A la tercera va la vencida. Es lo que Sick Boy me dijo: Tienes que saber lo que es intentar dejarlo antes de poderlo hacer de verdad. Sólo se aprende a través del fracaso, y lo que se aprende es la importancia de la previsión. Puede que tenga razón. De cualquier forma, esta vez me he preparado. Un mes de alquiler por adelantado por esta gran habitación desnuda con vistas a los Links. Demasiados hijoputas conocen mi dirección de Montgomery Street. ¡Dinero en efectivo! Despedirse de esa guita fue la parte más dura; mi último chute, administrado esta mañana en el brazo izquierdo, la más fácil. Necesitaba algo para seguir en marcha durante este período de intensa preparación. A continuación he salido como un cohete para Kirkgate, zumbando con mi lista de la compra.

Diez latas de sopa de tomate Heinz, ocho latas de crema de champiñones (todas para consumir frías), un gran bote de helado de vainilla (que dejaré derretir para bebérmelo), dos botellas de laxante, un frasco de paracetamol, un paquete de pastillas Rinstead para la boca, un frasco de multivitaminas, cinco litros de agua mineral, doce bebidas isotónicas Lucozade y algunas revistas: porno blando, Viz, Scottish Football Today, The Punter, etc. El artículo más importante ya me lo procuré durante una visita al hogar familiar; la botella de valium de mi madre, sustraída del armario del cuarto de baño. No me hace sentir mal. Ahora nunca los usa, y si los necesitara, su edad y su sexo dictarían que el memo de su médico se los recete como si fueran gominolas. Tacho amorosamente todos los artículos de mi lista. Va a ser una semana dura.

Mi cuarto está en pelota y sin alfombrar. Hay un colchón en medio del suelo con un saco de dormir encima, un fogón eléctrico y una tele en blanco y negro sobre una pequeña silla de madera. Tengo tres cubos de plástico marrón, medio llenos con una mezcla de desinfectante y agua para mis mierdas, potas y pises. Alineo los botes de sopa, el zumo y las medicinas para tenerlas al alcance de la mano desde la improvisada cama.

Me he dado el último chute para soportar los horrores del viaje de compras. Emplearé la remesa final para ayudarme a dormir, y desengancharme suavemente del jaco. Intentaré tomarla en dosis pequeñas y medidas. Me hace falta un poco ya. El gran bajón comienza a tomar posiciones. Empieza como de costumbre, con una ligera náusea en el fondo del estómago y un ataque de pánico irracional. En cuanto noto que se me apoderan las ganas de vomitar, se desplaza sin esfuerzo alguno de lo incómodo hasta lo insoportable. Un dolor de muelas empieza a extenderse desde los dientes hasta las mandíbulas y las cuencas de los ojos, y atraviesa mis huesos con un palpitar miserable, implacable y debilitante. Los viejos sudores acuden puntualmente, y no olvidemos los escalofríos, cubriéndome la espalda como una fina capa de escarcha otoñal sobre el techo de un coche. Es el momento de actuar. No hay manera alguna de caer redondo y dar la cara aún. Necesito un entrante suave para un bajón. Lo único para lo que me puedo mover es el caballo. Un pequeño pico para desmadejar estos torcidos miembros y quedarme dormido. Después le diré adiós. Swanney se ha desvanecido, Seeker está en el trullo. Eso nos deja a Raymie. Tengo que llamar a ese capullo desde el teléfono de pago del pasillo.

Soy consciente de que, mientras marco los números, alguien pasa de largo rozándome. Doy un respingo ante el efímero contacto, pero no tengo deseo alguno de mirar a ver quién es. Con un poco de suerte no estaré aquí el tiempo suficiente para necesitar ver de qué van mis nuevos «compañeros de piso». Para mí no existen esos jodidos. Nadie existe para mí. Sólo Raymie. El dinero desaparece. Una voz de chica. «¿Diga?», resuella. ¿Tendrá un resfriado de verano o será el jaco?

«¿Está Raymie? Aquí Mark.» Es evidente que Raymie me ha mencionado alguna vez porque aunque yo a ella no la conozco, ella sí me conoce a mí. Su voz se vuelve glacial. «Raymie no está», dice. «Londres.»

