Nada. ¿Dónde coño están estos cabrones? La puta culpa es mía. Tendría que haber telefoneado para decir que iba a bajar. Pues la sorpresa es mía. No hay ni dios. La puerta negra posee una frialdad, un aspecto austero y mortecino, que parece decirme que llevan mucho tiempo fuera y que no volverán durante mucho más tiempo aún, si es que vuelven. Echo una ojeada por el buzón de la puerta, pero no veo si hay algún sobre en el suelo.
Frustrado, pateo la puerta. La mujer de enfrente de la escalera, una puta malhumorada tal como la recuerdo yo, abre la puerta y asoma la cabeza. Se me queda mirando como si fuese a hacerme una pregunta. La ignoro.
«No están. Hace un par de días que no están», me cuenta, mirando suspicazmente mi bolsa de deportes como si tuviera explosivos ocultos en el interior.
«Estupendo», musito malhumorado volviendo exasperadamente la cabeza hacia el techo, esperando que esa muestra de desesperación anime a la mujer a decir algo así como: Te conozco. Solías quedarte aquí. Debes estar agotado después de haber viajado todo el camino desde Escocia. Pasa, tómate una buena taza de té y espera a tus amigos.
Lo que dice de hecho es: «Nah… no les he visto en al menos dos días.»
Capulla. Joder. Hija de puta. Mierda.
Podrían estar en cualquier parte. Podrían no estar en ninguna parte. Podrían volver en cualquier momento. Podrían no volver nunca.
Bajo caminando por Hammersmith Broadway, y Londres me resulta extraño y ajeno, después de una ausencia de sólo tres meses, como ocurre con los lugares familiares cuando has estado fuera. Es como si todo fuese una copia de lo que conocías antes, similar, pero que carece al mismo tiempo de sus cualidades habituales, un poco a la manera como son las cosas en un sueño. Dicen que hay que vivir en un sitio para conocerlo, pero tienes que estar recién llegado para verlo de verdad. Recuerdo haber caminado a lo largo de Princes Street con Spud, los dos odiamos andar por esa espantosa calle, amortecida por los turistas y los consumidores, las plagas gemelas del capitalismo moderno. Miré hacia el castillo y pensé: Para nosotros es sólo un edificio más. Queda inscrito en nuestras cabezas de la misma forma que British Home Stores o Virgin Records. Nos dirigíamos a esos sitios en una expedición de mangoneo. Pero cuando sales otra vez de Waverley Station después de haber estado fuera durante un tiempo, piensas: Eh, esto no está mal.
Todo lo que hay hoy en la calle parece de enfoque suave. Probablemente se deba a la falta de sueño y de drogas.
La señal del pub es nueva, pero su mensaje es viejo. El Britannia. Salve Britannia. Jamás me he sentido británico, porque no lo soy. Es feo y artificial. Sin embargo, tampoco me he sentido realmente escocés jamás. La gallarda Escocia[57], una mierda. Escocia la capulla acojonada. Nos estrangularíamos a muerte unos a otros por el privilegio de lamerle las almorranas a algún aristócrata inglés. Jamás he sentido otra puta cosa acerca de los países salvo el asco total. Deberían abolir todo el puto mogollón que hay y matar a todos los putos parásitos políticos que jamás hayan salido a soltar mentiras y perogrulladas fascistas con traje y sonrisa de sabelotodo.
El tablero me dice que en la barra del interior es noche de skinheads gays. En un sitio como éste los cultos y las subculturas se segmentan y se cruzan. Aquí puedes ser más libre, no porque sea Londres, sino porque no es Leith. Somos todos guarras de vacaciones.
