Ay Dios, se nota; va a ser una de esas noches. Lo prefiero cuando está ocupado, pero cuando está muerto como ahora, el tiempo se arrastra. Tampoco hay posibilidad de propinas. ¡Mierda!

En el bar no hay casi nadie. Andy está sentado con cara de aburrimiento, leyendo el Evening News. Graham está en la cocina, preparando comida que espera que se consuma. Yo estoy apoyada contra la barra, cansadísima. Tengo que entregar un trabajo mañana para la clase de filosofía. Va sobre la moral: de si es relativa o absoluta, y en qué circunstancias, etcétera, etcétera. Me deprime pensarlo. En cuanto termine este turno estaré toda la noche despierta redactándolo. Es de locos.

No echo Londres de menos, pero a Mark sí… un poquitín. Bueno, puede que algo más que un poquitín, pero no tanto como pensé. Dijo que si quería ir a la universidad podía hacerlo en Londres igual de fácilmente que en casa. Cuando yo le dije que no era fácil vivir con una beca en ninguna parte, pero que en Londres era imposible, simplemente imposible aritméticamente, él dijo que estaba ganando bastante dinero, y que nos las apañaríamos bien. Cuando yo le dije que no quería que me mantuvieran, como si él fuera el chulazo y yo la puta intelectual, él dijo que no sería así. De todas formas, yo volví, él se quedó, y no creo que ninguno de los dos esté realmente arrepentido. Mark puede ser afectuoso, pero realmente no parece necesitar a la gente. Yo viví seis meses con él y aún no creo que le conozca de verdad. A veces pienso que yo buscaba demasiado y que tiene mucha menos miga de lo que parece a primera vista.

Entran cuatro tíos en el restaurante, evidentemente borrachos. De locura. Uno me resulta vagamente familiar. Creo que puede que le haya visto por la universidad.

«¿Qué quieren tomar?», pregunta Andy.

«Un par de botellas de tu mejor pis… y una mesa para cuatro…», dice balbuceando. Me doy cuenta por su acento, vestimenta y comportamiento de que son ingleses de clase media o media alta. La ciudad está llena de ese tipo de colonizadores blancos, dice ella, ¡que acaba de volver de Londres! Solíamos tener a geordies[70] y scousers y brummies y cockneys en la uni, ahora es un recreo para tipos de los condados del sur que no consiguen entrar en Oxbridge, con alguna gente de Edimburgo en plan escuela de comercio representando a Escocia.

Les sonrío. Tengo que dejar de tener estas ideas preconcebidas, y aprender a tratar a las personas como personas. Es la influencia de Mark, sus prejuicios son contagiosos, loco gilipollas. Toman asiento.

Uno dice: «¿Cómo se la llama a una chica guapa en Escocia?»

Otro salta: «¡Turista!» Hablan muy alto. Capullos descarados.

Entonces dice uno, señalando hacia donde estoy yo: «No estoy tan seguro. A eso no lo echaba yo de la cama.»

Gilipollas. Jodido imbécil gilipollas.

Estoy hirviendo por dentro, intentando hacer como que no he oído ese comentario. No puedo permitirme el lujo de perder este empleo. Necesito el dinero. Si no hay pasta, no hay uni, no hay licenciatura. Quiero esa licenciatura. De verdad la quiero más que nada.

Mientras estudian el menú, uno de los tíos, un gilipollas flacucho de pelo oscuro con un flequillo largo, me sonríe lujuriosamente. «¿Va todo bien, cariño?», dice, en un falso acento cockney. Es algo vistoso que los ricos lo hagan en ocasiones, eso tengo entendido. Dios, cómo quiero decirle al imbécil que se vaya a tomar por culo. No necesito esta mierda… sí la necesito.

«¡Dame una sonrisa, guapa!», dice un tío más gordo entrometiéndose con una voz atronadora. La voz de la riqueza arrogante e ignorante, no contaminada por la sensibilidad o el intelecto. Intento sonreír de forma condescendiente, pero mis músculos faciales están congelados. Y gracias al copón.

