Fredda Leving señaló a otro huésped y lo vio desaparecer. Por extraño que fuese aquel juego, era preciso jugarlo. Se restregó los ojos y suspiró.
Es todo lo que pude obtener en esta proyección. Pásalo de nuevo, Donald. Veamos de nuevo esa secuencia.
Las imágenes tridimensionales del integrador regresaron al principio y volvieron a comenzar. Fredda observó a los huéspedes entrar en la Residencia. A esas alturas faltaba más de la mitad de la gente que había asistido a la fiesta. Cada vez que Fredda, Donald o el ordenador lograban identificar a una persona, podían eliminar su imagen de la secuencia del integrador correspondiente a esa velada.
El integrador de imágenes era una máquina de fabricación colona, un pariente cercano del globo simulador, diseñada para recibir toda clase de imágenes visuales y combinarlas en un todo de tres dimensiones. Cuatro dimensiones, si se contaba el tiempo.
Y cuantas más personas faltaran en sus imágenes, tanto mejor. Necesitaban saber si en la recepción había alguien que no debía estar allí. ¿Qué mejor modo de hacerlo que eliminar a los que sí debían estar?
Era una lástima que el sistema de registro de acceso de los colonos no fuese útil en esas circunstancias. Podía grabar automáticamente las idas y venidas de cada persona e identificarla por su lista de accesos autorizados, pero esos sistemas estaban diseñados para operar en ámbitos más ordenados que una recepción multitudinaria. Incluso el sofisticado grabador de acceso que se empleaba en la residencia parecía abrumado por el caudal de personas. Demasiada gente, demasiados forasteros, demasiadas personas entrando a demasiada velocidad.
Habían alimentado el integrador con todos los datos: los planos arquitectónicos de la Residencia, todos los vídeos de noticias e imágenes tridimensionales tomadas la noche del atentado, detalladas imágenes fijas bidimensionales y tridimensionales del interior y el exterior de la Residencia, fotos fijas de todos los huéspedes, y cualquier otra información que Donald hubiera podido reunir.
El simulador integrador lo había engullido todo, y utilizaba el volumen de datos para generar el modelo informático que Fredda y Donald estaban mirando desde hacía largo rato. El integrador podía reproducir cualquier imagen del interior o el exterior de la Residencia, en cualquier escala, tal como se veía desde cualquier punto en un lapso de treinta y dos horas, el período que investigaban. Podía proyectar las imágenes hacia adelante o hacia atrás a cualquier velocidad, o congeladas en el momento que quisieran.
Podía rellenar los blancos de una imagen tomando elementos de otra. Por ejemplo, si veía que determinado hombre llevaba pantalones azules y zapatos rojos en una toma frontal de cuerpo entero, pero notaba que tenía un punto oculto en una toma desde atrás donde las piernas estaban tapadas, podía añadir ambos datos al banco de imágenes completas del individuo; con suficiente información, el integrador podía presentar al hombre en cualquier momento, desde cualquier ángulo, o sustraerlo de la escena y permitir ver a la mujer que estaba detrás de él y que en realidad había permanecido oculta a las cámaras, generando una visión de ella a partir de su banco de imágenes. El integrador no podía mostrar aquello que la mujer había hecho mientras estaba oculta, pero al menos mostraba dónde se encontraba.
En verdad, gran parte de lo que mostraba el integrador era conjetural. No todos los aspectos de la recepción estaban registrados. Había muchos momentos y lugares que la cámara no había captado, lo que obligaba al operador a realizar conjeturas. Y las conjeturas generaban preguntas. ¿Qué hacían todos cuando no estaban a la vista? Esa pregunta provocaba paranoia. El sujeto X abandonaba la habitación A y aparecía cuarenta segundos después en la habitación B, sin imágenes de vídeo de lo que había sucedido entretanto en el pasillo. ¿X había seguido una línea recta, como parecía razonable, o había cometido un acto delictivo en el momento en que estaba fuera del alcance de la cámara? ¿Eran esos cuarenta segundos una demora injustificada, o sencillamente el tiempo que se necesitaba para cubrir ese trayecto? ¿La demora era causada por una parte demoníaca del complot, por una necesidad natural, o era sólo una pausa para alejarse de la multitud?
Y ¿era propio de paranoicos hacerse esas preguntas? Al fin y al cabo, alguien que se encontraba entre aquella multitud había matado a Chanto Grieg. Varias personas estaban implicadas. En algún momento de la velada alguien tenía que haber hecho algo que no deseaba que se viera, y presuntamente había tomado el recaudo de evitar que la cámara lo registrase. En medio de alguna de todas aquellas demoras explicables por inocentes visitas al refrescador o encuentros fortuitos en los pasillos, se ocultaban los actos que conducían al homicidio.
Pero ¿dónde? ¿Dónde, en medio de la multitud que asistía a la fiesta, estaban los actos culpables? El mejor modo de averiguarlo parecía consistir en eliminar todos los actos inocentes y examinar lo que quedaba.
Y allí estaban, borrando las imágenes de los inocentes con la esperanza de no dejar nada a excepción del culpable.
Se trataba de un trabajo engorroso, pues las imágenes del integrador no eran infalibles, ni siquiera del todo realistas. Si las imágenes de una cámara emplazada en un pasillo mostraban a un hombre entrando en una habitación donde no había cámara, el integrador no tenía manera de saber qué hacía ese hombre. En ausencia de instrucciones del operador, el simulacro del hombre que estaba en la habitación permanecía en el centro de esta, como un muñeco inmóvil, hasta que las cámaras del pasillo detectaban su regreso al pasillo. Entonces el simulacro se desplazaba rígidamente hacia la puerta, confundiéndose con imágenes reales cuando el hombre volvía a entrar en el campo de la cámara.
Aún más extraña era la gente mutilada que aparecía aquí y allá: brazos, piernas o torsos vistos a medias que el integrador no podía asociar con una persona específica. No los excluía hasta que se lo ordenaban.
