13

Alvar Kresh estaba solo. Solo en la Residencia, solo en la casa donde Grieg había muerto, solo en la habitación donde Grieg había trabajado. Solo excepto por Donald, desde luego. Donald se había negado a abandonarlo desde que Telmhock le había anunciado que era gobernador. Considerándolo bien, Kresh se sentía satisfecho. Alguien podía estar modificando robots o merodeando con una pistola introducida de tapadillo, así que era bueno tener un robot en el cual confiar velando por él desde un nicho de la pared. Pero echaba de menos a Fredda, sus consejos, su conversación, su presencia. Ella le habría ayudado a encontrar respuestas. En ese momento sólo tenía preguntas.

«¿Y ahora qué? —se dijo—. ¿Cuál es mi papel en el mundo? ¿Actúo como gobernador y dirijo el planeta, o como sheriff y persigo al asesino de Grieg? ¿Puedo hacer ambas cosas a la vez?». Se sentía dividido entre su nuevo cargo, sus nuevas obligaciones, y las viejas. No quería renunciar a su puesto de sheriff ni quería ser gobernador. Le gustaba ser sheriff. Era bueno para eso. Y sabía que la resolución del homicidio de su predecesor tendría que ser su último caso. Tal vez incluso fuera impropio demorarse demasiado en ello, pero no importaba: no podía abandonar la investigación ni rechazar la designación como gobernador.

Kresh se encontraba en el que había sido el despacho del muerto, de Grieg, y que ahora era su despacho. Estaba sentado en ese sillón semejante a un trono, ante el escritorio de mármol negro del gobernador asesinado, y mientras leía las palabras de este no pensaba en lo que lo rodeaba. La carta de Chanto Grieg, fechada diez días antes. Kresh la había leído más de una docena de veces, pero necesitaba leerla de nuevo.

«A mi más antiguo y más querido enemigo», comenzaba la carta.

Grieg siempre había tenido un extraño sentido del humor, pero en cierto sentido, pensó Kresh, eso lo resumía todo. Él y Grieg habían llegado a respetarse, incluso a simpatizar el uno con el otro, aunque no estuvieran de acuerdo en nada. Cada cual había llegado a entender que el otro era honesto y honorable. Kresh reinició la lectura.

A mi más antiguo y más querido enemigo. Querido sheriff Kresh:

Si está leyendo esto, significa que yo he tenido un fin violento o inesperado…

Un fin violento o inesperado, pensó Kresh. ¿Había querido decir exactamente eso, consciente o inconscientemente?

En consecuencia, usted ha asumido mi puesto…

No decía «heredado», advirtió Kresh, ni hablaba de ascenso ni de promoción. No, «asumido» era lo correcto.

Las cargas eran cosas que se asumían.

Hasta hace poco habría sido el sucesor designado, Shelabas Quellam, quien se sentaría donde usted está ahora, preguntándose qué diablos hacer; pero se acerca una crisis, y he pensado que se requería en el timón una mano más vigorosa que la de Quellam.

Lo escogí como nuevo sucesor porque usted es un hombre honesto y fuerte, dispuesto a hacer frente a los problemas. Sin duda usted no desea ser gobernador, y también lo he escogido por eso. Mi puesto, que ahora es el suyo, es demasiado importante para entregárselo a alguien que ama el poder, sino que debe ser ocupado por alguien que desea el poder para conseguir cosas. El sillón del gobernador exige una persona que comprenda que lo verdaderamente importante no radica en el poder mismo, sino en los logros.

Me tomaré mi tiempo para informarle acerca de la designación. Usted es un hombre difícil, y no deseo discutir el asunto cuando hay otros problemas más urgentes. No deseo informarle que usted es mi sucesor de una manera que le dé la oportunidad de rechazar el puesto. Aunque también cumple otros propósitos, esta carta funcionará como un seguro, si ese momento nunca llega. Si le hablo mientras hay otros problemas de por medio, usted tal vez considere esta designación una amenaza o un soborno, y no es ni lo uno ni lo otro. Lo he escogido a usted porque es la persona más capacitada, a mi juicio, para los retos de este puesto. Mi muerte bien puede haber bastado para desencadenar una crisis tan compleja que sólo la mano más firme, una mano como la suya, será capaz de solucionar.

Esto es un borrador. De vez en cuando intentaré actualizar esta carta, ofreciéndole consejos acerca de las opciones a que deberá hacer frente, así como de las decisiones que deberá tomar. En este momento debo tomar dos decisiones vitales, y pronto.

Primero, está el tema de los robots Nuevas Leyes. He llegado a la conclusión de que fue un error permitir su fabricación.

—Muy perspicaz de su parte —masculló Kresh.

