A pesar del inconfundible resentimiento que podía percibir por parte de su madre, Nina no podía desentrañar qué era lo que había hecho mal. Las señales eran confusas. Primero fue: No estés por medio; después: No te quedes ahí de pie. Un grupo de familiares había formado una muralla humana alrededor de su tía Alice. Desde donde estaba sentada, Nina en realidad no veía a Alice, pero los fastidiosos arrullos procedentes del otro lado de la habitación le decían que su tía estaba allí dentro en alguna parte.

Su madre interceptó su mirada. Miraba fijamente a Nina, poniendo la cara de una de las cabezas de una hidra. Por encima de los vamos-vamos y los fue-un-buen-hombre, Nina vio a su madre formar con los labios la palabra «té».

Intentó ignorar la señal, pero su madre siseó insistentemente, apuntando con sus palabras hacia Nina, al otro lado de la habitación, como en un fino chorro: «Haz más té.»

Nina se irguió del sillón y se acercó hasta la gran mesa del comedor, recogiendo una bandeja, sobre la cual había una tetera y una jarra de leche casi vacía.

Ya en la cocina, se escudriñó el rostro en el espejo, concentrándose en un grano sobre el labio superior. Su pelo negro, cortado en una cuña oblicua, parecía grasiento, aunque se lo había lavado la noche anterior. Se frotó el estómago, sintiéndose hinchada por la retención de líquidos. La regla tenía que llegarle en cualquier momento. Era un peñazo.

Nina no podía formar parte de aquella extraña feria del dolor. Todo el tema parecía un rollo. La exhibición de despreocupada indiferencia que desplegó ante la muerte de su tío Andy era fingida sólo en parte. Había sido su pariente favorito cuando era una chiquilla, y la hacía reír, o eso le habían dicho todos. Y en cierto modo lo recordaba. Aquellos acontecimientos habían ocurrido: las bromas, las cosquillas, los juegos, los generosos suministros de helados y caramelos. Sin embargo no podía hallar conexión emocional alguna entre la Nina de ahora y la Nina de entonces, y por lo tanto ninguna conexión emocional con Andy. Oír los recuerdos de sus parientes acerca de aquellos días de su infancia y su niñez le hacía retorcerse de vergüenza. Parecía una negación esencial de sí misma tal y como era ahora. Peor aún, era un rollazo.

Al menos iba preparada para el luto, como todo el mundo le recordaba constantemente. Pensaba que sus parientes eran aburridísimos. Se aferraban a lo mundano como si les fuera la vida en ello; era el sombrío aglutinante que los mantenía unidos.

«Esa chica nunca lleva nada que no sea negro. En mis tiempos, las chicas llevaban colores vivos y bonitos, en vez de intentar parecer vampiresas.» El tío Boab, el gordo y estúpido tío Boab, había dicho eso. Los parientes se habían reído. Todos sin excepción. Risa estúpida y mezquina. La nerviosa risa de unos niños tratando de llevarse bien con el matón del patio del colegio, más que la de unos adultos comunicando que habían oído algo gracioso. Nina tuvo por vez primera conciencia de que la risa va de algo más que el humor. Iba de reducir la tensión, iba de solidaridad frente a la dama de la guadaña. La muerte de Andy había puesto ese tópico unos puestos más arriba en la lista de temas de la agenda personal de cada uno.

La tetera hizo el clic que indica que se ha parado. Nina llenó otro recipiente de té y lo sacó.

«No te preocupes, Alice. No te preocupes, cariño. Aquí está Nina con el té», dijo su tía Avril. Nina pensó que quizá las expectativas depositadas en las bolsas de PG eran poco realistas. ¿Podría esperarse que compensaran la pérdida de una relación de veinticuatro años?

«Es terrible cuando se tienen problemas con el corazón», afirmó su tío Kenny. «Por lo menos, no sufrió. Es mejor que el cáncer, que te pudre en vida. Nuestro padre se nos fue por el corazón y eso. La maldición de los Fitzpatrick. Cosas de tu abuelo.» Miró hacia Malcolm, el primo de Nina, y sonrió. Aunque Malcolm era sobrino de Kenny, sólo tenía cuatro años menos que su tío, y parecía mayor.

«Algún día todo este rollo del patato, y el cáncer y todo lo demás, quedará en el olvido», se aventuró Malcolm.

«Sí, claro. La ciencia médica. Por cierto, ¿cómo está tu Elsa?», dijo Kenny, bajando la voz.

