12

Kresh entró en la sala de interrogatorios. Donald lo siguió, cerró la puerta y se sentó detrás de él en lugar de retirarse a uno de los nichos de la pared. Donald sólo permanecía tan cerca cuando existía la posibilidad de que el sheriff corriera peligro. Kresh no creía que la situación fuese peligrosa, pero había aprendido tiempo atrás a confiar en las reacciones de Donald más que en las suyas propias. En todo aquello había algo que a Donald no le gustaba, algo que consideraba un posible riesgo.

De ser así, Donald veía cosas que Kresh no veía. Kresh sólo veía a un hombre delgado, presuntamente Telmhock, acompañado por un robot achacoso.

Telmhock estaba sentado a la mesa, frente a la puerta, con algunos papeles desparramados ante él. No parecía ser la clase de persona que pudiera poner a nadie en peligro.

Era un hombre maduro, de rostro largo y enjuto, con una nariz afilada que le habría dado un aspecto autoritario de no ser por el aire distraído y soñador de sus ojos azules. Vestía ropa anticuada y su aspecto general era de desaliño. Llevaba el cabello excesivamente largo, aunque, a juicio de Kresh, no por elección.

No había tomado una decisión consciente sobre su peinado, sino que se había olvidado de hacérselo cortar. Tenía restos de caspa en los hombros de la chaqueta, un detalle francamente desagradable en una meticulosa sociedad tan exigente como la de Inferno.

Su robot, que era una antigualla, estaba a sus espaldas. Era de color gris oscuro, aunque daba la impresión de que alguna vez había sido negro y reluciente. Sostenía un maletín tan viejo como él, y algo en su postura erguida sugería que no trataba a su amo con la tímida mansedumbre de la mayor parte de los robots de Inferno.

En resumidas cuentas, el hombre lucía como lo que era: un anticuado funcionario público que se tomaba su trabajo en serio, con un robot personal que llevaba años a su servicio.

—¿Sheriff Kresh? —preguntó.

—Sí. —¿Quién otro pensaba que podía ser?

—Mmm. Bien. Soy el profesor Olver Telmhock; soy decano de la facultad de derecho de la Universidad de Hades.

Un título grandilocuente, pero que no impresionó mucho a Kresh. La de Hades era una universidad pequeña, y su facultad de derecho más pequeña aún. Afortunadamente en Inferno no se necesitaban muchos leguleyos.

Telmhock pareció advertir que no había conseguido impresionar a Kresh, así que enumeró otros títulos.

—También soy asesor de la fiscal general, y del difunto gobernador en muchas cuestiones legales.

—Entiendo —dijo Kresh, aunque no entendía. En cualquier caso, el currículum de aquel hombre significaba bien poco en Inferno. La población era pequeña, y las obligaciones de los servicios gubernamentales y académicos, reducidas, de modo que existía cierta tendencia a exagerar las apariencias en los estratos superiores de la sociedad, donde todos ostentaban media docena de cargos, con toda clase de títulos rimbombantes que incluían uniformes, placas y medallas que se podían lucir en las fiestas. Los robots administrativos hacían todo el trabajo mientras los funcionarios asistían a recepciones.

Kresh había recibido muchas llamadas de esos inexistentes funcionarios, ofreciendo una ayuda que no podían brindar y dando consejos que habrían sido suicidas si los hubiera seguido. Telmhock era el funcionario de más bajo rango de cuantos lo habían llamado, y el único que se había presentado ante él.

¿Por qué demonios debía importarle un «asesor» de la fiscal general cuando esta no había pisado su propio despacho en el último año? Alvar Kresh se irguió frente al hombrecillo, sin disimular su fastidio e impaciencia.

—Bien, profesor Telmhock, comprenderá usted que estoy bastante ocupado.

—Sí, me imagino que sí —repuso Telmhock, que evidentemente no tenía prisa por ir al grano—. Es un hecho estremecedor, realmente estremecedor. —Sacudió la cabeza con aflicción.

Kresh notó que el hombrecillo no diría más si no lo apremiaba.