—¿Cómo ha dicho, señor? —preguntó Donald.

—Nada, Donald, nada.

Kresh siguió leyendo.

… un error permitir su fabricación. Tal vez en otro lugar, en otra época, con menos cuestiones puestas en duda, habrían sido un noble y promisorio experimento; pero dadas las circunstancias, su mera existencia agrava una situación ya de por sí inestable. Como usted sabe mejor que yo, se han convertido en centro de toda una actividad delictiva. Sin embargo, lo más grave es que están reduciendo el ritmo de trabajo en la estación de terraformación Limbo. Su productividad es tres veces menor que la de una cantidad similar de robots Tres Leyes, y de un modo u otro parecen estar en el centro de todas las disputas que estallan en la estación. Pronto viajaré a Limbo con la intención de aliviar los problemas en la medida de lo posible.

Lo cierto es que los robots Nuevas Leyes constituyen un error que no es fácil de enmendar. Aun con el reclutamiento forzoso de robots para realizarla terraformación en Terra Grande, hay una tremenda escasez de mano de obra. En un mero nivel económico, no puedo darme el lujo de ordenar la destrucción de los robots Nuevas Leyes para ser reemplazados por robots Tres Leyes.

Los robots Nuevas Leyes no trabajan tanto como estos, pero trabajan.

Asimismo, no puedo admitir públicamente que los robots Nuevas Leyes han sido un error. Sólo me atrevo a admitirlo aquí porque si usted lee esto significará que yo he muerto. No me importa mucho que la gente crea que soy un tonto. Hasta es posible que tengan razón, pero usted sabe cuán peligrosa es la situación. Si mi gobierno o mis decisiones se convirtieran en objeto de escarnio público, yo no podría permanecer en mi puesto.

Sería juzgado y condenado el mismo día en que ordenara el exterminio de los robots Nuevas Leyes. Entonces el pobre Quellam, mi sucesor en tal caso, me reemplazaría y sería presionado para que convocase elecciones. Sin otro candidato viable a la vista, Simcor Beddle vencerá sin esfuerzo, expulsará a los colonos, devolverá los robots personales a sus propietarios y será el fin del planeta.

Así están las cosas en lo que a los robots Nuevas Leyes se refiere. No deberían estar donde están, pero no me atrevo a deshacerme de ellos. Estoy buscando un tercer camino. Con suerte, lo encontraré pronto, y podré eliminar esto de la lista de los problemas a que usted deberá hacer frente.

El segundo problema es mucho más directo y complejo. Como usted sabrá, hubo un largo proceso de licitación para el sistema de control de la estación de terraformación Limbo. El proceso de licitación estaba destinado a generar dos propuestas finales y competitivas, una de los colonos y otra de los espaciales, para elegir entre ellas. Esperaba escoger basándome en criterios puramente técnicos, pero quizá no resulte tan fácil. Ningún licitador tiene las manos totalmente limpias.

La licitación espacial está a cargo de Sero Phrost. Cinta Melloy, del Servicio Colono de Seguridad, me ha enviado varias notas que, junto con mi propia información, sugieren que Phrost forma parte de complejos tejemanejes. Sospecho desde hace tiempo que Phrost colaboraba con uno de los proyectos de contrabando de Tonya Welton. Creo que está ayudándola a traer a Inferno equipo colono de uso doméstico: limpiadores, cocineros, esa clase de artefactos. Sabemos que las máquinas están ingresando, y estoy a punto de probar que Phrost forma parte de la operación.

Al parecer, la idea es que las máquinas colonas reemplacen la mano de obra robotizada, y así los poseedores de esas máquinas, los que desean más y los que necesitan recambios tendrán intereses personales en el incremento del comercio con los colonos. Huelga decir que Cinta Melloy no me ha dicho nada sobre ese aspecto de la situación. Tengo pocas dudas acerca de que el SCS está colaborando con la política de Tonya Welton de contrabandear mercancías colonas. Melloy no dice de dónde sale el dinero, pero sí adónde va a parar. Cuenta con pruebas fehacientes de que Phrost está entregando gran parte de sus ingresos no declarados nada menos que a los Cabezas de Hierro. Aún no tengo modo de demostrar que los ingresos de sus operaciones colonas son la fuente del dinero que entrega a los Cabezas de Hierro, pero la conclusión parece inevitable.

Si hemos de creer en las declaraciones de Melloy, Phrost está comprando el respaldo de los Cabezas de Hierro con las ganancias que obtiene gracias a sus enemigos más mortíferos. Parece ser que Phrost toma partido por todas las partes en conflicto.