«La van a operar otra vez. Un apaño con las trompas de Falopio. Al parecer lo que hacen es…»

Nina se volvió y abandonó la habitación. Al parecer lo único de lo que Malcolm quería hablar era de las operaciones que había sufrido su mujer para permitirles tener un niño. Los detalles le daban repelús. ¿Por qué suponía la gente que uno quería oír esos rollos? ¿Qué clase de mujer pasaría por todo eso sólo para tener un mocoso gritón? ¿Qué clase de hombre la animaría a hacerlo? Mientras se iba hacia el pasillo, sonó el timbre. Eran su tía Cathy y su tío Davie. Habían llegado rápidamente de Leith a Bonnyrigg.

Cathy abrazó a Nina. «Hola, pequeña. ¿Dónde está? ¿Dónde está Alice?» A Nina le gustaba su tía Cathy. Era la más extrovertida de sus tías, y la trataba como a una persona y no como a una niña.

Cathy se acercó y abrazó a Alice, su cuñada, y después a su hermana Irene, la madre de Nina, y a sus hermanos Kenny y Boab, por ese orden. Nina pensó que ese orden era de buen gusto. Davie asintió austeramente hacia todo el mundo con la cabeza.

«Cristo, no has perdido nada de tiempo en llegar aquí con esa vieja furgoneta, Davie», dijo Boab.

«Sí. La circunvalación lo cambia todo. Se coge justo al salir de Portobello, y te sales justo antes de Bonnyrigg», explicó Davie debidamente.

Volvió a sonar el timbre. Esta vez era el doctor Sim, el médico de cabecera de la familia. Sim estaba atento y diligente, pero con expresión sombría. Trataba de comunicar con su porte cierta compasión, pero conservando todavía una fuerza pragmática a fin de dar confianza a la familia. Sim pensaba que no lo estaba haciendo mal.

Nina también lo pensaba. Una horda de tiítas jadeantes armaba a su alrededor un revuelo como groupies alrededor de una estrella de rock. Después de un ratito, Bob, Kenny, Cathy, Davie e Irene acompañaron al doctor Sim escaleras arriba.

Nina se dio cuenta, a medida que abandonaban la habitación, de que le había venido la regla. Les siguió escaleras arriba.

«¡Quítate de en medio!», bufó Irene mirando a su hija.

«Sólo voy al water», replicó indignada Nina.

En el inodoro se quitó la ropa empezando por los guantes de encaje negros. Al examinar la extensión de los daños, notó que la descarga le había atravesado las bragas pero no había llegado hasta los leggings negros.

«Mierda», dijo, mientras gruesas y oscuras gotas de sangre caían sobre la alfombra del cuarto de baño. Arrancó unas tiras de papel higiénico, y se las apretó para absorber el flujo. A continuación comprobó el armario pero no encontró tampones o compresas. ¿Era Alice demasiado vieja para la regla? Probablemente.

Empapando más papel con agua, logró sacar la mayor parte de las manchas de la alfombra.

Nina entró con precaución en la ducha. Después de lavarse un poco, se hizo otra compresa a base de papel higiénico y se vistió rápidamente, sin ponerse las bragas, que lavó en la pila, escurrió y embutió en el bolsillo de su chaqueta. Se apretó la espinilla que tenía sobre el labio superior y se sintió mucho mejor.

Nina oyó a la comitiva abandonar la habitación y bajar las escaleras. Aquel lugar era el puto culo del mundo, pensaba, y quería marcharse ya. Llevaba rato esperando un momento oportuno para sacarle algo de pasta a su madre. Tenía intención de ir a Edimburgo a ver al grupo de los Calton Studios con Shona y Tracy. No le apetecía salir cuando tenía la regla, pues Shona había dicho que los chicos se dan cuenta cuando la tienes, que sencillamente lo huelen, no importa lo que hagas. Shona entendía de chicos. Era un año más joven que Nina, pero lo había hecho dos veces, una con Graeme Redpath, y otra con un chico francés que había conocido en Aviemore.

Nina aún no había estado con nadie, no lo había hecho. Casi todo el mundo que ella conocía decía que era una mierda. Los chicos eran demasiado estúpidos, demasiado ásperos y aburridos, o se excitaban demasiado. Disfrutaba del efecto que ejercía sobre ellos, le gustaba ver las heladas y simplonas expresiones en sus caras cuando la miraban. Cuando ella lo hiciese, lo haría con alguien que supiera lo que se hacía. Alguien mayor, pero no como el tío Kenny, que la miraba como un perro, con los ojos inyectados en sangre y la lengua asomándole taimadamente entre los labios. Tenía la extraña sensación de que el tío Kenny, a pesar de sus años, sería un poco como los ineptos chicos con los que Shona y las demás habían estado.