Busco un rostro familiar en la barra principal. La disposición y la decoración de este sitio han cambiado radicalmente para peor. Lo que fue en tiempos un buen local guarro en el que podías echarles cerveza por encima a tus colegas y que te hicieran una mamada en los retretes de las mujeres o de los hombres, es ahora un agujero tan saneado que asusta. Unos pocos vecinos con rostros duros y aturdidos y ropa barata se aferran a un rincón de la barra como los supervivientes de un naufragio a un madero mientras los yuppies se ríen en voz alta. Todavía trabajando, siempre en la oficina, pero con alcohol en vez de teléfonos. Ahora este sitio está preparado para suministrar comidas durante todo el día a los empleados de las oficinas que continúan invadiendo el barrio. Davo y Suzy no beberían en semejante retrete sin alma.
Uno de los camareros, no obstante, me resulta vagamente familiar.
«¿Sigue bebiendo aquí Paul Davis?», le pregunto.
«¿Quién, Jock[58], el tío de color que juega para el Arsenal?», se ríe.
«No, éste es un gigantón scouser[59]. Pelo oscuro y en punta, nariz como una puta pista de esquí. No puede pasar desapercibido ese tío.»
«Ya… sí, conozco a ese tío. Davo. Va por ahí con esa periquita, una chavalilla de pelo negro corto. Nah, hace siglos que no he visto a esa peña aquí dentro. Ni siquiera sé si siguen por el barrio.»
Me bebo una pinta de pis con burbujas y largo con el tío sobre sus nuevos clientes.
«El caso es, Jock, que la mayoría de estos tíos ni siquiera son auténticos yuppies», señalando con desdén a un grupo de trajes en la esquina. «La mayoría son jodidos empleados de culo lustroso o vendedores de seguros a comisión que reciben un puto puñado de arroz como sueldo semanal. Es todo puta imagen, ¿o no? Estos primos están todos endeudados hasta las cejas. Pasean por la puta ciudad en trajes caros haciendo como que cobran cincuenta de los grandes al año. La mayoría no tiene ni un sueldo de cinco cifras, ¿o no?»
Había mucho de cierto en lo que decía el tío, por amargado que estuviera. Desde luego que había más guita por estos lares que más arriba de la calle, pero una cosa que los capullos de aquí abajo se habían tragado era la idea de que lo único que tenías que hacer era tener el aspecto requerido por el papel y todo llegaría por sí solo, lo cual era mierda pura. He conocido a yonquis que hacían trapicheos con la seguridad social que tenían una relación más saludable de ingresos-deudas que algunas parejas con dos sueldos y muchas hipotecas aquí abajo. Algún día todo petará. En el correo hay sacas llenas de órdenes de desahucio.
Vuelvo al piso. Sigue sin haber ni rastro de esos capullos.
La mujer de enfrente vuelve a salir. «No les encontrarás en casa.» Pone voz presumida y burlona. Vaya una cabrona de primera que está hecha esta vieja guarra. Un gato negro se cuela tras ella, saliendo a la escalera.
«¡Choatah! ¡Choatah! Ven aquí, puñetero…» Recoge al gato y se lo aprieta protectoramente contra el pecho como si fuera un bebé, mirándome amargamente como si de algún modo yo tuviese intención de hacerle daño al sacomierda.
Odio a los putos gatos casi tanto como a los perros. Estoy a favor de la prohibición del uso de los animales como acompañantes domésticos y del exterminio de todos los perros, salvo unos pocos, que podrían exhibirse en un zoo. Ésa es una de las pocas cosas en las que yo y Sick Boy estamos siempre de acuerdo.
Cabrones. ¿Dónde cojones están?
Vuelvo otra vez al pub y me tomo otro par de pintas. Es tremendo que te cagas, lo que le han hecho a este sitio los muy hijoputas. Las noches que solíamos pasar aquí. Es como si el pasado hubiese sido erradicado junto con el viejo decorado.
