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«¿Qué tal, Nelly? Mucho jodido tiempo sin verte, pedazo cabrón estás hecho», le sonrió Franco a Nelly, cuyo traje cantaba al lado de la serpiente tatuada que rodeaba su cuello y la isla desierta con palmera en mitad del mar grabada en su frente.

«Lástima que tenga que ser bajo estas circunstancias y tal», respondió sobriamente Nelly. Renton, que estaba hablando con Spud, Alison y Stevie, se permitió una sonrisa al oír el primer cliché funerario del día.

Recogiendo el testigo, Spud dijo: «Pobre Matty. Una noticia mala de cojones, digamos, sabes.»

«Para mí se ha acabado. Voy a seguir limpia», dijo Alison, estremeciéndose, pese a tener los brazos cruzados sobre sí misma.

«Si no nos ponemos las pilas desapareceremos del mapa todos. Eso es más seguro que la hostia», reconoció Renton. «¿Tú ya te has hecho la prueba, Spud?», preguntó.

«Eh… venga, tío, éste no es momento de hablar de eso… es el funeral de Matty y tal.»

«¿Cuándo es el momento?», preguntó Renton.

«De verdad deberías hacerlo, Danny, de verdad que deberías», imploró Alison.

«Quizá sea mejor no saber. Digamos y tal, ¿qué clase de vida llevó Matty cuando supo que era seropositivo?»

«Así era Matty. ¿Qué clase de vida llevaba antes de saber que era seropositivo?», dijo Alison. Spud y Renton sacudieron la cabeza asintiendo.

Dentro de la pequeña capilla adosada al crematorio, el sacerdote dio una pequeña perorata sobre Matty. Aquella mañana tenía muchos asados que hacer y no podía permitirse el lujo de perder tiempo. Unos cuantos comentarios rápidos, un par de himnos, uno o dos rezos y el clic de un interruptor que envía el cadáver al incinerador. Unos cuantos más, y habría terminado su turno.

«Para quienes estamos reunidos hoy aquí, Matthew Connell desempeñó distintos papeles en nuestras vidas. Matthew fue hijo, hermano, padre y amigo. Los últimos días de la joven vida de Matthew fueron crudos y dolorosos. No obstante, debemos recordar al verdadero Matthew, un joven afectuoso con grandes deseos de vivir. Músico entusiasta, Matthew gustaba de entretener a los amigos con su guitarra…»

Renton no pudo encontrarse con los ojos de Spud, que estaba de pie junto a él en el banco, mientras le entraba una risa nerviosa. Matty era el guitarrista más mierdero que jamás conoció, y sólo podía tocar el «Roadhouse Blues» de los Doors y algunos temas de los Clash y Status Quo con cierta maestría. Se esforzó mucho para aprenderse el riff de «Clash City Rockers», pero nunca pudo dominarlo del todo. Y sin embargo, Matty adoraba aquella Fender Strat. Fue la última cosa que vendió, aferrándose a ella después de colocar el amplificador a fin de llenarse las venas de mierda. Pobre Matty, pensó Renton. ¿Hasta qué punto le conoció de verdad cualquiera de nosotros? ¿Hasta qué punto puede alguien conocer de verdad a cualquier otra persona?

Stevie estaba deseando estar a quinientos kilómetros de distancia, en su piso de Holloway, con Stella. Era la primera vez que se separaban desde que se habían ido a vivir juntos. No podía dejar de sentirse inquieto. Por mucho que lo intentara, no podía mantener la imagen de Matty en su cabeza. No paraba de convertirse en Stella.

