La expresión del juez parece oscilar entre la lástima y la aversión cuando dirige su mirada abajo, hacia Spud y yo en el banquillo.

«Robaron ustedes los libros de la librería Waterstone’s con la intención de venderlos», declara. Vender putos libros. Y un huevo.

«No», digo yo.

«Sí», dice Spud, al mismo tiempo. Nos volvemos para mirarnos el uno al otro. Todo el tiempo que pasamos perfilando nuestro relato y el julandrón lo manda a tomar viento en dos minutos.

El juez deja escapar una aguda exhalación. Bien mirado, no es un curro de puta madre el que tiene, el cabrón. Debe hacerse bastante agotador tratar con manguis todo el día. Con todo, seguro que la paga es cojonudamente buena y nadie le ha pedido al cabrón que lo haga. Debería intentar ser un poco más profesional, un poco más pragmático, en vez de mostrar tanto su fastidio.

«Señor Renton, ¿no pretendía usted vender los libros?»

«Nah. Eh, no, su señoría. Eran para leer.»

«Así que lee usted a Kierkegaard. Háblenos de él, señor Renton», dice el cabrón en tono condescendiente.

«Me interesan sus conceptos de subjetividad y verdad, y en particular sus ideas acerca del albedrío; la idea de que la verdadera elección está hecha de duda e incertidumbre, y sin recurso a la experiencia o el consejo de otros. Podría sostenerse, con cierta justificación, que es ante todo una filosofía existencial burguesa y que por consiguiente buscaría minar el saber social colectivo. Sin embargo, también es una filosofía liberadora, porque cuando tal saber social es negado, la base del control social sobre el individuo se debilita y…», pero estoy empezando a divagar. Me paro en seco. Odian a los listillos. Es muy fácil buscarse una multa más gorda o una pena más larga, me cago en la puta. Deferencia, Renton, deferencia.

El juez resopla burlonamente. Como hombre educado que es, estoy seguro de que sabe mucho más acerca de los grandes filósofos que un plebeyo como yo. Joder, hay que tener seso para ser un puto juez. Ese puto trabajo no lo puede hacer un cabrón cualquiera. Casi oigo a Begbie decirle eso a Sick Boy al fondo de la sala.

«Y usted, señor Murphy, ¿pretendía usted vender los libros, como vende usted todo lo demás que hurta, a fin de financiar su adicción a la heroína?»

«Diana perfecta, tío… eh… acertaste, digamos», asintió Spud, su cara meditabunda deslizándose hacia la confusión.

«Usted, señor Murphy, es un delincuente habitual.» Spud se encoge de hombros como queriendo decir: Culpa mía no es. «Los informes establecen que aún es usted adicto a la heroína. También es usted adicto al hurto, señor Murphy. La gente tiene que trabajar mucho para producir los bienes que usted roba continuamente. Otros tienen que trabajar duramente para ganar el dinero para adquirirlos. Los repetidos intentos para lograr que cesen estos pequeños pero persistentes delitos se han mostrado estériles hasta ahora. Por lo tanto, voy a imponerle una sentencia de cárcel de diez meses.»

«Gracias… eh, quiero decir… no hay problema y tal…»

El cabrón se vuelve hacia mí. Hostia puta.

«Usted, señor Renton, es un caso distinto. Los informes establecen que también usted es heroinómano; pero ha intentado controlar su drogadicción. Alega usted que su comportamiento fue inducido por la depresión experimentada debido a la abstinencia. Estoy dispuesto a aceptar esto. También estoy dispuesto a aceptar su alegato de que su intención al empujar al señor Rhodes era impedir que le agrediera, más bien que la de hacerle caer. Por tanto, le condeno a seis meses de libertad condicional siempre y cuando continúe usted buscando tratamiento apropiado para esa adicción. Los servicios sociales estarán al tanto de sus progresos. Aunque pueda aceptar que el cannabis que tenía usted en su posesión era para uso personal, no puedo exculpar el empleo de una droga ilegal; aun cuando usted alegue tomarla para combatir la depresión que sufre como resultado de su abstinencia de heroína. Por hallarse en posesión de esta droga controlada, será multado con cien libras. Le sugiero que en el futuro busque otros modos de combatir la depresión. En caso de que usted, como su amigo Daniel Murphy, no aproveche la oportunidad que se le presenta y aparezca de nuevo ante este tribunal, no dudaré en recomendar una sentencia de prisión. ¿Me expreso con claridad?»