La licitación colona está representada por Tierlaw Verick. Para decirlo sin ambages, se ha valido de sobornos y de la promesa de remuneraciones para vender su producto, avanzando por las diversas etapas del proceso de licitación. Al menos, eso cree el comandante Devray. El soborno es una acusación difícil de probar sin una confesión del que lo ofrece o del que lo recibe, pero Devray está convencido de ello. Intuyo que Verick me ofrecerá alguna versión moderna del antiguo sobre abultado cuando me reúna con él. Tengo la impresión de que además Devray sospecha que está implicado de algún modo en el contrabando de espaldas oxidadas. No puedo ser más claro, porque Devray no ha sido más claro conmigo. Él no posee información más sustancial.

El que logre o no obtener pruebas definitivas contra estos hombres carece de importancia; lo que verdaderamente cuenta es la maquinaria. A pesar de las tácticas cuestionables que rodean ambas licitaciones, los dos sistemas parecen ser técnicamente intachables. Mi elección puede reducirse a un problema de diseño. ¿Cuál será? ¿Un sistema robótico Tres Leyes, que no presenta peligros pero que en su busca de seguridad rechazará los riesgos necesarios? ¿O un sistema de control humano, que nos pondrá nuevamente al mando de nuestro destino pero dependerá de juicios y fragilidades humanos? Este proceso de licitación me deja escasa fe en la naturaleza humana, pero en gran medida fue la naturaleza robótica la que llevó las cosas a su estado actual en Inferno. ¿Cómo escoger entre dos licitadores corruptos? ¿Me atrevo a denunciar a uno, o a ambos, o eso sólo empeoraría las cosas? De lo contrario, deberé aceptar una conducta intolerablemente deshonesta en la gente que instalará la maquinaria destinada a salvar este mundo.

¿Qué debo hacer? Espero sinceramente hallar una solución, y pronto.

Con suerte, usted nunca leerá estas palabras, ni siquiera sabrá que las he escrito, pero si recibe esta carta, permítame desearle la sabiduría y el coraje necesarios para tomar decisiones cautas y atinadas. En el pasado nuestro planeta ha sufrido demasiados errores por parte de sus dirigentes. Tal vez no pueda sobrevivir a uno más.

Mis mejores augurios, gobernador Kresh. Sinceramente,

CHANTO GRIEG

Había algunas palabras más, garrapateadas en el margen izquierdo del papel: «Decidido. Día del anuncio, después de la recepción. Control infernal, N. L. a Val. Debo actualizar esta carta. CG».

Alvar Kresh arrojó la carta sobre el escritorio y se levantó. «Maldición —pensó—. Si tan sólo hubiera tenido antes la información contenida en la carta, entonces…».

Entonces no habría cambiado nada. Eso era lo más frustrante. La información y los consejos del muerto sólo contribuían a enturbiar las aguas. Grieg le dejaba más preguntas cuando él necesitaba más respuestas.

Donald. Podía pedirle consejo a Donald. A propósito, Kresh no había permitido que Donald leyera la carta, para garantizar que su contenido no afectara los pensamientos del robot.

—Donald —llamó.

Los ojos del robot emitieron un destello azul y se volvieron hacia Kresh.

—Sí, señor.

—¿Cuál fue, en tu opinión, el motivo para asesinar a Grieg?

—No puedo manifestarle ningún pensamiento acerca de ello hasta que no contemos con más información, como usted sabe. No obstante, creo que a estas alturas podemos empezar a eliminar ciertos motivos posibles.

—¿Podemos? Por los astros, dime cuáles.

—Cada vez resulta menos probable que el homicidio fuera la primera fase de un golpe, o del derrocamiento del régimen espacial de Inferno.

Kresh asintió.

—Comenzamos a dominar la situación. Si los conspiradores querían adueñarse del poder, habrían realizado una maniobra militar o algo parecido. De acuerdo, conque no habrá asonada. Continúa.

—Segundo, podemos eliminar la sucesión del gobernador como motivo, salvo con respecto a Shelabas Quellam. Él podría haber atacado para hacerse con el poder. Si el nuevo sucesor designado hubiera sido Sero Phrost, o Simcor Beddle, habría resultado muy sospechoso. Tal como están las cosas, no puede existir ese motivo.

—Gracias por el cumplido implícito, Donald, pero te aseguro que muchas personas, aparte de mí, tienen problemas para creer que soy el sucesor legítimo. Aún no me he puesto a ello, pero te aseguro que si lo hiciera oiría muchos rumores acerca de que falsifiqué el documento y luego maté a Grieg. Al fin y al cabo, fui yo quien descubrió el cadáver.