Spud pensaba que debía de ser una verdadera mierda vivir en Australia. El calor, los insectos, y todos esos aburridos parajes suburbanos que se ven en los culebrones australianos. Parecía que no hubiese verdaderos pubs en Australia, y que el sitio era como una versión cálida de Baberton Mains, Buckstone o East Craigs. Sencillamente parecía tan aburrido, tan mierdero. Se preguntó qué tal serían las partes más antiguas de Melbourne y Sydney y si allí tenían barriadas, como en Edimburgo, o Glasgow o incluso Nueva York, y si era así, por qué no las sacaban nunca en la tele. También se preguntó por qué pensaba en Australia en relación con Matty. Probablemente porque siempre que iban a verle estaba colocado, viendo un culebrón australiano tendido sobre el colchón.

Alison recordaba la vez que se acostó con Matty. Ahora hacía siglos, antes que empezara a picarse. Ella tendría entonces unos dieciocho años. Intentó recordar la polla de Matty, sus dimensiones, pero no podía visualizarla. El cuerpo de Matty sí le vino a la mente, sin embargo. Era magro y firme, aunque no particularmente musculoso. Era bien parecido, delgado, con ojos hiperactivos y penetrantes, que ponían en evidencia lo inquieto de su carácter. Lo que más recordaba sin embargo fue lo que Matty le dijo cuando se metió en la cama aquella vez. Le dijo: «Te voy a follar como nunca te han follado en la vida.» Tenía razón. Jamás se la follaron tan mal, ni antes ni después. Matty se corrió en cosa de segundos, depositando en ella su carga y quitándose de encima rodando, jadeando sin aliento.

Ella no hizo intento alguno de ocultar su displacer. «Ha sido una puta mierda», le dijo, levantándose de la cama, toda ansiosa y tensa, excitada pero insatisfecha, queriendo gritar de frustración. Se puso la ropa. Él no dijo nada y no se movió, pero estaba segura de haber visto lágrimas cayendo de sus ojos cuando se marchó. Esta imagen se quedó con ella mientras miraba la caja de madera, y deseó haber sido un poco más comprensiva.

Franco Begbie se sentía enfadado y confuso. Cualquier daño hecho a un amigo se lo tomaba como un insulto personal. Se enorgullecía de cuidar de sus colegas. La muerte de uno de ellos le enfrentaba a su propia impotencia. Franco resolvía este problema volviendo su ira contra Matty. Se acordaba de la vez que Matty les dio el palo a Gypo y Mikey Forrester en Lothian Road, y los dos capullos se le echaron encima. No es que supusiera ninguna dificultad para él. No obstante, se trataba del principio de la cosa. Había que respaldar a los colegas. A Matty le había hecho pagar por su cobardía: físicamente, con palizas, y socialmente, con montones de humillantes pullas. Ahora se daba cuenta de que al muy capullo no le había hecho pagar lo bastante.

La señora Connell recordaba a Matty de chiquillo. Todos los chicos son sucios, pero Matty había sido especialmente malo. Era una fiera con los zapatos, reducía la ropa al estatus de hebra raída en un abrir y cerrar de ojos. Por tanto no se preocupó cuando se hizo punk al crecer y hacerse adolescente. Simplemente parecía estar haciendo de la necesidad virtud. Matty siempre había sido un punk. Se le vino a la cabeza un incidente en particular. Cuando niño, la había acompañado a ponerse dentadura postiza. No pudo evitar sentirse cohibida en el autobús de vuelta a casa. Matty insistió en contarle a todos los que iban en el autobús que a su madre le habían puesto dentadura postiza. Era un niño especialmente cariñoso. Los pierdes, pensó. Después de que llegan a los siete años, ya no son tuyos. Entonces, cuando te adaptas, a los catorce vuelve a ocurrir. Algo ocurre. Entonces, cuando le añades heroína al cuadro, ya no se pertenecen a sí mismos. Menos Matty, más heroína.

Sollozó suave y rítmicamente, el valium acompasando su dolor en brisas enfermizas, tratando de disipar el rugiente huracán de cruda ansiedad y miseria que había en su interior, que simultáneamente luchaba por mantenerse bajo control.