Sin pensarlo conscientemente, salgo del pub, y ahora vuelvo por donde vine, hacia Victoria. Me paro en una cabina telefónica, saco algo de suelto y mi desgastado bloc de direcciones. Es el momento de buscar alojamiento alternativo. Podría ser problemático. La he cagado con Stevie y Stella, ni de potra me van a dar la bienvenida por ahí. Andreas ha vuelto a Grecia, Caroline está de vacaciones en España, Tony, el puto julandrón de Tony, está allá en el Edimburgo de los cojones con Sick Boy, que ha vuelto de Francia. Me olvidé de pillarle al capullo las llaves, y el hijoputa de él se olvidó de recordármelo.
Charlene Hill. Vive en Brixton. Primera opción. Igual hasta consigo echar un polvo si juego bien mis cartas. Desde luego me vendría bien… eso es lo que te hace el andar por el buen camino, bueno, el camino regular…
«¿Diga?» La voz de otra mujer.
«Hola. ¿Podría hablar con Charlene?»
«Charlene… ya no vive aquí. No sé dónde está ahora, Stockwell, me parece… no tengo la dirección… espera un momento… ¡MICK! ¡MICK! ¿TIENES LA DIRECCIÓN DE CHARLENE?… CHARLEEENE Nah. Lo siento. No la tiene.»
Hoy no es mi puto día. Tendrá que ser Nicksy.
«No. No. Ningún Brian Nixon. Marchado. Marchado»; una voz asiática.
«¿Tienes una dirección donde pueda localizarle, amigo?»
«No. Marchado. Marchado. No Brian Nixon.»
«Pero ¿dónde está?»
«¿Qué? ¿Qué? No le entiendo…»
«¿Dón-de-es-tá-mi-a-mi-go-Bri-an-Ni-xon?»
«No Brian Nixon. No drogas. Váyase. Váyase.» El capullo me cuelga.
Está haciéndose tarde, y esta ciudad me ha dejado en la calle. Un borrachín con acento de Glasgow me sablea veinte peniques.
«Eres un chico jodidamente bueno, te lo digo en serio, hijo…», gruñe.
«Tú tampoco eres mal tipo, Jock», le digo en mi mejor cockney. En Londres otros escoceses son un coñazo. Sobre todo los weedjies, que en el mejor de los casos me irritan con esa cháchara de capullo entrometido que pretenden hacer pasar por afabilidad. Llevar un jodido esquivajabones pegado al culo es lo último que quiero en este momento.
Me planteo si coger el 38 o el 55 hasta Hackney, y visitar a Mel en Dafston. Si Mel no está, y el cabrón no tiene teléfono, entonces mis barcos están quemaos pero bien.
En vez de eso, me encuentro pagando para entrar en el cine all-night de Victoria. Exhibe películas porno toda la noche, hasta las cinco de la madrugada. Es una madriguera para todas las formas inferiores de vida bajo el sol. Borrachos, yonquis, vagabundos, maníacos sexuales, psychos, todos convergen aquí por la noche. Me juré a mí mismo que jamás volvería a pasar una noche aquí, después de lo que pasó la última vez.
Unos años atrás estuve aquí dentro con Nicksy y a un chaval lo apuñalaron. Vino la policía y se llevó a todos los capullos a los que pudieron echar el guante incluyéndonos a nosotros. Teníamos un cuarto de hachís encima y nos lo tuvimos que tragar todo. No podíamos ni hablar para cuando llegó el momento de interrogarnos en la comisaría. Nos hicieron pasar la noche en las celdas. Al día siguiente nos llevaron a los juzgados de Bow Street, justo al lado del trullo, y multaron a todos los cabrones que estaban demasiado zumbados para testificar por perturbar el orden público. Nicksy y yo nos llevamos una mordida de treinta libras cada uno; eso era en los tiempos en que treinta libras eran treinta libras.
Sin embargo aquí estoy otra vez. Si acaso, el sitio ha ido cuesta abajo desde mi última visita. Todas las películas son pornográficas, salvo un documental insufriblemente violento, en el que varios animales se despedazan unos a otros en escenarios exóticos. Su carácter explícito lo sitúa a un millón de kilómetros de los trabajos de David Attenborough.