—Le aseguro, señor, que no me proponía hacerle un cumplido. En definitiva, estaba detrás cuando usted entró en el dormitorio de Grieg. A menos que usted portara una pistola idéntica a la de Bissal, una que contuviera exactamente la misma carga, a menos que usted fuera capaz de extraer esa pistola de un bolsillo oculto, disparase cuatro veces con gran precisión contra Grieg y los robots, y luego ocultara de nuevo el arma, todo en el lapso de unos segundos, usted no podría haberlo hecho. Supongo que teóricamente sería posible que usted hiciera todo eso, pero aun así no podría haber matado a Grieg.

—¿Por qué no? —preguntó Kresh.

—Las descargas energéticas liberan gran cantidad de calor, y las heridas de Grieg, así como los impactos que recibieron los tres robots de seguridad, estaban a temperatura normal cuando yo llegué a la habitación. Sé que usted no lo hizo porque habría sido físicamente imposible que lo hiciera. En cuanto a los rumores a que se refiere, han aparecido varios en las líneas de datos y demás. Sin embargo, los rumores no bastan para acusar a nadie.

»Lo más importante es que usted no mató a Grieg, pero aun así se convirtió en gobernador. Por lo tanto, a menos que el jefe de la conspiración creyese, erróneamente, que Quellam era el sucesor, la sucesión no puede ser el motivo. Y no creo que haya conspiradores tan incompetentes.

—A menos que los conspiradores supieran que yo era el sucesor designado, y me quisieran en el poder.

—¿Por qué razón? —preguntó Donald.

—No me lo imagino —respondió Kresh—. Admito que no es muy probable.

—En efecto. En cualquier caso, existen otros motivos que parecen cada vez menos probables. Las motivaciones personales, por ejemplo. Si se tratase de un crimen pasional, los preparativos resultan excesivamente complejos. Lo mismo podría decirse si el móvil hubiese sido la venganza. Además, alguien que actuara por motivos personales no lograría reclutar tantos cómplices. Por último, un examen de los efectos personales de Grieg y sus cartas no indica nada sobre una amante despechada, un esposo celoso u otras complicaciones domésticas.

—De modo que no fue un golpe, tal vez no haya sido un aspirante a gobernador, y no fue un esposo celoso.

—Si mi análisis es correcto, no, señor.

—Y lo es. ¿Qué nos queda entonces? —inquirió Kresh.

—Amor, poder y riqueza son los tres motivos clásicos del crimen premeditado. Hemos eliminado dos; sólo nos queda uno.

—En otras palabras, alguien mató a Chanto Grieg para beneficiarse económicamente.

—Sí, señor. Por su tono de voz, advierto que ha llegado usted a esa conclusión.

—Así es, Donald, pero me siento mucho más cómodo con ella después de oír tu razonamiento. —Kresh suspiró y se reclinó en el sillón. Era significativo que el único sospechoso que el sheriff Alvar Kresh había eliminado hasta el momento fuera el mismo Alvar Kresh. Y no todos estaban dispuestos a creerle.

El dinero como motivo… Parecía una razón muy anticuada en un mundo como Inferno, donde los robots podían producir toda la riqueza deseada y el dinero no significaba mucho; pero al desmoronarse la economía robótica, al recobrar sentido las palabras «riqueza» y «pobreza», al regresar el sistema monetario, el dinero bien podía ser el porqué, y, por cierto, había grandes ganancias en juego en el negocio de la terraformación.

¿Quién podía tener un motivo monetario? Welton, Verick, Beddle, Phrost, algún contrabandista de espaldas oxidadas…, qué diablos, hasta los dos robots podían estar en eso por el dinero. Prospero necesitaba efectivo para pagar sus operaciones de contrabando. Por cierto, desde el punto de vista de los robots Nuevas Leyes, evitar el exterminio era motivo de sobra. Y además estaba Devray. Kresh había confiado en él después de sus dudas iniciales, pero ¿por qué Devray no le había hablado de los sobornos de Verick?

Tal vez Devray sólo fuese cauto. Excesivamente cauto. Tal vez no confiara tanto en Kresh. O tal vez Verick hubiese averiguado cuál era el precio de Devray. Maldición. Si Devray era un corrupto, tendría motivos económicos suficientes para participar en la conspiración. Y Kresh le había confiado todos los detalles de la investigación.

Cualquiera de ellos —o cualquier combinación de ellos— habría tenido los recursos y conocimientos requeridos para modificar los robots de seguridad y poner a Ottley Bissal en movimiento.

Ottley Bissal. El asesino. El que había apretado el gatillo. Era fácil olvidarlo en medio de tantos nombres importantes, pero por muy en secreto que hubiese sido llevada a cabo la operación, Bissal tendría que saber algo. Podría responder algunas preguntas. Kresh necesitaba a Ottley Bissal y la información que él poseía. Sin embargo, Kresh sabía que con cada hora que pasaba era más improbable que lograse capturarlo.

