9

Ottley Bissal recorrió las calles de Limbo procurando pasar inadvertido, ansiando desaparecer en medio del ajetreo matinal, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que nadie lo observaba. Era el último tramo del viaje, y estaba cerca, muy cerca. Había aparcado el aeromóvil en un linde de la ciudad y desde allí había caminado hacia los sectores más céntricos.

Limbo era un clásico producto circunstancial, y crecía por brincos, pisándose los pies mientras procuraba mantener su papel como sede mundial del equipo de terraformación. Había técnicos, diseñadores, científicos y obreros de la construcción por todas partes, así como robots Nuevas Leyes correteando con encargos urgentes y equipos de investigación y obreros especializados yendo y viniendo desde todos los puntos cardinales.

Era muy difícil encontrar alojamiento en la ciudad, y la construcción de nuevos edificios siempre constituía una prioridad secundaria frente a los demás proyectos vitales. El número de notables que había asistido a la recepción en la Residencia no hacía más que empeorar las cosas.

Pero Bissal no tenía por qué preocuparse. Habían cuidado de él, le habían buscado un lugar donde alojarse hasta que todo hubiera terminado. Seguro de que nadie le seguía, se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a un viejo almacén que se hallaba en un sector menos congestionado.

Tal como le habían indicado, apoyó la mano en el panel de seguridad de la puerta. Tras serle leídas las huellas dactilares, la puerta se abrió.

Entró, y la puerta se cerró. Era un laboratorio de espaldas oxidadas, con todo el material propio de él. Una parte de la estancia, no obstante, estaba equipada como un acogedor apartamento, con una cama, una minicocina, un refrescador y una buena provisión de comida y agua. Ahora sólo tenía que permanecer oculto allí hasta que lo llamaran, o hasta que alguien viniera a buscarlo cuando las cosas se hubieran calmado.

Bissal estaba agotado, pero también tenía hambre, y estaba demasiado excitado para dormir. Un rápido bocado le daría la oportunidad de relajarse antes de acostarse. Entró en la minicocina y buscó algo para comer.

«Es bueno estar a salvo —pensó mientras abría una lata y se sentaba a dar cuenta de su contenido—. Muy bueno».

—Perdón, señor, pero hay una llamada urgente para usted.

—¿Qué? ¿Cómo? —Shelabas Quellam, presidente del Consejo Legislativo, aún no había despertado del todo. Se sentó en la cama, pestañeó y, mirando a su robot personal, añadió—: ¿Qué sucede, Keflin?

—Una llamada, señor —respondió el robot—. Parece muy urgente, y viene por un canal oficial.

—Cielos. Bien, será mejor que atienda de inmediato.

—Sí, señor.

Apareció un segundo robot, con una unidad portátil de comunicaciones, que sostuvo la unidad en una mano mientras la activaba con la otra. Quellam miró la pantalla y vio que era ese sheriff. ¿Klesh? ¿Klersh? Algo por el estilo. En cualquier caso, tenía pésimo aspecto, lo que no era de extrañar, a aquellas horas. Pero ¿de qué demonios se trataba?

—Buenas noches, sheriff. Mejor dicho, buenos días. ¿En qué puedo servirle?

—Le pido perdón por llamar a esta hora, señor —dijo Kresh—, pero tengo pésimas noticias. Han asesinado al gobernador.

«Han asesinado al gobernador». Más tarde Shelabas tuvo la impresión de que el sheriff había dicho algo más que eso, incluso recordó haber seguido los consejos que Kresh le ofreció en el momento, pero no recordaba haber oído ninguno de ellos.

Estaba demasiado concentrado en contener su euforia mientras fingía lamentar la muerte de Grieg. Era una lástima que hubieran liquidado al pobre diablo, pero Shelabas Quellam no se hacía ilusiones; sabía lo que la gente pensaba de él y lo que Grieg había pensado de él. Grieg nunca lo había respetado, a pesar de nombrarlo su sucesor.

Pero ahora, por fin, él, Shelabas Quellam, sería gobernador.

Ahora, por fin, el mundo sabría que Shelabas Quellam era digno de ser tomado en serio.

