Habían pasado la mayor parte del día poniéndose tope ciegos. Ahora se estaban poniendo pedos en un mercado de carnes chillón de cromados y neón. El bar resulta rimbombante por lo que se refiere a su espectro de bebidas prohibitivas, pero no llega ni a kilómetros de la sofisticación de cocktail-bar a la que aspira.
La gente viene a este lugar por una razón y sólo una. No obstante, la noche es aún relativamente joven, y el camuflaje del beber, hablar y escuchar música no resulta aún demasiado obvio.
El costo y la bebida han alimentado las libidos poscaballo de Spud y Renton hasta un nivel desbordante. Para ellos, todas las mujeres del lugar resultan extraordinariamente sexys. Incluso algunos de los hombres. Les resulta imposible concentrarse en una sola persona como objetivo en potencia, puesto que su mirada se ve constantemente atrapada por alguna otra persona. El simple hecho de estar aquí les recuerda a ambos cuánto llevan sin echar un polvo.
«Si no puedes conseguir un polvo en este sitio, más vale que te retires», reflexiona Sick Boy, meneando la cabeza suavemente en sintonía con la música. Sick Boy puede permitirse especular imparcialmente, hablando, como generalmente hace en tales ocasiones, desde una posición de fuerza. Oscuros círculos bajo sus ojos atestiguan que acaba de pasar la mayor parte del día follándose a dos americanas que se hospedan en el Hotel Minto. No hay forma alguna de hacer un cuarteto con Spud, Renton o Begbie. Las dos se marcharán con Sick Boy y sólo con Sick Boy. Él solo les está honrando con su presencia.
«Tienen una coca excelente, tío. Jamás he probado algo semejante», sonríe.
«Speed de Morningside, tío», exclama Spud.
«Cocaína… puta basura. Mierda yuppie.» Aunque lleva desenganchado unas cuantas semanas, Renton aún conserva el desprecio del picota por todas las demás drogas.
«Mis damas están regresando. Caballeros, tendré que dejarles continuar con sus sórdidas y mezquinas actividades.» Sick Boy sacude la cabeza desdeñosamente, y a continuación escudriña el bar con una expresión altanera y de superioridad en la cara. «El recreo de la clase obrera», bufa con desdén. Spud y Renton se estremecen.
Los celos sexuales son un componente innato de una amistad con Sick Boy.
Intentan imaginar todos los enloquecidos juegos sexuales aderezados por la cocaína a los que estará jugando con las «manto[43] en el Minto», como se refiere a estas mujeres. Eso es todo lo que pueden hacer, imaginar. Sick Boy nunca entra en detalles acerca de sus aventuras sexuales. Esta discreción, no obstante, sólo la observa para atormentar a sus amistades menos sexualmente activas más que como señal de respeto por las mujeres con las que se lía. Spud y Renton se dan cuenta de que las escenas de ménage à trois con turistas ricas y cocaína son el coto de aristócratas sexuales como Sick Boy. Este zarrapastroso bar es de su nivel.
Renton se encoge al observar desde lejos a Sick Boy, cuando piensa en la mierda que inevitablemente estará saliéndole por la boca.
Con Sick Boy, al menos, es de esperar. Renton y Spud quedan horrorizados al percatarse de que Begbie ha ligado. Está de palique con una mujer que tiene una cara bastante bonita, piensa Spud; pero un culo gordo, observa Renton con maldad marujil. Algunas mujeres, pondera Renton con maliciosa envidia, se sienten atraídas por los tipos psicopáticos. Generalmente pagan un alto precio por este defecto, llevando vidas horribles. Como ejemplo, cita presuntuosamente a June, la novia de Begbie, que en estos momentos se encuentra en el hospital dando a luz al niño. Orgulloso de no haber tenido que laborar mucho para establecer su punto de vista, le da un lingotazo a su Becks pensando: He dicho.
Sin embargo, Renton está pasando por una de sus frecuentes fases autoanalíticas y esa presumida complacencia no tarda en evaporarse. En verdad, el culo de esa mujer no es tan gordo, recapacita. Toma nota de que está haciendo funcionar su mecanismo de autoengaño de nuevo. Una parte de él cree que él es con mucho la persona más atractiva que hay en el bar. La razón es que siempre puede encontrar algo espantoso en el individuo más hermoso. Concentrándose en esa parte fea aislada, puede entonces anular mentalmente su belleza. Por otro lado, sus propias zonas feas no le molestan, porque está acostumbrado a ellas y, en cualquier caso, no las ve.
De todas formas, ahora está celoso de Frank Begbie. Indudablemente, pondera, no puedo caer más bajo. Begbie y su recién hallado amor están hablando con Sick Boy y las americanas. Estas mujeres parecen bastante elegantes, o al menos lo parece su empaquetado de moreno-y-ropa-cara. A Renton le da náuseas ver a Sick Boy y Begbie haciéndose los grandes colegas, pues por lo general lo único que hacen es ponerse a parir. Toma nota de la deprimente prisa con que los triunfadores se escinden de los fracasados, tanto en la esfera sexual como en las demás.
«Parece que quedamos tú y yo, Spud», observa.
«Eh, sí, es como tú dices… así parece, hermano gato.»
A Renton le gusta que Spud llame «hermano gato» a otra gente, pero odia que se refiera a él de ese modo. Los gatos le ponen enfermo.
«Sabes, Spud, a veces quisiera estar otra vez enganchado al jaco», dice Renton, más que nada pensando en escandalizar a Spud para obtener una reacción de su cara demacrada y ciega de costo. En cuanto le sale, sin embargo, cae en que en realidad está siendo sincero.
«Ey, cómo te diría, muy fuerte, tío…, ¿sabes?» Spud fuerza algo de aire de entre sus labios fruncidos.
Renton cae en la cuenta de que el speed que se han metido en el retrete, que él había calificado de mierda, está empezando a hacer efecto. El problema de estar desenganchados del jaco, decide Renton, es que somos unos capullos estúpidos e irresponsables, dispuestos a tomar cualquier cosa sobre la que podamos poner las manos. Con el jaco, al menos, no hay lugar para todas las otras mierdas.
Siente el impulso de hablar. El speed le lleva una buena delantera al costo y al alcohol que tiene dentro.
