Lenny miró sus cartas, y a continuación escrutó la expresión de los rostros de sus amigos.
«¿A quién le toca? Billy, venga ya, cabrón.» Billy le mostró su mano a Lenny.
«¡Dos putos ases!»
«¡Qué potra tienes, hijo de puta! Jodido capullo con suerte estás hecho, Renton.» Lenny se estrelló el puño contra la palma de la mano.
«Tú trae para acá el jodido botín», dijo Billy Renton, rastrillando el montón de billetes que había en medio del suelo.
«Naz. Échame una lata para aquí», solicitó Lenny. Cuando se la arrojó, falló y la lata golpeó el suelo. La abrió y buena parte de su contenido fue a parar sobre Peasbo.
«¡Vete a tomar por culo, pedazo de cabrón!»
«Perdona, Peasbo. Es ese capullo», se rió Lenny señalando a Naz. «Le he dicho que me echara una lata, no que me la tirara a la cabeza.»
Lenny se levantó y se fue hacia la ventana.
«¿Aún no hay señal de ese cabrón?», preguntó Naz. «La partida está jodida sin la pasta.»
«No. La palabra de ese capullo no vale una mierda», dijo Lenny.
«Dale un toque a ese cabrón. Entérate de qué ha pasado», sugirió Billy.
«Sí. Cierto.»
Lenny se fue al pasillo y marcó el número de Phil Grant. Estaba harto de jugar por cantidades infantiles. Iría ganando si Granty hubiera aparecido con el dinero.
El teléfono no hacía más que sonar.
«No hay nadie, y si hay alguien, no contestan», les dijo.
«Espero que el hijoputa no se haya fugado con el jodido botín», se rió Peasbo, pero era una risa inquieta, el primer reconocimiento abierto de un temor colectivo sin explicitar.
«Más vale que no. No soporto a un cabrón que le da el palo a sus colegas», gruñó Lenny.
«Cuando lo piensas, sin embargo, es la guita de Granty. Puede gastársela en lo que quiera», dijo Jackie.
Le miraron con estupefacta beligerancia. Por fin, Lenny habló.
«Vete a tomar por el puto culo.»
«En cierto modo, no obstante, el menda la ha ganado limpiamente. Sé lo que habíamos acordado. Ir acumulando un gran fajo con el dinero del club para añadirle un poco de picante a las partidas. Después repartirlo. Sé todo eso. Lo único que digo es que a los ojos de la ley…» Jackie explicó su posición.
«¡Es todo guita nuestra!», saltó Lenny. «Granty sabe de qué va.»
«Lo sé. Lo único que digo es que a los ojos de la ley…»
«Cierra la boca, so capullo», exclamó Billy «aquí no estamos hablando de los ojos de la puta ley. Estamos hablando de colegas. Si fuese por los ojos de la puta ley, tú no tendrías un puto mueble en casa, pedazo de sinvergüenza.»
Lenny asintió en dirección a Billy.
«Estamos sacando conclusiones muy rápidamente. Podría haber una razón perfectamente válida por la que el menda no esté aquí. Quizá se haya visto impedido», sugirió Naz, su rostro picado de viruelas tenso y tieso.
«Quizá algún cabrón le haya asaltado y le haya quitado la guita», dijo Jackie.
«Ningún cabrón intentaría asaltar a Granty. Es de esos cabrones que asalta, no de los que se dejan asaltar. Si entra aquí intentando colarnos una película como ésa, ya le diré adonde coño irse.» Lenny estaba algo ansioso. El dinero del que hablaban era el dinero del club.
«Sólo digo que es de tontos llevar por ahí esa cantidad de dinero. Eso es lo único que estoy diciendo», afirmó Jackie. Lenny le asustaba un poco.
Granty llevaba seis años sin perderse la sesión de cartas de los jueves, excepto cuando estaba de vacaciones. Era el punto de referencia desde la escuela. Lenny y Jackie se habían perdido temporadas cuando los encerraron por asalto y allanamiento respectivamente.