La alguacil Jantu Ferrar salió del derruido edificio de apartamentos seguida de la ranger Shah y Gerald 1342. Jantu entornó los ojos bajo el sol del mediodía. Ocho horas antes los tres habían iniciado su vigilancia en la penumbra del alba. Habían estado en los oscuros rincones del edificio desde entonces, esperando que el ocupante del apartamento 533, un tal Ottley Bissal, llegara a casa.

Estaban vigilando a personas con nombres parecidos al de Bissal, teniendo en cuenta la rara probabilidad de que se ocultara tras un nombre similar al suyo. La idea tenía poco sentido. Si Bissal se tomaba el trabajo de crear una falsa identidad, ¿por qué emplear un nombre similar al suyo? Y si creaba una falsa identidad para que nadie lo rastreara, ¿por qué tomarse el trabajo de insertar un registro del nombre en las bases de datos oficiales? Por cierto, las bases de datos de la población de Limbo disponibles para los rangers y alguaciles no servían de mucho.

Eran sólo una lista de nombres y domicilios. El SCS no regalaba información.

Las autoridades, sin embargo, no tenían muchos más elementos. No había mejores pistas para los rangers ni el Departamento del Sheriff. Tal vez hubieran avanzado más deprisa si se hubieran coordinado con el SCS, pero no confiaban en ellos.

Aquella vigilancia estaba condenada al fracaso. Cuando Bissal volvió a casa, resultó ser una mujer baja y morena de abundante cabellera negra. Ahora estaban otra vez en la calle, y la cruda luz del día hacía pestañear a Jantu.

—Vamos —dijo—, regresemos al aeromóvil.

—Qué idea brillante —gruñó Shah—. Nunca se me habría ocurrido.

—Basta, Shah. Ambas estamos cansadas.

Jantu no confiaba en la ranger Bertra Shah. Mejor dicho, no confiaba en los rangers en general. Por otra parte, sospechaba que Shah pensaba lo mismo de ella y los alguaciles del sheriff.

Aunque ambas fueran organizaciones espaciales que representaban a la ley, el cuerpo de rangers del gobernador y los alguaciles del sheriff nunca se habían llevado bien.

Los alguaciles veían a los rangers como guardabosques armados más interesados en la conservación del suelo que en la imposición de la ley. Rara vez se enfrentaban con delitos más graves que el de no recoger la basura, ni un acto delictivo más violento que el arrancar flores sin permiso. ¿Qué podían saber del turbulento mundo de la ciudad, donde sucedían los verdaderos delitos?

Los rangers, por su parte, consideraban que los alguaciles eran una pandilla de bravucones que tenían una opinión exagerada de su propia aptitud. Señalaban que sólo tenían poder de policía dentro de Hades, y que eran apenas una fuerza urbana sin ninguna especialización que sólo podía servir en la ciudad. Jantu, en efecto, estaba dispuesta a admitir que se encontraría impotente fuera de un ámbito urbano, pero ¿quién demonios quería irse de la ciudad?

Desde que ella y Jantu trabajaban en equipo, Shah había manifestado que no entendía cómo alguien que no sabía seguir rastros podía considerarse una agente profesional.

Sin embargo, la capacidad para rastrear huellas no serviría de mucho en esa misión. Los asesinos no dejaban muchas huellas en las calles de una ciudad.

Tampoco era divertido realizar tareas de vigilancia; pero si en algo coincidían Shah y Jantu era en la conveniencia de no confiar en el SCS. Además, resultaba irritante recorrer las calles de una ciudad espacial —o lo que en otro tiempo había sido una ciudad espacial— y ser un policía secreto bajo jurisdicción de los colonos. Policías ocultándose de otros policías. A Jantu le daba escalofríos. Tenía la sensación de que alguien la vigilaba.

Shah siempre estaba mirando por encima del hombro.

Por otra parte, su mutua paranoia les había permitido entablar una buena relación laboral. Ambas estaban constantemente alerta a cualquier interferencia del SCS, así que al menos podían coincidir en algo.

—De acuerdo, Gerald —preguntó Jantu al robot—, ¿qué hacemos ahora?

—El próximo lugar de búsqueda de la lista es un almacén que está a dos kilómetros —respondió Gerald 1342.

—¿Y por qué tenemos que investigarlo? —quiso saber Shah—. ¿El primo de Bissal trabajó allí?

—Ignoro si alguno de sus parientes estuvo empleado allí —respondió Gerald 1342—, pero figura en la lista de posibles centros de operaciones de contrabandistas de espaldas oxidadas.

Jantu se encogió de hombros.

—Parece una pista interesante. Vamos.

El momento había llegado. Nunca había existido la posibilidad de retroceder, pero ahora, de pronto, también parecía imposible avanzar. No obstante, debía hacerlo.