Tomar el encargo es una pesadilla. Están inmersos en conversaciones sobre carreras; la bolsa, las relaciones públicas y el derecho mercantil parecen ser las más populares, entre los intentos de mostrarse sutilmente condescendientes y humillantes hacia mí. El imbécil flacucho no duda en preguntarme a qué hora termino, y yo le ignoro, mientras los demás hacen ruidos animales y tocan un redoble sobre la mesa. Termino el pedido, sintiéndome rota y degradada, y enfilo a la cocina.

Verdaderamente tiemblo de rabia preguntándome cuánto tiempo podré controlar esto y deseando que Louise o María estuviesen aquí esta noche para tener otra mujer con quien hablar.

«¿No puedes sacar de aquí a estos jodidos imbéciles?», le salto a Graham.

«Así es el negocio. El cliente siempre tiene razón, aunque sea un jodido soplapollas.»

Me acuerdo de cuando Mark me contó lo de la vez que trabajó en el Show del Caballo del Año en Wembley, dedicándose al servicio de cocina con Sick Boy, un verano hace años. Siempre decía que los camareros tienen poder; nunca te pongas a enredar con un camarero. Tiene razón, por supuesto. Ahora es el momento de utilizar ese poder.

Estoy justamente en medio de una fuerte regla y me siento derrengada y agotada. Voy al retrete y me cambio de tampón, envolviendo el usado, que está empapado de flujo, en papel de water.

Un par de estos ricos hijos de puta imperialistas han pedido sopa; nuestra popular tomate y naranja. Mientras Graham está ocupado preparando los platos principales, cojo el tampón ensangrentado y lo sumerjo, como si fuera una bolsa de té, en el primer plato de sopa. A continuación escurro su mugriento contenido con un tenedor. Un par de filamentos de negra mucosa uterina flotan en la sopa antes de ser disueltos removiendo vigorosamente.

Pongo en la mesa los dos entrantes de paté y las dos sopas, asegurándome de que el desgraciao flacucho y engominado recibe la especial. Uno de los comensales, un tío de barba marrón y dientes salidos fenomenalmente feos, está contando en la mesa, de nuevo en voz muy alta, lo terrible que es Hawai.

«Demasiado puñeteramente caluroso. No es que me importe el calor, es sólo que no es como el rico e intenso calor del sur de California. Ese sitio es tan puñeteramente húmedo, que no haces más que sudar como un cerdo todo el rato. Además, la chusma campesina le acosa a uno continuamente intentando venderle todas sus ridículas chucherías.»

«¡Más vino!», retumba petulantemente el gordo gilipollas del pelo claro.

Vuelvo al servicio y lleno una salsera con mi orina. La cistitis es un problema para mí, en particular durante la regla. Mi pis tiene ese aspecto opaco que hace pensar en una infección del tracto urinario.

Diluyo la garrafa de vino con mi pis; parece un poco opaco, pero están tan colocaos que no lo notarán. Echo un cuarto de vino por el lavabo, rellenando la garrafa con mi pis de resistance.

Vierto un poco más de mi pis sobre el pescado. Es del mismo color y consistencia que las salsas en que está marinado. ¡De locura!

Estos gilipollas se lo comen y beben todo sin darse cuenta siquiera.

Es difícil cagar sobre una hoja de periódico en el retrete; el cagadero es pequeño y es difícil ponerse en cuclillas. Logro un pequeño zurullo más bien líquido que llevo a la cocina y mezclo con un poco de nata en la batidora, y combino la guarrada resultante con la salsa de chocolate, que está calentándose en un cazo. Lo vierto sobre los profiteroles. Está para comérselo. ¡Qué pasada!

Me siento cargada de un gran poder, y hasta disfruto de los insultos. Es mucho más fácil seguir sonriendo ahora. El gordo hijo de puta ha sacado la pajita más corta, sin embargo; su helado está sazonado con restos molidos de matarratas. Espero no causar a Graham problemas. Espero que no cierren el restaurante.

En mi trabajo escrito, ahora pienso que estaría obligada a poner que, en algunas circunstancias, la moral es relativa. Eso si fuera honrada conmigo misma. Éste no es el punto de vista del doctor Lamont, sin embargo, así que es posible que me quede con los absolutos a fin de caer bien y sacar buena nota.

Es todo demasiada locura.