«Lo que pasa, Spud, es que cuando estás metido en el jaco, ya está. No tienes que preocuparte de nada más. ¿Sabes Billy, mi hermano y tal? Acaba de firmar para volver al puto ejército. Se va al Belfast de los huevos, el estúpido capullo. Siempre supe que ese cabronazo estaba tocao. Puto lacayo imperialista. ¿Sabes lo que el muy primo me dijo? Va y dice: “No aguanto la puta vida de civil.” Estar en el ejército es como ser yonqui. La única diferencia es que siendo yonqui no te pegan tiros tan a menudo. Además, por lo general eres tú el que se mete los tiritos.»
«Eso, eh, suena un poco, eh, confuso y tal, tío. ¿Sabes?»
«No, pero escucha. Piénsalo un poco. En el ejército se lo dan todo hecho a esos primos. Les dan de comer, les dan a los capullos priva barata en cochambrosos clubs de cuartel para que no vayan a la ciudad a rebajar el ambiente, a molestar a la población y tal. Cuando vuelven a la vida civil, tienen que hacerlo todo ellos.»
«Sí, pero, digamos, sin embargo es distinto, porque…» Spud trata de cortar, pero Renton está totalmente lanzado. Una botella en la cara es lo único que le detendría llegado a este punto; y aun así sólo unos segundos.
«Uh, uh… espera un momento, colega. Hazme caso. Escucha lo que tengo que decir… qué cojones estaba diciendo… ¡ya! Eso. Cuando estás con el caballo, lo único que te preocupa es pillar. Te desenganchas de la mandanga, y te preocupas por un montón de cosas. No tengo dinero, no puedo ponerme pedo. Tengo dinero, bebo demasiado. No consigo ligarme una tía, no hay manera de echar un polvo. Consigues una tía, demasiado agobio, no puedes respirar sin que se te suba a la chepa. O eso, o la cagas, y te sientes todo culpable. Te preocupas de las facturas, la comida, los bailiffs[44], de que esa escoria nazi de los Jambos nos gane, de todas las cosas que no te importarían una mierda cuando tienes un verdadero hábito de caballo. Sólo tienes una cosa de la que preocuparte. Es todo tan sencillo. ¿Entiendes lo que quiero decir?» Renton se detiene para darle otra molienda a sus mandíbulas.
«Sí, pero es una vida miserable que te cagas, ya te digo, tío. No es vida en absoluto, ¿entiendes? Como cuando estás con el mono, tío… eso es lo peor de lo peor… la molienda de los huesos… el veneno, tío, el veneno puro… No me digas que quieres todo eso otra vez, porque eso es lo que te digo, un puto farol.» La respuesta va algo cargada de veneno, sobre todo respecto de las pautas suaves y relajadas de Spud. Renton se percata de que evidentemente ha tocado un nervio.
«Sí. Estoy soltando un montón de mierda. Es el speed.»
Spud le ofrece a Renton el tipo de sonrisa que hace que las viejas en la calle quieran adoptarle como si fuese un gato descarriado.
Atisban a Sick Boy preparándose para marcharse con Annabel y Louise, las dos americanas. Ya había pasado su media hora obligatoria inflando el ego de Begbie. Ésa es, decide Renton, la única función de cualquier colega de Begbie. Reflexiona acerca de la locura que supone ser amigo de una persona que obviamente le desagrada. Era la costumbre y la práctica. Begbie, como el caballo, era un hábito. Un hábito peligroso, además. Estadísticamente hablando tienes más probabilidades de que te mate un miembro de tu familia o un amigo cercano, que cualquier otra persona. Algunos gilipollas se rodean de colegas psychos imaginándose que eso les hace fuertes, menos propensos a ser heridos por nuestro mundo cruel, cuando es evidente que lo cierto es lo contrario.
Por el camino hacia la puerta con las americanas, Sick Boy se vuelve, arqueando una ceja hacia Renton al estilo Roger Moore, mientras abandona el bar. Un destello de paranoia provocado por el speed sacude a Renton. Se pregunta si quizá el éxito de Sick Boy con las mujeres esté basado en su habilidad para levantar una ceja. Renton sabe lo difícil que es. Había pasado muchas tardes practicando esta técnica delante de un espejo, pero ambas cejas seguían elevándose simultáneamente.
La cantidad de bebida consumida y el paso del tiempo conspiraban para concentrar la mente. Cuando falta una hora para el cierre, alguien con quien no soñarías siquiera en enrollarte se convierte en aceptable. Cuando falta media hora, se vuelve decididamente deseable.
Los errantes ojos de Renton ahora se detienen continuamente ante una chica delgada de cabello castaño liso y más bien largo, ligeramente inclinado hacia arriba en las puntas. Tiene un buen moreno y delicadas facciones resaltadas con buen gusto por el maquillaje. Lleva una blusa marrón y pantalones blancos. Renton siente cómo la sangre abandona su estómago cuando la mujer se mete las manos en los bolsillos, exhibiendo marcas de bragas visibles. Ése es el momento para él.
Un tipo de cara redonda e hinchada y camisa de cuello abierto que se atirantaba al llegar a su abultada tripa, está dándoles palique a la mujer y su amiga. Renton, que tiene jocosos y abiertos prejuicios contra la gente obesa, aprovecha la oportunidad para darles rienda suelta.
«Spud, mira el gordo desgraciao. Hijoputa glotón. Yo no me creo toda esa mierda de que si es una cosa glandular o de metabolismo. No se ven gordos hijos de puta cuando echan secuencias de la tele sobre Etiopía. ¿Es que allí no tienen glándulas? Venga ya.» Spud se limita a responder a esta salida de tono con una sonrisa de fumao.
Renton piensa que la chica tiene buen gusto porque da la espalda al gordo. Le gusta el modo en que lo hace. De manera inequívoca y con dignidad, sin ponerle realmente en ridículo, pero haciéndole saber con absoluta claridad que no está interesada. El tío sonríe, extiende las palmas y ladea la cabeza, acompañado por una andanada de risas burlonas de parte de sus colegas. Este incidente hace que Renton se decida aún más a hablar con la mujer.