—Yo, Alvar Kresh, en pleno dominio de mis facultades, acepto libre y voluntariamente el cargo de gobernador del planeta de Hades y presto el solemne juramento de cumplir con mi deber del mejor modo posible.

Pronunció estas palabras en el Gran Salón de la Residencia de Invierno, y muchos de los que habían estado allí tres días antes para asistir a la recepción del anterior gobernador ahora estaban allí para presenciar el ascenso del nuevo.

Las torpes y legalistas palabras de confirmación del cargo parecían tropezar en su lengua para salir de mala gana. Él no quería ese puesto; pero lo que él quería ya no importaba. La constitución de Inferno no preveía que el sucesor designado rechazara el cargo. Según Telmhock, en ese caso el puesto tendría que permanecer vacante hasta que se celebraran elecciones.

Kresh, sin embargo, sabía que no era tan sencillo. La teoría constitucional estaba muy bien, pero la dura realidad era que el estado no podía sobrevivir mucho tiempo sin un dirigente máximo. ¿Entonces qué? ¿Una asonada, una revuelta, la desintegración? Poco importaba, pues enseguida sobrevendría el colapso. Y la investigación seguía en punto muerto. ¿Qué ocurriría si continuaba así durante días, semanas o meses? Ahora no sabían mucho más de lo que sabían cuando Telmhock soltó su bomba dos días antes. Al parecer sólo quedaban pistas inconducentes. No había rastros de Bissal, ni indicios de para quién trabajaba, nada.

Kresh hizo una larga pausa después de pronunciar el discurso de confirmación. Se irguió en la plataforma y vio un par de rostros expectantes. Sabía que tenía que hablar con esas personas, con la gente del planeta. Había preparado un discurso, pero necesitaba un momento para recobrar el aliento. Las cosas habían ido demasiado deprisa en los últimos días. El atentado, el funeral oficial, el anuncio de Kresh como sucesor, como nuevo gobernador, todo se había precipitado; pero ahora debía dejar de lado los homicidios, el funeral y todo lo demás. El planeta entero había pasado por el mismo desconcierto que Kresh. ¿De qué servía decir lo que todos sabían? De repente las palabras de su discurso carecían de sentido. No. Tendría que decir otra cosa, algo más.

Miró a la multitud. Donald estaba a su lado, al igual que Justen Devray y Fredda Leving, pero aun así se sentía solo, desnudo. Parecía que cada miembro de la prensa se encontraba allí, junto con todos los robots de seguridad del planeta. Había una sólida muralla de GRD rangers y GPS del Departamento del Sheriff. Dadas las circunstancias, nadie había querido emplear SPR, aunque estuvieran diseñados para esa tarea.

Ni siquiera los robots eran suficientes ese día. Aquí y allá había alguaciles y rangers armados, además de agentes SCS. Kresh tenía más miedo de un enfrentamiento entre servicios de seguridad rivales que de un asesino.

Miró más allá de los efectivos de seguridad, más allá de los robots, más allá de los periodistas, incluso de las personalidades presentes, pensando en la gente que estaba en sus hogares, tratando de entender qué había pasado. Sí. Necesitaban que él les hablara, necesitaban oír las palabras capaces de brindarles una sensación de estabilidad, un lazo entre el pasado y el futuro.

Sí. Sí. Se aclaró la garganta y habló al silencioso auditorio.

—Damas y caballeros, habitantes de Inferno; no sólo los espaciales, sino los colonos que hay entre nosotros. Todos ustedes. Todos nosotros. Todos estamos juntos en esto. Hace miles de años habríamos considerado este ascenso al cargo un rito de juramento, y el dirigente habría ocupado su puesto por derecho divino, en nombre de tal o cual deidad. En aquellos tiempos el que prestaba juramento creía sincera y literalmente que los dioses abatían a los que no cumplían con su palabra, o los arrojaban al pozo de la noche eterna.

»La moderna y racional sociedad espacial no tiene tales supersticiones. La sociedad espacial ha eliminado de sus juramentos y promesas toda mención de dioses, trasmundos y justicia sobrenatural. Esas palabras ya no significan nada. Sólo nos quedan algunas frases cautas y pomposas que alguien debe pronunciar antes de asumir una responsabilidad. Vivir en una época racional tiene sus ventajas, pero creo que también hemos perdido algo. Y cabe preguntarse cómo podemos considerar racional una época en que un matón a sueldo puede liquidar al mayor hombre de su tiempo y seguir en libertad.