La mitad de las imágenes que Fredda estaba viendo eran, al menos en parte, imaginarias. Al integrador eso no le importaba. Con los datos apropiados se contentaba con presentar imágenes hipotéticas o totalmente falsas. Se le podía ordenar que presentara varias versiones de los hechos, proyectando todas las probabilidades acerca de quiénes iban a qué lugares cuando la cámara no registraba sus movimientos. Incluso las imágenes hipotéticas eran útiles para descartar posibilidades.
A esas alturas, con más de la mitad de los huéspedes desechados, las imágenes eran cada vez más surrealistas. La gente hablaba con interlocutores que ya no estaban. La multitud se reducía a parejas o tríos aislados.
Los ordenadores y robots deberían haber podido realizar aquella tarea, pero no había ninguno lo bastante bueno para reconocer patrones, para ver el todo cuando sólo miraba una parte. Ni siquiera sus miles de años de desarrollo eran comparables con los miles de millones de años de la evolución humana. Por ello Fredda compartía esa tarea con Donald. Ella podía ver un fragmento de barbilla, o un perfil fugaz y borroso, y distinguir que era la misma cara que había visto veinte minutos antes, permitiendo al integrador conectar dos secuencias de imágenes como correspondientes a la misma persona. Más aún, Fredda conocía a muchos de los asistentes y podía identificar rostros borrosos que el integrador era incapaz de cotejar con su archivo de imágenes fijas.
Resultaba extraño verlo todo de aquella manera, desde un ángulo propio de un dios, pero era un modo muy útil de clasificar los movimientos de cada persona. Más extraño aún era ver su propia imagen y eliminarla, ver a Alvar Kresh y hacerlo desaparecer. Le hacía dudar de la realidad del sheriff, y de la suya propia. Se preguntó por un instante si debía hacer desaparecer a Alvar. Después de todo, él había hallado el cadáver, lo cual era en sí mismo sospechoso. Donald estaba cerca de él en ese momento, y Kresh no había permanecido mucho tiempo a solas en la habitación de Grieg, pero quizás hubiera estado el tiempo suficiente. Además, parecía que Grieg no había opuesto resistencia, con lo cual podía interpretarse que había sido asesinado por alguien a quien conocía.
Parecía absurdo, pero alguien había matado a Grieg, y a partir de ahora el resto del universo sólo contaba con la palabra de Kresh para creer su versión de los hechos.
No. Imposible que fuese Kresh. Podía ser terco e irritante, pero no había hombre más honorable en todo el planeta. Era absurdo sospechar de una persona como él. Ella lo conocía muy bien para creer semejante cosa. Era reacia a admitirlo, pero le gustaba demasiado como para incluirlo entre los presuntos implicados.
Fredda miró de soslayo a Donald, que permanecía sentado con actitud impasible ante el panel de control del integrador. ¿Esos pensamientos inquietos y turbadores también pasaban por su mente? ¿Lo desconcertaban esas imágenes descabelladas e ilusorias? Fredda debería saberlo, pues había diseñado su cerebro y su mente, pero en este momento eso no significaba nada. El robot bajo y azul celeste parecía impávido…, pero ¿qué acechaba bajo la superficie? ¿Poseía inteligencia suficiente para tener dudas, para advertir que el universo no era el lugar ordenado y estructurado que parecían sugerir las Tres Leyes? Se trataba de un robot policía, y como tal sabía muy bien de qué locuras eran capaces los humanos.
—¿Quién crees que lo hizo, Donald? —le preguntó ella impulsivamente—. ¿Quién mató a Chanto Grieg?
Donald estaba mirando las imágenes, pero se volvió hacia Fredda y la miró con expresión inescrutable durante diez segundos.
—Me resulta imposible decirlo —respondió—. Contamos con mucha información, pero pocos datos parecen ser útiles. Como primer paso hacia la verdad, debemos prescindir de la información inservible.
—Tú estás más familiarizado que nadie con el caso y sé que sospechas de Calibán y Prospero, pero olvídate por un momento de ellos y dime cuál es tu principal sospechoso humano.
Donald movió la cabeza en una imitación del gesto humano de negación.
—Me temo que no tengo ni puedo tener una opinión acerca de eso. Antes de llegar al quién, tendría que abordar el porqué, la cuestión del motivo. Y soy incapaz de imaginar que alguien deseara la… la muerte de un ser humano. He visto la muerte, he analizado pruebas de homicidio, y en consecuencia sé que existen motivos para este, pero aunque sé que estas cosas son reales, no puedo imaginarlas.
—Mmm. Es extraño. Muy extraño. Los humanos son capaces de toda clase de ilusiones notables, pero no de esta. A veces me olvido de cuán diferentes son los robots de los seres humanos.
—Creo que yo no he olvidado ese dato, ni siquiera por un instante —dijo Donald—. ¿Proseguiremos con nuestra tarea?
—Sí, desde luego. —Fredda se volvió hacia el integrador y observó la muda danza de los simulacros. Podrían haber introducido sonido, pero a esas alturas eso sólo crearía mayor confusión.
Un segundo. Confusión. Confusión. Estaban perdiendo de vista toda la confusión.
—Donald, ve a la referencia temporal cinco minutos anterior al ataque contra Tonya Welton. Borra a Tonya Welton, a los atacantes y a los agentes SCS, junto con toda la gente que hemos identificado hasta ahora. Deshagámonos de la distracción y veamos si podemos localizar aquello de lo cual intentaban distraernos.
—Sí, doctora —repuso Donald, manipulando los controles. Configuró el sistema una vez más, regresando al momento que le pedían. La imagen reapareció, presentando el extraño espectáculo de todos los testigos reaccionando ante una pelea inexistente. Era como ver el público sin ver la obra. Grupos de personas señalaban un vacío en el centro de la sala, y retrocedían para evitar a contrincantes invisibles.
Fredda señaló dos o tres grupos de curiosos. Obviamente, ellos eran quienes sufrían las consecuencias de la maniobra de distracción. No tenía sentido observarlos.
—Deshazte de esas personas —indicó—. Y de aquellas, y de aquellas también. —Grandes grupos desaparecieron. Fredda mantuvo la secuencia en marcha. La pelea había atraído a esa sala a gente de otras partes de la Residencia, pero ella estaba buscando a quienes no eran atraídos por el incidente. Observó mientras la gente se acercaba, observaba el altercado inexistente y se alejaba—. Detenla allí, Donald. Marca a esas personas, y a esas otras. Y aquel grupo que está junto a la puerta. Bien. Ahora retrocede hasta cinco minutos antes de la pelea y borra la imagen de todas las personas recién marcadas. Sólo quiero ver a las personas que no se mostraron interesadas por la pelea.