El dinero del club, el dinero de las vacaciones, era un remanente de la época en que iban juntos a Lloret de Mar, cuando eran adolescentes. Ahora que eran mayores, por lo general iban en grupos más pequeños, o con esposas y novias. La extraña mezcla del dinero de las cartas con el dinero del club se produjo un par de años atrás cuando estaban borrachos. Peasbo, el tesorero en aquel entonces, echó en broma un fajo del dinero del club como su apuesta. Jugaron con él, para reírse un rato. Les gustó la sensación de jugar con todo aquel dinero, les dio tal puntazo, que lo repartieron y jugaron con él de mentirijillas. Siempre que decidían ponerse a ahorrar en serio, dejaban de jugar a las cartas con dinero «real» y jugaban con dinero «del club». Era como jugar con dinero de monopoly.
Hubo ocasiones, en particular cuando alguien «ganaba» todo el bote, como Granty la semana pasada, en que les pasaba por la cabeza lo estrafalario y peligroso de sus acciones. Eran colegas, sin embargo, y estaba implícito que nunca se la jugarían unos a otros. No obstante, esta suposición se asentaba tanto en la lógica como en la lealtad. Todos tenían ataduras en la zona y nunca podrían abandonarla para siempre, y en todo caso no por sólo las 2.000 libras del bote. Dejar la zona es lo que supondría que uno le diera el palo a los demás. Se lo repitieron a sí mismos una y otra vez. El verdadero temor era al robo. El dinero estaría más seguro en un banco. Había sido una tonta y descontrolada debilidad, una locura colectiva.
A la mañana siguiente aún no había rastro de Granty, y Lenny llegó tarde a sellar la tarjeta del paro.
«Señor Lister. Vive usted a la vuelta de la esquina de esta oficina y sólo tiene que sellar una vez cada dos semanas. Difícilmente puede decirse que sea pedir mucho», le dijo en tono pomposo el encargado Gavin Temperley.
«Comprendo la posición de su puñetera oficina, señor Temperley. Pero estoy seguro de que tendrá usted en cuenta que soy un hombre muy ocupado, con varias empresas florecientes de las que cuidar.»
«Mierda pura, Lenny. Un capullo de vago es lo que eres. Te veré en el Crown. Estoy en el primer turno para comer. Estáte allí antes de la una.»
«Sí. Pero tendrá que echarme un cable, Gav. Estoy en la puta ruina hasta que el cheque del alquiler caiga sobre mi alfombrilla mañana.»
«Ningún problema.»
Lenny se fue al pub y se sentó con su Daily Record y una pinta de lager. Consideró la posibilidad de encender un cigarrillo, para a continuación desecharla. Eran las 11.04 y ya llevaba doce pitillos. Siempre le pasaba lo mismo cuando se veía obligado a levantarse por la mañana. Fumaba muchos más pitillos de la cuenta. Fumaba menos quedándose en la cama, de modo que por lo general no se levantaba hasta las 2 de la tarde. Sin embargo, los cabrones del gobierno estaban empeñados en arruinar tanto su salud como sus finanzas obligándole a levantarse tan temprano.
Las páginas traseras del Record estaban llenas de mierda Rangers/Celtic como siempre. Souness tiene el ojo puesto en algún hijoputa de la segunda división inglesa, McNeill dice que los Celtics están recuperando la confianza. Nada sobre los Hearts. No. Un poquitín sobre Jimmy Sandison, con la misma cita dos veces, y un corto pasaje que se acaba a media frase. También había un pequeño espacio sobre por qué Miller de los Hibs sigue pensando que es el mejor hombre para el puesto cuando sólo han metido tres goles en los treinta últimos partidos o algo así.
Lenny buscó la página número tres. Prefería a las mujeres ligeras de ropa que sacaba el Record a las chicas en topless del Sun. Había que dejar algo para la imaginación.
