, pero indeciso, por entre sus bigotes. Recuerdo la primera vez que me alzó en sus brazos para que mirara el interior del cáliz y su enroscado verticilo. Era algo similar a la hoja nueva y enrollada de un helecho y sobresalía unos veinticinco centímetros de la masa pegajosa que llenaba el fondo. No toqué esa masa, pero comprendí que era pegajosa porque varias moscas y otros pequeños insectos estaban debatiéndose en ella.
Más de una vez mi padre declaró con aire meditativo que aquella planta parecía muy rara de veras y anunció que uno de esos días iba a tratar de saber que era realmente. No creo que lo haya intentado, y aunque lo hubiese hecho no hubiera averiguado mucho por aquel entonces.
Nuestro trífido tenía en aquella época un metro de altura. Otros muchos estaban creciendo en distintos sitios, tranquila e inofensivamente, sin que nadie les prestara particular atención; al menos así parecía, pues de la posible excitación de los biólogos y los botánicos nada llegó a la generalidad del público.
Poco tiempo después uno de los trífidos recogió sus raíces, y caminó.
Ese increíble acontecimiento tuvo que haber sido conocido, por supuesto, en Rusia, aunque la noticia no se difundió al exterior. De las otras regiones del mundo la primera fue Indochina, lo que significa que la gente apenas se fijó en el fenómeno. Indochina es una de esas regiones en las que, se cree, pueden ocurrir los sucesos más curiosos e inverosímiles, y donde a veces realmente ocurren; esos sucesos a los que echa mano el editor de un periódico cuando escasean las noticias y un toque del «misterioso Oriente» puede elevar un poco el interés de la publicación. En el curso de unas pocas semanas comenzaron a llegar rumores de unas plantas ambulantes desde Sumatra, Borneo, el Congo Belga, Colombia, Brasil, y otras regiones ecuatoriales.
Esta vez las noticias fueron difundidas por los periódicos, es cierto. Pero las excesivamente elaboradas historias, redactadas con esa mezcla de prudencia y frivolidad que la prensa emplea habitualmente con las serpientes marinas, los fenómenos ocultos, y la transmisión del pensamiento y otros hechos irregulares, impidieron que alguien llegase a comprender que esas notables plantas fuesen hermanas del tranquilo y respetable arbusto que crecía en un rincón de nuestro jardín. Pero cuando comenzaron a publicarse algunas fotografías, advertimos que las plantas eran idénticas. Sólo se diferenciaban por el tamaño.
Los hombres de los noticieros recogieron enseguida la novedad. El trabajo de volar a regiones incivilizadas fue sin duda recompensado con algunas buenas e interesantes fotografías, pero los encargados del montaje creían que más de unos segundos de cualquier tema —excepto un match de boxeo— paralizaban irremediablemente de aburrimiento a la totalidad del público. Mi primera visión, pues, de ese desarrollo que tanta importancia iba a tener en mi futuro, como en el de mucha otra gente, fue sólo un relámpago entre un concurso de hula en Honolulu y un acorazado botado por la Primera Dama. (Este no es un anacronismo. En ese entonces todavía construían acorazados; hasta los Almirantes tenían que vivir). Así que me permitieron ver a unos pocos trífidos que se balanceaban en la pantalla acompañados por el comentario que se supone adecuado para la mente del público aficionado al cine:
«Y ahora, amigos, observen lo que nuestro cameraman ha encontrado en Ecuador. ¡Vegetales de vacaciones! Estas cosas sólo se ven después de una fiesta, pero en el soleado Ecuador se las ve en cualquier momento, ¡y sin las molestias consecuencias del alcohol! ¡Plantas monstruosas en marcha! ¡Pero oigan, esto me da una gran idea! Quizá si educamos a nuestras patatas logremos que se metan ellas solas en el caldero. ¿Qué le parece, señora?»
Durante el corto tiempo que duró la escena, yo miré fascinado. Ahí estaba la misteriosa planta de nuestro jardín, y con un tamaño de más de dos metros. No había duda, ¡y caminaba!
El tronco, algo nuevo para mí, estaba cubierto de raicillas. Sin aquellas delgadas protuberancias que crecían en la parte baja, hubiese sido casi redondo. Sostenido por esas protuberancias, se elevaba a unos treinta centímetros del suelo.