Renton le hace señal a Spud que se acerque con él. Puesto que odia dar el primer paso, queda encantado cuando Spud empieza a hablar con su colega, porque normalmente Spud no toma jamás la iniciativa de esa forma. Pero es obvio que el speed está ayudando, aunque le inquiete mucho oír a Spud divagando sobre Frank Zappa.
Renton intenta una aproximación que considera relajada pero interesante, sincera pero fina.
«Perdona por interrumpir tu conversación. Sólo quería decirte que admiro tu excelente gusto en dejar fuera de juego a ese gordo hijoputa. Pensé que podrías ser una persona interesante con la que hablar. Pero no me ofenderé si me dices que me vaya por donde el gordo hijoputa. Soy Mark, por cierto.»
La mujer le sonríe de una forma ligeramente confusa y condescendiente, pero a Renton le parece que al menos eso es mejor que «vete a tomar por culo» con bastante diferencia. Mientras hablan, Renton empieza a sentirse inseguro de su aspecto. El subidón del speed está decayendo un poco. Se angustia por si su pelo queda ridículo teñido de negro, puesto que sus pecas anaranjadas, el azote de todo hijoputa pelirrojo, resultan llamativas. Antes pensaba que se parecía al Bowie de la era Ziggy Stardust. Hace unos pocos años, sin embargo, una mujer le dijo que era clavado a Alec McLeish, el jugador de fútbol del Aberdeen y la selección escocesa. Desde entonces la etiqueta se le ha quedado pegada. Renton se ha jurado a sí mismo viajar hasta Aberdeen para dar fe de su agradecimiento cuando Alec McLeish decida colgar las botas. Se acuerda de una ocasión en que Sick Boy sacudió tristemente la cabeza, y preguntó cómo un menda que se parecía a Alec McLeish podía esperar jamás resultar atractivo para las mujeres.
Así que Renton se ha teñido el pelo de negro en un intento de deshacerse de la imagen McLeish. Ahora le preocupa que cualquier mujer con la que se enrolle se mee de risa cuando se quite la ropa y se vea enfrentada a unos pelos púbicos de color bermejo. También se ha teñido las cejas, y se pensó lo de teñirse los pelos del pubis. Estúpidamente, fue a pedirle consejo a su madre.
«No seas tan tonto, Mark», le dijo, arisca debido al desequilibrio hormonal que causan los cambios de la vida.
La mujer se llama Dianne. Renton piensa que le parece muy bella. Es necesaria cierta reserva, pues la experiencia pasada le ha enseñado a no fiarse nunca del todo de su juicio cuando hay elementos químicos circulando por su cuerpo y su mente. La conversación deriva hacia la música. Dianne informa a Renton de que a ella le gustan los Simple Minds y tienen su primera discusión menor. A Renton no le gustan los Simple Minds.
«Los Simple Minds han sido pura mierda desde que se apuntaron al carro del rock-pasión comprometido de U2. Yo nunca me he vuelto a fiar de ellos desde que dejaron sus raíces pomp-rock y empezaron con todo este rollo político-con-una-p-muy-pequeña tan descaradamente falso. Me encantaba lo que hacían al principio, pero desde New Gold Dream han sido una bazofia. Todo el rollo Mandela ese es una guarrada vergonzante», despotrica.
Dianne le cuenta que ella cree que son sinceros en su apoyo a Mándela y el movimiento por una Sudáfrica multirracial.
Renton sacude enérgicamente la cabeza, queriendo mostrarse tranquilo, pero está irremediablemente alterado por la anfetamina y el aserto de Dianne. «Tengo viejos NME que llegan hasta 1979, bueno, los tenía pero los tiré hace unos años, y recuerdo entrevistas en las que Kerr pone a parir a otros grupos con compromisos políticos, y dice que a los Minds sólo les interesa la música, tío.»
«La gente cambia», contraataca Dianne.
La pureza y la sencillez de esta aseveración dejan un poco chafado a Renton. Le hace admirarla aún más. Se limita a encogerse de hombros y darle la razón, aunque su mente sigue dándole vueltas a la idea de que Kerr siempre ha ido un paso por detrás de su gurú, Peter Gabriel, y que desde lo de Live Aid está de moda que las estrellas de rock vayan de buenos. No obstante, se lo guarda para sus adentros y se promete que en el futuro será menos dogmático con sus puntos de vista musicales. Desde una perspectiva más amplia, piensa, no importa un carajo.
Después de un rato, Dianne y su colega se van al water a discutir y sopesar a Renton y Spud. Dianne no acaba de decidirse por Renton. Piensa que es un poco gilipollas, pero este sitio está lleno de ellos y él parece un poco distinto. Aunque no lo bastante como para echar las campanas al vuelo. Pero se está haciendo tarde…
Spud se vuelve y le dice algo a Renton, el cual no le oye por encima de una canción de The Farm que, como todas sus canciones, piensa él, sólo es escuchable si vas hasta el culo de éxtasis, y si vas hasta el culo de éxtasis sería un desperdicio escuchar a The Farm; más te valdría estar en algún rave desmadrándote entre potentes sonidos tecno. Incluso si hubiera oído a Spud, en este momento su cerebro está demasiado follao para responder, y está tomándose un merecido descanso después de ponerse las pilas para hablar con Dianne.
A continuación Renton empieza a hablar de rollos personales con un tío de Liverpool que está aquí de vacaciones, sólo porque su acento y su porte le recuerdan a su colega Davo. Después de un rato, se da cuenta de que el tío no se parece en nada a Davo y que erró al revelarle intimidades semejantes. Intenta volver a la barra, y pierde acto seguido a Spud, y cae en que está totalmente pasao. Dianne se convierte en un simple recuerdo, una vaga sensación de un propósito detrás de su estupor drogota.
Sale fuera a respirar un poco y ve a Dianne a punto de entrar en un taxi sola. Se pregunta con ansiosa envidia si eso significa que Spud se ha enrollado con la colega. La posibilidad de ser el único en no enrollarse le horroriza y es la pura desesperación la que inconscientemente le impele hacia ella.
«Dianne, ¿te importa compartir el taxi?»
Dianne parece dubitativa. «Voy para Forrester Park.»
«Chachi. Yo también voy en esa dirección», mintió Renton, diciéndose a sí mismo a continuación: Bueno, ahora sí.