«¿Londres? Joder… ¿cuándo vuelve?»

«No lo sé.»

«¿No dejó nada para mí, eh?» Sería demasiado bueno por su parte, el cabrón.

«Eh, no…»

Cuelgo temblorosamente el auricular. Dos opciones; una: echarle huevos, allá en la habitación, dos: llamar a ese capullo de Forrester e ir a Muirhouse, para que me mamoneen y me pasteleen con una partida de mierda. No hay color. En veinte minutos la cosa queda en un: «¿Cuánto para Muirhouse, colega?» al conductor del autobús 32 y meto temblando mis cuarenta y cinco peniques en la caja. Cualquier puerto vale cuando hay temporal, y aquí detrás de mi cara hay inundación.

Una vieja pelleja me echa el mal de ojo cuando la dejo atrás en el camino hasta el fondo del autobús. Sin duda apesto la hostia y tengo un aspecto desastroso. No me molesta. En mi vida no existe nada excepto yo y Michael Forrester y la repugnante distancia entre ambos: una distancia que este autobús va reduciendo cada vez más.

Me cojo el asiento de atrás, en la parte de abajo. El autobús está casi vacío. Hay una chica sentada enfrente de mí, escuchando su walkman Sony. ¿Es guapa? ¿A quién coño le importa? Aunque se supone que es un estéreo «personal», lo oigo con bastante claridad. Suena un tema de Bowie… «Golden Years.»

Don’t let me you hear you say life’s takin’ you nowhere — Angel…

Look at those skies, life’s begun, nights are warm and the days are yu-hu-hung…[6]

Tengo todos los álbumes de Bowie. Absolutamente todos. Toneladas de piratas y demás. Me importan una mierda él y su música. Sólo me importa Michael Forrester, un cabrón feo y sin ningún talento que no ha grabado ningún álbum. Cero singles. Pero Mikey es el hombre del momento. Como una vez dijo Sick Boy, parafraseando sin duda a algún otro capullo: no hay nada al margen del momento. (Creo que el primero que lo dijo fue un mamón en un anuncio de chocolates.) Pero ni siquiera puedo secundar estos sentimientos, pues en el mejor de los casos son periféricos al momento. El momento somos yo, enfermo, y Mikey, curandero.

Una vieja capulla —siempre están en los autobuses a estas horas— está pedorreteando al conductor, disparándole una salva de preguntas irrelevantes acerca de los números de los autobuses, las rutas y los horarios. Súbete de una puta vez o bájate y muérete ya, copón, cabrona vieja y rancia. Casi me asfixio de rabia silenciosa por su egoísta mezquindad y la lamentable indulgencia que muestra el conductor hacia la muy cabrona. La gente habla de los jóvenes y el vandalismo, ¿y qué hay del vandalismo psíquico causado por estos viejos hijoputas? Cuando por fin se sube, la vieja cabrona tiene el morro de tener un careto como el culo de un gato.

Se sienta justo frente a mí. Mis ojos hozan hasta llegar a la parte trasera de su cabeza. La sugestiono para que tenga una embolia o un paro cardíaco enorme… No. Me paro a pensar. Si eso ocurriera, sólo me retrasaría más aún. La suya habrá de ser una muerte lenta y atormentada, para hacerle pagar por mi puto sufrimiento. Si muriera rápidamente, eso le daría a la gente tiempo de quejarse. Siempre aprovechan esa oportunidad. Unas células cancerosas le irían como anillo al dedo. Invoco el desarrollo y la multiplicación de un núcleo de células chungas en su cuerpo. Puedo sentirlo suceder… pero es a mi cuerpo al que le sucede. Estoy demasiado cansado para seguir. He perdido todo mi odio por la viejecita. Sólo siento una apatía total. Ahora ella está al margen del momento.

Se me inclina la cabeza. Se eleva con una sacudida tan repentina y violenta, que pienso que va a salir volando de encima de mis hombros para ir a parar al regazo de la malhumorada vieja pelleja que tengo enfrente. La sujeto firmemente con las dos manos, los codos sobre las rodillas. Me voy a pasar de parada. No. Una oleada de energía y me bajo en Pennywell Road, delante del centro comercial. Cruzo el carril y atravieso el centro, dejando atrás los locales cerrados que nunca fueron alquilados y atravesando el parking donde jamás aparcó un coche. Ni una vez desde que lo construyeron. Hace más de veinte años.