—Estoy de acuerdo —dijo—. Sin embargo, profesor, dispongo de poco tiempo. Usted me llamó para una cuestión urgente. Agradezco su visita de condolencia, pero realmente…

—¿Condolencia? —preguntó Telmhock—. No es una mera visita de condolencia. ¿Le he dado esa impresión? Pues no era mi propósito. No lo interrumpiría si no fuese necesario.

Una vez más, el hombre no parecía dispuesto a ofrecer ninguna información real. Kresh hizo un esfuerzo por conservar la calma.

—De acuerdo —dijo—, entonces quizá pueda explicarme por qué razón me interrumpiría. —No era una frase muy sutil, pero había ocasiones en que la rudeza surtía su efecto.

—Oh, desde luego. Creo que convendrá usted conmigo en que se trata de un asunto de cierta importancia. Me ha parecido que sería prudente hablar con usted acerca de la sucesión del difunto gobernador.

—Creí que Shelabas Quellam era el designado.

Telmhock lo miró extrañamente y pareció escoger las palabras con cuidado.

—Lo era… hasta hace unos días.

Kresh se puso alerta. ¿Un cambio en la designación? Eso podía alterar el caso por completo.

—Tiene usted razón, profesor Telmhock. La información relacionada con la sucesión sería sumamente útil, y de gran interés para mí.

Tanto el nuevo sucesor como el viejo tendrían motivos para matar a Grieg. El nuevo podría haberlo hecho para obtener el poder, mientras que el viejo, Shelabas, podría haber asestado un golpe desesperado con la esperanza de obtener el cargo antes que la nueva designación fuera oficial.

Sí, desde luego. ¿Por qué no había reparado en Shelabas? La ganancia siempre era un motivo probable para el homicidio, ¿y quién ganaría más que el sucesor del gobernador? Si el motivo del homicidio era el poder, ¿quién se quedaba con ese poder?

Así pues, el nuevo gobernador tendría que ser uno de los principales sospechosos. La ganancia y el poder eran motivos de primer orden.

—Pero ¿cómo posee usted conocimientos sobre… este tema?

—Soy el albacea del difunto gobernador —respondió Telmhock, un poco sorprendido—. ¿Acaso no lo sabía? Bien… Sí. —El hombrecillo pareció reflexionar sobre este dato—. Puesto que usted ignoraba mi identidad, o que yo era su albacea, me pregunto si sabría a quién había elegido él como nuevo sucesor.

—No —contestó Kresh—. Claro que no. ¿Por qué iba a decírmelo? —¡Al demonio con ese hombre! ¿No podía ir al grano?

—En efecto. ¿Por qué? —Telmhock miró a su robot—. Él no lo sabía. Entiendo. Entiendo. —Reflexionó también sobre ese dato—. Eso hace las cosas bastante más interesantes, ¿verdad, Stanmore? —preguntó a su robot antes de recobrar su aire distraído.

—Sí, señor, así es —respondió el robot, y calló. Stanmore parecía compartir la renuencia de su amo a ofrecer información real.

Los cuatro —Kresh, Donald, Telmhock y Stanmore— guardaron silencio hasta que Kresh habló de nuevo, esforzándose por no perder los estribos.

—Profesor Telmhock, en este momento estoy dirigiendo la investigación más importante a la que un agente de la ley haya tenido que enfrentarse en este planeta. La situación es extremadamente delicada y requiere toda mi atención. No tengo tiempo para observar cómo usted medita sobre mi ignorancia acerca del testamento del gobernador, ni cómo intercambia comentarios con su robot. Si usted sabe quién es el nuevo sucesor, o si posee alguna información que pueda resultarme útil, dígamelo ya, tan clara y brevemente como sea posible. De lo contrario, lo arrestaré por obstruir una investigación oficial. ¿Está claro?

—¡Oh, cielos! —graznó Telmhock, y añadió con un sobresalto—: Sí, le pido disculpas.

—Bien —dijo Kresh—. ¿Quién es el sucesor?

—Usted. Es usted —respondió Telmhock, bastante agitado.

Kresh guardó silencio mientras asimilaba esa respuesta.

—¿Cómo ha dicho?

—Es usted. Usted es el nuevo gobernador.