Más claro que el agua, puto pero dócil cabronazo. Te quiero, sesomierda.

«Gracias, señoría. Tengo más que presente la decepción que he causado a mi familia y mis amigos y que en estos momentos estoy desperdiciando el valioso tiempo de este tribunal. No obstante, uno de los elementos clave de la rehabilitación es la capacidad de reconocer la existencia del problema. He asistido regularmente a la clínica, y sigo una terapia de mantenimiento, al habérseme recetado metadona y temazepam. He dejado ya de llamarme a engaño. Con la ayuda de Dios, venceré esta enfermedad. Gracias otra vez.»

El juez me mira atentamente para ver si hay algún signo de burla en mi rostro. Imposible detectarlo. Estoy acostumbrado a permanecer inexpresivo cuando le vacilo a Begbie. Más vale inexpresivo que tieso. Convencido de que no es basura, el torpe primo cierra la sesión. Yo camino hacia la libertad; el pobre Spud se come el marrón.

Un policía le hace señal de que se mueva.

«Lo siento, colega», digo, sintiéndome un tanto capullo.

«No hay problema, tío… me desengancharé del jaco, y Saughton está tope para el costo. Estará tirado, digamos…», dice mientras le escolta un mono con cara severa.

En el pasillo fuera de la sala mi madre viene y me da un abrazo. Parece cansada y tiene ojeras.

«Ay, chico, chico, ¿qué voy a hacer contigo?», dice.

«Estúpido bastardo. Esa mierda te matará.» Mi hermano Billy sacude la cabeza.

Iba a decirle algo al capullo. Nadie ha pedido que viniera, y sus groseras observaciones tampoco son de recibo. Sin embargo, Frank Begbie se acercó cuando estaba a punto de hablar.

«¡Rents! ¡Muy buena, tío! Vaya un resultado, ¿eh? Lástima por lo de Spud, pero es mejor de lo que esperábamos. No le caerán diez meses. Saldrá en seis, con buen comportamiento. Antes, incluso.»

Sick Boy, con aspecto de ejecutivo publicitario, rodea el hombro de mi madre con el brazo y me regala una sonrisa de reptil.

«Esto exige una jodida celebración. ¿Vamos a Deacon’s?», sugiere Franco. Salimos como yonquis detrás de él. Nadie tiene la motivación de hacer otra cosa, y la cogorza gana por abandono.

«Si supieras lo que nos has hecho a mí y a tu padre…» Mi madre me mira, más seria que la muerte.

«Estúpido cabronazo», se mofó Billy, «levantar libros de las tiendas.» Ese capullo empezaba a mosquearme.

«Llevo seis años levantando libros de las tiendas. Tengo libros por valor de cuatro de los grandes en casa de mamá y en mi piso. ¿Crees que he pagado alguno? Eso supone unos beneficios de cuatro de los grandes en libros levantaos, so primo.»

«Ay, Mark, no me digas que todos esos libros no…» Mamá parecía destrozada.

«Pero se acabó, mamá. Siempre dije que la primera vez que me pillaran, se acabó, fin de trayecto. Después de eso ya no hay nada que hacer. Hora de colgar las botas. Finito. Punto final.» Lo decía en serio. Mamá también debió de pensarlo, porque cambió de disco.

«Y ojo con tu lenguaje. Tú también», dijo, volviéndose hacia Billy. «No sé de dónde habéis sacado eso, porque jamás lo habéis oído en casa.»

Billy alza dubitativamente las cejas hacia mí, y yo le devuelvo el mismo gesto, una rara manifestación de unidad fraterna entre ambos.

Todo el mundo se pone un poco pedo rápidamente. Mamá nos abochorna a Billy y a mí hablando de sus reglas. Sólo porque tenía cuarenta y siete años y aún le venía la regla tenía que asegurarse de que todo el mundo lo supiera.

«Estaba inundada. Los tampones no me sirven para nada. Es como intentar arreglar una tubería rota con un ejemplar del Evening News», dijo riéndose estrepitosamente, echando la cabeza hacia atrás con aquella cara enfermiza y disoluta de demasiadas-Carlsberg-Specials-en-el-Club-de-Estibadores-de-Leith que yo conocía tan bien. Caigo en que mamá ha estado bebiendo esta mañana. Probablemente mezclando con los valiums.

«Vale, mamá», le digo.

«¿No me digas que tu vieja madre te está avergonzando?» Coge mi escuálida mejilla entre el pulgar y el índice. «Es que me alegro de que no se hayan llevado a mi chiquitín. Odia que le llamen así. Siempre seréis mis chiquitines, los dos. ¿Te acuerdas cuando te cantaba tu canción preferida, cuando eras una cosita pequeña en tu sillita?»