El dúplex de Forrester está en un bloque más grande que la mayoría de los de Muirhouse. Casi todos tienen dos plantas, el suyo cinco, y por tanto tiene ascensor, que no funciona. Para conservar energías voy reptando junto a la pared durante mi viaje escaleras arriba.

Además de calambres, dolores, sudores y una desintegración casi completa de mi sistema nervioso central, ahora me empiezan a fallar los intestinos. Percibo movimientos nauseabundos, siniestros deshielos en mi largo período de estreñimiento. Intento recomponerme ante la puerta de Forrester. Pero él sabrá que estoy sufriendo. Un ex picota siempre sabe cuándo alguien está chungo. Simplemente no quiero que el cabrón sepa lo desesperado que estoy. Aunque para conseguir lo que necesito estoy dispuesto a soportar toda la mierda que me eche, cualquier insulto de Forrester, no veo qué sentido tendría el pregonárselo más allá de lo inevitable.

Evidentemente, Forrester puede ver el reflejo de mi pelo bermejo a través de la puerta de cristal emplomado. Tarda un siglo en contestar. El cabrón ha empezado con los mamoneos incluso antes de que yo haya puesto los pies en su casa. No me saluda con ningún calor en la voz.

«¿Va bien, Rents?»

«No va mal, Mike.» Él me llama «Rents» en vez de «Mark», yo le llamo «Mike» en vez de «Forry». Está claro quién tiene la sartén por el mango. ¿Sería la mejor política intentar congraciarme con este cabrón? Probablemente sea la única en este momento.

«Adelante», dice encogiéndose concisamente de hombros, y yo le sigo fielmente.

Me siento en el sofá, al lado pero a cierta distancia de una zorra gorda con una pierna rota. Su miembro escayolado se apoya en la mesita del café y hay una repulsiva hinchazón de carne blanca entre la escayola sucia y sus pantalones cortos color melocotón. Sus tetas están asentadas sobre una lata gigante de Guinness y su blusa chaleco marrón lucha para retener sus blancas mantecas. Sus grasientos rizos oxigenados tienen dos centímetros de insípidas raíces grises y marrones. No hace ningún intento de reconocer mi presencia sino que deja escapar una horrenda y vergonzosa risa de burra ante algún comentario inane que hace Forrester, que no capto, probablemente acerca de mi aspecto. Forrester se sienta frente a mí en un sillón desvencijado, con su cara carnosa y su cuerpo delgado, casi calvo a los veinticinco. Su pérdida de cabello durante los dos últimos años ha sido espectacular, y me pregunto si habrá cogido el virus. Pero lo dudo. Dicen que sólo los buenos mueren jóvenes. Normalmente haría algún comentario borde, pero en este momento preferiría insultar a mi abuela hablándole de su bolsa de colostomía. Después de todo, Mikey es mi hombre.

En la otra silla junto a Mikey hay un hijoputa de aspecto maligno, cuyos ojos están sobre la guarra hinchada, o más bien sobre el porro poco profesionalmente liado que se está fumando. Ella le da una calada extravagantemente teatral, antes de pasárselo al tipo de aspecto maligno. No tengo nada contra los tíos con ojos de insecto muerto en las profundidades de rostros de roedor. No son todos malos. Es la ropa de este chico la que le delata, destacándole como un vivales de cuidado. Es obvio que ha estado residiendo en uno de los hoteles del grupo Windsor: Saughton, Bar L, Perth, Peterhead, etc.[7], y aparentemente ha estado allí bastante tiempo. Pantalones de pata de elefante azul oscuros, zapatos negros, un polo color mostaza con bandas azules en el cuello y los puños y una parka verde (¡en este puto tiempo!) colgada detrás de la silla.