Conversaron en el taxi. Dianne había discutido con Lisa, su colega, y decidió irse a casa. Según ella, Lisa seguía dando botes en la pista de baile con Spud y algún otro cretino, dejando que compitieran por ella. Llegado el caso, Renton habría apostado por el otro cretino.
El rostro de Dianne adoptó una expresión amarga de dibujo animado al contarle a Renton lo horrible que era Lisa, catalogando sus fechorías, que a él le parecían bastante triviales, con una virulencia que encontraba ligeramente preocupante. Él se arrastró con mucha propiedad, asumiendo que Lisa era la capulla más egoísta bajo el sol. Cambió el tema, pues éste la estaba deprimiendo y eso no sería nada bueno para él. Le contó historias jocosas de Spud y Begbie, higienizándolas hábilmente. En ningún momento mencionó a Sick Boy, porque a las mujeres Sick Boy les gustaba y Renton se sentía impulsado a mantener a las mujeres que conocía tan lejos de Sick Boy como fuera posible, incluso a nivel verbal.
Cuando se puso más alegre le preguntó si le importaría que la besara. Ella se encogió de hombros, dejándole a él la tarea de determinar si esto indicaba indiferencia o indecisión por su parte. Con todo, razonaba, la indiferencia es preferible a un rechazo declarado.
Se morrearon un ratito. Él encontraba excitante el olor de su perfume. Ella pensaba que él era demasiado flaco y huesudo, pero besaba bien.
Cuando pararon para recuperar el aliento, Renton confesó que no vivía cerca de Forrester Park, sólo lo había dicho para poder pasar más tiempo con ella. A pesar de sí misma, Dianne se sintió halagada.
«¿Quieres subir a tomar un café?», preguntó ella.
«Eso sería estupendo.» Renton intentó aparentar una satisfacción más bien natural en vez de delirante.
«Sólo un café, no lo olvides», añadió Dianne, de una forma que hizo que Renton luchase por determinar en qué sentido estaba definiendo sus términos. Había hablado lo bastante crípticamente como para poner el sexo en la agenda de temas negociables, pero al mismo tiempo lo bastante perentoriamente como para dar a entender exactamente lo que había dicho. Se limitó a asentir con la cabeza como un tonto de pueblo confuso.
«Tendremos que estar muy callados. Hay gente durmiendo», dijo Dianne. Eso parece menos prometedor, pensó Renton, imaginándose un bebé en el piso, con su canguro. Cayó en que nunca lo había hecho con alguien que había tenido un bebé. La idea le hizo sentirse un poco raro.
Aunque notó presencia humana en el piso, no pudo detectar el distintivo olor a pis, potas y polvos de talco que tienen los bebés.
Fue a decir algo. «Dia…»
«¡Shh! Están durmiendo», le cortó Dianne. «No los despiertes, o habrá problemas.»
«¿Quién está durmiendo?», susurró nervioso.
«¡Shh!»
Aquello resultaba desconcertante para Renton. Su mente hizo un veloz recorrido de pasados horrores experimentados en carne propia y a partir de los relatos de otros. Repasó mentalmente una macabra base de datos que contenía de todo, desde compañeros de piso vegetarianos hasta chulos psicóticos.
Dianne le guió hasta un dormitorio y le sentó sobre una cama individual. Después, se desvaneció, volviendo unos minutos más tarde con dos tazas de café. Notó que el suyo estaba azucarado, cosa que normalmente odiaba, pero no tenía el sentido del gusto muy despierto.
«¿Nos vamos a la cama?», susurró ella con una intensidad extrañamente natural, arqueando las cejas.
«Eh… eso no estaría mal…», dijo él, a punto de escupir el café. Se le aceleró el pulso y se puso nervioso, torpe y virginal, preocupado por los efectos potenciales del cóctel de drogas y alcohol sobre su erección.
«Tendremos que estar muy callados», dijo ella. Él asintió.
Él se quitó rápidamente el jersey y la camiseta, después las zapatillas, los calcetines y los vaqueros. Cohibido por sus bermejos pelos púbicos, se metió en la cama antes de quitarse los calzoncillos.
Renton se sintió aliviado al empalmarse viendo desnudarse a Dianne. A diferencia de él, se tomó su tiempo, y lo hacía con completa naturalidad. Él pensó que su cuerpo tenía un aspecto estupendo. No pudo evitar escuchar mentalmente un repetido mantra futbolístico que dice «este partido lo vamos a ganar».
«Quiero ponerme encima», dijo Dianne, levantando las sábanas y dejando al descubierto los colorados pelos púbicos de Renton. Afortunadamente, no pareció darse cuenta. Renton estaba contento con su polla. Parecía mucho mayor de lo habitual. Se dio cuenta de que esto se debía probablemente a que se había acostumbrado a no verla en erección. Dianne estaba menos impresionada. Las había visto peores, eso era todo más o menos.
Empezaron a acariciarse. Dianne estaba disfrutando con los preliminares. El entusiasmo de Renton por esta faceta resultaba un cambio agradable respecto de la mayoría de tíos con los que había estado, pero sintió sus dedos en la vagina y se tensó, apartándole la mano.
«Estoy lo bastante lubricada», le dijo. Esto hizo que Renton se sintiera un poco entumecido, de puro frío y mecánico que resultaba. En cierto momento pensó incluso que su erección había comenzado a apaciguarse, pero no, se asentaba sobre ella, y, milagro de milagros, se mantenía firme.
Gimió suavemente al ser rodeado por ella. Empezaron a moverse juntos lentamente, penetrando más. Él sintió la lengua de ella en la boca y sus manos acariciaban suavemente su culo. Parecía, y así era, que había pasado mucho rato; pensó que iba a correrse inmediatamente. Dianne sintió que estaba extremadamente excitado. Otra polla inútil no, por favor, pensó para sus adentros.
Renton dejó de acariciarla e intentó imaginarse que estaba follándose a Margaret Thatcher, Paul Daniels, Wallace Mercer, Jimmy Savile y otros personajes desagradables, a fin de alejarse del punto crítico.