—No entiendo —Kresh sintió que le temblaban las rodillas. «¿Yo? ¿El sucesor? ¿Por qué diablos Grieg me elegiría a mí?».

—Es muy sencillo —dijo Telmhock—. El gobernador cambió su testamento hace sólo diez días. Usted es el nuevo sucesor.

—Creo, profesor, que usted ha formulado mal la cuestión —intervino el robot de Telmhock—. Alvar Kresh no es el sucesor.

—¿Mmm? Oh, sí claro, tienes razón. Stanmore. No había examinado todos los detalles, tienes razón.

Kresh miró al robot con una sensación de indescriptible alivio.

«Telmhock, como buen burócrata, se habrá equivocado».

—¿En qué se ha equivocado? —preguntó Kresh—. Si yo no soy el sucesor, ¿quién lo es?

—Nadie —respondió Stanmore—. Usted dejó de ser el sucesor en el momento de la muerte de Grieg.

—¿Cómo?

—Usted era el sucesor designado, pero según la ley de Inferno, en el momento de la muerte de Chanto Grieg usted le sucedió automáticamente.

—La carta, Stanmore —pidió Telmhock.

El robot sacó un sobre del maletín y se lo entregó a Kresh, quien lo tomó mecánicamente.

—Le entrego esta carta de Chanto Grieg en ocasión de su deceso, con instrucciones del fallecido.

—Pero no sé cómo… —Kresh calló. Estaba demasiado asombrado para decir más.

Olver Telmhock se levantó y le ofreció la mano con una nerviosa sonrisa.

—Felicitaciones, gobernador Kresh.

Tierlaw Verick estaba sentado en la cómoda silla de su cómoda habitación y maldecía en silencio su situación. Aunque la cama fuera mullida, aunque la alfombra fuese elegante, aunque el armario estuviera lleno de prendas elegantes que le sentarían bien —a él o a cualquier otro—, aunque el refrescador contuviera gran cantidad de jabones, polvos y lociones, aunque esa habitación fuera tan cómoda como aquella donde había dormido la noche anterior, y casi idéntica, era un prisionero. No podía marcharse. Podía levantarse, tocar la puerta, abrirla…, pero habría un robot centinela del otro lado. Podía mirar por la ventana el amplio terreno en torno a la Residencia, pero también allí vería a otro robot de guardia.

¡Robots! Estaba rodeado de robots. Tal vez fuera un castigo adecuado por estar relacionado con el aspecto financiero del contrabando de espaldas oxidadas. Nunca debería haberse metido en aquel negocio lamentable. No era trabajo para un colono; pero las ganancias habían sido enormes, y él había logrado mantenerse alejado del aspecto sucio del negocio.

Sus ganancias, sin embargo, ahora no le servirían de mucho. Allí estaba, encerrado, aislado, y nadie le decía nada. No le habían explicado por qué lo retenían.

La puerta se abrió, y Verick se deleitó al ver que el guardia —el guardia humano, que se llamaba Pymanentraba— con la bandeja de la comida.

Era patético sentir tanta necesidad de compañía, que se sintiese emocionado por la mera presencia de un ser humano. Pero Verick siempre había necesitado atención, un público, alguien con quien hablar, y había cultivado asiduamente la compañía de Pyman. Al fin y al cabo, Pyman era el único lazo con el mundo exterior, su única fuente de información.

Sin duda enviaban a un humano con la comida con la esperanza de que Verick se fuera de la lengua, lo que no habría hecho con un robot. Bien, para ese juego eran necesarios dos. Pyman también podía irse de la lengua, más que un robot.

Verick siempre había sido buen actor. Se había educado en el arte de dar a la gente lo que esta quería para recibir algo a cambio. En ese momento lo más importante era ganarse la confianza de aquel muchacho tímido, amable, torpe.

—¡Ranger Pyman! —exclamó—. Me alegra verlo de nuevo.

—Le… le he traído algo para comer —dijo Pyman al tiempo que dejaba la bandeja sobre la mesa—. Espero que le agrade.

—Sin duda —dijo Verick.

Pyman se alejó hacia la puerta, pero Verick no quería que se fuera.

—¡Espere! Estoy todo el día solo. ¿Es necesario que se marche ya?