No hay presentaciones, pero eso es prerrogativa de mi icono bola de billar, Mike Forrester. Tiene la sartén por el mango, y desde luego lo sabe. El cabrón se lanza a una perorata, hablando sin parar, como un niño que intenta quedarse despierto hasta lo más tarde posible. Mr. Moda, así llamaré al cabrón Johnny Saughton, no dice nada, pero sonríe enigmáticamente y de vez en cuando hace chiribitas con una cara de éxtasis burlón. Si alguna vez han visto un rostro de depredador, era el de Saughton. La Guarra Gorda, Dios, qué grotesca es, rebuzna, y yo me esfuerzo por soltar la carcajada servil de rigor en los intervalos que estimo más o menos apropiados.

Después de escuchar esta mierda durante un rato, el dolor y la náusea me fuerzan a intervenir. Mis señales no verbales han sido ignoradas despectivamente, así que entro a saco.

«Perdona que te interrumpa en ese punto, colega, pero voy a tener que ponerme los patines. ¿Tienes la mandanga a mano?»

La reacción es desmesurada, incluso respecto de los cánones del mierdoso juego al que está jugando Forrester.

«¡Cierra la puta boca! Jodido capullo. Ya te diré yo cuándo tienes que hablar. Tú cierra el pico. Si no te gusta la compañía, puedes irte a tomar por el culo. Y punto.»

«No te ofendas, colega…», por mi parte todo es dócil capitulación. Después de todo, este hombre es para mí un dios. Caminaría a cuatro patas sobre cristales rotos durante mil kilómetros para usar su mierda como pasta dentífrica y ambos lo sabemos. No soy más que un peón en un juego llamado «El Marketing de Michael Forrester Como Tipo Duro». Para todos los que le conocen, se trata de un juego basado en conceptos ridículamente carentes de base. Además, es obvio que todo él está siendo escenificado a beneficio de Johnny Saughton, pero qué cojones, es la película de Mike, y yo pedí a gritos que me sirvieran una mano mierdosa cuando marqué su número.

Me trago algunas humillaciones soeces más durante lo que parece una eternidad. Las capeo sin inmutarme, eso sí. Nada amo (salvo el jaco), nada odio (salvo aquellas fuerzas que me impidan el conseguirlo) y nada temo (salvo no poder pillar).

También sé que un cagao como Forrester jamás me haría pasar por toda esta pantomima si tuviera intención de dejarme tirado.

Me produce cierta satisfacción recordar por qué me odia. Mike estuvo hace tiempo cegado por una mujer que le aborrecía. Una mujer a la que yo a renglón seguido me tiré. No supuso gran cosa ni para mí ni para la mujer en cuestión, pero desde luego a Mike le jodió mogollón. Ahora bien, la mayoría de la gente lo pondría en la cuenta de la experiencia, siempre quieres lo que no puedes tener y las cosas que en realidad te importan un comino son las que se te presentan en bandeja. Así es la vida, así que ¿por qué iba a ser diferente el sexo de cualquier otra parte de ella? Yo he tenido y superado reveses semejantes en el pasado. Todo quisque lo ha hecho. El problema es que este mierda está empeñado en acumular resentimientos triviales, como la ardilla maligna y dentuda que es. Pero yo aún le quiero. Tengo que hacerlo. Es el chico con la mejor mano.

Mikey acaba aburriéndose de su juego de humillación. Para un sádico, debe de tener tanto interés como clavarle agujas a una muñeca de plástico. Me habría encantado haberle dado mejor juego, pero estoy demasiado follao para reaccionar al mellado ingenio de sus pullas. Así que finalmente dice: «¿Tienes la guita?»

Saco unos billetes arrugados de los bolsillos, y con enternecedor servilismo los aliso sobre la mesa del café. Con aire reverente y con toda la deferencia debida al estatus de Mikey como El Hombre, se los doy en mano. Noto por vez primera que la Guarra Gorda tiene una enorme flecha dibujada en la escayola con gruesos trazos de rotulador negro, apuntando hacia su entrepierna. Las letras que la acompañan dicen en grandes mayúsculas: INSERTAR POLLA AQUÍ. Mis intestinos dan otra rápida voltereta, y el impulso de quitarle la mandanga a Mikey con la máxima violencia e irme a tomar por culo de aquí es casi abrumador. Mikey se embolsa los billetes y, para mi asombro, me muestra dos cápsulas blancas. Eran cosillas duras y con forma de bomba con un acabado ceroso. Un poderoso furor, aparentemente procedente de ningún sitio, se apodera de mí. No, de ningún sitio no. Emociones fuertes de este tipo sólo puede generarlas el jaco o la posibilidad de su ausencia. «¿Qué cojones es esta mierda?»