El sheriff Alvar Kresh estaba a solas frente a la cámara robot del estudio de teledifusión de la Residencia. Justen Devray se encontraba a su lado, pero eso no importaba. Alvar estaba a solas, más a solas que nunca. Aun mientras hablaba, sabía que las palabras que dijera serían la imagen que el mundo recordaría. Si alguien hablaba de Alvar Kresh al cabo de veinte años, sería para referirse a su semblante ante la cámara, ojeroso y agotado, pronunciando palabras que no quería pronunciar, hablando a un mundo que no quería oírlas.

No muchos estarían despiertos para oírlas a esas horas. Pocos sintonizarían los canales de noticias. Algunas cadenas ni siquiera transmitirían el anuncio en directo. Pero todos lo verían pronto. Unas personas llamarían a otras, pedirían la grabación, escucharían las palabras una y otra vez, todo el día, toda la semana, todo el mes.

Sólo un puñado de personas lo oirían en ese momento, pero todos en ese mundo —y en otros mundos, incluso quienes aún no habían nacido— oirían sus palabras tarde o temprano.

Era extraño pensar en eso cuando su único público consistía en Justen Devray y un operador robot.

—Gente de Inferno, buenos días. Lamento profundamente hacer el siguiente anuncio —dijo Kresh—. Aproximadamente a las dos de esta madrugada, yo, el sheriff Alvar Kresh, descubrí el cuerpo del gobernador Chanto Grieg en la Residencia de Invierno. Le habían disparado a quemarropa en el pecho con una pistola energética, pero ignoramos quién lo hizo y por qué. Solicité de inmediato un equipo de investigadores del Departamento del Sheriff. Luego obtuve la asistencia del comandante Devray del cuerpo de rangers del gobernador, y acordonamos la Residencia de Invierno como escena del crimen. He notificado a Shelabas Quellam, presidente del Consejo Legislativo.

»El legislador Quellam, el comandante Devray y yo estamos decididos a encontrar a los culpables de este crimen y a asegurar la estabilidad de nuestro gobierno durante este período de crisis. Comprendo que he omitido muchas cosas, pero en este momento no puedo añadir demasiados detalles que sean útiles o confiables. Desde luego, brindaremos cuanto antes toda la información posible, en conformidad con los requerimientos de una investigación exhaustiva.

Kresh hizo una pausa, miró sus notas, miró la cámara. Era todo lo que había anotado, pero parecía adecuado añadir algo.

—Esta noticia es terrible para todos nosotros, y constituye la conmoción más profunda que ha sufrido nuestro pueblo. Aunque rara vez estuve de acuerdo con Chanto Grieg, siempre lo respeté. Era un hombre con visión de futuro, y avizoraba los peligros y promesas del porvenir. No olvidemos esa visión, ni permitamos que haya muerto por cosas que no estaban destinadas a concretarse. Pido a todos ustedes fortaleza y resistencia en los días venideros, y les doy las gracias. Buenos días, y buena suerte para todos nosotros.

Gubber Anshaw, el célebre teórico de la robótica, inició las fases de su rutina diaria. Había ocasiones en que trabajaba hasta muy tarde y otras en que se levantaba de madrugada y se acostaba poco después del anochecer. Gubber había inventado el cerebro gravitónico que posibilitaba la existencia de los robots Nuevas Leyes, y siempre estaba consagrado al estudio de su funcionamiento. Quería encontrar maneras de volverlos más eficientes, más productivos, y para ello necesitaba verlos en funcionamiento, lo que a la vez le imponía horarios irregulares.

Había cierto placer en conocer todas las horas del día. Pocos hombres veían tantos amaneceres y ocasos, tantas estrellas nocturnas, como Gubber Anshaw. Pero la noticia hizo que esa mañana el alba no le causara placer.

Estaba en el solario, dispuesto a tomar el desayuno que le servía su robot personal, cuando oyó el primer informe. Corrió al dormitorio para despertar a Tonya.

Tonya. Tonya Welton. Aun en ese momento de horror y pánico, una parte de él se detuvo para maravillarse ante el hecho de que esa bella, severa y tenaz dirigente colona lo amara a él, viviera con él, un afable diseñador de robots. No existían muchas parejas de espaciales y colonos en el universo, y había buenas razones para ello. No era fácil convivir con Tonya, pero siempre era interesante, y valía la pena.

—¡Tonya! —Gubber le sacudió el hombro—. ¡Tonya! ¡Despierta!

—¿Qué? —Tonya se incorporó en la cama, bostezando—. Gubber, ¿qué sucede?

