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«Bajen la voz, por favor, caballeros», suplicó el agobiado camarero al núcleo de bebedores endurecidos al que había quedado reducido el grupo de invitados al funeral. Horas de beber estoicamente y de triste nostalgia habían dado paso finalmente al canto. Cantando se encontraban estupendamente. Liberaban tensión a raudales. Al camarero lo ignoraron.
Shame on ye, Seamus O’Brien,
All the young girls in Dublin are cryin,
They’re tired o’ your cheatin and lyin,
So shame on ye, Seamus O’Brien![68]
«¡POR FAVOR! ¡Hagan el favor de estar callados!», gritó. El pequeño hotel del lado pijo de Leith Links no solía albergar esta clase de comportamiento, sobre todo entre semana.
«¿Qué cojones está diciendo ese puto cabrón? ¡Tenemos derecho a darle una puta despedida al jodido colega!» Begbie lanzó una mirada de depredador sobre el camarero.
«Eh, Franco.» Renton agarró por el hombro a Begbie, dándose cuenta del peligro, y tratando de conducirle rápidamente hacia un estado de ánimo menos agresivo. «¿Te acuerdas de aquella vez cuando tú, yo y Matty nos bajamos a Aintree para el National?»
«¡Sí! ¡Joder si me acuerdo! Joder si le dije al capullo ese que sale en la puta tele que se fuera a tomar por culo. ¿Cómo se llamaba el cabrón?»
«Keith Chegwin[69]. Cheggers.»
«Eso es. Cheggers.»
«¿El tío de la tele y tal? ¿El de Cheggers Plays Pop? ¿Te acuerdas de eso?», preguntó Gav.
«Ese mismísimo cabrón», dijo Renton, mientras Franco sonrió afectada e indulgentemente hacia él, animándole a seguir con el relato. «Estábamos en el National, ¿de acuerdo? Ese cabrón de Cheggers está haciendo entrevistas para City Radio Liverpool, venga a dar la barrila a la peña entre el público, ¿sabes? Bueno, pues viene a donde estamos nosotros, y nosotros no queríamos hablar con él, pero Matty, ya lo conocéis, pensaba: Esto es el puto estrellato, y se pone dale que te pego acerca de lo estupendo que es estar aquí en Liverpool, Keith, y nos lo estamos pasando cañón, y toda esa mierda. Entonces el julandrón, el joputa del Cheggers ese, o como se llame el cabrón, pone el micrófono delante de las narices de Franco.» Renton señaló a Begbie. «Este cabrón va y dice: “¡Vete a tomar por culo de aquí, so primo capullo!” Cheggers se puso de color cangrejo. Tienen esa demora de tres segundos en la llamada radio en directo para eliminar ese tipo de cosas.»
Mientras se reían, Begbie justificó sus actos.
«Estábamos allí abajo por las putas carreras, no para hablar con un puto julandrón por la puta radio.» Su expresión era la de un hombre de negocios, aburrido con el acoso de los medios para conseguir entrevistas.
Sin embargo, Franco siempre encontraba algo por lo que enfurecerse.
«El puto Sick Boy debería haber estado aquí. Matty era su jodido colega», proclamó.
«Eh, está en Francia pero… con esa periquita y tal. Probablemente no podía dejarlo, ya sabes… digamos… Francia y tal», hizo notar ebriamente Spud.
«Eso no cambia nada. Rents y Stevie han subido de Londres para esto. Si Rents y Stevie han subido del Londres de los cojones, Sick Boy puede subir de la puta Francia.»
Los sentidos de Spud estaban peligrosamente embotados por el alcohol. Estúpidamente, mantuvo viva la discusión. «Sí, pero, eh… Francia está más lejos… estamos hablando aquí del sur de Francia, digamos. ¿Sabes?»
Begbie miró con incredulidad a Spud. Era evidente que el mensaje no le había llegado. Habló más despacio, más alto y con un gruñido que hizo retorcer su boca cruel hasta alcanzar una extraña forma debajo de su abrasadora mirada.
«¡SI RENTS Y STEVIE PUEDEN SUBIR DEL LONDRES DE LOS COJONES, SICK BOY PUEDE SUBIR DE LA PUTA FRANCIA!»
«Sí… desde luego. Deberían haber hecho un esfuerzo. El funeral de un colega, digamos, sabes.» Spud pensaba que al Partido Conservador en Escocia le vendrían bien algunos Begbies. No se trata del mensaje, el único problema es la comunicación. A Begbie se le da bien la transmisión del mensaje.
Stevie estaba acusando el bebercio de mala manera. Había perdido la práctica para este tipo de cosas. Franco le rodeó con un brazo y con el otro estrechó a Renton.
«Es cojonudamente bueno veros otra vez, capullos. A los dos. Stevie, quiero que cuides a este cabrón allá en Londres.» Se volvió hacia Renton. «Si vas por el mismo jodido camino que Matty, te arreglaré pero que bien, cacho cabrón. Escucha cuando te habla aquí el Franco de los cojones.»