«¡Negros hijos de puta! ¡Jodidos negros hijos de puta!», ruge una voz escocesa mientras un grupo de nativos arroja lanzas al costado de una gran criatura con aspecto de bisonte.
Un escocés amante de los animales y racista. Apuesto a que es un huno.
«Cochinos monos de la jungla», añade una sicofántica voz cockney.
Vaya un puto sitio en el que estar. Intento concentrarme en las películas para dejar de reparar en los gritos y jadeos que se oyen a mi alrededor.
La mejor película es una alemana doblada al inglés americano. El argumento no es muy problemático. Va de una chica joven en traje bávaro que casi todos los machos y algunas de las hembras que hay en la granja se follan de varias maneras y en varios lugares. Los escenarios son bastante imaginativos, sin embargo, y empieza a enrollarme. Estas imágenes son evidentemente lo más cerca que la mayoría de los capullos de este antro llega a estar del sexo, aunque, una vez dicho eso, puedo adivinar por los sonidos que algunos hombres y mujeres y algunos hombres y hombres están follando. Me encuentro con que estoy empalmado y hasta me siento tentado de meneármela, pero la siguiente película me chafa la erección.
Se trata, cómo no, de una peli británica. Se sitúa en una oficina de Londres durante la temporada de las fiestas y se titula imaginativamente: La fiesta de la oficina. Tiene por estrella a Mike Baldwin, o el actor Johnny Briggs, el que hace el capullo en Coronation Street. Es como una película cómica pero sin humor y con sexo. Finalmente a Mike se lo follan, pero sin merecérselo, pues durante la mayor parte de la película lleva puesta una cara de escoria irritante.
Caigo continuamente en un delirante dormitar y me despierto sobresaltado, la cabeza cayéndoseme hacia atrás como si fuese a salírseme de los hombros.
Veo por el rabillo del ojo a un tío cambiándose de asiento para ponerse a mi lado. Me pone la mano sobre el muslo. Yo se la quito.
«Vete a la mierda. ¿Quieres que te toque yo a ti la cara, so capullo?»
«Lo siento. Lo siento», dice con acento europeo. Es un capullo viejo y tal. Suena realmente patético, y tiene cara de espabiladillo. Curiosamente, empiezo a tenerle lástima.
«No soy maricón, amigo», le digo. Parece confundido. «No homosexual», digo, señalándome, sintiéndome levemente ridículo. Vaya una gilipollez he dicho.
«Lo siento. Lo siento.»
Eso me da que pensar. ¿Cómo coño sé que no soy homosexual si nunca he estado con otro tío? Siempre he pensado que debería llegar hasta el final con otro tío para ver cómo resulta. Quiero decir, hay que probarlo todo al menos una vez. Dicho eso, yo tendría que estar en el asiento del conductor. No podría llevar lo de tener la cola de algún cabrón metida en mi culo. Una vez ligué con una preciosa reina de la noche en el London Apprentice. Me la llevé al viejo piso de Poplar. Tony y Caroline entraron y me pillaron dándole al chico con las encías. Fue un corte total. Hacerle una mamada a un tío que llevaba puesto un condón. Era como chupar un consolador de plástico. Estaba aburrido de cojones, pero el chico me la había chupado a mí primero, así que me sentí obligado a hacer lo propio. La mamaba bien, técnicamente hablando. Sin embargo, no paraba de deshincharme y de morirme de risa con la expresión de su cara. Se parecía a una chica que me gustaba hace siglos, así que con un poco de imaginación y concentración logré, para sorpresa mía, soltar mi carga dentro de la goma.
Me llevé todo un repaso de Tony por este incidente, pero a Caroline le pareció bien y me confesó que me envidiaba de la hostia. Pensaba que el tío era una monada.