Dianne aprovechó la oportunidad y cabalgó hasta alcanzar el clímax, con Renton ahí tumbado como un consolador sobre un gran patinete. Sólo la imagen de Dianne mordiéndose el dedo índice, intentando ahogar los chillidos que prorrumpió al correrse, con la otra mano en el pecho, hicieron que Renton también llegara a la meta. Ni siquiera la idea de lamerle el culo a Wallace Mercer podría haberle detenido para entonces. Cuando empezó a correrse, pensó que nunca pararía. Su polla chorreó como una pistola de agua en manos de un niño permanentemente travieso. La abstinencia había hecho subir el recuento espermático hasta el tejado.
Había estado lo bastante cerca de ser un orgasmo simultáneo para que así lo hubiera descrito de ser una de esas personas que se van de la lengua. Se dio cuenta de que la razón por la que nunca haría algo semejante era que siempre se logra mayor credibilidad como semental encogiéndose de hombros y sonriendo enigmáticamente que divulgando detalles gráficos para entretener a los manguis. Eso lo había aprendido de Sick Boy. Hasta su antisexismo se hallaba, pues, recubierto de interés machista. Los tíos son unos capullos lamentables, pensó para sí.
Mientras Dianne desmontaba, Renton caía en una maravillosa somnolencia, resuelto a despertarse durante la noche y darle más al sexo. Estaría más relajado, pero más activo también, y le enseñaría de lo que era capaz ahora que acababa de romper aquella mala racha. Se comparó con un delantero que acababa de superar una temporada de vacas flacas frente a la meta, y ahora no podía esperar a que llegara el siguiente partido.
Se quedó totalmente cortado, por consiguiente, cuando Dianne dijo: «Tienes que irte.»
Antes de que pudiera discutir, ella salió de la cama. Se puso las bragas para recoger su espeso esperma cuando empezó a abandonar su cuerpo y escurrirse por el interior de sus muslos. Por primera vez él empezó a pensar en el sexo sin protección con penetración incluida y el riesgo del virus. Se hizo la prueba después de la última vez que compartió, así que estaba fuera de peligro. Ella le preocupaba, sin embargo; pensaba que cualquier persona capaz de acostarse con él era capaz de acostarse con quien fuera. Sus intenciones de desterrarle ya habían hecho añicos su frágil ego sexual, convirtiéndole de impasible semental en tembloroso inepto en un espacio de tiempo deprimentemente corto. Pensó que sería muy propio de él coger el sida de un solo polvo después de haber compartido agujas durante años, aunque no las grandes jeringuillas comunitarias preferidas en los chutódromos.
«¿Pero no podría quedarme aquí?» Se oyó a sí mismo con una voz confusa de alfeñique, con un tono del que Sick Boy se habría mofado sin piedad de haber estado presente. Dianne le miró fijamente y sacudió la cabeza. «No. Puedes quedarte en el sofá. Si estás callado. Si ves a alguien, aquí no ha pasado nada. Ponte algo encima.»
De nuevo, cohibido por la incongruencia de sus pelos púbicos rojos, no tuvo reparos en complacerla.
Dianne guió a Renton hasta el sofá del cuarto de estar. Le dejó temblando en calzoncillos antes de regresar con un saco de dormir y su ropa.
«Lo siento», susurró, dándole un beso. Se morrearon un rato y él empezó a empalmarse otra vez. Cuando intentó meter la mano por dentro de su albornoz ella le detuvo.
«Tengo que irme», le dijo con firmeza.
Dianne se fue, dejando a Renton vacío y confuso. Se tumbó en el sofá, se metió en el saco de dormir y cerró la cremallera. Se quedó despierto en la oscuridad, intentando definir los contenidos de la habitación.
Renton se imaginaba que los compañeros de piso de Dianne serían unos hijoputas austeros que desaprobarían el que se trajese a alguien a dormir. Quizá, decidió, ella no quería que pensaran que ligaría con un desconocido, se lo traería y se lo follaría así sin más. Estimuló su ego diciéndose que era su chispeante ingenio y su belleza única, si bien imperfecta, lo que había barrido su resistencia. Casi llegó a creérselo.
Al final cayó en un sopor irregular, marcado por algunos extraños sueños. Aunque era propenso a los sueños estrafalarios, éstos le perturbaron al ser particularmente vivos y sorprendentemente fáciles de recordar. Estaba encadenado a una pared en una habitación blanca iluminada por neones azulados, viendo a Yoko Ono y Gordon Hunter, el defensa de los Hibs, masticar la carne y los huesos de cuerpos humanos descuartizados que yacían sobre una serie de encimeras de fórmica. Ambos le arrojaban espantosos insultos, la sangre goteándoles de la boca mientras arrancaban jirones de carne y masticaban vigorosamente entre maldiciones. Renton sabía que él era el siguiente en el festín. Intentó arrastrarse un poco ante «Geebsie» Hunter, contándole que era un gran fan suyo, pero el defensa de Easter Road estuvo a la altura de su intransigente reputación y se limitó a reírsele a la cara. Fue un gran alivio cuando el sueño cambió y Renton se encontró desnudo, cubierto de cagarrinas y comiéndose un plato de huevo, tomate y pan frito con un Sick Boy completamente vestido junto a Water of Leith. Después soñó que era seducido por una hermosa mujer que sólo llevaba puesto un bañador de dos piezas hecho de papel de aluminio. De hecho la mujer era un hombre, y estaban follándose el uno al otro lentamente por diferentes agujeros del cuerpo que despedían una sustancia que parecía espuma de afeitar.
Se despertó al oír el sonido de cubiertos y el olor del beicon friéndose. Vio de un vistazo la espalda de una mujer que no era Dianne, desapareciendo hacia una pequeña cocina justamente al lado del cuarto de estar. Después sintió un espasmo de temor al oír una voz de hombre. Lo último que Renton quería oír estando de resaca en un lugar extraño, con sólo los gallumbos puestos, era una voz masculina. Jugó a estar dormido.
Subrepticiamente, por debajo de los párpados, tomó nota de un tío de su altura, quizá menos, entrando en la cocina. Aunque hablasen en voz baja, los oía.
«Así que Dianne ha vuelto a traer a otro amigo», dijo el hombre. A Renton no le gustó el tono ligeramente burlón de la palabra «amigo».
«Mmm. Pero calla. No empieces a ponerte desagradable, y sacar precipitadamente conclusiones equivocadas otra vez.»