«Si voy por el mismo camino que Matty no quedará de mí nada que arreglar.»
«No estés tan jodidamente seguro. Desenterraré tu puto cuerpo y lo patearé arriba y abajo de Leith Walk. ¿Me captas?»
«Es agradable saber que te importa, Franco.»
«Claro que me importa, joder. Hay que respaldar a los colegas. ¿No es así, Nelly?»
«¿Eh?» Nelly se volvió lentamente, borracho.
«Sólo estaba diciéndole a este cabrón de aquí que hay que respaldar a los putos colegas.»
«Joder, ya lo creo que sí.»
Spud y Alison estaban hablando. Renton le dio esquinazo a Franco para unirse a ellos. Franco llevaba a Stevie en volandas, exhibiéndole ante Nelly como un trofeo y diciéndole lo gran menda que era.
Spud se volvió hacia Renton: «Le estaba diciendo a Ali que esta mierda es muy fuerte, todo esto y tal, tío. He estado en demasiados funerales para un tipo de mi edad, digamos. Me pregunto quién será el siguiente.»
Renton se encogió de hombros. «Al menos estaremos preparados, sea quien coño sea. Si diesen titulación en pérdida de allegados, a estas alturas yo tendría un jodido doctorado.»
Desfilaron para la fría noche a la hora del cierre, dirigiéndose a casa de Begbie con un lote de priva. Ya llevaban doce horas bebiendo y pontificando sobre la vida de Matty y sus motivaciones. En verdad, como se percataron los más reflexivos, todos sus discernimientos reunidos y procesados valían de poco para iluminar el cruel rompecabezas de todo el asunto.
No eran más sabios ahora que al principio.
Dilemas de desenganchado n.° 1
«Venga, toma un poquito, no pasa nada», dice ella, tendiéndome el canuto. ¿Cómo coño llegué hasta aquí? Debería haberme ido a casa a cambiarme, y después puesto la tele o bajado al Princess Diana. Es culpa de Mick, de él y de su una-rápida-después-de-trabajar.
Ahora estoy fuera de lugar aquí, todavía en traje y corbata, sentado en este cómodo piso entre una peña en vaqueros y camiseta que piensan que son unos golfos más grandes de lo que en realidad son. Los payasetes de fin de semana son unos peñazos.
«Déjale en paz, Paula», dice la mujer a la que conocí en el pub. Está tratando de verdad de llevarme al huerto con esa desesperación tan frenéticamente obvia que uno tiende a encontrarse en este tipo de rollo londinense. Probablemente lo consiga, a pesar del hecho de que siempre que voy al retrete e intento pensar en la pinta que tiene, no soy capaz siquiera de producir una imagen aproximada. Esta gente son payasos irritantes; bastardos de plástico. Lo único que puedes hacer es follártelos, quitarles algo y después marcharte. Hasta te dan la impresión de que les decepcionarías si hicieras cualquier otra cosa. Ahora me parezco a Sick Boy, pero su actitud tiene su lugar, que es aquí y ahora.
«Nah, venga, señor Traje y Corbata. Apuesto a que no has probado nada semejante en tu vida.»
Le doy un sorbo a mi vodka y estudio a esa chica. Tiene un buen moreno, y lleva el pelo bien arreglado, pero eso sólo parece realzar en vez de disimular un aspecto poco saludable, ligeramente resabiado. Veo, veo: otra julandrona en busca de credibilidad callejera. Los cementerios están llenos de ellas.
Cojo el porro, lo olisqueo, y lo devuelvo. «Hierba con algo de opio, ¿verdad?», pregunto. De hecho, por el olor parece buena mandanga.
«Sí…», dice, un poquitín desconcertada.
Miro otra vez hacia el porro que está consumiéndose en su mano. Intento sentir algo. Cualquier cosa. Lo que de verdad estoy buscando es el demonio, el malo hijoputa, el mamón que llevo dentro que clausura mi cerebro e impulsa la mano hasta el porro y el porro hasta los labios y chupa y chupa como una aspiradora. No quiere salir a jugar. A lo mejor ya no vive aquí. Lo único que queda es el gilipollas de nueve-a-cinco.
«Creo que pasaré de tu amable oferta. Llámame tontolculo si quieres, pero las drogas siempre me han puesto un poco nervioso. Conozco alguna gente que ha estado metida en ellas y ha tenido problemas.»
Me mira resueltamente, como si calara que lo importante es lo que no estoy diciendo. Evidentemente se siente un poco payasa y se levanta y se marcha.
«Estás loco tú», se ríe estrepitosamente la mujer a la que conocí en el pub, cómo coño decía que se llamaba otra vez. Echo de menos a Kelly, que está otra vez en Escocia. Kelly tenía una risa agradable.
La verdad del asunto es que el tema de las drogas simplemente parece ahora un tostón; aunque de hecho ahora sea mucho más aburrido que cuando estaba enganchado. La cuestión es que este tipo de aburrimiento es nuevo para mí, y por tanto no del todo tan tedioso como parece ser. Simplemente le seguiré la corriente un ratito. Un ratito.