Apreté los dientes con fuerza, mientras sentía cómo se me secaba la garganta y la sangre abandonaba mi rostro. Joder, joder, no.

«Al bebito de mamá le encanta la galletita, tita, al bebito de mamá le encanta la galletita…», cantó desarmadamente. Sick Boy se unió con júbilo al coro. Deseé que se me hubieran llevado a mí en vez de a ese afortunado cabrón de Spud.

«¿Querría otra pinta el bebito de mamá?», preguntó Begbie.

«Sí, ya podéis cantar ya. ¡Ya podéis cantar, cerdos hijoputas!» La madre de Spud había entrado en el pub.

«Siento de veras lo de Danny, señora Murphy…», empecé.

«¡Lo sientes! ¡Ya os daré yo lo siento! ¡Si no fuera por ti y esta pandilla de jodida escoria, mi Danny no estaría en la puta cárcel ahora mismo!»

«Venga, Colleen, hija. Ya sé que estás dolida, pero eso no es justo.» Mamá se puso en pie.

«¡Ya te diré yo lo que es la puta justicia! ¡Éste fue!» Me señaló venenosamente. «Éste fue el que metió a mi Danny en esa mierda. Ahí de pie, el puñetero, llenando la sala del juzgado con su palabrería fina. Ese de ahí y esa maldita pareja.»

Sick Boy y el Pordiosero estaban incluidos, para alivio mío, en su ira.

Sick Boy no dijo palabra, pero se irguió lentamente de la silla con una cara de jamás-me-había-sentido-tan-insultado-en-toda-mi-vida, seguido de una sacudida triste y condescendiente de la cabeza.

«¡Hasta ahí podíamos llegar!», saltó despiadadamente Begbie. No había vacas sagradas para aquel cabrón, ni siquiera las viejas de Leith cuyos chicos acababan de ser enviados al trullo. «¡Yo nunca toco esa mierda, y les he dicho a Rents y Spud… a Mark y Danny, que son unos mamones por hacerlo! Sick… Simon lleva meses completamente desenganchado.» Begbie se levantó, impulsado por su propia indignación. Se golpeó el pecho con el puño, como para evitar pegarle a la señora Murphy y le gritó a la cara: «¡YO ERA EL JODIDO CAPULLO QUE INTENTABA QUE LO DEJARA!»

La señora Murphy se volvió y salió corriendo del pub. La expresión de su cara me llegó al alma; era de derrota total. No sólo había perdido a su hijo a manos de la cárcel, le habían comprometido la imagen que de él tenía. Sentí lástima por la mujer y detesté a Franco.

«Sí, ésa es la cabraloca del lavadero», comentó mamá, pero añadiendo pensativamente, «sin embargo, lo siento por ella. Su chico en la cárcel.» Me miró a mí sacudiendo la cabeza. «Con todos los problemas que dan, no quiere una estar sin ellos. ¿Cómo está tu pequeñín, Franco?» Se volvió hacia Begbie.

Me encogía de pensar en lo fácilmente que la gente como mi madre es engatusada por elementos como Franco.

«Chachi, señora Renton. Poniéndose cojonudamente grandote.»

«Llámame Cathy. ¡Ya os daré yo señora Renton! ¡Me hacéis sentir del año de la pera!»

«Lo eres», comenté yo. Me ignoró completamente, y nadie más se rió, ni siquiera Billy. Más aún, Begbie y Sick Boy me pusieron la cara que ponen los tiítos molestos con un mocoso impertinente al que no les corresponde castigar. Acabo de ser relegado al mismo estatus que el crío de Begbie.

«Es un chavalín, ¿no, Frank?», le pregunta mamá a su socio padre de familia.

«Sí, ya lo creo. Le dije a Ju: Oye, si es una niña se va para dentro otra vez.»

Podía ver a «Ju» ahora, con esa piel gris color papilla, el pelo grasiento, el cuerpo enjuto y la fláccida carne aún colgándole, con su cara helada, neutral, mortecina; incapaz de sonreír o de fruncir el ceño. El valium le calmaría los nervios mientras el crío arranca con otra ronda de gritos escalofriantes. Querrá a ese niño tanto como a Franco, el pobre capullín le será indiferente. Será un amor asfixiante, indulgente, ciego y misericorde, que asegurará que el chaval salga igualito que su papá. El nombre de ese chaval estaba en la lista de espera de la Prisión de Su Majestad de Saughton cuando aún estaba en el vientre de June, tan cierto como que el feto de un hijoputa rico va camino de Eton. Mientras este proceso sigue su curso, papá Franco estará donde está ahora: empinando el codo.