—¡Grieg! ¡Han asesinado al gobernador Grieg!

—¿Qué?

—Lo han matado. El sheriff Kresh acaba de anunciarlo hace sólo unos minutos. Todavía no hay detalles… ¡pero Grieg ha muerto!

—Por las llamas del infierno —exclamó Tonya, asombrada—. Anoche le vi, hablé con él… y ahora está muerto.

—Así es —confirmó Gubber.

—¿Se sabe quién fue el autor?

—No lo creo. Dijeron que aún estaban investigando. Pero no informarán de nada por un tiempo, ocurra lo que ocurra.

Tonya se le acercó y ambos se abrazaron con fuerza.

—Esto huele muy mal, Gubber —murmuró ella, y dejó escapar un suspiro—. Habrá problemas para todos.

—Sí, sí.

—Pero ¿quién lo hizo? —Tonya se apartó un poco para mirar a Gubber a la cara—. ¿Algún lunático? ¿Fue una conspiración? ¿A quién podía interesar su muerte?

Gubber sacudió la cabeza y, tras reflexionar por unos segundos, respondió:

—No lo sé. —Intentaba calmarse y ser racional—. No tiene importancia. De todos modos será un caos. Toda clase de gente tratará de sacar partido de esta muerte. Si quien lo mató no trataba de adueñarse del poder, entonces alguien más intentará hacerlo ahora que ha muerto.

Tonya Welton asintió con expresión aturdida y confusa.

—Sin duda tienes razón —musitó.

—Tal vez sería mejor que nos largásemos del planeta —dijo Gubber—. Habrá muchos problemas.

—No —replicó Tonya. Adoptó una expresión severa y firme—. No podemos. Yo no puedo. Estoy aquí para liderar a los colonos de Inferno, no para escapar y abandonarlos cuando surgen inconvenientes. —Miró a Gubber a los ojos, pero parecía mirar a través de él—. Oh, no.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gubber, cogiéndola por los hombros, tratando de atraer su atención—. Tonya, ¿qué sucede?

—El incidente de anoche. Te hablé de ello cuando llegué. Los dos hombres que riñeron conmigo y fueron arrestados por falsos agentes.

—Sí, ¿qué hay con eso?

—¿No lo entiendes? Kresh supondrá, tendrá que suponer, que el ataque contra mí formó parte de la conspiración. Una maniobra de distracción o algo parecido, que se organizó por algún motivo relacionado con el asesinato de Grieg.

Gubber comprendió, y estrechó a Tonya entre sus brazos. Supo al instante que sería imposible convencerla de que se marcharan, y también que los rangers o el Departamento del Sheriff se lo impedirían aunque lo intentara. Sí, comprendía, y mucho más de lo que ella decía. Kresh daría por sentado que el ataque contra ella había sido un montaje para facilitar el homicidio de Grieg. También supondría que Tonya era una de las personas que habían contribuido a organizarlo.

Pero mucho peor era lo que afectaba el corazón de Gubber. La parte que sabía cuán terca y vigorosa podía ser Tonya, que nunca rehuía la acción necesaria. Ella y Grieg jamás habían estado de acuerdo. Además, Tonya y él habían sido sospechosos en el caso de Calibán. Y Tonya Welton era buena actriz. Siempre podía convencer a Gubber de lo que fuese.

No importaba que Kresh sospechase que Tonya era cómplice del homicidio del gobernador. Lo peor era que esa sospecha podía ser justificada.

La capitán Cinta Melloy, del Servicio Colono de Seguridad, estaba furiosa, y cuando Cinta Melloy se enfurecía, era improbable que quienes la rodeaban encontraran paz y sosiego. En cualquier caso, Kresh no tenía mucha paz ni sosiego.

Ella se apoyaba en el improvisado escritorio de Kresh en el centro de mando. «Estoy metiéndome en tu territorio —indicaba su postura—. Me has hecho una jugarreta, y tengo que imponerme para asegurarme de que me respetarás en el futuro».

—¿Por qué demonios tuve que enterarme de la muerte del gobernador por las noticias de la mañana? —preguntó.

«Porque sospechábamos que formabas parte del complot, y todavía lo sospechamos», pensó Kresh. Por supuesto, no podía decirle eso a Melloy. Tarde o temprano ella pensaría en esa explicación, si ya no se le había ocurrido. Si optaba por hacer algo al respecto, habría un tremendo problema.