Les oyó regresar al cuarto de estar, y después marcharse. Rápidamente se puso la camiseta y el jersey. Después abrió el saco y sacó las piernas de encima del sofá y se metió en los vaqueros casi en un solo movimiento. Doblando el saco de dormir cuidadosamente, encajó los cojines del sofá en su lugar. Sus calcetines y zapatillas olían cuando se los puso. Esperó que nadie se hubiese dado cuenta, pero de modo tan fútil que a él mismo le resultaba obvio.
Renton estaba demasiado nervioso para sentirse agotado; no obstante, notaba la resaca; acechaba en la sombra como un atracador infinitamente paciente, matando el rato antes de salir a darle un buen repaso.
«Hola.» La mujer que no era Dianne había vuelto a entrar.
Era guapa, con ojos grandes y una mandíbula fina y en punta. Pensaba que la conocía de algún sitio.
«Hola. Yo soy Mark, por cierto.» Ella no se presentó. En vez de eso, buscó más información sobre él.
«¿Así que eres amigo de Dianne?» Su tono era ligeramente agresivo. Renton decidió jugar a lo seguro y contar una mentira que no sonara demasiado descarada, y que por tanto podría ser enunciada con algo de convicción. El problema residía en que había desarrollado la habilidad del yonqui para mentir con convicción y ahora mentía más convincentemente de lo que decía la verdad. Titubeó, pensando que es más fácil sacar a un yonqui del jaco que sacarle de su conducta de yonqui.
«Bueno, ella es más bien amiga de una amiga. ¿Conoces a Lisa?»
Ella asintió. Renton continuó, entrando en calor, hallando el reconfortante ritmo del engaño.
«Bueno, esto resulta un pelín embarazoso. Ayer era mi cumpleaños, y debo confesar que acabé bastante borracho. No sé cómo, perdí las llaves de casa, y mi compañero de piso está en Grecia de vacaciones. Me quedé tirado. Podría haber vuelto a casa y forzado la puerta, pero en el estado en que me hallaba, simplemente no podía pensar con claridad. ¡Probablemente me habrían detenido por entrar a la fuerza en mi propio piso! Afortunadamente conocí a Dianne, que tuvo la amabilidad de dejarme dormir en el sofá. Tú eres su compañera de piso, ¿verdad?»
«Ah… bueno, en cierto modo», se rió extrañamente, mientras él luchaba por entrar en onda. Algo no encajaba.
Vino el hombre y se unió a ellos. Inclinó la cabeza secamente hacia Renton, quien le devolvió una débil sonrisa.
«Éste es Mark», le dijo la mujer.
«Vale», dijo el tío con indiferencia.
Renton pensó que parecían aproximadamente de su edad, quizá un poco mayores, pero era un desastre en ese terreno. Dianne era obviamente un poco más joven que todos ellos. Quizá, se permitió especular, sintiesen algún tipo de perversos sentimientos paternales hacia ella. Había notado eso en la gente mayor. A menudo tratan de controlar a la gente más joven, más dicharachera y más vivaz, debido habitualmente a que se sienten celosos de las cualidades que la gente más joven posee y de las que ellos carecen. Disfrazan estas carencias con una actitud benigna y protectora. Podía percibir esto en ellos, y sintió una creciente hostilidad.
De repente a Renton le sacudió una oleada de impresiones que amenazaron con dejarle K.O. Una chica entró en la habitación. Al verla, se le vino encima una sensación fría. Era una doble de Dianne, pero esa chica parecía tener apenas la edad de ir al instituto.
Le costó unos segundos darse cuenta de que aquélla era Dianne. Renton supo instantáneamente por qué las mujeres, cuando se refieren a la eliminación del maquillaje, dicen a menudo «voy a quitarme la careta». Dianne parecía tener unos diez años. Ella vio el shock en su cara.
Renton miró a la otra pareja. Su actitud hacia Dianne era paternalista precisamente porque eran sus padres. Renton se sintió tremendamente estúpido por no haberse dado cuenta antes, tanto era el parecido de Dianne con su madre.
Se sentaron a desayunar mientras los padres de Dianne interrogaban suavemente a un atolondrado Renton.
«¿A qué te dedicas entonces, Mark?», le preguntó la madre.
No se dedicaba a nada, al menos laboralmente hablando. Formaba parte de un sindicato que operaba un sistema de fraudes con los cheques del paro, y percibía subsidios en cinco direcciones diferentes, una en Edimburgo, Livingston y Glasgow, y dos en Londres, en Sheperd’s Bush y Hackney. Defraudar de esta forma al gobierno siempre le había hecho sentirse virtuoso, y le resultaba difícil permanecer discreto acerca de sus hazañas. Sabía no obstante que tenía que ser así, pues había hijos de puta mojigatos, fariseos y entrometidos en todas partes, al acecho para poder dar el soplo a la autoridad. Renton pensaba que se merecía ese dinero, puesto que las habilidades gestoras empleadas para mantener semejante estado de cosas eran bastante complicadas, sobre todo para alguien que lucha por controlar una adicción a la heroína. Tenía que censarse en distintas partes del país, coordinarse con otros miembros del sindicato en las direcciones donde se depositaban los cheques, y bajar a dedo a las primeras de cambio para entrevistas en Londres cuando Tony, Caroline o Nicksy le daban el soplo por teléfono. Su cheque de Sheperd’s Bush se hallaba en entredicho en estos momentos porque había rechazado la emocionante oportunidad de hacer carrera trabajando en el Burger King de Notting Hill Gate.
«Soy encargado de la sección de museos del Departamento de Ocio del Consejo de Distrito. Trabajo con la colección de historia social, con base en el People’s History en High Street», mintió Renton, buceando en su carpeta de falsas identidades laborales.
Parecían impresionados, si bien algo perplejos, y ésa era justamente la reacción que estaba deseando. Animado, intentó ganar aún más puntos de boy-scout proyectándose como un tipo modesto que no se toma en serio a sí mismo, y añadió humildemente: «Revuelvo en la basura de la gente en busca de las cosas que han desechado y las presento como auténticos artefactos históricos de la vida cotidiana de los trabajadores. Después me aseguro de que no caigan en pedazos cuando están expuestos.»