La imagen tridimensional desapareció por un instante y regresó a la misma escena, minutos antes de la agresión. No quedaba nadie en el Gran Salón, excepto Calibán y Prospero. Donald mostraba de nuevo sus prejuicios. Calibán y Prospero habían estado toda la velada dentro del campo de la cámara, y además de interrumpir la pelea, ninguno había hecho nada más sospechoso que charlar amablemente con los demás invitados. Evidentemente, eso no bastaba para disuadir a Donald, pero Fredda no insistió.
Siempre existía la posibilidad, por remota que fuese, de que él tuviera razón. Sabían, por la declaración de Verick, que los dos robots eran los últimos que habían visto a Grieg con vida. Pero ahora eso no importaba. Fredda lo sabía todo acerca de Prospero y Calibán. Estaba buscando desconocidos, gente cuya actitud no pudiera explicar.
—Dame una visión aérea de la planta baja —dijo. La imagen del Gran Salón desapareció y fue reemplazada por una visión panorámica de la planta baja, presentada de tal modo que Fredda la veía directamente desde arriba—. Bien. ¿Has guardado todas las partes borradas para volver a pedirlas?
—Sí, doctora Leving. ¿Quiere que proyecte la secuencia de las personas borradas desde la marca temporal anterior a la pelea?
—Enseguida, Donald. Primero quiero que la proyectes desde ese momento, con todos en su lugar. Veamos primero la totalidad de la imagen.
—Sí, doctora.
Las imágenes se hicieron más claras.
La imagen tridimensional desapareció por un instante, y de pronto Fredda se encontró mirando un torbellino de gente que hablaba, caminaba, se sentaba, llegaba, partía, discutía, reía.
Toda la Residencia parecía estar llena de personas que sólo deseaban encontrarse allí donde no estaban. Todos se desplazaban. Sería casi imposible localizar a nadie en medio de tanto ajetreo. Y sin duda los conspiradores contaban con ello.
Comenzó la pelea, y Fredda observó que llegaba gente de todas partes para ver qué sucedía, y era casi imposible no perder detalle de lo que cada persona hacía.
Los dos hombres atacaron a Tonya Welton, ella derribó a uno y estaba por abalanzarse sobre el segundo cuando los dos robots intervinieron y los separaron. Aparecieron Kresh y Donald, y el primero intervino para aclarar la situación. La gente comenzó a dispersarse cuando cesó el alboroto.
—De acuerdo, Donald. Para allí. Vuelve al punto temporal anterior y proyéctala de nuevo, excluyendo las partes desechadas.
El robot detuvo la proyección y reconfiguró el sistema. El depósito de visión se disolvió en un remolino de colores y se rearmó para mostrar una casa fantasmal y vacía donde sólo vagabundeaban algunas criaturas sin rostro. Eran simulacros, marcadores de imagen para indicar personas no identificadas, con rostros demasiado borrosos para que un ordenador, robot o humano supiera quiénes eran. Sin duda podrían identificar a la mayoría con un poco más de trabajo, pero eso podía esperar. Por ahora eran fantasmas en la máquina, seres sin rostro recorriendo un paisaje simulado. Algunos desaparecían o reaparecían de vez en cuando y luego tal o cual fuente de vídeo les perdía el rastro. A veces, pero no siempre, el integrador asociaba dos secuencias de vídeo de la misma persona con enlaces animados.
Recorrían la casa con el aire displicente de quien no tiene un propósito claro. Desde luego, muchos movimientos eran conjeturas del ordenador, pero Fredda sospechaba que las conjeturas del integrador eran acertadas.
Entonces lo vio. Otra figura, una sombra leve y pequeña, un hombre de tez pálida y aspecto juvenil.
Cabello ralo y corto, ropas sencillas en comparación con los atuendos llamativos que se veían en toda la Residencia. Allí estaba, retrocediendo, llegando dos minutos antes de que se produjese la pelea, pocos minutos después que el SCS acatase la falsa orden de retirarse. La entrada principal estaba sin custodia, abierta de par en par. El hombre tenía un aire nervioso y tenso. Pero ¿qué diantres hacía? Costaba interpretar sus actos sin nadie alrededor.
—Dame la versión completa por un segundo, Donald.
De repente el hombre pálido quedó rodeado de gente, y sus actos resultaron claros. Procuraba entrar en el edificio confundido entre un grupo de recién llegados. El truco dio resultado. Logró entrar en la Residencia treinta segundos antes que se iniciara la riña. ¡Y allí, allí…!
—¡Donald, detén la imagen! —Fredda se aproximó al depósito de imágenes—. ¿Lo ves?
—Veo que el sujeto en que usted parece interesada mira su reloj.
—Sí, pero ¿qué te sugiere eso?
—Que quería saber la hora.
Falta de imaginación. Por eso el universo necesitaba personas, no sólo robots.
—¿A quién le importa la hora cuando acaba de llegar a una fiesta? Además, es un espacial, o al menos lo parece por el corte de cabello y las ropas que viste.
—¿Y qué hay con eso?
—Los espaciales rara vez usan reloj. Si un espacial necesita saber la hora, le pregunta a su robot.
—¿Insinúa que está verificando la hora con el propósito de sincronizar sus actos, que está regulando sus actos para llegar justo antes de la pelea fingida?
—Sí, eso es lo que insinúo.
Donald miró de nuevo la imagen.
—Parece excesivo, tratándose sólo de un hombre que mira su reloj —dijo con tono dubitativo.
—En general, lo admito, pero no es excesivo tratándose de este hombre mirando su reloj mientras se introduce en esta fiesta dos minutos antes que estalle una pelea. Es nuestro hombre, estoy segura. Elimina a todos los demás del sistema de imágenes y proyéctala hacia adelante, siguiendo un primer plano de él.