Por el momento, sin embargo, Kresh resistió la tentación de pagarle a Cinta con la misma moneda. No se conseguía nada con enfrentamientos.

—Es un asunto espacial, Cinta, así de simple —dijo Kresh con su tono más diplomático—. Un ciudadano espacial fue asesinado en territorio espacial. Acepto que quizá debimos comunicarnos con usted por cortesía, pero nada nos obligaba a hacerlo y, para ser sincero, teníamos otras cosas en mente aparte del protocolo.

—¿No se les ocurrió que mi SCS tiene jurisdicción sobre toda esta condenada isla, además de la Residencia? —preguntó Melloy— ¿No se les pasó por la cabeza que podían necesitar mi ayuda? ¿No pensaron que quizá decidiera despedirlos?

«Sí, y decidí correr el riesgo», pensó Kresh, pero dijo:

—Cinta, aceptaremos toda la ayuda que podamos recibir. Le aseguro que no hubo intención de ofenderla. —«Sólo de mantenerte aislada, y de asegurarme de que no dirigieras la investigación»—. Fue un desliz en una situación de crisis, no una desconsideración deliberada —mintió Kresh, con tono de preocupación y expresión solemne—. Nuestro jefe de estado fue asesinado hace ocho horas. La mayoría de mi gente todavía está conmocionada. Tanto como yo. Con el debido respeto, dadas las circunstancias, comunicarse con usted no era la prioridad de nadie. Lo lamento.

Melloy apartó las manos del escritorio y se irguió, un poco más serena, pero para nada satisfecha.

—No sé si creerle. Tratándose de usted, la explicación parece demasiado razonable, Kresh.

—Sea como fuere, Cinta, su ayuda nos será de gran utilidad —dijo Kresh, procurando desviar la conversación. «Es decir, tu ayuda nos será de utilidad ahora que estamos seguros de que no puedes perjudicarnos adueñándote de la investigación»—. Se han producido muchos arrestos en el centro de transporte de Purgatorio. La gente de los aeromóviles de largo recorrido que desviamos desde Hades y otras localidades del continente puede causarnos algunos problemas. Por el momento mantenemos el espacio aéreo cerrado, y es probable que las cosas se descontrolen un poco.

Era inusitado que una localidad del tamaño de Limbo tuviera un gran centro de transporte, pero Purgatorio se encontraba a suficiente distancia del continente como para estar fuera del alcance seguro de un aeromóvil privado. El ciudadano medio tenía que recurrir al transporte aéreo público o a aeromóviles especiales de largo recorrido para efectuar el viaje.

—¿Cuánto tiempo podemos mantener cerrado el centro de transporte? —preguntó Melloy.

—No mucho más —admitió Kresh, a quien no le pasó inadvertido que Melloy había empleado el plural. Al menos eso era una buena señal—. De hecho, pensándolo bien, no tenía la autoridad para cerrarlo. Supongo que actué por reflejo. Lo primero en que pensé. —Al menos eso era verdad. Una verdad de vez en cuando hacía que la mentira pareciera más verosímil—. La ciudad de Limbo y el espacio aéreo de la isla están en la jurisdicción de usted. Tendrá que decidir cuándo levantar las restricciones.

«En otras palabras —pensó—, he armado un embrollo y dejaré que tú lo resuelvas».

—Al diablo con la jurisdicción —dijo Melloy, aunque no parecía muy sincera. ¿Cómo podía serlo, cuando había librado tantas batallas ante la más leve amenaza a su territorio?—. ¿Qué está buscando? ¿Qué clase de persona se supone que es?

—Todavía no estoy buscando a nadie —respondió Kresh. «Al menos, a nadie de quien piense hablarte». Tierlaw Verick había identificado a Calibán y Prospero como los últimos que habían visto con vida al gobernador, y aún estaban libres, pero Kresh no deseaba que algún exaltado del SCS los derritiera de un pistoletazo. Kresh conocía demasiadas historias sobre sospechosos problemáticos a los que el SCS había acallado por «accidente».

Kresh recelaba de la actitud cooperativa de Cinta. En cualquier otra persona, su conducta habría evidenciado una grave hostilidad. Tratándose de Cinta Melloy, era demasiado amistosa.