«Para eso hace falta seso», dijo el padre, dirigiéndose a Renton, pero mirando a Dianne. Renton no podía mirar a la hija. Se daba cuenta de que ese modo de evitarlo probablemente levantaría más sospechas que cualquier otra cosa, pero sencillamente no podía mirarla.
«Yo no diría eso», se encogió de hombros Renton.
«No, pero cualificaciones sí.»
«Sí, bueno, tengo una licenciatura en Historia por la Universidad de Aberdeen.» Esto, en realidad, casi era cierto. Consiguió entrar en la Universidad de Aberdeen, y encontró fácil el curso, pero se vio obligado a dejarlo a mitad del primer año después de agotar el dinero de la beca en drogas y prostitutas. A él le parecía que se convertía así en el primer estudiante en la historia de la Universidad de Aberdeen en follarse a alguien que no lo era. Reflexionando, pensó que era mejor hacer historia que estudiarla.
«La educación es importante. Es lo que siempre le estamos diciendo a esta de aquí», dijo el padre, aprovechando nuevamente la oportunidad de darle un toque a Dianne. A Renton no le gustaba su actitud, y se gustaba menos aún a sí mismo por su colusión tácita con ella. Se sentía como un tío pervertido de Dianne.
Fue precisamente cuando pensaba conscientemente: Por favor, que esté a punto de terminar el curso preuniversitario, cuando la madre de Dianne hizo añicos esa perspectiva de limitación de daños.
«Dianne va a examinarse de los niveles O en Historia el año que viene», sonrió, «y de francés, inglés, arte, matemáticas y aritmética», continuó orgullosamente.
Renton se encogió por dentro por enésima vez.
«A Mark no le interesa eso», dijo Dianne, tratando de sonar superior y madura, condescendiente con sus padres, del modo en que lo hacen los críos desprovistos de poder que se convierten en el «tema» de una conversación. A la manera, pensaba trémulamente Renton, en que él lo hacía muchas veces cuando su viejo y su vieja la emprendían contra él. El problema era que Dianne parecía tan malhumorada, tan infantil, que lograba el efecto opuesto al que pretendía.
La mente de Renton estaba haciendo horas extra. Estupro, así lo llaman. Pueden llegar a encerrarte por ello. Ya lo creo que pueden, y luego tiran la llave. Te etiquetan como delincuente sexual; conseguiría que me partieran la cara a diario en Saughton. Delincuente sexual. Violador infantil. Pederasta. Corto de vista. Ya oía en aquel mismo instante a las galerías de psychos, cabrones, se paró a pensar, como Begbie: «Oí que la chavalilla sólo tenía seis años.» «Me dijeron que fue violación.» «Podría haber sido tu cría o la mía.» Joder, pensó, temblando.
El beicon que se estaba comiendo le daba asco. Había sido vegetariano durante años. No tenía nada que ver con la política o la moral; simplemente odiaba el sabor de la carne. No dijo nada sin embargo, tal era el deseo que tenía de quedar bien con los padres de Dianne. Donde fue inflexible fue con la salchicha, sin embargo, pues estimaba que aquellas cosas estaban llenas de veneno. Pensando en todo el jaco que se había metido, reflexionó burlonamente para sí: Tienes que tener cuidado con lo que te metes en el cuerpo. Se preguntó si a Dianne le gustaría, y empezó a reírse disimulada pero incontrolablemente, por los nervios, ante su espantoso doble sentido.
Débilmente, intentó disimular sacudiendo la cabeza y contando un cuento, o más bien, reinventándolo. «Dios, qué idiota soy. Vaya un estado en el que estaba anoche. Realmente no estoy acostumbrado beber. Con todo, supongo que sólo se tienen veintiún años una vez.»
Los padres de Dianne parecían tan poco convencidos como Renton por esta última observación. Tenía veinticinco tirando a cuarenta. Pese a todo, escucharon educadamente. «Perdí la chaqueta y las llaves, como iba diciendo. Menos mal que estaba Dianne, y vosotros. Habéis sido muy amables dejándome pasar la noche aquí y haciendo un desayuno tan bueno esta mañana. Me siento muy mal por no poder terminar esta salchicha, pero es que estoy tan lleno. No estoy acostumbrado a los grandes desayunos.»
«Estás demasiado flaco, eso es lo que te pasa», dijo la madre.
«Eso es lo que pasa por ir a vivir a un piso. El este es el este y el oeste es el oeste, pero como el hogar no hay nada», dijo el padre. Hubo un silencio nervioso ante este imbécil comentario. Avergonzado, añadió: «Bueno, eso es lo que dicen.» A continuación aprovechó la oportunidad para cambiar de tema. «¿Cómo vas a entrar en el piso?»
Ese tipo de gente asustaba a Mark de la hostia. A él le parecía que tenían aspecto de no haber hecho nada ilegal en su vida. No era de extrañar que Dianne hubiese salido así, ligando en los bares con desconocidos. Aquella pareja le parecía obscenamente saludable. El pelo del padre empezaba a escasear ligeramente, había leves patas de gallo en los ojos de la madre, pero cualquier espectador los hubiera colocado en el mismo grupo de edad que el suyo, con la salvedad de que a ellos los hubiera descrito como más sanos.
«No tendré más remedio que forzar la puerta. Sólo lleva un cierre Yale. Ha sido una auténtica tontería. Llevo un montón de tiempo pensando en conseguir un cerrojo de seguridad. Menos mal que aún no lo he hecho. Hay un portero automático en la escalera, pero los de al lado me dejarán entrar.»
«Podría echarte una mano. Soy carpintero. ¿Dónde vives?», preguntó el padre. Renton estaba un poco pasmado, pero contento de que se hubieran tragado el rollo.
«No hay problema. Yo mismo fui aprendiz antes de ir a la Uni. Gracias por el ofrecimiento de todos modos.» Esto, de nuevo, era cierto. Era raro estar contando la verdad, se encontraba muy cómodo con el engaño. Le hacía sentirse real, y por consiguiente vulnerable.
«Fui aprendiz en Gillsland’s, en Gorgie», añadió, azuzado por las cejas levantadas del padre.
«Conozco a Ralphy Gillsland. Un borde miserable», bufó el padre, ahora con una voz más natural. Habían llegado a un punto de contacto.
