Forzaron la cerradura y abrieron la puerta del almacén. En cuanto entraron, el olor les indicó que habían encontrado lo que buscaban. La alguacil Jantu Ferrar lo sabía, y un vistazo a la ranger Shah se lo confirmó. Los policías aún reconocían el olor de un cuerpo putrefacto, aun en el mundo esterilizado de Inferno.
Ahora sabían cómo se las había apañado Bissal para permanecer oculto durante tanto tiempo. Era fácil mantenerse oculto si uno estaba muerto. La ranger, la alguacil y el robot se internaron en la fresca y pegajosa oscuridad. Shah sacó una linterna y alumbró el interior del edificio.
—Contrabandistas, en efecto —dijo.
Jantu asintió. Reconocía el equipo: una docena de restrictores apilados en un rincón, un equipo hiperonda, una mesa de trabajo. Acababan de irrumpir en un centro importante. Jantu desenfundó la pistola y se mantuvo alerta. Shah miró a Jantu y también desenfundó su arma. Jantu avanzó hacia la esquina de una mesa cubierta de herramientas. Indicó a Shah que la cubriera, y Jantu dobló la esquina.
Allí estaba. Sentado a una mesa, con una comida sencilla delante, los ojos sin brillo, ciegos, la boca entreabierta, un bocado entre los labios, la cabeza inclinada. Casi igual que el gobernador. E igualmente muerto.
Jantu no comprendió que había alzado su arma para apuntar con ella al cadáver hasta que la bajó.
—¿Es él?
—¿Es él? —preguntó Shah con voz chillona.
—Sí —respondió Jantu. Era raro, pero un cadáver nunca tenía el mismo aspecto que el hombre vivo. Estaba abotagado, reblandecido. Y no era de extrañar, pues llevaba muerto dos o tres días.
—¿Cómo murió? —inquirió Shah, acercándose.
—Mira su plato —contestó Jantu. Sobre los restos de comida había un sólido enjambre de moscas, muertas e inmóviles. Veneno. El mismo que había matado a Bissal. Un veneno que había actuado antes de que él tragase siquiera.
—Infierno ardiente —masculló Shah—. Le tendieron una trampa. Lo enviaron a hacer el trabajo sucio y le prepararon este escondrijo para matarlo.
Jantu miró el cadáver, esforzándose para detectar algún movimiento en aquella imposible quietud. Cometió el error de respirar por la nariz y el hedor fue como un puñetazo en el estómago. Se sentía aprensiva y nerviosa.
—Vamos —dijo—. Lo hemos hallado. Regresemos al aeromóvil para llamar.
Shah asintió, el rostro ceniciento, los ojos desorbitados. Quizá fuera el primer cadáver que veía.
—Sí, vamos.
Enfundaron sus armas y regresaron a la calle protegidas por Gerald 1324, por si alguien aguardaba fuera para sorprenderlas. Estaban cerca del aeromóvil cuando sucedió, mientras Jantu miraba hacia el edificio por encima del hombro.
La detonación sorprendió a Gerald 1324 en la puerta. La pared se derrumbó sobre él, sepultándolo. Jantu se elevó del suelo sin darse cuenta de lo que sucedía. Sus oídos ensordecidos vibraban y la pared de llamas que antes era el almacén ardía en silencio. Y Shah… Se volvió para ver qué le había pasado a Shah.
Shah estaba inmóvil en el suelo, y de repente la diferencia entre ranger y alguacil dejó de importar. Nada importaba mucho cuando un trozo de cinco kilos de estrescreto te pegaba entre los ojos.
Alvar Kresh observaba a la brigada de bomberos combatir el incendio.
—Juegan con nosotros, Donald. Juegan con nosotros. Nos permiten encontrar el cadáver, nos dejan ver que nunca nos dirá nada, y preparan el lugar para que estalle cuando nuestra gente se marcha, antes de que podamos averiguar algo más.
—Sí, señor —convino Donald—. Dudo que encontremos alguna huella después de semejante incendio. —Kresh calló, mirando cómo un almacén lleno de pruebas se hacía humo. ¿Qué clase de mente podía haber planeado aquello?
—Buenas tardes, gobernador —dijo una voz de mujer. Kresh no respondió—. ¿Gobernador?
—¿Eh? Ah. —Kresh se volvió y vio a Cinta Melloy. Tardaría un tiempo en acostumbrarse a que la gente lo llamara de ese modo—. Hola, Cinta.