La gente desapareció y el hombre pálido de ropa sencilla quedó solo en la proyección, sin grupos de juerguistas que le sirviesen de camuflaje.
Fredda siguió el desplazamiento de la imagen ampliada e imprecisa del hombre. Cruzó la entrada en dirección al Gran Salón, y luego salió, sin siquiera echar un vistazo a la pelea ahora invisible. En ocasiones la imagen fluctuaba, y las secuencias intermedias eran enlazadas con animaciones. El efecto resultaba mucho más convulsivo en primer plano, cuando las toscas imágenes ampliadas se convertían en las imágenes simplificadas de un hombre genérico y luego reaparecían. Cada vez que sucedía, Fredda sentía un nudo en el estómago, pues temía que hubieran llegado a la última imagen de vídeo real de aquel hombre y estuvieran por perderlo.
La imagen atravesó un pasaje lateral, caminando con determinación, como si supiese exactamente adónde iba y por qué. Sin detenerse en las intersecciones ni vacilar en los recodos. O bien había estado antes en el edificio, o bien había recibido instrucciones detalladas.
—¿Aún no sabes si es nuestro hombre? —le preguntó Fredda a Donald.
—Sus actos son sumamente deliberados para que sea un visitante casual —concedió Donald—. Parece dirigirse hacia las áreas de servicio de la parte trasera del edificio.
El hombre pálido llegó a una puerta sin indicaciones, miró por encima del hombro, abrió la puerta, entró y la cerró. Fredda se encontró frente a una puerta que acababan de cerrarle en la cara.
—Maldición, Donald, síguelo. —Fredda estaba tan fascinada con la persecución que le costaba recordar que su presa había desaparecido, que lo que miraba no era más que una imagen del integrador.
—Un momento, doctora. —Donald accionó el panel de control y miró a Fredda—. Lo lamento, doctora. Son los últimos datos grabados en ese lugar, y no había fuentes de vídeo al otro lado de la puerta. Puedo mostrarle qué hay del otro lado, pero no tiene sentido poner allí el simulacro del hombre. No hay información sobre ninguna otra actividad de aquel sector hasta la activación de los robots de seguridad. Una vez que fueron activados y desplegados, grabaron ese lugar minuciosamente, pero las grabaciones fueron destruidas con los robots. En las restantes no hay más indicios del hombre que hemos seguido.
—¿Por qué los robots de seguridad realizaron grabaciones detalladas del lugar?
Donald hizo avanzar la imagen, revelando una rampa descendente después de la puerta. La imagen de vídeo bajó por la rampa y dobló la esquina.
Y allí estaban los SPR, los robots de seguridad, desconectados, inertes, pulcramente alineados.
—Astros ardientes —masculló Fredda—. Nuestro pálido amigo se ocultó en la habitación de los robots de seguridad.
—Así parece —concedió Donald—. Vea esa hilera de armarios en la pared del fondo. Yo diría que se escondió en uno de ellos.
—Tal vez —dijo Fredda. Miró la imagen, tratando de sacar conclusiones. Si Hombre Pálido se había introducido allí era porque sabía muy bien que los robots de seguridad estarían desconectados. La imagen le mostraba la mejor información que el integrador poseía del estado de los robots en ese momento. Arriba, el sheriff Kresh todavía estaba poniendo orden después de la pelea. Cuando Hombre Pálido había bajado por aquella rampa sabía que los robots de seguridad serían desplegados poco después. Pero también sabía que los robots estaban modificados, que dejarían repentinamente de funcionar y él tendría el edificio a su disposición. Si Hombre Pálido mantenía la calma, no tenía nada que temer; le bastaba con ocultarse allí abajo, esperar a que desactivaran los zapadores, salir con su pistola energética y…
Un momento. La pistola. Había rastreadores de armas en todas las entradas de la Residencia y en torno a esta. Fredda podía creer que la red de seguridad hubiera pasado por alto a un intruso que entraba sigilosamente en el lugar, era fácil cometer ese error, pero ¿cómo podía el sistema haber pasado por alto el ingreso de una pistola energética? Comprobó las imágenes de Hombre Pálido. No llevaba ropas sospechosamente holgadas ni un maletín donde pudiera ocultar un arma. Además, los detectores de armas la habrían hallado. Era imposible que un objeto tan pequeño como la pistola que debía de llevar contara con un escudo. No. Hombre Pálido no podía haber entrado con el arma.
En consecuencia, la pistola estaba allí, esperando antes que él se introdujera en la casa. De repente, Fredda tuvo una clara idea de dónde y cómo.
En la vida real, la sala subterránea que antes albergaba a los robots de seguridad lucía extrañamente diferente y a la vez extrañamente igual. El integrador había mostrado una versión idealizada, tomada de los planos arquitectónicos informáticos y algunas fotos, pero eso sólo era parte del motivo por el que resultaba extraña. La habitación se veía mucho más pequeña que a través del integrador. Las luces reales eran un poco más opacas y las paredes estaban desconchadas, cosa que no ocurría con las paredes de la simulación. El aire era fresco y un poco húmedo. Resultaba asombroso el modo en que la realidad mostraba todos los defectos de una simulación, defectos que ni siquiera se notaban en la proyección.
Pero la mayor diferencia era que no había pulcras hileras de robots allí abajo. Sólo quedaba un cascajo despedazado, mucho más estropeado que los SPR de los pisos superiores. Y no sólo los daños parecían más graves; también los agujeros producidos por los disparos parecían diferentes. ¿Por qué? ¿Por qué destrozarlo todo a pistoletazos con tanta saña?
Fredda creía conocer las respuestas a esas preguntas, pero todavía no estaba segura. Primero necesitaba echar un vistazo al quincuagésimo SPR. El quincuagésimo.
Lo que la molestaba era el hecho de que ni siquiera había advertido que faltaba un SPR. Había cincuenta al empezar, pero ni por un instante se le había ocurrido contarlos, hasta ahora. Ahora sabía que había habido veintidós SPR en el nivel superior y veintisiete en la planta baja.
Si hubiera considerado antes esa información, habría revisado el lugar de arriba abajo en busca del robot faltante. Y habría encontrado mucho antes a ese robot, el crucial.