De todos modos, no me importaría llegar hasta el final con un tío si me sintiera a gusto. Por la experiencia nada más. El problema es que en realidad sólo me gustan las tías. Los tíos sencillamente no resultan sexys. Es todo una cuestión de estética, sin una mierda que ver con la moral.
El viejo capullo no aparenta precisamente estar muy arriba en la lista de candidatos con los que uno estaría dispuesto a perder su virginidad homosexual. Me dice, no obstante, que tiene un piso en Stoke Newington y me pregunta si quiero quedarme a dormir. Bueno, Stokie no está lejos del queo de Mel en Dalston, así que pensé: Qué coño.
El viejo capullo es italiano, y se llama Gi, el diminutivo de Giovanni, supongo. Me cuenta que trabaja en un restaurante y que tiene mujer e hijos en Italia. Me da en la nariz que eso no es del todo cierto. Una de las cosas estupendas de estar metido en el jaco es que conoces a mogollón de embusteros. Acabas adquiriendo tú mismo una cierta habilidad en ese terreno, y un fino olfato para detectar la basura.
Cogemos el autobús nocturno desde Victoria hasta Stokie. Hay mogollón de peña joven en el bus; fumaos, pedos, yendo a fiestas, volviendo de fiestas. Cómo quisiera ir en una de esas pandas en vez de con este viejo capullo. Pero bueno.
El piso de entresuelo de Gi está en alguna parte cerca de Church Street. Después de eso, me pierdo, pero sé que no estaba tan adentro como Newington Green. Es extremadamente deslucido por dentro. Hay una estantería vieja, una cómoda y una gran cama de latón en medio de esta habitación con olor a mustio, que tiene adosada una cocina y un retrete.
Dadas mis anteriores vibraciones acerca de este tipo, me sorprende ver fotos de una mujer y críos por todas partes.
«¿Tu familia, colega?»
«Sí, ésta es mi familia. Pronto se reunirán conmigo.»
Eso seguía sin sonarme verosímil. Quizá me haya acostumbrado tanto a las mentiras, que la verdad me suena indecentemente falsa. Pero bueno.
«Debes echarlos de menos.»
«Sí. Oh, sí», le sale, y entonces dice: «Échate en la cama, amigo mío. Puedes dormir. Me gustas. Puedes quedarte unos días.»
Le lanzo al capullo una mirada dura. No suponía amenaza física alguna, así que pensé: A la mierda, estoy reventado, y me eché en la cama. Dudé un instante al acordarme de Dennis Nielsen. Apuesto a que algunos primos pensaron que él no era amenaza física alguna; antes de que los estrangulase, los decapitase y les hirviera las cabezas en una gran olla. Nielsen trabajaba en la misma oficina de paro de Cricklewood que este tío de Greenock al que conocí. El tío de Greenock me dijo que una Navidad Nielsen trajo un curry que había hecho para la plantilla de la oficina. Puede que fuera un vacile, pero nunca se sabe. De todas formas, estoy tan follao que cierro los ojos, sucumbiendo a mi cansancio. Me contraje ligeramente cuando le sentí echarse en la cama a mi lado, pero pronto me relajé pues no hizo ningún intento de tocarme y ambos estábamos completamente vestidos. Me sentí caer en un sueño enfermizo y desorientado.
Me desperté sin tener idea de cuánto tiempo había estado dormido; tenía la boca reseca y una extraña sensación de mojado en la cara. Me toqué el lado de la mejilla. Churretones de fluido espeso y pegajoso de color blanco huevo me caían de la mano. Me volví y vi al viejo capullo echado a mi lado, ahora desnudo, el semen goteándole de su pequeña y gruesa polla.
«¡Sucio y viejo cabrón!… hacérseme una paja encima mientras dormía… ¡puto cabrón asqueroso!» Me sentí como un kleenex sucio, una cosa de usar y tirar. Me entró rabia y le sacudí al capullín en la boca y le arrojé de la cama. Con su estómago hinchado y cabeza redonda, parecía un gnomo obeso y repulsivo. Le pateé unas cuantas veces mientras se acurrucaba en el suelo, y entonces me detuve al darme cuenta de que estaba llorando.