—Vaya problema tiene entre manos, gobernador Kresh.
«Y esto es sólo la parte que se ve», pensó Kresh.
—Mire, Cinta, por ahora olvídese del título de gobernador. De policía a policía, estoy aquí como sheriff.
«Un sheriff mirando cómo se derrumba su caso —pensó—. ¿Adónde voy ahora?».
—Dado que es mi jurisdicción, he venido sin esperar a que me invitasen —dijo Cinta Melloy, mirando las ruinas humeantes—. Debió pedirme ayuda, gobernador… perdón, sheriff. Ahora se le ha ido de las manos. Es demasiado tarde.
—Yo no podía confiar en usted, Cinta —replicó Kresh. Estaba demasiado cansado para intentar disimular su disgusto. Rastrear la verdad ya era bastante difícil. De algún modo, resultaba más fácil hablar de ello, ahora que había pronunciado esas palabras—. ¿Cómo podía confiar en usted, cuando el SCS seguía apareciendo donde no debía?
Kresh esperaba un estallido de cólera, pero este no se produjo.
—Sí, en efecto —dijo Melloy con la mirada fija en el fuego, mientras hacía algo parecido a una confesión—. Una parte era legítima, sólo buenos policías entrometiéndose más de la cuenta. Otra parte era la mugre que se nos pega en las manos en este oficio, por mucho que intentemos lo contrario. Tratamos con delincuentes, Kresh, y usted lo sabe. Al tocarlos, a veces nos pringamos.
—Lo sé, Cinta, lo sé; pero esto era algo más que un poco de suciedad.
Cinta miró a Kresh, entornando los ojos a causa del humo.
—Tiene razón. Era algo más que un poco de suciedad. También había policías corruptos. Mis policías. Y estoy segura de que los agentes que se llevaron a Blare y Deam de la recepción pertenecían al SCS, fuera de servicio, pagados. Aún no les he echado el guante, pero lo haré. También a Blare y Deam. El SCS quedaría muy mal parado si lo denuncian otros. Yo sólo quería capturarlos por mi cuenta.
—¿Y Huthwitz? —preguntó Kresh. Un buen interrogador siempre sabía cuándo presionar si el sujeto se avenía a cooperar—. Un policía corrupto muerto, y usted conocía su nombre, aunque su comandante no.
—Sí, temí que usted lo advirtiese. Lo teníamos bajo observación. El SCS era la fuente original del dato que llevó a ese ranger a la Grieta Oriental. No quería decir nada más delante de Devray o de usted, cuando mi gente estaba a punto de coronar con éxito la operación. Tampoco podía confiar en ustedes.
—¿Y coronaron con éxito la operación?
—No —respondió Cinta—. Todos se ocultaron cuando murió Huthwitz. Los perdimos.
—¿Bissal mató a Huthwitz?
—Es casi seguro. —Cinta señaló las ruinas humeantes—. Tal vez nunca lo sepamos. Sé con certeza que se conocían. Hermanos en el contrabando, salvo que no se llevaban muy bien.
—Eso lo sabíamos. ¿Supo antes que nosotros que el asesino era Bissal? —preguntó Kresh.
—Teníamos sus antecedentes —admitió Cinta—. Todos los tenían. Sólo que nosotros podíamos asociarlos con la operación de Huthwitz. El nombre de Bissal apareció como una posibilidad entre veinte, eso es todo. Ni siquiera diría que lo consideramos un sospechoso importante hasta que su equipo lo encontró e identificó.
—Vaya si lo encontramos; pero ahora lo hemos perdido de nuevo. —Kresh se volvió y echó a andar hacia su aeromóvil.
—Por cierto —dijo Cinta mientras él se alejaba—, lo he verificado de todos los modos posibles, y usted tenía razón en cuanto a Grieg y sus invitados.
Kresh frunció el entrecejo y regresó al lado de ella.
—¿A qué se refiere? —preguntó.
—Era un espacial típico. He verificado todos los informes de noticias y he hablado con amigos. Nadie recuerda que haya recibido invitados en su casa. Jamás.