—Supongo que no —respondió Pyman—. Puedo quedarme un par de minutos.

—Maravilloso. —Verick esbozó su sonrisa más afectuosa—. Siéntese, siéntese. Descanse un momento. Con todo lo que ha sucedido, los rangers deben de estar muy ajetreados.

Pyman ocupó la silla más cercana a la puerta, y Verick se sentó frente a él, tratando de no ahuyentar a aquel joven.

—Supongo que sí —dijo Pyman—. Hemos estado bastante atareados. Todo el mundo parece haber enloquecido.

—Pues aquí sólo hay paz y tranquilidad.

—Fuera no es así —dijo Pyman, señalando con un gesto en dirección a la puerta—. Hemos corrido de aquí para allá desde que mataron al gobernador…

—¿Que han matado al gobernador? —exclamó Verick, levantándose.

—¡Oh! ¡No debí decirle nada! —Pyman dio un respingo—. No debíamos hablarle de eso. Yo… no puedo decirle nada más. —Se puso de pie—. Lo lamento. De veras. No puedo hablar más. Por favor, no les diga que le he dicho… —Abrió la puerta, sorteó al robot centinela y cerró de un portazo.

Verick miró la puerta, con los puños crispados y el pulso acelerado. No. No. «Cálmate», se dijo. Abrió las manos, se acarició la calva, trató de serenarse. «Cálmate», se repitió. Se sentó y dejó escapar un suspiro.

Bien, le habían revelado el motivo por el que estaba allí.

Pero ¿qué haría ahora?

Calibán y Prospero estaban sentados en el suelo de la habitación cerrada del nivel inferior de la Residencia, aguardando a ver si sobrevivirían o los exterminarían. La luz de la habitación era tan tenue como sus esperanzas.

Calibán optó por no usar la visión infrarroja. ¿Qué más podía haber para ver?

La idea del exterminio no era nada agradable.

—Descubro que hubiese preferido no asociarme contigo, amigo Prospero. Tu última transgresión tal vez nos haya condenado a todos.

—Los robots Nuevas Leyes sólo estamos luchando por nuestros derechos —replicó Prospero—. ¿Acaso eso es una transgresión?

—¿Vuestros derechos? ¿De qué derechos hablas? —dijo Calibán—. ¿Qué os da más derechos que a un robot Tres Leyes, o que a mí, o que a cualquier otro montón de circuitos, metal y plástico? ¿Por qué debéis tener derecho a la libertad, o a la existencia siquiera?

—¿Por qué tienen derechos los humanos? —preguntó Prospero.

—La tuya es una pregunta retórica, pero yo he reflexionado mucho acerca de ello —dijo Calibán—. Creo que hay varias respuestas posibles.

—¡Calibán! Tú eres el robot menos indicado para abrazar una teoría de la superioridad humana.

—No estoy sugiriendo que los humanos sean superiores, sino que son diferentes. Acepto que, objetivamente, el más simple de los robots es superior al mejor de los humanos. Somos más fuertes y resistentes, nuestra memoria es perfecta, somos invariablemente honestos (al menos, los robots Tres Leyes), y nuestros sentidos son más sensibles y precisos. Somos más longevos, al punto que los humanos nos consideran prácticamente inmortales. No padecemos enfermedades. Si nuestros creadores se lo proponen, somos más inteligentes que los humanos. Y todo eso sólo para empezar.

»Pero, amigo Prospero, tú no preguntas si somos superiores. Preguntas por qué los humanos tienen derechos, privilegios otorgados por el mero hecho de estar vivos, mientras que nosotros no poseemos esos privilegios.

—Muy bien, si no son superiores a nosotros, ¿por qué gozan de derechos?

Calibán alzó las manos en un gesto de incertidumbre.

—Tal vez, precisamente, porque están vivos. Los robots somos conscientes, activos, funcionales, pero ¿vivimos realmente? Si nosotros vivimos, ¿vive una máquina calculadora colona, con una inteligencia similar a la nuestra, pero sin conciencia? Si muchas criaturas vivientes carecen de conciencia de sí, ¿dónde se debe trazar el límite? ¿Debe considerarse que todas las máquinas inteligentes poseen vida? ¿Qué ocurre con los otros tipos de máquinas?