Cuando la planta «caminaba» parecía un hombre con muletas. Dos de las delgadas «piernas» se movían hacia delante, y la planta se balanceaba hasta que la rama trasera alcanzaba casi a las otras dos. Estas volvían entonces a adelantarse. Con cada paso el largo tallo se sacudía violentamente hacia delante y hacia atrás. Mareaba casi mirarlo. Como método de traslación parecía violento e incómodo a la vez, y recordaba los juegos de los elefantes jóvenes. Uno sentía que si la planta seguía sacudiéndose así, durante cierto trecho, terminaría por perder todas sus hojas, si es que no se quebraba el tallo. Sin embargo, a pesar de esa aparente torpeza, la planta se movía con la velocidad del paso común.
Eso fue todo lo que pude ver hasta que apareció la escena del acorazado. No era mucho, pero sí lo suficiente como para encender el espíritu de investigación de un jovencito. Pues si la planta podía hacer eso en el Ecuador, ¿por qué no iba a hacerlo en nuestro jardín? Indudablemente, la nuestra era mucho más pequeña, pero parecía la misma…
Minutos después de llegar a casa yo ya estaba excavando alrededor de nuestro trífido, removiendo cuidadosamente la tierra de su alrededor, como para animarlo a «caminar».
Infortunadamente esta planta autopropulsada tenía una característica que los hombres de los noticieros no habían experimentado, o que por alguna razón personal habían decidido no revelar. No hubo advertencia previa. Yo estaba allí, inclinado, tratando de sacar un poco de tierra sin dañar la planta, cuando algo que vino no sé de dónde me golpeó terriblemente y me desmayó…
Me desperté en cama. Mis padres y el médico me miraban con ansiedad. Sentía como si me hubieran abierto la cabeza; me dolía todo el cuerpo y, como descubrí más tarde, tenía un cardenal en la cara. Me hicieron varias preguntas para saber por qué me había desmayado en el jardín, pero todo fue inútil, yo ignoraba totalmente qué me había golpeado. Y pasé algún tiempo antes de saber que yo había sido uno de los primeros en Inglaterra a quien había herido un trífido, y que había logrado salvarse. El trífido era, por supuesto, pequeño aún. Pero antes que me recobrase del todo, mi padre descubrió sin duda qué me había ocurrido, pues cuando salí otra vez al jardín ya me había vengado duramente arrojando al fuego los restos de la planta.
Cuando la existencia de la planta se convirtió en un hecho indiscutible, la prensa abandonó la mesura inicial y le dedicó grandes titulares. Así que había que encontrar un nombre para esas plantas. Los botánicos ya estaban revolcándose, según su costumbre, en vocablos polisílabos, latinos y griegos, en busca de variantes de ambulans y pseudopodia; pero los periodistas y el público buscaban algo que se pronunciase sin dificultad y que se pudiera usar en los titulares. Si revisan ustedes los periódicos de aquella época encontrarán nombres como:
Trícodos Trínitos Tricornos Tripedales Trigenados Trípedos Trígonos Triquetes Trileños Trípodes Tridentados Trípetos
Y gran número de otras misteriosas denominaciones, que no siempre comenzaban con «tri», pero que se basaban, en su mayoría, en aquella raíz tridentada.
Hubo muchas discusiones, públicas, privadas, y de café, en las que se defendía un término u otro con razones aproximadamente científicas, cuasi etimológicas, y de otras clases; pero, poco a poco, un término comenzó a dominar en aquellos ejercicios filológicos. Un pegadizo nombrecito nacido en la oficina de algún diario para designar una rareza, pero que un día se asociaría al dolor, el miedo, y la miseria: trífido…
El interés que el público mostró en un comienzo, desapareció muy pronto. Los trífidos eran, ciertamente, bastante extraños; pero sólo porque se trataba de una novedad. La gente había reaccionado del mismo modo ante las novedades de otras épocas: canguros, lagartos gigantes, cisnes negros. ¿Y eran acaso los trífidos más raros que los bagres, los avestruces, los renacuajos y otras tantas cosas? El murciélago era un mamífero que había aprendido a volar; bueno, ésta era una planta que había aprendido a caminar. ¿Qué diferencia había?
Pero había algunas características que no era posible dejar tan fácilmente de lado. De sus orígenes, los rusos, como era su costumbre, no dijeron nada. Aún aquéllos que habían oído hablar de Umberto no lo relacionaron con los trífidos. La repentina aparición de estos seres, y aún más, su amplia distribución, provocaron las más variadas hipótesis. Pues aunque la planta crecía con mayor rapidez en los trópicos, se encontraron ejemplares, más o menos desarrollados, en casi todas las regiones excepto los polos y los desiertos.