Vislumbró por el rabillo del ojo a Colin Dalglish.
«Coke», dijo, sin levantar la vista de su periódico.
Coke se acercó un taburete al lado del de Lenny. Pidió una pinta de heavy. «¿Te has enterado? Jodidamente triste, ¿eh?»
«¿Eh?»
«Granty… ¿no lo has oído?…» Coke miró a Lenny directamente.
«No. Qué…»
«Muerto. Tieso.»
«¡Me tomas el pelo, ¿no?! Dame un jodido respiro, cabrón…»
«Me enteré. Anoche y tal.»
«Qué cojones pasó…»
«El patato. Pum.» Coke chasqueó los dedos. «Un corazón chungo, al parecer. Nadie lo sabía. El pobre Granty estaba trabajando con Pete Gilleghan, de estranjis, digamos. Eran como las cinco, y Granty estaba ayudando a Pete a recoger, listo para darse el piro y tal, cuando de repente se agarra el pecho y cae redondo. Gilly llama a una ambulancia y llevan al pobre cabrón al hospital, pero murió un par de horas después. Pobre Granty. Buena persona y eso. Tú jugabas a las cartas con el tío, ¿eh?»
«Eh… sí… uno de los mendas más majos que uno podía conocer. Me has hundido, hundido me has dejado.»
Algunas horas más tarde, Lenny estaba empapado además de hundido. Le había sableado veinte libras a Gav Temperley con el único propósito de ponerse hasta el culo. Cuando Peasbo entró en el pub bien entrada la tarde, Lenny balbuceaba en el oído de una camarera comprensiva y un tío de aspecto avergonzado y sobrio enfundado en un mono con el logo de Tennent’s Lager.
«… uno de los mendas más majos que uno podía conocer…»
«Qué tal, Lenny. Ya he oído las noticias.» Peasbo agarró con fuerza uno de los anchos hombros de Lenny. Una presa segura para asegurarse de que uno de sus colegas seguía allí, y para hacer una evaluación parcial de su nivel de ebriedad.
«Peasbo. Sí. Aún no puedo creerlo, joder… uno de los mendas más majos que uno podía conocer y todo…» Se volvió lentamente otra vez hacia la camarera y volvió a centrar su mirada en ella. Con el pulgar asomando de su puño cerrado, señaló por encima de su hombro a Peasbo. «… este menda puede decírtelo… ¿eh, Peasbo? ¿Me preguntas por Granty? Uno de los mendas más majos que uno podía conocer jamás… ¿eh, Peasbo? ¿Granty? ¿Eh?»
«Sí, es un auténtico shock. Aún no puedo creerlo, tío.»
«¡Eso es! Un día el chico está aquí, y ahora nunca vamos a volver a ver al pobre cabrón… veintisiete años tenía… Las cartas están marcadas, te lo digo gratis. Las cartas están marcadas… joder si lo están…»
«Granty tenía veintinueve, ¿no es así?», inquirió Peasbo.
«Veintisiete, veintinueve…, ¿a quién le importa un carajo? Si estaba hecho un chaval. Yo lo siento por su periquita y por ese crío… si me dijeras uno de esos capullos viejos…» Lenny gesticuló airadamente hacia la esquina de enfrente, donde un grupo de vejetes jugaban al dominó. «… ¡ellos ya han vivido sus vidas! ¡Vidas largas que te cagas! ¡No hacen más que quejarse como putas! Granty nunca se quejó de puta la cosa. Uno de los mendas más majos que uno podía conocer.»
Entonces se fijó en tres tíos más jóvenes, conocidos como Spud, Tommy y Segundo Premio, que estaban sentados al otro lado del pub.
«Y esos putos colegas yonquis del hermano de Billy. Esos capullos, todos muriéndose del puto sida. Matándose. Los muy capullos tienen lo que se merecen. Granty valoraba la vida. ¡Esos cabrones están tirando la suya!» Lenny les miró coléricamente, pero estaban demasiado concentrados en su propia conversación para hacerle caso.