«¡Yo también voy a ser una vieja abuelita! Dios, casi no me lo puedo creer.» Mi madre miró hacia Billy con asombro y orgullo. Él sonrió afectada y orgullosamente. Desde que preñó a su titi, Sharon, ha sido el chico de oro de mi madre y mi padre. Olvidado queda el hecho de que el capullo ha traído a la pasma a casa más veces de las que yo lo haya hecho nunca; al menos yo tenía la decencia de no cagarla en mi propia puerta. Ahora todo eso no significa una mierda. Sólo porque ha firmado otra vez con el puto ejército, esta vez por seis jodidos años, y le ha hecho un bombo a una guarra. Mi madre y mi padre deberían preguntarle al capullo qué cojones está haciendo con su vida. Pero no. Son todo orgullosas sonrisas.

«Si es niña, Billy, haz que la devuelva», repitió Begbie, ahora ya balbuceando. La priva le estaba haciendo mella. Otro capullo que lleva de pedo desde quién coño sabe cuándo.

«Así se habla, Franco», le dice Sick Boy, dándole un espaldarazo, tratando de incitar al desgraciao, dándole más cuerda para que así nos salga con algún que otro tosco «clásico Begbie». Coleccionamos sus citas más estúpidas, más machistas y más violentas, empleándolas para imitarle cuando no está. Casi podemos llegar a enfermar de risa convulsiva. El juego tiene su morbo: pensar en cómo reaccionaría si se entera. Sick Boy ha empezado incluso a hacerle muecas a sus espaldas. Algún día, cualquiera de los dos o ambos nos pasaremos de la raya, y nos marcará con el puño o la botella, o nos someterá a «la disciplina del bate de béisbol». (Una de las citas selectas de Begbie.)

Pillamos un taxi de vuelta a Leith. Begbie había empezado a rezongar a propósito de los «precios del centro» y se había embarcado en una defensa totalmente irracional de Leith como centro de diversión. Billy se mostró de acuerdo, queriendo estar más cerca de casa, calculando que su chorba preñada sería más fácilmente aplacada si la llamada apaciguadora procedía de un pub local.

Sick Boy hubiera hecho una enérgica denuncia de Leith si no lo hubiera hecho yo primero. Por consiguiente, el capullo llamó con mucho gusto al taxi. Nos metimos en un pub del Pie de Leith Walk, uno que nunca me ha gustado, pero en el que siempre parecíamos acabar incrustados. Fat Malcolm, detrás de la barra, me sirvió un vodka doble a cuenta de la casa.

«He oído que te has marcado un buen tanto. Bien hecho, hombre.»

Yo me encogí de hombros. Un par de tíos puretones estaban tratando a Begbie como si fuera una estrella de Hollywood; escuchando indulgentemente una de sus historias con menos gracia, y que de todas formas probablemente habían oído otras muchas veces.

Sick Boy se pagó una ronda, sacando todo el partido posible, enseñando ostentosamente su dinero por ahí.

«¡BILLY! ¿LAGER? SEÑORA RENTON… ¡EH, CATHY! ¿QUÉ VA A SER? ¿GINEBRA CON LIMÓN AMARGO?», gritó desde la barra hacia la mesa de la esquina.

Me percaté de que Begbie, ahora envuelto en un relato de intriga con un gilipollas feo y cabeza cuadrada, de esos que hay que evitar como a la plaga, le había pasado a Sick Boy la pasta para pagar la priva.

Billy discutía con Sharon por teléfono.

«¡Mi jodido hermano se ha librado de pasarse una temporada a la sombra! Chorizar libros, agresión a un empleado de la tienda, posesión de drogas. El cabrón ha tenido la potra de marcarse un tanto. ¡Incluso mi madre está aquí! Tengo derecho a celebrarlo, me cago en la puta…»

Debía de estar desesperado para verse reducido a tener que jugar la carta del amor fraternal.

«Ahí está Planeta de los Simios», me cuchicheó Sick Boy, señalando con la cabeza a un tipo que bebía en el pub. Parecía un extra de esa película. Como siempre, iba pedo e intentaba buscar compañía. Desgraciadamente, su mirada se cruzó con la mía y se me acercó.