La gente se sorprendió, y hasta se disgustó un poco, cuando supo que la especie era carnívora y que las moscas y los otros insectos que caían en el cáliz eran digeridos por aquella sustancia pegajosa. Nosotros, los que vivíamos en zonas templadas, no ignorábamos la existencia de plantas insectívoras, pero no estábamos acostumbrados a verlas fuera de los invernaderos, y las considerábamos, en cierto modo, algo indecentes, o por lo menos impropias. El descubrimiento de que el enroscado extremo del tallo podía estirarse hasta alcanzar una longitud de tres metros y descargar, además, bastante veneno como para matar a un hombre si llegaba a tocarle la piel, fue de veras alarmante.
Tan pronto como se comprendió la gravedad de esta amenaza, todos se lanzaron a arrancar y destrozar nerviosamente trífidos, hasta que a alguien se le ocurrió que bastaba quitarles el aguijón. El asalto, ligeramente histérico, a las plantas disminuyó entonces, pero el número de los trífidos había descendido ya de un modo considerable. Poco después se difundió la moda de tener uno o dos trífidos, cuidadosamente mutilados, en el jardín. Se descubrió que pasaban por lo menos dos años antes que el perdido aguijón volviese a crecer: una poda anual les quitaba, pues, todo peligro, y servían así de motivo de diversión para los niños de la casa.
En los países templados, donde el hombre había logrado dominar todas las formas de la naturaleza, salvo la propia, la situación de los trífidos quedó perfectamente aclarada. Pero en los trópicos, particularmente en las regiones selváticas, pronto se convirtieron en un verdadero azote.
El viajero no advertía la presencia de un trífido entre los espesos matorrales y era golpeado al acercarse por el venenoso aguijón. Aun los naturales de aquellas regiones no veían fácilmente al trífido que acechaba inmóvil a un lado del sendero. Estas plantas eran increíblemente sensibles a cualquier movimiento, y muy pocas veces se las sorprendía descuidadas.
Los trífidos se convirtieron en un serio problema en tales regiones. Lo mejor era cortarles la punta del tallo, y junto con él, el aguijón. Los nativos de la selva iban armados de unas pértigas con ganchos afilados en la punta, muy útiles si lograban adelantarse, pero inservibles si el trífido se inclinaba hacia delante aumentando así el alcance de su aguijón en más un metro. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que estas garrochas fueran reemplazadas por armas de muelle de diferentes tipos. La mayoría de esas armas arrojaban discos, aspas y bumeranes de delgado acero. Como regla general eran poco seguras más allá de los doce metros, aunque capaces de cortar limpiamente el tallo de un trífido a una distancia de veinticinco si daban en el blanco. El invento agradó tanto a las autoridades —unánimemente enemigas de la portación indiscriminada de rifles— como de los usuarios que encontraban que los proyectiles de acero de hoja de afeitar eran más baratos y livianos que los cartuchos, y admirablemente adaptables al bandolerismo silencioso.
La naturaleza, las costumbres y la constitución de los trífidos fueron entusiastamente investigadas. Graves experimentadores trataron de determinar, en interés de la ciencia, qué distancia y durante cuánto tiempo podía caminar un trífido si se podía decir que tenía un frente, o podía trasladarse en cualquier dirección con igual torpeza; cuánto tiempo tenía que pasarse con las raíces hundidas en la tierra, qué reacciones mostraba ante la presencia de ciertos elementos químicos, y una enorme cantidad de otras cuestiones, tanto útiles como inútiles.
El ejemplar de mayor tamaño encontrado en los trópicos llegaba casi a los tres metros de altura. No se vio ningún ejemplar europeo de más de dos metros y medio; los más comunes apenas superaban los dos metros. Según todas las apariencias se adaptaban fácilmente a muy diversos suelos y climas. No tenían, parecía, enemigos naturales… salvo los seres humanos.
Pero había un buen número de características no muy evidentes que escaparon durante algún tiempo a la atención de los hombres. Todos tardaron, por ejemplo, en advertir la increíble exactitud con que lanzaban sus aguijonazos, y el hecho de que invariablemente daban en la cabeza. Nadie al principio notó tampoco que tenían la costumbre de quedarse un tiempo junto a sus víctimas. El motivo se aclaró totalmente cuando quedó demostrado que se alimentaban tanto de carne como de insectos. El venenoso aguijón no tenía bastante fuerza como para desgarrar un cuerpo de carnes firmes, pero si para arrancar trozos de carne descompuesta y llevarlos hasta el cáliz.