Fredda, sin embargo, no era la única que lo había pasado por alto. Los equipos de investigación habían registrado el sector dos horas antes, sin examinarlo atentamente. ¿Qué podía significar otro robot destruido en un edificio que estaba lleno de ellos? Había que poner manos a la obra de inmediato, desguazar el robot para hallar las claves, las pruebas que sin duda ocultaba en su interior. Pero se resistía. ¿Y si se ponía a trabajar y borraba una huella o algo parecido? No podía cometer más errores. Ya había sido frustrante que esa puerta imaginaria de la simulación se le cerrara en la cara. Seguir al sospechoso hasta allí y luego no encontrar nada… era como darse de narices contra la pared. Comenzaba a comprender cuánta paciencia requería una investigación policial. Quería hacerlo bien, cuidadosamente. Las pistas de aquella habitación podían ser la clave del caso. No quería estropearlas. Que los robots hicieran su trabajo primero. Luego ella haría el suyo.
—Donald —dijo Fredda—, llama a un equipo de robots de inspección. Quiero que examinen este robot y esta habitación, incluidos todos los armarios, con máxima resolución. Nuestro amigo Hombre Pálido se ocultaba en ella, y debe de haber dejado algún rastro.
—Eso no es seguro —repuso Donald—. Sería sumamente útil, pero no podemos contar con ello.
—Tiene que haber dejado una pista —protestó Fredda—. Un fragmento de cabello, una huella digital, algo. —¿O era posible que no hubiera dejado el menor vestigio? De pronto Fredda comprendió cuán poco sabía sobre las pistas que esperaba que los robots encontraran.
—Es posible que el equipo de inspección encuentre algo, pero tenga en cuenta que si el sospechoso tomó algunas precauciones no encontraríamos nada —puntualizó Donald.
¿Precauciones? Fredda se sentía muy confiada en su especialidad. No sabía nada sobre peritaje forense ni pistas, pero comprendía a las personas. Ya tenía cierta intuición sobre Hombre Pálido. Con sólo observarlo en el integrador había aprendido mucho acerca de él.
—No nos hallamos ante un hombre que toma todas las precauciones —dijo—, sino ante un hombre que comete errores. Si no hubiera estado tan nervioso cuando lo identificamos, si no hubiera cometido el error de consultar el reloj, podríamos haberlo perdido. En cambio, llamó la atención sobre su persona. Si al menos hubiera fingido interés en la riña, quizás hubiéramos borrado su imagen junto con la de todos los curiosos.
—¿Y a partir de eso deduce usted que él dejaría huellas aquí?
—No es una deducción. Es una certidumbre. Él dejó algún rastro. —No tenía razones lógicas para creerlo, pero la lógica no era más que un instrumento de la razón, y no el único, por cierto. Las reacciones viscerales también contaban—. Confía en mí, Donald —añadió, mirando las ruinas chamuscadas del robot de seguridad—. Nuestro amigo dejó una tarjeta de visita.
Normalidad. La necesidad de normalidad era dolorosamente obvia. Calibán sabía que era así, pero saber no era lo mismo que actuar.
De todos modos, las exigencias de ese día, las restricciones de la rutina, ayudaban bastante. Tenía un trabajo que hacer.
Teóricamente, Calibán y Prospero trabajaban como representantes de Fredda Leving, observando la conducta y los actos de los robots Nuevas Leyes y presentando informes en el despacho de la doctora. Pero sus deberes superaban esas tareas. Eran expertos ambulantes destinados a encontrar los problemas que retrasaban el trabajo y solucionarlos.
En la práctica, Prospero era inútil en esa labor. Prefería exhortar a los robots Nuevas Leyes a dejar sus herramientas para dirigirse a Valhalla que resolver un conflicto laboral. Últimamente se pasaba todo el tiempo con el sistema hiperonda apagado para no ser molestado ni rastreado. Le gustaba ocultarse del mundo en un despacho abandonado, bajo las calles de Limbo, leyendo, escribiendo y estudiando, desarrollando su filosofía.
Calibán, en cambio, era bueno para ese trabajo. Tenía cierta comprensión de los puntos de vista humano y robótico, y con frecuencia podía combinarlos. Había participado en muchas disputas entre humanos y robots Nuevas Leyes —incluso entre robots y robots— procurando encontrar un terreno común.
Pero en ocasiones se preguntaba si los robots Nuevas Leyes merecían la libertad.
Durante las dos últimas semanas Calibán había trabajado con un equipo de robots Nuevas Leyes consagrados a la reparación de una vieja serpentina de fuerza de campo eólico, un dispositivo enorme, potente y complejo.
La tarea requería una planificación minuciosa y la coordinación de muchas etapas. El equipo de robots trabajaba sin supervisión humana directa, y cada miembro del equipo desempeñaba su cometido con entusiasmo.
Lamentablemente, cada robot Nuevas Leyes asignado a la tarea había tenido sus propias ideas acerca de esta. Había tantas ideas para investigar que parecía improbable que alguna vez se pusieran a trabajar.
De Calibán dependía convencer a los autómatas de que a menudo lo mejor era enemigo de lo bueno, y que la busca de perfección podía resultar inmovilizadora. En ocasiones era frustrante ver el modo trivial en que los robots Nuevas Leyes usaban su libertad. Fredda Leving había deseado que avanzasen, que se desplazaran en nuevas direcciones, no que derrocharan el tiempo en torno a una mesa discutiendo una vez más el modo más eficiente de reconfigurar una serpentina de supresión de éxtasis. La noche anterior había acordado que por la mañana llegarían temprano, con la esperanza de resolver algunos de esos problemas.
—Vamos, amigos —repitió Calibán—. Intentémoslo de nuevo. ¿No podemos coincidir en algún aspecto menor?
—¿Por qué crees que la máxima eficiencia es un aspecto menor? —preguntó Dextran 22.
—¿Y de qué sirve la eficiencia teórica cuando tus rutinas de realce dejan un sistema inestable? —inquirió Shelkcas 6.
—Las rutinas de realce son estables —respondió Dextran—, o lo serían en un campo normalizado.