«Joder. Sucio capullín. Jodido…» Caminé arriba y abajo por la habitación. Sus lloriqueos me trastornaban. Quité un albornoz de uno de los pomos de latón de la esquina de la cama y lo coloqué sobre su fea desnudez.
«María. Antonio», lloriquea. Me doy cuenta de que tengo el brazo alrededor del pequeño bastardo y de que le estoy consolando.
«Tranquilo, colega. Tranquilo. Lo siento. No quería hacerte daño, es que nunca se me había hecho ningún capullo una paja encima, digamos.»
Eso era cierto, desde luego.
«Eres amable… ¿qué puedo hacer? María. Mi María…» Estaba aullando. Su boca dominaba su rostro, un enorme agujero negro en el crepúsculo. Olía a bebida rancia, sudor y semen.
«Mira, venga, vámonos a un café. A charlar un poquito. Te conseguiré algo para desayunar. Invito yo. Hay un buen sitio cerca de Ridley Road, junto al mercado, ¿sabes? Estará abierto a estas horas.»
Mi sugerencia estaba tan motivada por el propio interés como por el altruismo. Me aproximaba más a casa de Mel en Dalston, y quería salir de aquella deprimente habitación de entresuelo.
Se vistió y nos marchamos. Nos pateamos Stokie High Street y Kingsland Road, hasta llegar al mercado. El café estaba sorprendentemente lleno, pero conseguimos una mesa. Yo me tomé un bagel[60] de queso y tomate y el viejo capullo se pidió esa horrible carne negra hervida, esa que parece molarles tanto a la peña judía de Stamford Hill.
El capullo empieza a largar sobre Italia. Estuvo casado con esa tal Maria durante años. La familia descubrió que él y Antonio, el hermano pequeño de Maria, estaban follándose el uno al otro. En realidad no debería expresarlo así, es más como que eran amantes. Creo que él quería al tío, pero también quería a Maria. Yo pensaba que yo era un desastre con las drogas, pero vaya lío que algunos capullos hacen de sus vidas con el amor. No soporto pensar en ello.
De todas formas, había otros dos hermanos, machotes, católicos y, según Gi, involucrados en la Camorra napolitana. Esos cabrones no podían tolerar aquello. Cogieron a Gi fuera del restaurante familiar. Le sacaron al pobre cabrito hasta la última papilla a hostias. Antonio recibió el mismo tratamiento más tarde.
Después de eso, Antonio se quitó de en medio. Significa mucho en esa cultura, me dijo Gi, ser deshonrado de esa forma. Yo pensé: Significa mucho en cualquier jodida cultura. Entonces Gi me cuenta que Antonio se tiró delante de un tren. Pensé: Quizá signifique más en esa cultura después de todo. Gi huyó a Inglaterra, donde ha estado trabajando en diversos restaurantes italianos; viviendo en sórdidos cuchitriles, bebiendo demasiado, explotando o siendo explotado por los jovencitos o las marujas con los que liga. Suena como si fuera una vida bastante miserable.
Mis ánimos alzaron el vuelo cuando llegamos al final de la calle hasta casa de Mel y oí música reggae sonando a todo trapo desde la calle y vi las luces encendidas. Aún coleaban los restos de lo que debía haber sido una fiesta considerable.
Era agradable estar entre caras conocidas. Estaban todos allí, toda la peña, Davo, Suzy, Nicksy (completamente ido del tarro) y Charlene. Había cuerpos dormitando por todas partes. Dos chicas bailaban juntas y Char bailaba con un tipo. Paul y Nicksy estaban fumando; opio, no hachís. La mayoría de los yonquis ingleses que conozco fuman caballo en vez de chutárselo. Las agujas parecen ser una cosa más escocesa, más de Edimburgo. De todos modos les cojo a los mendas una calada.