Nadie se interesó mucho, por otra parte, en las tres ramitas sin hojas que nacían en la parte alta del tronco. Se suponía que estaban relacionadas de algún modo con el sistema reproductivo, ese sistema que tiende a ser indiscriminado refugio de todas las partes de la planta de no muy seguro propósito, hasta que se les asigna alguna función específica. Algunos creían, por lo tanto, que esa repentina movilidad de las ramitas y ese su alegre repiqueteo contra el tallo eran una extraña demostración de exuberancia amatoria.
Posiblemente la poco agradable distinción de haber sido golpeado tan pronto por una de esas plantas, sirvió para estimular mi interés, pues desde ese entonces me sentí en cierto modo atado a ellas. Me pasaba —o «malgastaba», si se colocan ustedes en el punto de vista de mi padre— mucho tiempo observando fascinado a los trífidos.
No sería posible acusar a mi padre porque haya creído que mis investigaciones eran inútiles. Sin embargo, más tarde, encontré un empleo que superaba nuestras esperanzas, pues dejé la escuela poco antes que se reorganizase la Compañía Articoeuropea de Aceite de Pescado, dejando caer durante el proceso la palabra «pescado». Pronto corrió la noticia de que esta compañía, y otras similares de distintos países iban a cosechar trífidos en gran escala para extraerles valiosos aceites y jugos, y para proporcionar al ganado un muy nutritivo y oleoso forraje. Los trífidos entraron, pues, de un día para otro, en el reino de los grandes negocios.
Inmediatamente decidí mi futuro. Me presenté en la Articoeuropea y mis calificaciones me proporcionaron un empleo en el Departamento de Producción. La desaprobación de mi padre perdió un poco de su valor ante el monto de mi salario, el que era excelente para mi edad. Pero cuando le hablé con entusiasmo del futuro, resopló con incredulidad por entre los bigotes. Mi padre sólo creía en los empleos tradicionales, pero no me puso ninguna traba.
—Al fin y al cabo —me dijo—, si no tienes éxito serás aún bastante joven como para iniciarte en otra cosa más sólida.
No tuve que hacerlo. Cinco años después, poco antes que él y mi madre murieran en una excursión aérea, pudieron ver cómo las nuevas compañías de aceite arruinaban a todos los competidores, y cómo los que nos habíamos iniciado temprano teníamos, aparentemente, un brillante porvenir.
Entre esos pioneros se contaba mi amigo Walter Lucknor.
Durante un tiempo dudaron en tomar a Walter. Sabía poco de agricultura, menos de negocios, e ignoraba el trabajo de laboratorio. Por otra parte, sabía mucho de trífidos… tenía algo así como un conocimiento intuitivo de esas plantas.
Ignoro qué le pasó a Walter aquel mayo fatal, años más tarde, pero tengo mis sospechas. Es una lástima que no haya logrado escapar. Su colaboración hubiese sido inmensamente valiosa. No creo que nadie entienda realmente a los trífidos, o que los haya entendido, pero Walter estuvo muy cerca de comenzar a entenderlos, más cerca que ningún otro hombre.
Walter me dio la primer sorpresa cuando ya llevábamos un año o dos en la compañía.
El sol se estaba poniendo. Había terminado la hora de trabajo y observábamos con cierta satisfacción tres nuevos campos de trífidos maduros. En aquellos días no los guardábamos en recintos cercados, como hicimos más tarde. Los distribuíamos simplemente en filas… por lo menos los postes de acero a los que estaban encadenados se ordenaban en filas, aunque las plantas no tenían conciencia de esa rigurosa reglamentación. Un mes más y podríamos hacer las primeras incisiones para recoger el jugo. La tarde era tranquila. Sólo rompía el silencio el ocasional repiqueteo de las ramitas de algún trífido. Walter observaba las plantas con la cabeza ligeramente ladeada. Volvió a llenar la pipa.
—Están charlatanes esta noche —observó. Tomé estas palabras como lo hubiese hecho cualquier otro, metafóricamente.
—Quizá sea por el tiempo —sugerí—. Me parece que hacen eso sobre todo cuando hay tiempo seco.
Walter me miró de reojo, con una sonrisa.
—¿Tú hablas más cuando hay tiempo seco?
—¿Y por qué…? —comencé a decir, y me interrumpí—. No habrás querido decir realmente que están hablando —dije advirtiendo la expresión de su rostro.
—¿Y por qué no?
—Pero es absurdo, ¡plantas que hablan!