—¡Por favor! —exclamó Calibán—. El tema de la normalización está resuelto. No es preciso insistir en ello. Amigos, una vez más nos enfrentamos a la vieja opción: podemos resolver el problema o podemos iniciar una discusión, pero no podemos hacer ambas cosas. Dextran, tu sistema de realce funciona, y podemos emplearlo mientras no busquemos una eficiencia superior al noventa y nueve por ciento. ¿Un medio por ciento de mejora en la eficiencia justifica una degradación de la confiabilidad?
—Tal vez no —admitió Dextran—. Tal vez el sistema de realce sólo…
—¡Calibán, Calibán!
Una voz humana que él reconocía llamaba desde el despacho, pero ¿qué motivo podía tener Gubber Anshaw para estar allí?
—Excusadme, amigos. Si hemos resuelto ese problema, quizá podáis pasar al siguiente punto mientras yo me ausento.
Calibán se levantó, cruzó la habitación, abrió la puerta y salió. Allí estaba Gubber, agitado y contrariado.
Calibán cerró la puerta. La expresión del doctor Anshaw le indicaba que convenía comentar la noticia en privado.
—¡Calibán! ¡Gracias a los astros que estás aquí! ¿Qué haremos?
—¿Qué haremos? ¿Acerca de qué?
—Me refiero a Grieg, por supuesto, el gobernador Grieg. Sin duda sospecharán de Tonya. Tú estuviste allí, Calibán, eres testigo. Ella no hizo nada. Debes decírselo.
—Doctor Anshaw, usted me confunde. —Calibán estaba alarmado. Prospero había asegurado que no había problemas ni peligros, pero era evidente que él había tenido razón al no creerle—. ¿Qué ocurrió anoche? ¿Qué le pasó al gobernador?
—¿No te has enterado? ¿No lo sabes? Grieg está muerto. Lo mataron anoche después de…
Calibán se marchó antes de que Anshaw pudiera terminar de hablar. Si la situación era tan incierta que hasta Tonya Welton podía ser sospechosa, Calibán no tenía la menor duda de que él también corría peligro. Tenía que alejarse de cualquier sitio donde pudieran hallarlo, y cuanto antes mejor.
Shelabas Quellam no cabía en sí de entusiasmo. Sería el gobernador, y eso significaba prestigio, poder, respeto. Pero tenía que llevar a cabo muchos preparativos. ¿Qué hacer primero? Un discurso. Sí. Escribiría un discurso para el momento en que asumiera el cargo. Hablaría del dolor y del coraje, de la necesidad de seguir adelante. Sí, eso sería lo indicado.
Se sentó ante su consola de comunicaciones y se dispuso a dictar, pero entonces advirtió que el tablero de estado indicaba que tenía correspondencia en el sistema de su despacho. Algunos mensajes eran privados, y otros tenían varios días.
Shelabas nunca se molestaba en leer toda su correspondencia entrante. Sus robots lo hacían por él y redactaban resúmenes de los asuntos que debía atender. Pero, pensándolo bien, hacía rato que ni siquiera leía los resúmenes. Sin duda debía de haber algo de interés vital para el nuevo gobernador.
Shelabas Quellam examinó el correo pendiente y le dio un vuelco el corazón. Había una carta de Grieg, codificada, destinada únicamente a Quellam. ¿Cómo era posible? Revisó la columna de fechas y descubrió que hacía más de una semana que estaba allí.
¡Una semana! De pronto recordó que sus robots le habían avisado de que había correspondencia urgente esperando en el sistema. Sólo él era culpable de la demora.
Con mano trémula, accionó los controles y el aplomado rostro del gobernador Chanto Grieg apareció en pantalla. De modo que no se trataba de una carta escrita, sino de un videomensaje, lo cual era vagamente insultante. Uno enviaba videomensajes a quienes no tenían paciencia para habérselas con la palabra escrita.
«Salud, legislador —dijo la imagen de Grieg. Era obvio que Grieg empleaba un tono oficial. No era un mensaje personal, sino una declaración política—. Con cierta renuencia, he llegado a la decisión que ahora debo comunicarle a usted, y sólo a usted. Como bien sabe, siempre he creído que las leyes de sucesión de mi puesto son excesivamente complejas y podrían generar gran incertidumbre de producirse una crisis. Por esa razón, lo designé a usted para reemplazarme si me destituyeran por medios legales o para ser mi sucesor en caso de que yo fallezca durante mi gestión. Sin duda sabe usted que algunos intentan someterme a un juicio político. Tal vez no sepa que el sheriff Kresh, el comandante Devray y la capitán Melloy me han advertido recientemente sobre amenazas contra mi vida. De modo que es cada vez más probable que mi gestión termine abruptamente, bien por medios legales, bien a causa de mi muerte. Ya no debo considerar esto último como una posibilidad teórica remota, sino como un hecho probable.
»No puedo tratar el principio de la sucesión unificada como de importancia primordial. Aunque es importante en sí mismo, no debo permitir que interfiera en el camino de las reformas vitales, las medidas diplomáticas y económicas que busca este gobierno. Opino que usted, en caso de sucederme, será sometido a una presión insoportable para que convoque a elecciones de inmediato. También opino que en tales circunstancias las elecciones conducirían a un gobierno que tomaría medidas que provocarían un desastre de alcance planetario.
»Por estas razones, le informo que cancelo su designación para sugerir un nuevo nombre. Después de conversar con el nuevo sucesor, me propongo anunciar ese nuevo nombre públicamente. Espero que esto ocurra dentro de pocas semanas. Por respeto hacia usted, por nuestra larga asociación y por su investidura como presidente del Consejo Legislativo, me parece prudente comunicarle esta noticia con antelación.
»Con profundo pesar, y disculpándome por la zozobra que esta decisión pudiere causarle, me despido de usted».
La pantalla mostró el sello identificador de Grieg y la imagen se esfumó.
Shelabas Quellam miró boquiabierto la pantalla. No era el sucesor. No era el gobernador. No era nadie. Un momento. ¿Y si Grieg no hubiese nombrado al nuevo sucesor antes de morir? Por lo que él recordaba, la designación del sucesor continuaba siendo válida hasta que se nombrase uno nuevo. Por un instante de locura, pensó en borrar el mensaje, destruyendo así toda prueba de su existencia y declarando de inmediato que era el gobernador. Pero no. Las autoridades pertinentes sin duda habrían recibido copias. Destruir aquella no serviría de nada y sólo arrojaría sospechas sobre él… siempre que no fuera ya sospechoso del crimen.