Anthony, el hermano pequeño de Matty, pensaba en vengarse. Vengarse de toda la escoria que había hundido a su hermano. Los conocía, algunos tenían los putos huevos de estar allí en ese momento. Murphy, Renton y Williamson. Esos lamentables gilipollas que iban por ahí como si de su culo saliesen barquillos de helado, como si supieran algo que nadie más sabía, cuando no eran todos más que basura yonqui. Ellos y las figuras más siniestras que había detrás de ellos. Su hermano, su puto, débil y estúpido hermano, había ido a remolque de esa escoria.

La memoria de Anthony volvió atrás hasta la ocasión en que Derek Sutherland le dio una buena paliza en la estación de tren abandonada. Matty lo descubrió, y fue a zurrar a Deek Sutherland, que tenía la misma edad que Anthony y dos años menos que él. Anthony recordaba la ansiosa espera de la completa humillación de Deek Sutherland a manos de su hermano. Al final, fue Anthony el que resultó humillado nuevamente, esta vez por poderes. Fue casi tan intensa como la que le había propinado Derek Sutherland a él, al ver cómo su viejo adversario abrumaba a su hermano y le pateaba el culo casi sin esfuerzo. Matty le había decepcionado en aquella ocasión. A partir de entonces decepcionó a todo el mundo.

A la pequeña Lisa Connell le entristecía que su papá estuviese en aquella caja, pero tendría alas como un ángel y subiría al cielo volando. Su abuela había llorado cuando Lisa dijo que sucedería eso. Era como si estuviese durmiendo en esa caja. Su abuela dijo que la caja se iba volando al cielo. Lisa pensaba que a los ángeles les salían alas y volaban hasta el cielo. Le preocupaba levemente que no fuera capaz de volar si no le dejaban salir de la caja. Con todo, probablemente sabían lo que hacían. El cielo parecía buen sitio. Algún día ella iría allí, y vería a su papá. Cuando él venía a verla en Wester Hailes no solía encontrarse bien así que no le dejaban hablar con él. Sería bueno ir al cielo, a jugar con él, como hacían cuando ella era muy pequeña. En el cielo se pondría bueno otra vez. El cielo sería distinto de Wester Hailes.

Shirley cogió con fuerza la mano de su hija y acarició sus rizos. Lisa parecía ser la única prueba de que la vida de Matty no había sido baldía. Pese a todo, mirando a la niña, pocos podrían sostener que no era prueba suficiente. Matty, sin embargo, había sido padre sólo nominalmente. El sacerdote irritó a Shirley al describirle como tal. Ella era el padre, además de la madre. Matty había suministrado el esperma, y había ido a casa y jugado con Lisa unas cuantas veces antes de que el jaco le enganchase de verdad. Ésa había sido su única contribución.

Siempre había habido en él cierta debilidad, una incapacidad para afrontar sus responsabilidades, y también para afrontar la fuerza de sus emociones. La mayoría de los yonquis que ella había conocido eran románticos de tapadillo. Matty lo había sido. Shirley había amado eso en él, le encantaba cuando se sentía abierto, tierno, amante y pleno de vida. Nunca duraba. Incluso antes del jaco, descendía periódicamente sobre él cierta aspereza y amargura. Le escribía poemas de amor.

Eran hermosos, no en un sentido literario quizá, pero sí en la maravillosa pureza de las admirables emociones que a ella le transmitían. Una vez leyó y quemó a continuación una poesía particularmente encantadora que le había escrito. Entre lágrimas, ella le preguntó por qué lo había hecho, tan simbólicas le parecían las llamas. Fue la cosa más dolorosa que Shirley había experimentado en toda su vida.

Él se dio la vuelta e inspeccionó la desolación del piso. «Mira esto. No se debería soñar cuando se vive así. Sólo te engañas, te torturas.»

Sus ojos eran negros e impenetrables. Su contagioso cinismo y su desesperación le arrebataron a Shirley la esperanza de una vida mejor. Una vez amenazó con sacarle la vida misma, antes de que ella dijera valientemente: Basta.