—No más absurdo que plantas que caminan —dijo Walter.
Clavé los ojos en los trífidos, y luego miré otra vez a Walter.
—Nunca lo pensé —comencé a decir, titubeando.
—Piénsalo un poco, obsérvalos. Me gustaría conocer tu opinión.
Era curioso que en mi largo trato con los trífidos nunca se me hubiese ocurrido una posibilidad semejante. Me había cegado, supongo, la teoría del llamado amoroso. Pero una vez que Walter me puso esa idea en la cabeza, allí se quedó. No pude ya dejar de sentir que los trífidos podían comunicarse secretamente con ese repiqueteo.
Hasta entonces yo creía haber observado a los trífidos con gran atención, pero cuando Walter hablaba de ellos me parecía que no había visto nada. Walter era capaz, sí estaba de humor, de hablar de los trífidos durante horas, enunciando teorías que eran, a veces, increíbles, pero que no eran, a veces, imposibles.
Por ese entonces el público había llegado al convencimiento de que los trífidos eran unos seres extravagantes, bastante divertidos, pero no de mucho interés. La compañía los encontraba interesantes, sin embargo. Parecía creer que la existencia de los trífidos era un acto de caridad para con todos, principalmente para con la compañía misma. Walter no compartía ninguna de estas dos opiniones. A veces, mientras lo escuchaba, yo también comenzaba a tener mis dudas.
Walter estaba ahora seguro de que los trífidos hablaban.
—Y eso —arguyó— significa que hay en ellos cierta inteligencia. Esa inteligencia no puede asentarse en un cerebro, pues la disección no muestra nada parecido a un cerebro. Pero eso no prueba que no haya algo que haga las funciones de ese órgano.
»Y es indudable que tienen cierta inteligencia. ¿Has notado que cuando atacan buscan siempre las partes no protegidas? Casi siempre la cabeza, pero a veces las manos. Y otra cosa: si observas las estadísticas de víctimas, advertirás que casi todos han sido golpeados en los ojos, y han quedado ciegos. Es algo notable… y significativo.
—¿Por qué?
—Porque saben que es el modo más seguro de poner a un hombre fuera de acción. En otras palabras, saben lo que hacen. Escucha. Si aceptamos que poseen cierta inteligencia, tenemos sobre ellos sólo esta superioridad: la vista. Nosotros podemos ver, y ellos no. Suprimamos los ojos, y nuestra superioridad se desvanece. Quedamos en una situación de inferioridad. Los trífidos están acostumbrados a una existencia sin ojos y nosotros no.
—Pero aunque fuese así, ellos no pueden hacer cosas. No pueden manejarlas. Tienen poca fuerza en ese tentáculo —señalé.
—Es cierto, ¿pero de que nos serviría nuestra habilidad manual si no viéramos lo que hacemos? Por otra parte, los trífidos no necesitan de esa habilidad, no como nosotros. Pueden recibir su alimento directamente del suelo, o de los insectos, o de la carne cruda. No necesitan recurrir a esos complicados procesos de producir cosas, distribuirlas y cocinarlas. En realidad, si hubiese que elegir entre la posible supervivencia de un hombre ciego y de un trífido, sé muy bien por quién apostaría.
—Estás presuponiendo un mismo nivel de inteligencia.
—De ningún modo. No es necesario. Basta con imaginar que la inteligencia del trífido es de un tipo totalmente diferente. Sus necesidades son mucho más simples. Recuerda el complejo proceso al que tenemos que recurrir para obtener de estas plantas un extracto asimilable. ¿Qué tiene que hacer en cambio el trífido? Sólo lanzarnos su aguijón, esperar unos pocos días y comenzar entonces a asimilarnos. Algo mucho más simple y natural.
Walter hablaba así durante horas, hasta que yo comenzaba a perder el sentido de las proporciones y me sorprendía a mí mismo imaginando a los trífidos casi como a competidores. Walter por su parte no creía otra cosa. Había pensado, admitía, escribir un libro sobre ese asunto tan pronto como reuniese un poco más de material.
—¿Lo has pensado? —repetí—. ¿Y qué te detiene?
—Sólo esto. —Hizo un amplio ademán como para abarcar la totalidad de la granja—. Hay muchos intereses creados. No convendría difundir ideas perturbadoras. Por otra parte, tenemos bastante dominados a los trífidos, así que es una simple cuestión académica, de muy escaso valor.
—Nunca puedo estar seguro contigo —le dije—. No sé hasta que punto hablas en serio o hasta donde te dejas arrastrar por la imaginación. ¿Crees realmente que hay aquí algún peligro?