«Una de las razones por las que ya no estoy en el oficio.»
Renton se quedó helado al sentir la pierna de Dianne frotarse contra la suya bajo la mesa. Tragó el té deprisa.
«Bueno, tendré que ponerme en marcha. Gracias otra vez.»
«Espera, me arreglaré y te acompañaré al centro.» Dianne se levantó y salió de la habitación antes de que él pudiera protestar.
Renton hizo descorazonados intentos de ayudar a recoger, antes de que el padre le escoltase hasta el sofá y la madre se ocupara de la cocina. Tenía el corazón en un puño, esperando el ya-sé-de-qué-pie-cojeas-cabrón cuando se quedasen solos. Sin embargo, no hubo ni pizca de eso. Hablaron de Ralphy Gillsland y de su hermano Colin, que se había suicidado, cosa que a Renton le agradó saber, y de otros tíos que ambos conocían del trabajo.
Hablaron de fútbol, y el padre resultó ser un fan de los Hearts. Renton era seguidor de los Hibs, que no habían tenido una buena temporada contra sus rivales locales; no habían tenido una buena temporada contra nadie, y el padre no desperdició un segundo en recordárselo.
«A los Hibbies no les ha ido muy bien contra nosotros, ¿verdad que no?»
Renton sonrió, contento por vez primera, por otras razones además de las sexuales, de haberse follado a la hija de aquel hombre. Era increíble, decidió, cómo cosas como el sexo y los Hibs, que no significaban nada para él cuando estaba con el caballo, de pronto se volvían importantísimas. Especuló con que sus problemas de drogas podrían estar relacionados con el pobre rendimiento de los Hibs durante los ochenta.
Dianne estaba lista. Con menos maquillaje que la noche pasada, aparentaba unos dieciséis años, dos más de los que tenía. Al llegar a la calle, Renton se sintió aliviado de abandonar la casa, pero un poco avergonzado por si les veía alguien que le conociese. Tenía algunos conocidos en la zona, en su mayoría picotas y traficantes. Pensarían, si se lo encontraran en ese momento, que se había metido a proxeneta.
Cogieron el tren desde South Gyle hasta Haymarket. Dianne cogió de la mano a Renton durante el recorrido, y habló sin parar. Estaba aliviada de verse libre de la influencia inhibitoria de sus padres. Quería investigar a Renton con más detalle. Podría ser una fuente de chocolate.
Renton pensaba en la noche pasada y le recorrió un escalofrío al preguntarse qué había hecho Dianne y con quién para obtener tal experiencia sexual y tal confianza. Se sentía como si tuviera cincuenta y cinco años en vez de veinticinco, y estaba seguro de que había gente mirándoles.
Renton tenía aspecto desaliñado, sudoroso y agotado con la ropa de la noche anterior. Dianne llevaba leggings negros, de esos tan finos que casi parecen medias, con una minifalda blanca por encima. Cualquiera de ambas prendas, pensó Renton, habría bastado por sí sola. Un tío la miró en Haymarket Station mientras esperaba a que Renton comprase un Scotsman y un Daily Record. Lo notó y, extrañamente enfurecido, se encontró mirando fija y agresivamente al tío hasta que éste miró para otro lado. Quizá, pensó, se trataba de una proyección de lo mucho que se aborrecía a sí mismo.
Entraron en una tienda de discos en Dalry Road, y repasaron algunas portadas de elepés. Renton se hallaba ahora bastante inquieto, pues su resaca crecía rápidamente. Dianne no paraba de pasarle portadas de discos para que las examinara, anunciando que éste era «de puta madre» y aquel otro «magnífico». Él pensaba que la mayoría era una mierda, pero estaba demasiado nervioso para discutir.
«¡Hombre, Rents! ¿Cómo estás, tío?» Una mano le golpeó en el hombro. Sintió brevemente cómo su esqueleto y su sistema nervioso central se salían de su piel, como los cables a través de la plastilina, para regresar después. Se volvió y vio a Deek Swan, el hermano de Johnny Swan.
«No muy mal, Deek. ¿Tú qué vida llevas?», contestó con una estudiada naturalidad que desmentía el acelerón de su pulso.
«No estoy mal, jefe, no estoy mal.» Deek se dio cuenta de que Renton estaba acompañado, y le lanzó una mirada perspicaz. «Tengo que najar y tal. Ya nos veremos. Dile a Sick Boy que me dé un toque si le ves. El cabrón me debe veinte machacantes.»
«A ti y a mí, colega.»
«Su palabra no vale nada. De todas formas, nos vemos, Mark», dijo volviéndose hacia Dianne. «Hasta luego, muñeca. Tu hombre es demasiado tosco como para presentarnos. Será el amor. Cuidado con este elemento.» Sonrieron incómodamente ante esta primera definición exterior, mientras Deek se marchaba.
Renton se dio cuenta de que tenía que estar solo. Tenía una resaca brutal y no podía con todo aquello.
«Eh, mira, Dianne… tengo que najar. He quedado con algunos colegas en Leith. El fútbol y eso.»
Dianne levantó la vista con un avispado y hastiado gesto de discernimiento, acompañado de lo que Renton pensó eran unos extraños chasquidos de lengua. Le molestaba que se fuera antes de que pudiera preguntarle por el hachís.
«¿Cuál es tu dirección?» Sacó un bolígrafo y un trozo de papel del bolso. «La de Forrester Park no», añadió. Renton apuntó su verdadera dirección de Montgomery Street simplemente porque estaba demasiado follao para inventarse una falsa.
Cuando ella se marchó, sintió un poderoso acceso de autoaborrecimiento. No estaba seguro de si procedía de haberse ido a la cama con ella o de saber que de ningún modo podía hacerlo de nuevo.
Sin embargo, esa noche oyó sonar el timbre. Estaba pelado, de modo que ese sábado por la noche se había quedado en casa viendo Braddock: Desaparecido en Acción 3 en el vídeo. Abrió la puerta y allí estaba Dianne. Arreglada, quedó restituida al mismo estado apetecible de la noche anterior.
«Adelante», dijo, preguntándose si le costaría mucho ajustarse a un régimen carcelario.
Dianne pensó que podía oler hachís. Esperaba de verdad que así fuera.