«Opio. Supositorios de opio», dice Mikey cambiando de tono. Resulta cauteloso, casi exculpatorio. Mi exabrupto ha hecho añicos nuestra simbiosis chunga.

«¿Qué coño quieres que haga con esto?», digo sin pensar, y empezando a sonreír cuando caigo en la cuenta. Eso saca a Mikey del apuro.

«¿De veras quieres que te lo diga?», se mofa, recuperando algo del poder que acababa de ceder, mientras Saughton se ríe y la Guarra Gorda rebuzna. Puede ver que no me hace gracia, sin embargo, así que continúa: «No es un pico lo que necesitas, ¿verdad? Quieres algo lento, que te quite el dolor, que te ayude a desengancharte del jaco, ¿verdad? Pues éstas son perfectas. Diseñadas a medida de tus necesidades. Se derriten pasando a todo el sistema, el flash se acumula y después se desvanece lentamente. Ésas son las pirulas que emplean en los hospitales, joder.»

«¿Entonces crees que valen la pena, tío?»

«Haz caso a la voz de la experiencia», sonríe, pero más hacia Saughton que hacia mí. La Guarra Gorda echa hacia atrás su cabeza grasienta, exhibiendo grandes dientes amarillos.

Así que hago lo recomendado. Hago caso a la voz de la experiencia. Me excuso, me retiro al retrete y me las inserto con gran diligencia por el culo. Era la primera vez que metía el dedo por mi propio agujero, y me asaltó una sensación vagamente nauseabunda. Me miro en el espejo del cuarto de baño. Pelo rojo, mate pero sudoroso, y un rostro pálido con un puñado de repugnantes granos. Hay dos bellezas en particular: en realidad, a éstas habría que clasificarlas como forúnculos. Uno en la mejilla y uno en la barbilla. La Guarra Gorda y yo haríamos una excelente pareja, y me recreo con una perversa visión de los dos en una góndola por los canales de Venecia. Vuelvo escaleras abajo, todavía chungo pero con el colocón de haber pillado.

«Tarda un rato», hace notar toscamente Forrester, mientras hago mi entrada en el cuarto de estar.

«¡A mí me lo dices! Para el bien que me han hecho hasta ahora, tanto daría que me las hubiera metido por el culo.» Recibo mi primera sonrisa de parte de Johnny Saughton por mis penas. Casi puedo ver la sangre alrededor de su retorcida boca… La Guarra Gorda me mira como si acabase de masacrar ritualmente a su descendencia. Esa expresión dolorida e incomprensible que exhibe hace que tenga ganas de mearme en los gallumbos de risa. Mike pone una cara muy ofendida que dice yo-soy-el-que-hace-los-chistes-aquí, pero matizada por la resignación ante el hecho de que su poder sobre mí ha desaparecido. Terminó con la finalización de la transacción. Ahora él no representaba más para mí que una mierda de perro en el centro comercial. En realidad, bastante menos. Y punto.

«Pues nada, hasta luego, gente», digo dirigiéndome a Saughton y la Guarra Gorda. Un Saughton sonriente me envía un guiño cómplice que parece barrer toda la habitación. Hasta la Guarra Gorda trata de forzar una sonrisa. Tomo sus gestos como pruebas suplementarias de que el equilibrio de poderes entre Mike y yo ha variado en lo fundamental. Como para confirmarlo, me acompaña hasta la salida. «Eh, ya nos veremos, tío. Eh… perdona por toda la mierda que te he echado encima hace un rato. Ese hijoputa de Donnelly… me pone nervioso a tope. Es un majarón de primera. Ya te contaré toda la historia más tarde. ¿No me guardas rencor, eh, Mark?»

«Ya nos veremos, Forry», le respondo, esperando que mi voz arrastre suficiente promesa de amenaza para causarle al cabrón un poco de inquietud, si no verdaderas preocupaciones. Una parte de mí no quiere quemar al capullo para siempre, sin embargo. Es una idea un poco frustrante, pero puede que le necesite de nuevo. Pero ése no es modo de pensar. Si sigo pensando así, todo el puto esfuerzo será inútil.