Walter chupó un momento su pipa antes de contestar.
—No sé —admitió—, pues… bueno, yo mismo no estoy muy convencido. Pero de algo estoy seguro: puede haber algún peligro. Podría darte una respuesta mucho mejor si llegase a entender el significado de ese repiqueteo. En cierto modo esto no me preocupa. Helos ahí, y nadie piensa en ellos más que en una rara variedad de repollo. Y, sin embargo, se pasan la mitad del tiempo repiqueteando e intercambiándose mensajes. ¿Por qué? ¿De qué hablan? Eso es lo que quisiera saber.
Creo que Walter no comunicó nunca sus ideas a ningún otro, y yo se las acepté como una confidencia, en parte porque no conocía a nadie más escéptico que yo mismo, y en parte porque no nos convenía que la firma nos considerase un par de mentecatos.
Durante un año o más trabajamos casi siempre juntos. Pero al inaugurarse otros criaderos, y ante la necesidad de estudiar los métodos empleados en otros países, comencé a viajar. Walter abandonó el trabajo en el campo, y entró en el Departamento de Investigaciones. Se encontró a gusto allí, dedicándose tanto a investigar a pedido de la compañía como por cuenta propia. Yo solía visitarlo de cuando en cuando. Se pasaba la mitad del tiempo experimentando con sus trífidos pero los resultados no lograron aclarar sus propias ideas tanto como él esperaba. Había comprobado, para su propia satisfacción por lo menos, la existencia de una bien desarrollada inteligencia, y hasta yo tuve que admitir que había algo más que instinto. Tenía aún el convencimiento de que el repiqueteo de las varitas era una forma de comunicación. Para el consumo del público había demostrado que esas varitas eran algo más, y que un trífido privado de ellas se deterioraba gradualmente. Había establecido también que la infertilidad de las semillas de trífido alcanzaba a un noventa y cinco por ciento.
—Por suerte —señaló—. Si todas germinaran sólo habría sitio para los trífidos en este planeta.
Me mostré también de acuerdo. El momento en que los trífidos esparcían su semilla era algo digno de verse. La vaina verde oscura de la base del cáliz adquiría un brillante color y llegaba a tener el tamaño de una manzana. Al estallar, el ruido podía oírse desde una distancia de veinte metros. Las semillas blancas se elevaban en el aire como una nube de vapor, y bastaba la brisa más ligera para que se alejasen flotando. Si en los últimos días de agosto se observaba desde lo alto un campo de trífidos, uno podía creer que estaba asistiendo a un desordenado bombardeo.
Fue Walter también quien descubrió que los extractos eran de mejor calidad si las plantas conservaban su aguijón. En consecuencia, en las plantas industriales se interrumpió la práctica de la poda, y tuvimos que munirnos de dispositivos protectores.
El día que tuve aquel accidente que me llevó al hospital, yo estaba con Walter. Examinábamos unos ejemplares que presentaban ciertas características individuales bastante notables. Ambos llevábamos unas máscaras de alambre tejido. No sé exactamente qué pasó. Recuerdo sólo que en un momento en que me incliné hacia delante un aguijón golpeó con violencia mi máscara de alambre. Noventa y nueve veces de cada cien no hubiese importado; para eso estaban las máscaras. Pero el golpe fue tan fuerte que uno de los saquitos de veneno estalló contra el alambre y algunas gotas me entraron en los ojos.
Walter me llevó al laboratorio y me administró enseguida el antídoto. Sólo gracias a eso pudieron salvarme la vista. Pero aun así tenía que pasarme una semana en cama, y a oscuras.
Mientras descansaba en el hospital decidí que cuando —y si— recobraba la vista, pediría que me transfirieran a otra sección. Y si eso no era posible, dejaría el trabajo.
Desde que aquel aguijón me golpeó en el jardín mi cuerpo había desarrollado una considerable resistencia al veneno de los trífidos. Podía recibir, y había recibido, aguijonazos que hubiesen terminado con la vida de cualquier otro hombre. Pero ahora me acordaba de aquel viejo refrán acerca de un cántaro que tanto va a la fuente… Había recibido la primer advertencia.
Pasé, recuerdo, mucha de mis obligadas y oscuras horas pensando en qué clase de trabajo me ocuparía si no me concedían esa transferencia.
Teniendo en cuenta lo que estaba esperándonos, es difícil que hubiese podido entregarme a meditaciones más ociosas.