Se puso de pie de un salto. ¡El gobernador había sido asesinado! Si no habían designado a un nuevo sucesor, Shelabas Quellam sería el principal sospechoso en cuanto se descubrieran las copias del mensaje de Grieg.
De modo que Shelabas Quellam no era el gobernador, ni lo sería si Grieg había nombrado nuevo sucesor.
Shelabas Quellam era sólo un hombre que tenía un magnífico motivo para asesinar al gobernador.
Y pronto, muy pronto, todo el mundo lo sabría.
Media hora después de abandonar a Anshaw, Calibán llegó a un lugar seguro, una oficina oculta de los espaldas oxidadas en un túnel abandonado, muy por debajo del centro de Limbo. La oficina contaba con un equipo hiperonda no registrado, y tal vez imposible de detectar. Tenía la certeza de que ningún humano sabía nada sobre aquel escondrijo, lo cual significaba que podía monitorear las noticias sin temor a ser capturado, y contar con la oportunidad de pensar. Las redes de noticias sólo hablaban de la muerte de Grieg, y pronto se enteró de todo lo que necesitaba saber.
Se requería poca imaginación para comprender que él y Prospero debían de ser los principales sospechosos, y con buenas razones. Alvar Kresh había perseguido a Calibán anteriormente, y Calibán no deseaba repetir la experiencia. Tenía que llamar a Prospero. Calibán era el único robot del planeta Inferno que estaba obligado a emplear un centro de comunicaciones para efectuar una llamada, y eso se debía a que todos los demás robots tenían un sistema hiperonda incorporado.
Calibán era el producto de un experimento de laboratorio, parte del cual consistía en mantenerlo incomunicado con el mundo externo. Hacía tiempo que podía haber pedido que le instalaran un equipo, pero tenía buenas razones para no desear que lo desconectaran ni siquiera durante el breve tiempo que se necesitaba para instalar el equipo pertinente. Sabía, por experiencia, que mientras estaba desactivado podían sucederle demasiadas cosas. Había demasiados humanos —y robots— que no lo querían bien.
Normalmente, carecer de un enlace hiperonda no suponía una gran desventaja. Ahora necesitaba desesperadamente hablar con Prospero, y no quería saber dónde se ocultaba su amigo, que también había sido amenazado en su momento. Sin embargo, eso no importaba. Prospero había suministrado a Calibán un código hiperonda sólo de audio, el cual lo conectaría con la oficina de Prospero sin que lo detectasen.
Tecleó el código y habló en cuanto se estableció la conexión. Prospero nunca respondía en hiperonda hasta saber quién llamaba.
—Prospero, habla Calibán.
—Amigo Calibán —contestó Prospero por el parlante—. Debemos reunirnos cuanto antes.
—Convengo en que es necesario con urgencia. Esta crisis es terrible, pero pienso que una mera reunión no servirá de nada.
—Teníamos planificado qué hacer si las cosas salían mal —dijo Prospero—. Es hora de huir.
—Pero nunca esperamos que las cosas salieran tan mal —objetó Calibán—. No tengo dudas de que tu ruta de escape serviría en circunstancias normales, pero estas no son circunstancias normales. Si huimos ahora, antes de que anochezca todos los humanos del planeta estarán buscándonos. Ya he sido perseguido por Alvar Kresh, y no deseo reanudar la cacería; la última vez sólo sobreviví por mera suerte.
—El planeta es grande, y tengo gran experiencia en desplazamientos clandestinos —dijo Prospero.
—Tienes gran experiencia en organizar desplazamientos clandestinos, pero nunca has salido de Purgatorio. Además, no debemos olvidarnos de los daños que podrían producirse. Si huyéramos, ¿cuántos Nuevas Leyes fugitivos serán destruidos como consecuencia de ello? ¿Cuántos de sus escondrijos quedarán expuestos mientras nos buscan a nosotros?
—En eso tienes razón.
—También debes considerar que de inmediato seríamos señalados como principales sospechosos de la muerte del gobernador, y eso causaría un perjuicio tremendo a la causa de los robots Nuevas Leyes. Muchas veces has manifestado que nada te importaba más que los derechos y la supervivencia de los robots Nuevas Leyes; si huyésemos, los estaríamos condenando.
—Comprendo muy bien tus argumentos, pero si no huimos, ¿qué debemos hacer?
—Entregarnos, someternos a su interrogatorio, cooperar. Nos expondremos a un grave peligro, lo admito; no obstante, será menor que si huimos, y no comprometeremos a los robots Nuevas Leyes.
Prospero calló por un instante. Calibán no podía culparlo por titubear. Los dos males entre los cuales debían escoger eran enormes.
—Convenido —respondió al fin el robot Nuevas Leyes—. Pero ¿cómo hemos de hacerlo? No deseo caer en una trampa, ni entregarme a un agente SCS o un ranger que sólo espera la oportunidad de abrirle un agujero a un robot Nuevas Leyes.
Calibán se había anticipado a esa pregunta. Sólo veía una oportunidad para ellos, una solución que quizá sólo fuera una forma más sofisticada de suicidio que huir de Purgatorio.
—Hay un robot… —dijo—. Creo que deberíamos comunicarnos con él, es lo más seguro. Si acepta arrestarnos sin causarnos daño, cumplirá con su palabra y no intentará ninguna artimaña.
—¿Ese robot es amigo tuyo?
—No; todo lo contrario. Si hay algún robot en el universo a quien consideraría mi enemigo, ese es Donald.
—¿El robot de Kresh? ¿Por qué comunicarse con él?
—Porque hay momentos en que es más sabio confiar en un enemigo que en un amigo.
No era una observación muy oportuna, dadas las circunstancias, pero Calibán no tuvo empacho en comentársela a su amigo más íntimo. Al fin y al cabo, era posible que el amigo Prospero hubiera metido a Calibán en tan graves dificultades que ni siquiera su enemigo más enconado habría podido sacarlo del atolladero.