Cuando llego al final de la escalera ya me he olvidado de mi malestar; bueno, casi. Siento el dolor a través de todo el cuerpo, sólo que en realidad ya no me molesta. Sé que es ridículo tratar de convencerme de que la mandanga ya me está haciendo efecto, pero desde luego está teniendo lugar cierto efecto placebo. Algo que sí percibo es una gran fluidez en las entrañas. Parece como si me estuviera derritiendo por dentro. Llevo cinco o seis días sin cagar; parece ser que toca ahora. Me pedo e inmediatamente remato, sintiendo húmedos sedimentos en mis calzones junto a una aceleración del pulso. Piso los frenos a tope, apretando los músculos del esfínter todo lo que puedo. El daño está hecho, sin embargo, y va a ser mucho peor si no actúo inmediatamente. Me planteo volver a casa de Forrester, pero de momento no quiero tener nada más que ver con ese mamón. Me acuerdo de que la tienda de apuestas del centro comercial tiene un retrete al fondo.

Entro en la tienda llena de humo y voy de cabeza al cagadero. Vaya una escena; dos tíos de pie junto a la puerta del retrete, simplemente meando hacia el interior, donde hay dos buenos centímetros de orina estancada y lechosa cubriendo el suelo. Es extraño, pero me recuerda las duchas de las piscinas a las que solía ir. Los dos tipos se sacuden las pollas en el pasillo y se las guardan en la bragueta con el mismo cuidado que uno pondría en meterse en el bolsillo un pañuelo sucio. Uno de ellos me mira con suspicacia y me cierra el paso al retrete.

«El cagadero está embozado, colega. No podrás cagar ahí.» Señala en dirección a la taza sin asiento, llena de agua marrón, papel higiénico y grumos de mierda flotante.

Yo le miro con gesto severo. «Tengo que entrar, colega.»

«¿No irás a meterte un chute ahí dentro, eh?»

Lo que faltaba. El Charles Bronson de Muirhouse. Sólo que este cabrón hace que Charles Bronson se parezca a Michael J. Fox. De hecho, se parece un poco a Elvis, a Elvis con su aspecto actual; un ex-Ted gordinflón en descomposición.

«Vete a la mierda.» Mi indignación ha debido de resultar convincente, porque, para mi asombro, el mendrugo se disculpa.

«No te ofendas, colega. Es sólo que algunos jóvenes capullos de esta urbanización han estado intentando convertir esto en su jodido chutódronto. Eso no nos va.»

«Jodidos cabrones espabilaos», añade su colega.

«Llevo un par de días chungo, tío. Me estoy volviendo mono con estas cagarrinas. Necesito cagar. Eso de ahí dentro tiene un aspecto asqueroso, pero o es eso o son mis jodidos gallumbos. No llevo mierda encima. Ya tengo bastantes problemas con la priva como para ocuparme de otras cosas.»

El capullo hace un gesto comprensivo con la cabeza y me deja pasar. Siento cómo los orines me empapan las zapatillas al pasar la puerta. Me paro a reflexionar sobre lo ridículo que es decir que no llevaba mierda encima cuando mis gallumbos están rebosantes de ella. Por suerte, sin embargo, el pestillo de la puerta está intacto. Verdaderamente insólito, si se tiene en cuenta el atroz estado del cagadero.

Me arranco los gallumbos y me siento sobre el frío y húmedo bordillo de porcelana. Vacío mis entrañas, sintiendo como si todo, excrementos, estómago, intestinos, páncreas, hígado, ríñones, corazón, pulmones y putos sesos estuviesen cayendo por el agujero del culo hasta la taza. Mientras cago, hay moscas aporreándome la cara, dándome escalofríos por todo el cuerpo. Intento agarrar una y, para sorpresa y regocijo míos, la siento zumbando en mi mano. Aprieto lo suficiente para inmovilizarla. Abro el puño y veo una enorme y asquerosa mosca verde, una hija de puta grande y peluda, con aspecto de grosella.