Alvar Kresh miraba sin ver por la ventanilla mientras Donald lo conducía de regreso a la Residencia. Estaba pensando. Devanándose los sesos. La investigación policial y la investigación política formaban una extraña pareja. Sería un gran desafío satisfacer las exigencias de ambas, pero comenzaba a comprender que las dos iban tan unidas que no tenía elección. Indicios, pistas falsas, ideas, teorías, jirones de conversaciones y datos fortuitos parecían girar en su cabeza. Grieg con un agujero en el pecho, la imagen simulada de Grieg asegurándole a Kresh que estaba bien; Telmhock anunciándole que era gobernador; Kresh tropezando con un SPR muerto para llegar al despacho de Grieg; la imagen fantasmal de Bissal capturada por el integrador cuando se dirigía al subsuelo.
La mitad de aquella información era vital, mientras que la otra mitad carecía de importancia. Pero ¿cuál mitad era cuál? Cerró los ojos y trató de concentrarse. «No, no te concentres —pensó—. Relájate. Deja que salga solo. No esperes que la respuesta llegue ordenadamente. Llegará a su manera, sin que la obligues». No servía de nada forzar las cosas.
Y en ese preciso instante vio la luz. Sí. Tenía que ser eso. Necesitaba pruebas, necesitaba armar el rompecabezas. Lo sabía. Lo sabía.
Donald 111, convencido de que su amo se había dormido, trató de aterrizar suavemente, pero una vez más Alvar Kresh sorprendió a su robot personal.
Se apeó del coche antes que Donald se levantara del asiento, con actitud enérgica y decidida. Donald recordó que a veces los humanos pensaban con los ojos cerrados, aunque la mayor parte de sus pensamientos no fueran más que una excusa para echarse una siesta.
—Quiero a Calibán y a Prospero en mi despacho —dijo Kresh, dirigiéndose hacia la entrada—. Y los quiero ahora.
—Sí, señor —repuso Donald, apresurándose a darle alcance—. Los llevaré sin demora. —«Una vez que estés a salvo en el interior de la Residencia», pensó. Aún había peligro por todas partes.
—Bien —dijo Kresh al franquear la entrada principal—. Primero debo hacer algo que tal vez me lleve cierto tiempo. Aguárdame en el despacho del gobernador.
—Sí, señor —respondió Donald, sorprendido. Conocía los estados de ánimo de Alvar Kresh, sobre todo cuando este se disponía a asestar el golpe definitivo. Pero ¿cómo? Y ¿quién? Donald descendió a la celda improvisada donde se encontraban Calibán y Prospero. Se había adelantado a Kresh en la resolución de algunos casos, y se había quedado atrás en muchos otros, pero nunca se había quedado tan atrás. ¿Kresh tenía al culpable en la mira, antes de que Donald intuyese siquiera una lista de sospechosos?
Donald indicó al guardia robot que abriera la puerta y entró sin demora. Prospero y Calibán estaban sentados en el suelo.
—Levantaos —les indicó Donald, sin ocultar su entusiasmo—. El gobernador quiere veros.
Ambos se pusieron de pie, vacilando un poco. Donald se sintió satisfecho de verlos incómodos. Le provocaba auténtico placer impartir órdenes a aquellos dos. ¿Habría comprendido Kresh por fin que los dos seudorrobots eran los culpables? Eso le causaría una inmensa sensación de triunfo.
Kresh no estaba en el despacho cuando Donald y sus dos prisioneros llegaron unos minutos después. Donald les ordenó que permaneciesen en el centro de la habitación mientras él se retiraba a un nicho. Esperar no era muy difícil para un robot. Los robots pasaban gran parte de su existencia esperando a que los humanos llegaran, o a que los humanos se fueran, o a que los humanos decidieran ordenarles algo. No obstante, aquella espera resultó casi insoportable para Donald. Sabía que algo estaba en marcha.
Los tres robots aguardaron en silencio durante dieciséis minutos y veintitrés segundos, según el cronómetro interno de Donald. Entonces se abrieron las puertas y entró Kresh. Llevaba una caja opaca destinada a almacenar pruebas. Puso la caja sobre el escritorio y se dirigió a Calibán y Prospero, dispuesto a ir al grano sin preámbulos.
—Quiero saber qué sucedió exactamente entre vosotros y Tierlaw Verick. Quiero las palabras precisas, las de él y las vuestras.
—¿Se refiere a la noche en que murió el gobernador Grieg? —preguntó Calibán.
—¿En qué otra ocasión os reunisteis con él?