»Ninguno de nosotros comprendió cuán importante era Chanto Grieg hasta que se nos fue. La gente lo amaba o lo odiaba, pero él era el pegamento, el hombre que lo unía todo. Ahora no hay centro, nada ni nadie que sirva como foco de todo lo demás. Nuestros progresistas no tienen líderes, nuestros conservadores no tienen enemigos. Chanto Grieg se ha ido, y ni sus amigos ni sus enemigos estaban preparados para un mundo sin él. Incluso estos últimos comprenden que han perdido a un gran amigo. Pues Chanto Grieg jugaba limpiamente, se atenía a las reglas, y así nos obligaba a los demás a hacer lo mismo. Él y yo disentíamos en casi todos los grandes temas, pero Chanto Grieg no se preocupaba mucho por esas cosas. Sólo le interesaba que la persona fuera honesta y directa, que supiera escuchar. No sé si puedo estar a la altura de esas cualidades, pero debo intentarlo. Todos debemos intentarlo.

»Hace un instante hablé de los viejos tiempos, cuando los que prestaban el juramento se enfrentaban con la condenación eterna y el tormento sin fin. Hoy, como nunca antes, es el destino al que me enfrento, al que nos enfrentamos todos si no sabemos cumplir nuestra palabra. El mayor objetivo de Chanto Grieg era salvar el planeta y la vida que alberga. Si fallo en mi tarea, o soy infiel a mi juramento, si cualquiera de nosotros es infiel a la gran tarea inconclusa del gobernador Grieg, entonces quizá condenemos el planeta, y al hacerlo nos condenemos a nosotros mismos.

Kresh calló por unos segundos y miró a la multitud. Todos confiaban en que supiera cómo seguir adelante, cuando él no tenía la menor idea.

Bien, sabía que debía dar un primer y arriesgado paso. Una elección. Grieg lo había nombrado gobernador porque temía que Quellam fuera obligado a llamar a elecciones anticipadas; pero aun así Kresh estaba por tomar esa decisión.

Grieg no había temido que Quellam convocara a elecciones, sino que las perdiese. Kresh no pensaba perder.

—No quiero esta carga, pero me la han encomendado y debo aceptarla. La acepto. Sin embargo, todavía no me corresponde asumirla, a menos que el pueblo de Inferno me la entregue total y libremente. Anuncio pues que llamaré a elecciones especiales, que se celebrarán dentro de cien días.

Miró a Devray y a Fredda y advirtió la expresión de sus rostros. Habló de nuevo, dirigiéndose no sólo a ellos, sino al público.

—Muchos me aconsejaron enfáticamente no tomar esta medida ahora. Me han dicho que en este momento se requiere estabilidad, que unas elecciones podrían traer consigo más caos, confusión e incertidumbre.

»Si hubieran asesinado a Chanto Grieg en circunstancias normales para el planeta, si realmente supiéramos el rumbo a seguir, yo estaría de acuerdo, pero no es así. Sea quien fuere el gobernador dentro de cien días, esa persona tendrá que obrar con gran poder y autoridad para salvar este planeta. Estamos más cerca de la destrucción de lo que la mayoría cree. Un mero cuidador oficiando de gobernador, un sucesor reacio arrojado al poder sin su conocimiento previo y sin la aprobación de la gente, no tendrá ni podrá tener la fuerza política necesaria para hacer lo que se debe hacer. Nuestro planeta y nuestro pueblo han permanecido dormidos durante demasiado tiempo. Ahora, cuando Inferno está despertando para descubrir que no todo anda bien, el gobernador debe hablar con la voz del pueblo, con la convicción de que ha sido elegido por la mayoría y de que la mayoría acepta esa elección.

»Seré candidato para las elecciones a gobernador, que tendrán lugar dentro de cien días, y me propongo vencer. No he buscado el cargo de gobernador, pero no eludiré mi deber ni defraudaré la confianza que Chanto Grieg depositó en mí. Por lo tanto, hoy pido el apoyo de ustedes, y dentro de cien días lo pediré de nuevo.

»Para finalizar, también he tomado otra decisión, y debo comunicarla a todos ustedes. He decidido no renunciar todavía a mi cargo de sheriff de Hades.

Hubo murmullos de reprobación. Kresh los esperaba, y sabía que esos murmullos empeorarían. Ni siquiera él sabía si era conveniente que acaparase tanto poder, pero ¿qué opción tenía?

—Aunque conservaré el puesto —prosiguió—, delegaré las responsabilidades diarias del Departamento que dirijo en mis subalternos, a partir de este instante. No trataré de coger todas las riendas, pero hay una que no puedo soltar: no renunciaré a mi puesto de sheriff mientras no resuelva un último caso. Renunciaré cuando haya llevado ante la justicia a los asesinos de Chanto Grieg.

Sus palabras fueron recibidas con un aplauso atronador. Todos aprobaban esa medida, pero aunque aceptara la ovación que le brindaba la multitud, Kresh no estaba del todo convencido.