Donald 111 inclinó el aeromóvil hacia el este para descender en el punto convenido. Volaba a mayor velocidad de la que se habría permitido con un humano a bordo, pero el tiempo apremiaba y podía volar a la velocidad que quisiera porque no había riesgo de infringir la Primera Ley.
Hacía sólo doce horas que habían descubierto el cuerpo de Grieg, pero incluso a Donald le parecía que había transcurrido una eternidad.
Tenía que darse prisa. Debía regresar a la Residencia para reunirse con el sheriff Kresh y los demás. Sin embargo, no podía desperdiciar esa oportunidad; la rendición de Calibán y Prospero era más importante. No sabía cómo interpretarlo, pero eso no importaba. Cumpliría con las condiciones de ambos y los llevaría en secreto, sin consultar a nadie. No era necesario comprender por qué los dos seudorrobots deseaban entregarse a él; bastaba con saber que deseaban hacerlo. Sería una gran satisfacción poder echarles el guante.
Allí estaba. Eran las coordenadas que Calibán había especificado. Donald sobrevoló lentamente el campo cubierto de gravilla, asegurándose de que lo vieran desde tierra. No quería sorpresas.
Se detuvo a treinta metros del suelo y descendió verticalmente, muy despacio. Se movía con sigilo, pues sabía que era importante no hacer movimientos bruscos.
Aceptar la posibilidad de que dos robots —incluso seudorrobots— pudieran haberlo conducido a una trampa era muy extraño. Nada les impedía saludarlo con una descarga energética entre los ojos.
Por supuesto, comprendió Donald con sorpresa, tampoco había nada que le impidiera liquidarlos a ellos. Las Tres Leyes no prohibían que un robot destruyese a otro; mientras no lo hiciera contra un humano, podía empuñar una pistola y disparar. ¿Estaban los dos allí, ocultos en la arboleda achaparrada que rodeaba el claro, preguntándose si Donald 111 se disponía a saltar del coche disparando sus armas?
Era un disparate. El hecho de que una cosa no estuviese prohibida no significaba que fuera plausible o sensata. Extraña reflexión. Era el mismo argumento empleado para defender a Calibán. Donald se incorporó, abrió la escotilla del aeromóvil y se apeó sin pensar más en ello.
Allí estaban: el linde del claro: los dos seudorrobots, Calibán y Prospero, uno alto y rojo, el otro bajo y negro.
Avanzaban con cautela, y Donald observó que mantenían las manos a la vista.
Donald no los saludó, sino que inició de inmediato los procedimientos formales, usando la fórmula que habían negociado por hiperonda.
—Según nuestro convenio, os pongo a ambos bajo custodia del Departamento del Sheriff de Hades, secundado por el cuerpo de rangers del gobernador. Quedáis sometidos pues a la autoridad del sheriff y sus alguaciles, así como a la autoridad de los rangers. Mientras no intentéis escapar ni resistiros a dicha autoridad, no sufriréis daño, castigo ni destrucción sin el correspondiente procedimiento jurídico.
Pero ¿cuál era el procedimiento jurídico que correspondía en ese caso? Donald no lo sabía. ¿Lo sabía alguien? ¿Y podía hacer semejantes promesas cuando no había informado al sheriff Kresh de que efectuaría el arresto?
—¿Comprendéis? —preguntó. Era un momento muy extraño. ¿En qué otro momento de la historia un robot había arrestado a otros robots, o cuasirrobots, por homicidio?
—Comprendo —respondió Prospero.
—También yo —dijo Calibán.
—Entonces venid. —Donald les indicó que lo acompañaran al aeromóvil. Calibán y Prospero se le adelantaron y subieron al vehículo. Donald los siguió, se sentó a los mandos de este y cerró la escotilla. Los dos se habían ubicado en los asientos de los acompañantes. Donald inició los preparativos para el despegue.
Había terminado. Los tenía. Debía regresar. Apenas llegaría a tiempo para su reunión. Sabía que debía partir sin demora, pero el vacuo formalismo del arresto era tan insuficiente como insatisfactorio. No respondía a la cuestión central del caso. Y Donald, como correspondía a un robot policía, tenía un aguzado sentido de la curiosidad.
Se volvió hacia Prospero y Calibán. Desde luego, nada podía deducirse de sus posturas o rostros. Por alguna razón, aquello perturbó a Donald; siempre había sido capaz de ver algo en el rostro de un sospechoso, pero estos siempre eran humanos, no robots. Tal vez en ello residiera el problema. Prospero y Calibán no eran una cosa ni la otra. No eran auténticos robots, pero tampoco eran humanos, sino algo intermedio, algo menos (y quizá, concedió Donald, algo más) que ambos.
Sin embargo, nada de eso importaba ahora. Donald sólo necesitaba saber una cosa.
—¿Matasteis a Chanto Grieg? —preguntó, como si estuviese interrogando al mundo. Matar. Matar. Estaba preguntando a seres muy parecidos a él, muy parecidos a robots, seres creados por la misma Fredda Leving que había creado a Donald, si habían asesinado a un ser humano. La sola idea bastó para confundir por un instante sus funciones cognitivas. Pero Donald era un robot policía, y estaba acostumbrado a los pensamientos violentos. Sabía que aquellos dos no eran como los robots auténticos, que no podían mentir, pero no le importaba: necesitaba preguntarlo, necesitaba oír la respuesta, verdadera o falsa, por boca de ellos—. ¿Matasteis a Chanto Grieg, o formasteis parte de una conspiración para matarlo?
—No —contestó Calibán, hablando en nombre de ambos, al cabo de una breve vacilación—. No lo hicimos. No tuvimos nada que ver con su muerte, y no teníamos conocimiento previo de ella. No nos reunimos con él para matarlo.
—Entonces ¿cuál era vuestro propósito? —Calibán hizo otra pausa y miró a Prospero antes de hablar. De repente sus modales, sus gestos, resultaron muy expresivos. Tenía el aire de alguien que está por dar un paso definitivo, de alguien que se arroja al abismo sin saber qué le espera abajo.
—Nos reunimos con él para extorsionarlo —dijo Calibán.