«¿Te interesan los caballos?», me pregunta.

«Nah.»

«¿Te interesa el fútbol?», dice balbuceando.

«Nah.»

«¿El rugby?», ahora parece desesperado.

«Nah», le digo. Era difícil determinar si iba detrás de algo o sólo buscaba compañía. No creo ni que él lo supiera. De todos modos había perdido el interés por mí y se volvió hacia Sick Boy.

«¿Te interesan los caballos?»

«Nah. También odio el fútbol y el rugby. El cine, sin embargo, me gusta. Sobre todo El planeta de los simios. ¿Has visto ésa alguna vez? Ésa sí que mola.»

«¡Sí! ¡Me acuerdo de ésa! El planeta de los simios. El jodido Charlton Heston. Roddy Mc… ¿Cómo se llamaba el chaval? Cabrón pequeñajo. Ya sabes de quién hablo. ¡Sabes de quién estoy hablando!» Planeta de los Simios se vuelve hacia mí.

«McDowall.»

«¡Ése es el cabrón!», dice triunfal. Se vuelve otra vez hacia Sick Boy. «¿Dónde está hoy tu periquita?»

«¿Eh? ¿Qué dices?», pregunta Sick Boy, totalmente desconcertado.

«La rubita, esa con la que estuviste aquí la otra noche.»

«Ah, sí, ésa.»

«Vaya pedacito de chocho… si no te importa que lo diga. Sin ánimo de faltar, amigo.»

«Nah, ningún problema, colega. Tuya por cincuenta libras, y no bromeo.» La voz de Sick Boy baja de tono.

«¿Hablas en serio?»

«Sí. Nada de cosas raras, sólo un polvo normal. Te costará cincuenta libras.»

No podía dar crédito a mis oídos. Sick Boy no bromeaba. Estaba intentando colocarle a Planeta de los Simios a la pequeña María Anderson, la yonqui que se follaba de vez en cuando desde hacía algunos meses. El cabrón quería ser su chulo. Me sentí enfermar al ver adonde había ido a parar, adonde habíamos ido a parar todos, y empecé a envidiar de nuevo a Spud.

Le hago a un lado. «¿De qué cojones vas?»

«Voy de cuidar al número uno. ¿Cuál es tu puto problema? ¿Cuándo te metiste a trabajador social?»

«Esto es bien distinto. No sé lo que te pasa, colega, de verdad que no.»

«¿Así que ahora tú eres Don Limpio Refrotao, eh?»

«No, pero no voy jodiendo a nadie más.»

«Vete a tomar por culo. Dime que no fuiste tú el que le presentó a Tommy a Seeker y esa peña.» Ahora sus ojos se habían vuelto traicioneros y claros como el cristal, sin sombra de conciencia o compasión. Se dio la vuelta y se volvió junto a Planeta de los Simios.

Iba a decir que Tommy tenía elección y que la pobre María no. Eso sólo habría precipitado una discusión sobre dónde empieza y dónde termina el albedrío. ¿Cuántos picos hacen falta antes de que el concepto de albedrío se haga obsoleto? Ojalá yo lo supiera, joder. Ojalá yo tuviera puta idea de algo.

Como si le hubieran dado señal, Tommy entra en el pub, seguido por Segundo Premio, que va mamao. Tommy ha empezado a picarse. Nunca se había picado. Probablemente sea culpa nuestra; probablemente mía. La droga de Tommy siempre ha sido el speed. Lizzy le ha dejado fuera de juego. Está tremendamente callado, tremendamente sosegado. Segundo Premio no.

«¡El Rent Boy se lo monta! ¡Ey! ¡Vaya un jodido cabrón estás hecho!», grita, estrujándome la mano.

Un coro de «Sólo hay un Mark Renton» retumba por el pub. El viejo y desdentado Willie Shane está lanzado. También el abuelo del Pordiosero, un simpático vejete con una sola pierna. El Pordiosero y dos de sus amigos psychos a los que ni siquiera conozco están cantando, y también Sick Boy y Billy, y hasta mi madre.

Tommy me da una palmada en la espalda. «Muy bien hecho, colega», dice. A renglón seguido: «¿Tienes algo de caballo?»

Le digo que lo olvide, que lo deje en paz mientras aún pueda. Me dice, hecho un gallito, que sabe manejarse. A mí me parece que he oído eso antes. Lo he dicho yo mismo, y probablemente vuelva a hacerlo.

Estoy rodeado por los cabrones que me resultan más cercanos, pero nunca me he sentido tan solo. Nunca en la vida.