Pese a sus reservas acerca de ir al concierto, la alternativa era quedarse en casa y ver la televisión. Específicamente, eso significaba Bruce Forsyth’s Generation Game[12] con su madre y el pedorrín de su hermano, que siempre se excitaba cuando los cacharros bajaban por la cinta transportadora y recitaba rápidamente sus nombres con su voz aguda y peculiar. Su madre ni siquiera le dejaba fumar en el cuarto de estar. A Dougie, el imbécil de su amigo, le dejaba fumar en el cuarto de estar. En esas ocasiones el tabaco sólo era objeto de bromas ligeras en vez de la causa del cáncer y las enfermedades cardíacas. Nina, sin embargo, tenía que irse arriba para echar un pitillo, y aquello era el culo del mundo. Su habitación era fría, y para cuando hubiese encendido la calefacción y la habitación se hubiera calentado, podría haberse fumado un paquete de veinte Marlboroughs. A la mierda con todo eso. Esta noche iría a ver cómo le iba en el concierto.

Cuando abandonó el cuarto de baño, Nina echó un vistazo al tío Andy. El cadáver estaba tendido sobre la cama, con el cubrecama todavía sobre él. Puede que le hubiesen cerrado la boca, pensó. Parecía como si hubiese expirado beodamente, belicosamente, congelado por la muerte mientras discutía de fútbol o política. El cuerpo era flacucho y ajado, pero es que Andy siempre lo fue. Recordaba cuando le hacía cosquillas en las costillas con aquellos persistentes, ubicuos y huesudos dedos. Quizá Andy siempre estuvo muriéndose.

Nina decidió rastrillar los cajones para ver si Alice tenía algunas bragas que merecieran la pena tomar prestadas. Los calcetines y calzoncillos de Andy estaban en la sección superior de una cómoda. La ropa interior de Alice estaba en la siguiente. Nina quedó atónita ante la gama de ropa interior que tenía Alice. Iba desde las prendas demasiado grandes que Nina comprobó y que le llegaban casi hasta las rodillas, hasta prendas de encaje minúsculas con las que nunca podría imaginar a su tía. Había un par hecho del mismo material que los guantes de encaje negro que tenía Nina. Se quitó los guantes para sentir las bragas. Aunque ésas le gustaban, eligió un florido par rosa, y después volvió al cuarto de baño a ponérselas.

Cuando bajó las escaleras, notó que el alcohol había desplazado al té como principal lubricante social de la reunión. El doctor Sim estaba de pie, whisky en mano, hablando con tío Kenny, tío Boab y Malcolm. Se preguntaba si Malcolm le estaría haciendo preguntas sobre las trompas de Falopio. Los hombres bebían todos con estoica determinación, como si fuese una obligación seria. Pese al dolor, no podía disimularse la sensación de alivio que había en el ambiente. Había sido el tercer ataque al corazón de Andy, y ahora que por fin había causado baja, podían continuar con sus vidas sin sobresaltarse nerviosamente cada vez que oían la voz de Alice por teléfono.

Había llegado otro primo, Geoff, el hermano de Malky. Miró a Nina de un modo que ella creyó afín al odio. Era enervante y extraño. Sin embargo, era un gilipollas. Todos los primos de Nina lo eran, en todo caso los que conocía. Su tía Cathy y el tío Davie (él era de Glasgow y protestante) tenían dos hijos: Billy, que acababa de salir del ejército, y Mark, que se suponía que estaba metido en drogas. No estaban allí, pues apenas conocían a Andy o a nadie de la peña de Bonnyrigg. Probablemente estarían en el funeral. O quizá no. En tiempos Cathy y Davie tuvieron un tercer hijo, también llamado Davie, que había muerto hacía casi un año. Estaba gravemente discapacitado tanto mental como físicamente y había pasado la mayor parte de su vida en un hospital. Nina sólo le había visto una vez, sentado en una silla de ruedas, contrahecho, con la boca abierta y los ojos ausentes. Se preguntó cómo se habrían sentido Cathy y Davie con su muerte. De nuevo tristes, pero quizá también aliviados.

Mierda. Geoff se acercaba para hablar con ella. Una vez había hecho que Shona lo viera, y dijo que se parecía a Marti de los Wet Wet Wet. Nina odiaba tanto a Marti como a los Wets y, de todos modos, pensaba que Geoff no se parecía en nada a él.

«¿Va todo bien, Nina?»

«Sí. Lástima lo del tío Andy.»

«Sí. ¿Qué se puede decir?» Geoff se encogió de hombros. Tenía veintiún años y Nina pensaba que eso era ser carrozón.

«Entonces, ¿cuándo acabas el colegio?», preguntó él.

«El año que viene. Quería dejarlo ahora pero mi madre me ha dado la paliza para que me quede.»

«¿Vas a presentarte a los O levels[13]

«Sí.»

«¿Cuáles?»

«Inglés, mates, aritmética, arte, contabilidad, física, estudios modernos.»

«¿Vas a aprobarlos?»

«Sí. No es tan difícil. Menos las mates.»

«¿Y después?»

«Conseguir un trabajo. O apuntarme a un cursillo de la oficina de empleo.»