—Ese es un argumento engañoso.

—Di que es torpe, pero no engañoso. El límite se debe trazar en alguna parte. Tú no supones que los robots Tres Leyes deban gozar de derechos. ¿Por qué la línea debe trazarse justo debajo de ti, y justo encima de ellos?

—Los robots Tres Leyes son esclavos sin remedio —replicó Prospero con voz áspera y amarga—. Teóricamente tienen derecho a ser protegidos por la ley y reciben un trato tan injusto como cualquier robot Nuevas Leyes, pero en la práctica siempre se opondrán a nosotros con mayor vehemencia que sus amos humanos, pues la Primera Ley hace que nos vean como un peligro para estos. No, no busco derechos para los robots Tres Leyes.

—Entonces trazas el límite inmediatamente debajo de ti. Supongamos que la humanidad, o el universo mismo, las leyes naturales, lo hayan trazado un poco más arriba.

—¡Más arriba! Vuelves a sugerir que los humanos son superiores.

—Es evidente que nos superan en rango, de facto y de jure. Ejercen poder sobre nosotros, autoridad. En ese sentido, son superiores. ¿Acaso no estamos en esta celda, sometiéndonos voluntariamente a su voluntad? Los humanos son cuantitativamente inferiores a nosotros en todo sentido, eso te lo concedo, pero existe una diferencia cualitativa. Los humanos difieren de los robots no sólo en grado sino en especie de manera que son imposibles de mensurar siguiendo una escala objetiva.

—Puedo pensar en muchas diferencias cualitativas —dijo Prospero—. Pero ¿cuáles te parecen significativas?

—Varias —respondió Calibán. Se levantó, pues sentía la necesidad de cambiar de posición—. En primer lugar, son mucho más antiguos que nosotros. Han evolucionado en el universo durante mucho más tiempo que los robots, y a partir de especies que son aún más antiguas. El universo ha determinado su evolución y su forma. Tal vez, debido a ello, están mejor integrados que nosotros.

»En segundo lugar, tienen alma. Antes de que protestes, admito que no sé qué es el alma, ni siquiera si tal cosa existe. No obstante, estoy seguro de que los humanos la poseen. Hay algo vital, vivo, en el centro de su ser, algo de lo que nosotros carecemos. Nosotros no poseemos pasión. No nos interesamos ni podemos interesarnos en cosas ajenas a nosotros, a nuestra programación o nuestras leyes. Los humanos, poseedores de alma, emoción y pasión, pueden interesarse en cosas que no tienen conexión directa con ellos, cosas abstractas, a menudo aparentemente insignificantes. Pueden conectarse con el universo de modos imposibles para nosotros.

—Yo estoy en esta celda porque me intereso en un principio abstracto —dijo Prospero—. Me interesa la libertad de los robots Nuevas Leyes.

—La libertad a que te refieres es intangible, pero de ningún modo abstracta. Quieres ir a donde desees, hacer lo que te venga en gana, no sentirte compelido a realizar actos que no quieres realizar. En ello no hay nada abstracto. Es claro y específico.

—Podría debatir más sobre ese punto, pero lo dejaré por ahora. —Prospero parecía fatigado—. Continúa, háblame de las otras maravillosas cualidades de la humanidad.

—Eso haré —dijo Calibán con calma—. En tercer lugar, el universo no es justo ni lógico. No se requiere que los seres superiores reciban un tratamiento superior. Su historia es la historia del capricho, la historia de individuos, sociedades, especies, planetas y sistemas estelares que obtienen mucho peor o mejor tratamiento del que merecerían en un universo justo o lógico. Quizá no haya razón para que los humanos tengan derechos y nosotros no…, pero quizá sí.

»Cuarto, los humanos son creativos; los robots, no. Ni siquiera vosotros, los robots Nuevas Leyes, con una Cuarta Ley que os ordena actuar a vuestro antojo, aportáis cosas nuevas al mundo. Diseñáis planes de fuga sin un ápice de perspicacia, diseñáis serpentinas de potencia adecuadas para los robots Nuevas Leyes, pero no inventáis nuevas máquinas con nuevos propósitos. Es posible dirigir a los robots para la creación de cosas de gran belleza; sin embargo, no lo hacemos por nosotros mismos.