—Si no está buscando a alguien, ¿por qué arresta gente? —preguntó Cinta.

—Ante todo, busco nombres y domicilios, identificaciones; algo que podamos comparar con una lista de todas las personas que anoche estaban aquí o en las inmediaciones. Me gustaría que declarasen qué hicieron anoche…, y quisiera tener una lista de las que no pueden hacerlo.

—No es fácil.

—El caso al que debemos enfrentarnos tampoco lo es —replicó Kresh—. ¿Imagina las consecuencias si no lo resolvemos?

Kresh esperaba que Cinta advirtiese que también él había empleado el plural. No sabía si ella le ofrecía su cooperación con sinceridad, pero estaba decidido a conformarla en todo lo posible, mientras eso le permitiera alejarla de las zonas más delicadas de la investigación.

Enredar a la gente de Melloy en un papeleo aburrido y agobiante, aunque esencial, tal vez no estuviera nada mal, pero no había por qué ser explícito al respecto.

—¿Pueden sus agentes encargarse de esas identificaciones y entrevistas? Tengo equipos de alguaciles que llegarán de un momento a otro. Planeaba asignarles la tarea de fotografiar y entrevistar a los detenidos en el aeropuerto, pero cuantas más personas tengamos ocupadas en ello, más rápido se hará. En fin de cuentas, es su jurisdicción, Melloy. Tal vez sea inteligente que su gente esté en el lugar.

Cinta se sentó y, sin apartar los ojos de Kresh, dijo con voz mesurada y cauta:

—Nos encantaría ayudar.

—Bien. —Kresh estaba orgulloso de haber pensado en usar al SCS para las tareas más aburridas. En cualquier caso, interrogar a la gente del centro de transporte no era un trabajo que se hubiese inventado, pues era verdad que necesitaba saber quién intentaba marcharse de la isla—. Es muy probable que alguien del centro de transporte haya asistido a la recepción y viera u oyera algo, tal vez sin reparar en ello siquiera. No me sorprendería que el culpable estuviese allí, con el resto de los pasajeros.

—Eso indicaría un trabajo bastante chapucero —dijo Cinta—. Claro que el asesino querría irse de la isla, pero ¿no habría encontrado un modo de huir sin riesgo de que lo pillaran? Demonios, para escapar de esta isla sólo hay que disfrazarse de espalda oxidada. —Esa burda broma sobre los espaldas oxidadas irritó a Kresh, pero no se permitió demostrarlo.

—Tiene razón… aunque el asesino, o los asesinos, no esperaban que descubriéramos tan pronto a Grieg. Se tomaron cierto trabajo para asegurarse de que no fuera así. Si hubiéramos descubierto el cadáver por la mañana, el culpable ya se habría ido de aquí con tiempo de sobra. Dada la situación, es posible que hayamos cerrado el sistema de tráfico antes de que lograse escapar.

—Pero ¿de qué sirve que el culpable esté allí si usted no conoce su identidad?

—De mucho, tal vez. Quizá tengamos suerte y el asesino cometa un desliz o sea presa del pánico. Pero aunque no se delate y logre escurrírsenos entre los dedos, tener una foto, un nombre y un domicilio, aun si son falsos, puede resultar útil más tarde.

—Mmm. Sí. El asesino podría ser el único con un nombre falso. Es probable… ¿Cree que surgirá algún problema con la gente del centro de transporte?

—Bien, los infernales no están acostumbrados a que les digan adónde les está permitido ir. Pueden enfadarse un poco. Necesitaremos toda la ayuda posible en materia de control de multitudes y operaciones de patrullaje aéreo para mantener las cosas bajo control.

—¿Tiene pensado algo para mi gente en todo esto, además de emplearla para tráfico y control de multitudes? —preguntó Melloy con tono socarrón.

—Desde luego —mintió Kresh. Una vez que se asegurara de que ella no era cómplice de la conspiración, tal vez asignase a su gente una tarea más difícil. Pero todavía no—. Necesito que sus agentes participen en cada fase de esta operación. —«Así los tendré donde mi gente pueda vigilarlos»—. Sin embargo, en este momento debemos vérnoslas con varios cientos de personas en los centros de transporte, tal vez un par de miles. Necesitaremos ayuda para ficharlas. No puedo decirle qué más haremos porque todavía no lo sé.

Cinta dejó escapar un gruñido y se cruzó de brazos.