Miró el Gran Salón. Cinta Melloy. Simcor Beddle. Tonya Welton. Todos estaban allí. O tal vez alguien más. Sero Phrost, el gran empresario. Kresh miró a Donald, a su lado. Tal vez sus sospechosos favoritos, Calibán y Prospero, fueran los culpables a pesar de todo. O tal vez el tonto de Shelabas Quellam. O alguien que no se encontraba allí, alguien que miraba por una pantalla de televisión. Sin embargo, esa persona existía. Alguien que aplaudía la promesa de Kresh por más tiempo y con más entusiasmo que los demás. Alguien cuyo aplauso no era sincero. Alguien que disfrutaba con todo aquello. Alguien que estaba detrás de todo aquello.

Sero Phrost entró en la casa de Beddle como si fuera el dueño, una idea que para Beddle resultaba bastante perturbadora.

—Ah, Beddle, me alegro de verlo —dijo Phrost, tomándolo de la mano y conduciéndolo hasta el vestíbulo—. Vaya noticia la de hoy, ¿verdad? —preguntó mientras se acercaban a la puerta y el robot portero la abría.

Simcor se dejó llevar a una silla desde donde miró a Phrost, que caminaba de aquí para allá.

—Sí —respondió—, vaya noticia.

Phrost estaba fuera de sí; era como si hubiera perdido toda su frialdad y cautela, revelando a una persona muy diferente.

—Debería mostrarse un poco más satisfecho —dijo Phrost, mirando a Beddle—. Kresh prácticamente le ha entregado la gobernación. Dentro de cien días todos estaremos de vuelta en la Residencia presenciando su juramento. ¿O lo hará en Hades? Esta isla resulta un poco aburrida al cabo de un tiempo.

—¿Qué hace aquí, Sero? —inquirió Beddle—. Sabe tan bien como yo que no deberían vernos juntos.

—Ah, sí —dijo Phrost, ocupando con actitud regia el sillón favorito de Beddle—. Soy un modesto empresario que tiene fama de tratar con los colonos, y usted es el extremista de derechas que grita «Muerte a los colonos» cada vez que está frente a una cámara. Nadie debe saber acerca de nuestro… ¿cómo llamarlo? ¿Arreglo? ¿Alianza?

—Como usted quiera. Nadie debe enterarse, o ambos nos veremos en aprietos. Así son las cosas, ¿verdad?

—Pues no. Ya no son así. No ahora que nos hemos librado de Grieg. Kresh prácticamente se llamó a sí mismo «gobernador provisional». ¿Quién más está? ¿Shelabas Quellam? No, no hay más alternativa que usted. La gobernación es suya.

—Pero aun así, podrían verlo. —Beddle empezaba a sentirse molesto. ¿Cómo osaba aquel hombre importunarlo de ese modo?—. Aún puede haber problemas.

—Oh, no se preocupe por eso. Todos los policías del planeta están registrando la Residencia en busca de pistas. Me aseguré de que no me rastrearan ni observaran. Además, quería venir a verlo a plena luz del día; eso ayuda a explicar mi argumento.

Beddle se levantó y miró a Phrost con ceño.

—¿Y cuál es ese argumento?

Phrost dejó de sonreír, se puso de pie y se irguió sobre Beddle.

—Sólo esto —dijo—: desaparecido Grieg, no necesito ser cauto. Ahora nadie puede tocarme; pero usted…, usted es más vulnerable que nunca. Usted es el dirigente Cabeza de Hierro que ha aceptado dinero de los colonos.

—¿Dinero de los colonos?

—Es muy fácil de rastrear —prosiguió Phrost—. De los bolsillos de ellos a los míos y luego a los de usted. Tengo pruebas de que usted ha financiado su operación con dinero del enemigo, y nadie creerá que usted no lo sabía, ni en un millón de años. Yo sólo soy un empresario. Compro y vendo sin preocuparme por la política. A nadie le importa de dónde vienen mis fondos, ni adónde los envío. En cambio usted…, significaría su muerte política, y quizá su muerte a secas, si se revelara que Simcor Beddle, de los Cabezas de Hierro, trabajaba para los colonos. —Phrost reflexionó por un instante y adoptó una expresión severa—. Sí, podría significar su muerte. Ahora tenemos un precedente en la vida política de Inferno. Alguien podría hallar inspiración en los hechos recientes.

—¿Qué… qué está diciendo? —Beddle sintió que se le ponía la carne de gallina.

—Estoy diciendo que la gobernación está a su disposición. Usted es dueño del cargo. —Phrost recobró la sonrisa, pero ya no era amistosa—. En cuanto a mí, parece que soy su dueño, Beddle.