—Nunca —contestó Calibán—, ni antes ni después.
—Entonces, cuéntame qué sucedió en esa única ocasión.
—Bien, fue un diálogo breve. —Calibán no podía ocultar su desconcierto—. Estábamos esperando junto a la puerta.
—¿Sólo vosotros dos? ¿Nadie más?
—Nadie más. Si cree que encontrará algún testigo aparte de Prospero para corroborar mi declaración, me temo que no hay ninguno. Prospero y yo aguardábamos junto a la puerta cuando salió Tierlaw. Parecía contrariado, y sorprendido de vernos allí. Comentó «Creí que esta noche sería el último de la fila», y rio.
—Rio nerviosamente, me pareció —intervino Prospero.
Calibán asintió.
—Sí, estaba nervioso. Hablaba en voz bastante alta, y se lo veía agitado. «Mi amigo y yo somos un añadido de último momento», respondí, y él dijo: «Bien, ahí dentro os enteraréis de muchos cambios. Todo está decidido. Nadie estará a cargo, y vuestra especie pasará a mejor vida. Todos pasaremos a mejor vida. Grieg acaba de decírmelo. Es el fin».
—¿Y luego qué? —preguntó Kresh.
—Luego nada —repuso Prospero—. Se alejó por el pasillo. Calibán y yo quedamos un poco sorprendidos por sus palabras, pero no tuvimos oportunidad de comentarlas. La puerta del despacho de Grieg se abrió, y entramos para conversar con él. Eso fue todo lo que hubo entre nosotros.
—Entiendo. Muy bien. Eso es todo. Podéis marcharos.
—¿Regresamos a nuestra celda? —inquirió Prospero.
—Haced lo que os plazca —rezongó Kresh—. ¿No es lo que dice esa maldita Cuarta Ley? Dejadme, pero permaneced en la Residencia. Os necesitaré más tarde, y será mejor que no intentéis escapar.
—Claro que no —dijo Calibán—. Ninguno de los dos desea suicidarse.
—¿De veras? —preguntó Kresh—. Tenéis un raro modo de demostrarlo. Ahora, salid.
Donald observó la partida de los dos seudorrobots, muy confuso. Esa versión de la conversación con Tierlaw Verick no concordaba con la versión de Verick, pero, dada la hostilidad de este hacia los robots, cabía esperar que fuese rudo con ellos.
Lo más importante era que el gobernador Kresh parecía creer en la versión de los seudorrobots, aunque tanto Prospero como Calibán eran capaces de mentir. Por un instante Donald pensó en llamar la atención de Kresh sobre ello, pero al advertir su gesto de tenaz concentración consideró que sería un grave error. No. El gobernador Kresh era un hombre que sabía lo que hacía.
Y una de las cosas que hacía era no prestar la menor atención a Donald. Los humanos con frecuencia se olvidaban de que había robots presentes, presenciando lo que ocurría. Donald siempre valoraba esos momentos, pues le daban una magnífica oportunidad de observar la conducta humana. Observó inmóvil desde su nicho mientras Kresh sacaba un papel del arcaico escritorio, tomaba una de las extrañas y antiguas plumas de Grieg y se ponía a escribir. Parecía estar confeccionando una lista.
Terminó de escribir, dejó la pluma y miró el papel por unos segundos. Se volvió hacia el panel de comunicaciones y pulsó un número. El monitor se activó y Donald vio a Justen Devray en la pantalla.
—Venga aquí —ordenó Kresh, e interrumpió la conexión antes de que Devray pudiera responder. Kresh cogió el papel, se levantó y se puso a caminar de aquí para allá sin apartar los ojos del papel. Volvió al escritorio y tomó de nuevo la pluma. Tachó algo y escribió otra cosa.
En ese momento sonó el anunciador de la puerta, y Kresh apretó un botón del escritorio.
La puerta se abrió y entró Justen Devray.
—Bien, Justen. Parece que tengo un trabajo para mis rangers. —Kresh entregó el papel a Devray—. Comuníquese con Cinta Melloy y coordine lo necesario con el SCS. Cite a estas personas, Justen. A todas. Ahora. Y quiero que usted y Melloy también estén aquí. Para usted es una orden, pero puede extender mi invitación a Cinta. Sospecho que aceptará.
Devray miró la lista y sacudió la cabeza.
—Tal vez Melloy quiera venir, pero algunas de estas personas no se sentirán complacidas.