—Sólo cerciórese de mantenerme al corriente. No quiero más sorpresas, ¿de acuerdo?

—Desde luego —dijo Kresh, que no tenía la menor intención de cumplir con su palabra. Devray al fin le había pasado los datos que el ranger Resato había obtenido sobre Huthwitz. Planeaba acallarlos por un tiempo. El único ranger a quien habían matado mientras custodiaba al gobernador (el ranger cuyo nombre Cinta Melloy conocía sin que se lo dijeran) estaba implicado en el contrabando de espaldas oxidadas, una actividad a la que el gobernador deseaba poner fin. Era demasiada coincidencia. Tenía que existir una conexión.

Pero ¿cuándo había tenido la oportunidad de tratar con Huthwitz? De pronto Kresh comprendió cuán agotado estaba. Ya no tenía ni idea de la hora, ni de cuánto hacía que estaba despierto. Quería seguir trabajando, pero sabía que sería un error. Ese caso necesitaba un jefe de investigaciones que pensara con lucidez, no un tonto jugando a ser héroe.

—Mire, Cinta —dijo—, estoy a punto de caer muerto ante mi escritorio. Necesito encontrar una cama para descansar. ¿Podemos reunirnos un poco más tarde, cuando esté despierto?

Cinta asintió.

—Desde luego. Se ha pasado la noche en vela. Sin embargo, hay otra cosa, algo que me resulta increíblemente sospechoso, pero que no parece llamar la atención de nadie más.

—¿De qué se trata?

—La casa vacía. Grieg estaba solo en este… palacio. ¿No le resulta extraño que no hubiese nadie más?

—El tal Tierlaw Verick estaba aquí. Pero no hay nada insólito en que sólo hubiera una persona en la casa. Lo insólito es que Verick pasara la noche aquí.

—A ver si lo entiendo bien. Aparte de Verick, el gobernador y el asesino… ¿no había nadie más en la casa? ¿En una casa tan grande? ¿No había otros humanos? ¿Sólo robots?

—Así es —respondió Kresh, un poco desconcertado—. ¿Adónde quiere llegar?

—Quiero llegar a que anoche no se conseguía una sola habitación en Limbo. La ciudad estaba de bote en bote…, pero la enorme Residencia de Grieg permanece abierta justamente la noche en que él quiere oficiar de anfitrión. Si eso sucediera en Baleyworld y el anfitrión apareciese muerto, yo sospecharía muchísimo. Pensaría que alguien decidió mantener la casa vacía para que los asesinos actuaran a su antojo.

Kresh frunció el entrecejo.

—No había pensado en ello, se lo confieso. Compartir su hogar, ceder a otro parte de su territorio, es algo muy dificultoso e inusitado para un espacial. Valoramos muchísimo nuestra intimidad. Tal vez en exceso. Supongo que parece extraño desde el punto de vista colono, pero no para un espacial. Invitamos a cenar, cuidamos de nuestros huéspedes si están lastimados o enfermos, rescatamos a la gente que se encuentra en peligro, defendemos sus derechos civiles al máximo. Incluso le buscamos alojamiento para que pase la noche… en un lugar que no sea nuestra casa.

—Mmm. Hay conductas espaciales a las que nunca me acostumbraré. Sin duda usted tiene razón, pero me resulta sumamente extraño.

—Bien, no estará de más investigar ese detalle. Quizás usted tenga razón. Quizá Grieg estaba acostumbrado a una casa llena de gente y anoche fue la excepción.

—¿Le molesta que emplee a gente de tráfico para investigar este aspecto? —preguntó Cinta.

Kresh titubeó. Estaba atrapado. Ella lo había hecho caer en la trampa. Lo último que él quería era dejarle elegir la parte de la investigación que ella deseaba dirigir. Ese detalle podía ser exactamente el que necesitaba para enturbiar las cosas y protegerse. Kresh no imaginaba qué podía importar la cantidad de gente que durmiera en la casa, pero eso no venía al caso. El problema era que no veía la manera de negarse sin declarar abiertamente que no se fiaba de ella. Y estaba demasiado cansado para hacer frente al trastorno que eso significaría.

—No, Cinta —respondió—. Adelante, hágalo. —Mientras pronunciaba estas palabras Kresh se preguntó si no acababa de cometer el primer gran error en aquella investigación.