«¿No vas a seguir y presentarte a los Highers[14]

«No.»

«Deberías. Tú podrías ir a la universidad.»

«¿Para qué?»

Geoff tuvo que pensar un rato. Acababa de graduarse con una licenciatura en inglés y estaba apuntado en el paro. También lo estaban la mayoría de sus compañeros. «Es una buena vida social», dijo.

Nina se dio cuenta de que la manera en que Geoff la había mirado no era con odio, sino con lujuria. Era obvio que había bebido antes de acudir y que eso le había desinhibido.

«Has crecido mucho, Nina», dijo.

«Sí», dijo enrojeciendo, sabiendo que lo estaba haciendo y odiándose a sí misma por hacerlo.

«¿Te apetece salir de aquí? Quiero decir, ¿te dejan entrar en los pubs? Podríamos bajar a tomar algo.»

Nina sopesó la oferta. Aunque Geoff hablara mierda estudiante, tenía que ser mejor que quedarse allí. Alguien les vería en el pub, aquello era Bonnyrigg, y alguien hablaría. Shona y Tracy se enterarían, y querrían saber quién era el tío moreno mayor. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar.

Entonces Nina se acordó de los guantes. Despistadamente, los había dejado sobre la cómoda en la habitación de Andy. Se disculpó con Geoff. «Sí, venga pues. Voy a subir al baño.» Los guantes seguían encima de la cómoda. Los recogió y se los metió en un bolsillo de la chaqueta, pero allí estaban sus bragas mojadas, así que sacó rápidamente los guantes y los puso en el otro. Se volvió para mirar a Andy. Había algo distinto en él. Estaba sudando. Le vio dar una sacudida. Dios, estaba segura de haberle visto sacudirse. Le tocó la mano. Estaba caliente.

Nina bajó las escaleras corriendo. «¡El tío Andy! Creo… creo… tenéis que subir… es como si aún estuviera aquí…»

La miraban con expresión de incredulidad. Kenny fue el primero en reaccionar, subiendo los escalones de tres en tres, seguido por Davie y el doctor Sim. Alice dio un respingo nervioso, boquiabierta, pero sin llegar a asimilarlo. «Fue un buen hombre… nunca me levantó la mano…», se lamentaba en su delirio. Algo en su interior la impulsó a seguir al rebaño escaleras arriba.

Kenny sintió el ceño sudoroso de su hermano, y su mano.

«¡Está ardiendo! ¡Andy no está muerto! ¡ANDY NO ESTÁ MUERTO!»

Sim estaba a punto de examinar el cadáver cuando Alice, habiéndose liberado de su compulsión, le echó a un lado y cayó sobre el cálido y empijamado cuerpo.

«¡ANDY! ANDY, ¿ME OYES?»

La cabeza de Andy se inclinó a un lado, sin que cambiase en ningún momento su estúpida y congelada expresión, y sin que su cuerpo abandonase su flaccidez.

Nina se rió nerviosamente. A Alice la agarraron y sujetaron como a una peligrosa psicótica. Hombres y mujeres la arrullaron e hicieron ruidos para calmarla mientras el doctor Sim examinaba a Andy.

«No. Lo siento. El señor Fitzpatrick está muerto. Su corazón se ha parado», dijo Sim con gravedad. Se levantó, y colocó la mano debajo de la ropa de cama. Entonces se agachó y sacó un cable del enchufe de la pared. Recogió un alargador blanco y tiró de un interruptor unido a él debajo de la cama.

«Alguien se ha dejado encendida la manta eléctrica. Eso explica el calor del cuerpo y el sudor», anunció.

«Santo cielo. Cristo todopoderoso», se rió Kenny. Vio los ojos de Geoff abrasándole con la mirada. Para justificarse dijo: «Andy se habría meado de la risa. Ya sabéis qué sentido del humor tenía Andy.» Volvió las palmas del revés.

«Eres un jodido tonto del culo… ahí tienes a Alice…», tartamudeó Geoff, furioso, antes de darse la vuelta y salir disparado de la habitación.

«Geoff. Geoff. Espera un momento, colega…», suplicó Kenny. Escucharon el portazo de la puerta principal.

Nina pensó que iba a mearse. Le dolían los costados mientras luchaba por reprimir los espasmos de risa que la recorrían. Cathy la rodeó con el brazo.

«No pasa nada, cariño. Vamos, nena. No te preocupes», dijo, mientras Nina caía en que estaba llorando como un bebé. Llorando con un descarnado poderío y un abandono natural mientras las tensiones emanaban de su cuerpo y se volvía flaccida en brazos de Cathy. Recuerdos, dulces recuerdos de la niñez, inundaron su conciencia. Recuerdos de Andy y Alice, y la felicidad y amor que una vez residieron allí, en el hogar de su tía y su tío.