—Limítese a traerlas —dijo Kresh—. Las quiero a todas aquí, en este despacho, dentro de dos horas. —Devray asintió, y al cabo de un instante se acordó de cuadrarse.
—Sí, señor —dijo, y se volvió para marcharse mientras Kresh apretaba el botón que abría la puerta. Kresh observó la partida de Devray, aguardó un minuto y lo siguió, abriendo la puerta con la placa lectora de identidad.
Al salir se detuvo y examinó algo en el marco de la puerta. Lo que encontró pareció complacerlo, y siguió andando.
La habitación detectó que no había humanos presentes y las luces se apagaron.
Dejando a Donald a oscuras. En más de un sentido. Quería seguir a su amo, quedarse con él, pero no debía hacerlo. Kresh necesitaba trabajar a solas. El gobernador siempre podía llamarlo si lo necesitaba.
—Tengo que ir, Gubber —dijo Tonya.
—¡Podrías oponerte! —exclamó Gubber—. Alega inmunidad diplomática. Niégate. Ya fue bastante malo que Calibán desapareciera y terminase en la cárcel. Yo apenas lo conocía, y por poco me mata del susto. Si te ocurriera a ti, no podría soportarlo. No vayas. No dejes que te pillen. Quédate.
—Eso sólo empeoraría las cosas —dijo Tonya, con tono menos calmo que sus palabras—. Sé que esto no ha sido fácil para ti, pero te aseguro que después de esta noche todo habrá terminado. No sé para qué me necesita Kresh, pero lo cierto es que me necesita. Ignoro si soy sospechosa o testigo, o si sólo quiere charlar sobre la terraformación. Sencillamente me necesita, y tengo que ir.
—Pero ¿por qué?
Tonya avanzó hacia la puerta, dio media vuelta y lo miró. La lógica le decía que todo saldría bien, que no le sucedería nada, pero emocionalmente no se sentía tan confiada. El pánico parecía haberse apoderado de todo el mundo.
—Tengo que ir —repitió—, porque vivimos en este planeta, y tal vez Alvar Kresh sea el único hombre que puede salvarlo. Podría oponerme con argucias legales, pero no sería bueno para él. Y en cuanto al anuncio de hoy, lo que es malo para Alvar Kresh es bueno para Simcor Beddle.
Kresh trató de relajarse. Tomó una ducha, se puso ropa limpia, comió un bocado y trató de acomodarse. Encontró la biblioteca de la Residencia y escogió un librocinta para leer, más o menos al azar. Las palabras de la narración desfilaron ante sus ojos, pero él no asimilaba más que una de cada diez.
«Tranquilo, despacio», se dijo. Reinició la cinta media docena de veces y desistió. No podía concentrarse en nada que no fuera el caso; porque ahora, de pronto, al fin tenía un caso.
En realidad, tenía más que eso. Tenía la respuesta.
Estaba absolutamente seguro. Aun así, sería muy fácil cometer un error. Kresh dejó la cinta a un costado y reflexionó una vez más.
Justen Devray entró en la biblioteca justo dos horas después de irse.
—Están todos aquí —anunció—. Esperándolo a usted.
—Bien. Bien. Entonces vayamos a verlos.
Justen condujo a Kresh escaleras arriba hasta el despacho del gobernador, su despacho. Kresh respiró hondo y entró en una habitación llena de personas que sin duda creían que todos eran sospechosos del homicidio de Grieg. «Del homicidio del gobernador —se dijo—. Y tú eres ahora el gobernador». Kresh miró los nichos de la pared y comprobó con alivio que Donald se encontraba en uno de ellos. Le proporcionaba una sensación de seguridad el saber que alguien estaba total e incuestionablemente de su parte.
Kresh miró a los presentes: Leving, Devray, Welton, Melloy, Beddle, Verick, Phrost, Calibán, Prospero. Los humanos se veían nerviosos, contrariados, tensos. Hasta los dos robots parecían un poco incómodos. Y era natural.
—Fredda, usted está aquí porque supuse que querría ver el final de esta historia, no porque la considere sospechosa. En cuanto a los demás, tengo un problema. El problema es sencillo, aunque no lo es tanto solucionarlo. Mi sencillo problema es el siguiente: he comprendido que todos son culpables.
Tras diez segundos de atónito silencio, estallaron las protestas y objeciones.