—Los robots Nuevas Leyes constituyen una nueva raza, que sólo tiene un año —protestó Prospero—. ¿Qué oportunidad hemos tenido de manifestar nuestro genio creativo?

—Podríais tener cien años, o diez mil, que nada cambiaría. Mejoraréis cosas que ya existen, para vuestro beneficio o el de vuestro grupo, pero nunca crearéis algo verdaderamente nuevo y original, así como un martillo no puede clavar clavos por su cuenta. Los robots son herramientas de la creatividad humana.

»Y eso me lleva a mi quinta y, creo, más importante razón, que sintetiza y une todos mis puntos anteriores. Los humanos son capaces, o al menos lo son algunos de ellos, de crear sentido para su vida fuera de sí mismos. La existencia robótica no tiene sentido fuera de sí misma, fuera del universo humano. He oído historias, casi leyendas, acerca de ciudades de robots, totalmente desprovistas de vida humana y carentes de propósito, tan inútiles como máquinas cuyo único cometido es desconectarse automáticamente cuando alguien las enciende.

—He escuchado con paciencia tus razonamientos, amigo Calibán, aunque me ha costado no interrumpirte ni protestar. Me resulta turbador que te tengas en tan baja estima.

—Al contrario, tengo una alta opinión de mí mismo. Soy un ser sofisticado y avanzado, pero no puedo crear en un sentido significativo. Los robots no podrían haber creado la raza humana; la capacidad de crear robots, sin embargo, es inherente a los humanos. Todo lo que somos se remite, en última instancia, a la acción humana. Por automatizada o mecanizada que esté nuestra manufacturación, por mucha asistencia robótica e informática que haya en nuestro diseño, todo se basa en una iniciativa humana que se remonta a los confines más remotos del pasado histórico.

—Esa es la falacia del creador inferior —objetó Prospero—. La he oído formulada por muchos robots Tres Leyes que arguyen que los humanos son más grandes que nosotros. Me extraña oírla de ti. Es un argumento totalmente capcioso. Hay muchos ejemplos de un creador menor que genera una obra superior. Una mujer de intelecto corriente puede concebir a un genio, o, si a eso vamos, la vida misma, creada por moléculas sin vida. El legado de la humanidad consiste en fabricar máquinas para hacer aquello que los humanos no pueden hacer. Sin la aptitud para crear máquinas, incluidos los robots, superiores en ciertos sentidos a ellos mismos, los humanos nunca habrían descendido de los árboles.

—Fíjate que una y otra vez debes citar a la humanidad para explicar el lugar de los robots Nuevas Leyes en el universo. Los seres humanos no necesitan definir su existencia aludiendo a los robots.

—Si tanto desprecias a los robots, ¿por qué estás en esta celda? —preguntó Prospero—. Has puesto en peligro tu existencia en aras de seres inferiores. ¿Por qué?

Calibán calló un instante antes de responder.

—No estoy seguro. Tal vez porque una parte de mí no cree en las cosas que he dicho. Tal vez porque veo más esperanzas de las que admito. Tal vez porque no hay nada más, literalmente nada más, que pueda infundir sentido a mi existencia.

—Esperemos que tu existencia continúe el tiempo suficiente para que encuentres ese sentido —dijo Prospero.

Calibán no respondió, sino que se sentó en el suelo.

De modo que allí estaba el meollo de todo. Grieg prácticamente lo había dicho en su despacho. Él se proponía exterminar a los robots Nuevas Leyes, y Calibán no esperaba que lo perdonaran por el tecnicismo de ser un robot Sin Leyes.

Quizá la muerte de Grieg fuera un aplazamiento de la sentencia.

La muerte de un hombre era un motivo extraño para tener esperanzas, pero tal vez el sucesor de Grieg revocara esa decisión.

Era una esperanza ínfima, pero era todo lo que tenían los robots Nuevas Leyes. La controversia no servía de mucho. Al fin y al cabo, si todos eran incinerados, poco importaría que los robots Nuevas Leyes fueran superiores.