«Venga, Lenny. No pierdas la cabeza. Nadie se está metiendo con nadie. Esos chicos son legales. Ése es Danny Murphy. Un menda inofensivo. Tommy Laurence, tú ya le conoces, y ese tío, Rab, Rab McLaughlin, que fue un buen futbolista. Se bajó a jugar con Man United. Esos chicos son buena gente. Joder, son colegas de ese colega tuyo, el chico que trabaja para el paro. Cómo se llama, Gav.»
«Sí… pero esos viejos capullos…» Dándole la razón, Lenny volvió su atención de nuevo al otro extremo de la habitación.
«Ah, venga, Lenny, déjalo ya. Son mendas inofensivos, que no molestan a nadie. Termínate esa pinta e iremos a buscar a Naz. Llamaré a Billy y Jackie.»
«El viernes anterior al día del reparto y el capullo va y la espicha. Tenía mil ochocientas guardadas. Dividido entre seis son trescientas cada uno», se quejó Billy.
«No hay mucho que podamos hacer al respecto», se atrevió Jackie.
«Y un huevo que no. Esa pasta se reparte todos los años dos semanas antes de las vacaciones. Tengo reservas hechas para Benidorm confiando en eso. Sin ella estoy en la puta ruina. Sheila usará mis pelotas para jugar al billar si cancelo. De ninguna de las putas maneras, tío», declaró Naz.
«Joder, ya lo creo. Yo lo siento por Fiona y el crío y eso, por supuesto. Cualquiera lo haría. Ni que decir tiene, y tal. Pero el fondo de la cuestión es que es nuestra guita, no la suya», dijo Billy.
«Es nuestra puta culpa. Sabía que ocurriría algo así», se encogió de hombros Jackie.
Llamaron a la puerta. Entraron Lenny y Peasbo.
«Para ti no es problema, cacho cabrón. Tú estás forrao», retó Naz.
Jackie no respondió. Recogió una lata de lager del montón que Peasbo había dejado en el suelo.
«Vaya una noticia más jodidamente horrorosa, ¿eh, chicos?», dijo Peasbo mientras Lenny daba malhumorados sorbetones a su lata.
«Uno de los mendas más majos que uno podía conocer», dijo Lenny.
Naz estaba agradecido a Lenny por su intervención. Estaba a punto de lamentarse por lo del dinero, cuando se percató de que Peasbo se había estado refiriendo a Granty.
«Sé que no hay que ser egoísta en un momento como éste, pero está por resolver la cuestión de la guita. El día del reparto es la semana que viene. Yo tengo unas vacaciones que reservar. Necesito esa tela», dijo Billy.
«Vaya un cabrón eres, Billy, ¿eh? ¿No podemos esperar a que el pobre cabrón se haya enfriado antes de empezar con toda esa mierda?», dijo despectivamente Lenny.
«¡Fiona podría gastarse todo el mogollón! No sabrá que esa pasta es nuestra si nadie se lo dice. Estará revolviendo entre sus putas cosas, y dirá vaya, vaya, ¿qué es esto? Casi dos de los grandes. Al pelo. Entonces se las pirará para el Caribe o algún otro sitio mientras nosotros nos sentamos en los Links con un par de botellas de sidra para las vacaciones.»
«Tu cháchara es jodidamente ruin, Billy», le dijo Lenny.
Peasbo miró con gravedad a Lenny, que podía notar un aire de traición.
«Odio tener que decirlo, Lenny, pero Billy no anda desencaminado. Granty no tuvo a Fiona viviendo precisamente a todo tren, con todo lo gran menda que era y tal. Quiero decir, no me entiendas mal, nunca dejaría a nadie decir una palabra contra él, pero te encuentras dos de los grandes en tu casa, te los gastas primero y preguntas después. Lo harías. Seguro de cojones que yo lo haría. Todo quisque lo haría, la puta verdad sea dicha.»