«¡De puta madre verte de nuevo, hijo mío!» Nicksy me da una palmada en la espalda. Junando a Gi, susurra: «¿Quién es el viejales, eh?» Me había traído al pequeño bastardo coleando a mis espaldas. No tuve arrestos para dejar solo al capullo después de escuchar todos sus tristes relatos.
«Estupendo, colega. Me alegro de verte. Éste es Gi. Buen colega mío. Vive en Stokie.» Le doy una palmada en la espalda al viejo Gi. El pobre hijo de puta lleva una cara como la que tendría un conejo agarrado a los barrotes de su jaula pidiendo un trozo de lechuga.
Me doy un garbeo, dejando a Gi hablando con Paul y Nicksy sobre el Napoli, el Liverpool y el West Ham, el lenguaje masculino internacional del fútbol. A veces me encanta ese tipo de cháchara, otras veces su tedio sin sentido me deprime que te cagas.
En la cocina hay dos tipos discutiendo sobre la poli tax. Uno sabe lo que se dice, el otro es un servil y pusilánime gilipollas tory/laborista.
«Eres un puto tontolculo por cuenta doble. Primero, si crees que el Partido Laborista tiene una puta oportunidad de volver a gobernar en este siglo, y segundo, si crees que eso supondría la más mínima diferencia», tercio y le digo al capullo. Se queda ahí boquiabierto, mientras el otro tío sonríe.
«Eso es justo lo que trataba de decirle al muy cabrón», dice con acento brummie[61].
Yo me piro, dejando al capullo servil todavía estupefacto. Entro en un dormitorio donde un tío está dándole de lametones a una chica, a un metro de donde unos yonquis están metiéndose. Me quedo mirando a los yonquis. Que me jodan, están usando arpones, chutándose y eso. He ahí lo que valen mis teorías.
«¿Quieres una fotografía, colega?», pregunta el flacucho bandarra «siniestro» que está con la cucharilla.
«¿Quieres que te parta la puta boca, capullo?» Contesto a su pregunta con una pregunta. Mira para otro lado y sigue cocinando. Yo me quedo mirándole la coronilla un rato. Satisfecho de que el cabrón se ha cagao encima, me suelto. Siempre que bajo al sur, parece que tenga esa actitud. Se me pasa después de un par de días. Creo que sé por qué la tengo, pero llevaría demasiado tiempo explicarlo, y sonaría demasiado lamentable. Al salir del cuarto, oigo a la chica gemir sobre la cama y al tío diciendo: «Qué coño más dulce tienes, cariño…»
Atravieso la puerta tambaleándome, con esa voz suave y lenta resonándome en la oreja: «Pero qué coño más jodidamente dulce tienes, cariño…», y me queda rigurosamente claro exactamente qué es lo que andaba buscando.
Aquí no estoy precisamente sin saber a qué carta quedarme. El lugar está por los suelos en lo que a posibilidades potenciales de rollo se refiere. A esta hora de la mañana, las mujeres más deseables o ya se han enrollado o se han ido a tomar por el culo. Charlene está pillada, y también la mujer a la que se folló Sick Boy el día de su veintiún cumpleaños. Incluso la chica con ojos a lo Marty Feldman y el pelocojonera tiene quien le ladre.
Es la historia de mi puta vida. Llegar demasiado pronto, ponerme demasiado pedo o fumao de puro aburrimiento y cagarla, o llegar demasiado jodidamente tarde.
El pequeño Gi está de pie junto al fuego, dándole sorbos a una lata de lager. Parece asustado y estupefacto. Pienso para mis adentros: Aún acabaré metiéndola en la bombonera de ese pequeño capullo.
Sólo de pensarlo me deprimo de la hostia. Con todo, somos todas guarras de vacaciones.