La espachurro contra la pared de enfrente, trazando una «H», después una «I» y después una «B» con el dedo índice, usando sus entrañas, tejidos y sangre como tinta. Empiezo con la «S» pero el suministro va escaseando. No hay problema. Tomo prestado de la «H», que tiene un grueso excedente, y completo la «S»[8]. Me siento todo lo atrás que puedo sin resbalar y caer en el pozo de mierda que tengo debajo, y admiro mi obra de artesanía. La vil mosca verde, que me había causado gran angustia, se ha convertido en una obra de arte que me causa mucho placer contemplar. Pienso especulativamente en ella como metáfora positiva de otras cosas de mi vida, cuando el discernimiento de lo que acabo de hacer me envía una paralizante descarga de temor puro a través del cuerpo. Me quedo helado por un instante. Pero sólo un instante.

Me tiro de la taza, con las rodillas chapoteando en el suelo meado. Mis vaqueros caen hasta el suelo y absorben glotonamente la orina, pero yo apenas me doy cuenta. Me arremango y sólo vacilo brevemente, ojeando mis abscesos cicatrizados y en ocasiones no tan cicatrizados, antes de sumergir las manos y los antebrazos en el agua marrón. Rebusco fastidiosamente y recupero una de mis bombas enseguida. Frotando le quito algo de la mierda que lleva pegada. Un pelín derretida, pero mayormente intacta. La coloco encima de la cisterna. Localizar la otra supone varios largos rastreos a través del mogollón y el tamizar la mierda de un puñado de los buenos habitantes de Muirhouse y Pilton. Me da una arcada, pero consigo hacerme con mi pepita de oro blanco, sorprendentemente aún mejor conservada que la primera. La sensación del agua me repugna aún más que la mierda. Mi brazo manchado de marrón me recuerda el clásico moreno de camiseta. La línea divisoria llega más arriba del codo, pues he tenido que adentrarme en el desagüe.

Pese a la incomodidad que me produce la sensación del agua sobre mi piel, parece apropiado dejar el brazo bajo el chorro del agua fría de la pila. No es que sea, ni mucho menos, el lavado más intensivo o profundo que me he dado, pero es todo lo que puedo soportar. Acto seguido me limpio el culo con la parte limpia de mis calzones y arrojo los gallumbos saturados de mierda a la taza con el resto de los desperdicios.

Oigo cómo llaman a la puerta mientras me pongo mis empapados Levis. Es la sensación de mojado sobre mis piernas, de nuevo, más que el pestazo, lo que me hace sentir un poco mareado. La llamada se convierte en un sonoro aporreamiento.

«¡Venga ya, cabrón, aquí fuera estamos que reventamos!»

«Aguantad la puta mecha.»

Me sentía tentado de tragarme los supositorios, pero rechacé esa posibilidad casi tan pronto como me pasó por la cabeza. Estaban diseñados para el consumo anal, y aún había bastante de esa materia cerúlea sobre ellos como para hacer pensar que indudablemente tendría bastantes problemas para no vomitarlos. Puesto que había sacado todo de mis entrañas, mis chicos probablemente estarían más seguros allí. Pa casa.

Me pusieron algunas caras raras cuando me marchaba de la tienda de apuestas, no tanto la peña de la cola del pis, que pasaron de largo con algunos despectivos «ya iba siendo hora», como uno o dos clientes que calaron mi aspecto demacrado. Hasta hubo un mangui que hizo algunos comentarios vagamente amenazadores, pero la mayoría estaban demasiado ensimismados con los formularios o las carreras en la pantalla.

Pude observar a Elvis/Bronson gesticulando como loco hacia la tele cuando me marché.

En la parada del autobús me di cuenta del día tan bochornoso que hacía. Recuerdo que alguien dijo que era el primer día del Festival. Desde luego, hacía el tiempo apropiado. Me apoyé contra la pared al lado de la parada, dejando que el sol empapara mis húmedos vaqueros. Vi un 32 de camino, pero no me moví de pura apatía. Cuando vino el siguiente, me las arreglé para subir al cabrón y me encaminé al soleado barrio de Leith. Realmente va siendo hora de hacer una buena limpieza, pensé mientras subía las escaleras de mi nuevo piso.