Planeta de los Simios ha logrado introducirse en nuestra compañía. La imagen de ese cabrón follándose a la pequeña María Anderson no resulta estéticamente atrayente. La imagen de ese cabrón follándose a quienquiera que sea no resulta estéticamente atrayente. Si intenta hablar con mi madre, le meto el vaso en esa jeta de primate que tiene.

Andy Logan entra en el pub. Es un menda exuberante que apesta a delito menor y cárcel. Conocí a Loags hace un par de años cuando trabajábamos los dos de encargados del parque en una pista de golf municipal, y nos embolsamos la pasta a puñaos. Fue el revisor de billetes de la camioneta de patrulla el que nos puso sobre aviso del chollo. Tiempos lucrativos; yo no tocaba nunca mi sueldo. Loags me cae bien, pero nuestra amistad nunca cuajó. Sólo podía hablar de aquellos tiempos.

Todo el mundo estaba dándole al juego de las reminiscencias. Cada conversación empezaba con «te acuerdas de cuando…» y ahora estábamos hablando del pobre Spud.

Flocksy entró en el garito y me hizo gesto de que me acercara a la barra. Me pidió jaco. Estoy en el programa. Es de locura. Tiene narices que me pillen por robar libros cuando estoy tratando de desengancharme. Es esa puta metadona asesina. Me da repelús. Estaba chungo en la librería cuando ese capullo cara de torta tuvo que hacerse el héroe.

Le digo a Flocksy que estoy a régimen, y simplemente se va a tomar por el culo sin decir otra palabra.

Billy me ve hablando con él y sigue al capullo hasta la calle, pero yo salgo disparado y le cojo del brazo.

«Voy a hacer pedazos a esa jodida basura…», silba entre dientes.

«Déjalo, es legal.» Flocksy camina calle abajo, ajeno a todo esto, ajeno a todo salvo el procurarse jaco.

«Puta basura. Te mereces todo lo que te ocurra por andar con esa escoria.»

Vuelve y se sienta, pero sólo porque ve a Sharon y June subiendo por la calle.

Cuando Begbie cala a June en el pub, mira colérica y acusadoramente hacia ella.

«¿Dónde está el crío?»

«En casa de mi hermana», dice June tímidamente.

Los ojos beligerantes, la boca abierta y el rostro helado de Begbie se vuelven para otro lado, tratando de absorber la información y decidir si se siente bien, mal o indiferente al respecto. Finalmente se vuelve hacia Tommy y le dice afectuosamente que está hecho todo un cabrón.

¿Qué tenemos aquí? La furia reaccionaria, entrometida y joputa de Billy. Sharon mirándome como si tuviera dos cabezas. Mamá, borracha y disoluta, Sick Boy… el cabrón. Spud en la cárcel. Matty en el hospital, y ni dios ha ido a verle, ni dios habla siquiera de él, es como si nunca hubiera existido. Begbie… joder, con una pinta radiante, mientras June parece un montón de huesos apilados en ese espantoso acetato, una prenda poco favorecedora en el mejor de los casos, pero que realza su angulosa informidad.

Me voy al cagadero y cuando acabo de mear sé que no puedo volver dentro a enfrentarme a esa mierda. Me escabullo por la puerta lateral. Aún faltan catorce horas y quince minutos hasta que pueda recibir mi nuevo cuelgue. La adicción patrocinada por el Estado: sustituto de metadona en vez de caballo, las gelatinas antitembleque, tres veces al día, para el colocón. No he conocido a muchos yonquis apuntados al programa que no se tomaran las tres gelatinas de golpe y saliesen a pillar. Hasta mañana por la mañana, eso es lo que me queda de espera. Decido que no puedo esperar tanto. Me voy a casa de Johnny Swan para UN colocón, sólo UN PUTO COLOCÓN para llegar al final de este largo y duro día.

Dilemas yanquis n.° 66

Moverse es un desafío, pero no debería serlo. Puedo moverme. Se ha logrado con anterioridad. Por definición, nosotros los humanos somos materia en movimiento. ¿Por qué moverse, de todas formas, cuando uno tiene todo lo que necesita aquí mismo? De todos modos, pronto tendré que moverme. Cuando esté lo bastante chungo me moveré; además, lo sé por experiencia. Sencillamente no puedo concebir que vaya a estar tan chungo que quiera moverme. Eso me asusta, porque pronto tendré necesidad de moverme.

Sin duda podré hacerlo; sin puta la duda.