«¿Ah, sí? ¿Y quién se los va a pedir a ella? Que me follen si voy a ser yo», siseó Lenny.
«Lo haremos todos. Es toda nuestra guita», dijo Billy.
«Vale. Después del funeral. El martes», sugirió Naz.
«De acuerdo», asintió Peasbo.
«Sí», se encogió de hombros Jackie.
Lenny asintió con la cabeza en cansina conformidad. Era, lo reconocía, su guita…
El martes vino y pasó. Nadie pudo reunir el valor de decir nada en el funeral. Todos se emborracharon y ofrecieron más lamentos en honor de Granty. El tema del dinero nunca se mencionó hasta muy tarde. Se reunieron, con terribles resacas, a la tarde siguiente, y fueron a casa de Fiona.
Nadie contestó a la puerta.
«Debe de estar en casa de su madre», dijo Lenny.
Salió la mujer del piso de enfrente de la escalera, una señora de cabellos grises con un vestido azul estampado.
«Fiona se ha marchado esta mañana, chicos. A las islas Canarias. Dejó al crío en casa de su madre.» Parecía disfrutar dando la nueva.
«Qué oportuno», refunfuñó Billy.
«Asunto resuelto, pues», dijo Jackie con un encogimiento de hombros que fue un pelín demasiado presuntuoso para el gusto de la mayoría de sus amigos. «No hay mucho que podamos hacer al respecto.»
Acto seguido, quedó aturdido por un golpe a un lado de la cara, propinado por Billy, que le derribó y le envió escaleras abajo. Logró parar la caída agarrándose a la barandilla, y miró con horror a Billy desde el recodo de la escalera.
Los demás estaban casi tan atónitos por la acción de Billy como Jackie.
«Tranquilo, Billy.» Lenny cogió a Billy por el brazo, pero mantuvo su mirada sobre su rostro. Estaba ansioso e intrigado por descubrir la raíz de su furia. «Esto no viene a cuento. No es culpa de Jackie.»
«¿Ah, no lo es? Yo tuve mi puta boca cerrada, pero este listillo ha ido demasiado lejos.» Señaló hacia la figura todavía postrada de Jackie, cuya cara en rápido proceso de hinchazón había adoptado una expresión de renovado disimulo.
«¿De qué cojones va esto?», preguntó Naz.
Billy le ignoró, y miró directamente a Jackie. «¿Cuánto tiempo hace de esto, Jackie?»
«¿De qué habla el cabrón?», dijo Jackie, pero a su voz lacrimosa le faltaba convicción.
«Las islas Canarias un cojón. ¿Dónde vas a encontrarte con Fiona?»
«Estás tocado pero que te cagas, Billy. Ya has oído lo que dijo la vecina», dijo Jackie sacudiendo la cabeza.
«Fiona es la puta hermana de mi Sharon. ¿Crees que ando por ahí con los oídos sellados? ¿Cuánto tiempo llevas metiéndosela, Jackie?»
«Sólo fue una vez…»
La furia de Billy llenó la escalera, y podía sentirla crecer, hinchándose, en los pechos de los otros. Se alzó sobre Jackie como un atronador dios del Antiguo Testamento, censurándole con escarnio.
«¡Sólo una vez un cojón! ¿Y quién puede asegurar que Granty no lo sabía? ¿Quién puede asegurar que no fue eso lo que le mató? ¡Su supuesto mejor puto colega picándose a su periquita!»
Lenny miró a Jackie temblando de ira. Después miró a los otros con ojos encendidos. En una fracción de segundo se forjó entre ellos un acuerdo tácito. Los gritos de Jackie resonaron por el hueco de la escalera, mientras le pateaban y le arrastraban de un piso a otro. Intentó en vano protegerse y, desde debajo de su temor y su dolor, esperó que quedara algo de él que llevarse de Leith, cuando hubiese finalizado el suplicio.