7

Justen Devray observó a los robots forenses, negros como la muerte, llevarse el cuerpo del gobernador Chanto Grieg.

—Astros ardientes —exclamó—. No puedo creerlo. No puedo creerlo.

Miró la cama del gobernador —su lecho de muerte—, donde el equipo de inspección aún trabajaba en busca de cualquier prueba que el cuerpo pudiese ocultar. Los cadáveres no suelen sangrar mucho, pero aún había suficiente sangre, y las quemaduras en la pared y las mantas aún provocaban escalofríos, aunque no fueran demasiado grandes.

—Cuando me llamó para avisarme —le dijo a Alvar Kresh—, no pensé en todo esto. No pensé en la muerte, ni en lo que esto significará. Sólo pensé que usted intentaba ganar una guerra territorial.

—Bien, lo cierto es que sí, intentaba ganar una guerra territorial —respondió Kresh—. Pero no por mí mismo.

Había otros motivos.

—Huthwitz —dijo Devray. No era una pregunta.

—Huthwitz —confirmó Kresh—. No me parecía fortuito. No podía tratarse de un encontronazo en la oscuridad.

Era demasiado limpio. Alguien sabía exactamente cuándo y dónde estaría ese ranger, y cómo sorprenderlo.

—Pero si sabían dónde estarían mis rangers, ¿por qué tomarse la molestia de matar a uno? ¿Por qué no escabullirse entre ellos?

—También he pensado en ello —dijo Kresh, con voz demasiado monocorde para que sonase natural—. ¿Habría otro motivo para matar a un ranger? ¿Tal vez un motivo para matar a Huthwitz en particular?

Justen sintió un nudo en el estómago. Kresh no se perdía detalle.

—Sí. Es posible. En este momento no puedo decir más, pero es posible.

—Anoche usted no reconoció el nombre de Huthwitz —señaló Kresh.

—Pero Melloy lo conocía —repuso Devray—. Ella lo reconoció de inmediato. Todavía no sé nada sobre eso. Confirmé con nuestra unidad de asuntos internos en cuanto abandoné la escena del crimen.

—Y le dijeron un par de cosas que aún no está dispuesto a revelarme. A pesar de que estamos viendo cómo desprenden fragmentos chamuscados del gobernador de la pared.

—Sí —replicó Justen con tono desafiante. No se resignaba a mencionarle a Kresh las pruebas que relacionaban a Huthwitz con el contrabando de espaldas oxidadas. Todavía no. A pesar de la muerte del gobernador, no podía traicionar a uno de los suyos confirmando el informe.

—Hay dos razones por las cuales Melloy podía saber quién era Huthwitz. O bien lo estaba investigando…

—O bien era su cómplice —dijo Justen.

—Mis disculpas, caballeros, pero existe una tercera razón posible —intervino el robot de Kresh—. Hablamos de dos agentes de la ley que contribuían a la seguridad del gobernador. Ella bien pudo haberle conocido mientras cumplían con su deber.

Justen miró de hito en hito al robot… ¿Cómo se llamaba? Donald. Justen no solía prestar mucha atención a un robot, y menos a uno que ofrecía una interpretación tan caritativa de los hechos. Genray, el robot personal de Justen, se había apartado del camino en cuanto llegaron a la escena del crimen. Había entrado en un nicho vacío y se había quedado allí. Pero Justen había oído rumores acerca del robot de Kresh, y era evidente que este tomaba en serio sus palabras.

—¿Crees que es una posibilidad objetiva? —preguntó.

El robot Donald alzó los brazos en una convincente imitación del gesto humano de incertidumbre.

—Es posible, pero no tengo manera de sopesar las probabilidades. Sin embargo, según mi experiencia rechazar de antemano los argumentos de inocencia es tan imprudente como negarse a tener en cuenta la posibilidad de acción delictiva. El hecho de que Huthwitz parezca ser sospechoso en otra investigación no impide que se hubiera encontrado casualmente con Melloy en el curso de sus obligaciones normales.

—Sugerencia aceptada —dijo Justen.

—Pero eso no lo libera a usted —terció Kresh—. Necesito saber en qué estaban trabajando sus investigadores internos.

—Todavía no. Tendrá la información, le doy mi palabra, pero no puedo brindársela ahora… por el mismo motivo por el que usted no llamó a los rangers en cuanto encontró el cuerpo.

Kresh lo miró a los ojos, y Justen se estremeció por dentro. Kresh no era hombre que jugase con uno.

—Conque usted tampoco confía en mí —dijo Kresh.

—Confío en usted —repuso Justen—, pero no confío en todos sus alguaciles, ni en la inviolabilidad de su equipo de comunicaciones. Los datos pueden filtrarse. —«Y no quiero arruinar la reputación de Huthwitz sin saber si se lo merecía», pensó.

Kresh adoptó una expresión colérica, y por un instante pareció que iba a arrancarle la cabeza a dentelladas.

Pero se contuvo, e incluso sonrió.

—Aunque detesto admitirlo, es posible que tenga razón. Una vez Tonya Welton me dijo sin rodeos que los colonos podían leer señales encriptadas del Departamento del Sheriff. Hemos cambiado nuestros códigos desde entonces, pero eso no es garantía. De acuerdo. Le daré un día; veintiocho horas.

—¿Y si no es suficiente?

—Pues será una lástima. Veintiocho horas. Esta investigación tiene que avanzar. Necesitamos llegar a alguna parte antes de que caiga el otro zapato.

Justen frunció el entrecejo.

—¿Zapato? ¿De qué zapato me habla?

—Nadie mata al gobernador porque esté de mal humor. Esto fue cuidadosamente planeado y orquestado, incluso excesivamente orquestado. Una conspiración. Alguien tenía un plan, y creo que aún no ha concluido. Alguien intentará maniobrar para tomar el poder.

—Pero la constitución… —protestó Justen—. Hay leyes que controlan la sucesión. Nadie puede tomar el poder así, sin más.

—Las constituciones sólo funcionan cuando la gente cree en ellas, de lo contrario, son papel mojado. ¿Usted cree que hay suficiente fe en el sistema como para impedir que alguien se haga dueño de la sucesión?

—Señor, ¿puedo añadir un argumento adicional? —intervino Donald.

—Adelante, Donald.

—Como usted dijo, señor, se trata de una conspiración bien planeada. Si, como sugiere usted, los conspiradores planean tomar el poder, es probable que hayan pactado la sucesión de antemano.

Kresh asintió y reflexionó por un segundo. Una extraña expresión cruzó por su rostro.

—A menos que estemos viendo esto al revés. Tal vez se trate de una pandilla de lunáticos con preocupaciones cívicas.

—¿Qué? —preguntó Justen. Kresh señaló la cama.

—Él mismo me dijo anoche que estaba a punto de ser sometido a un juicio político. Era bastante optimista en cuanto a sus probabilidades de conservar el puesto, pero tal vez alguien no lo era.

—¿Y qué?

—Que el sucesor designado no consigue el puesto si el gobernador debe dimitir después de un juicio político. Si echan al gobernador, asume el mando el presidente del Consejo Legislativo, en este caso Shelabas Quellam. Tal vez hubiese alguien que no quería a Quellam en el sillón de gobernador.

—¿Tan malo es Quellam? —preguntó Justen—. No sé nada sobre él.

—Eso es precisamente lo que se sabe, nada —dijo Kresh—. Quellam es una nulidad. El problema es que Grieg nombró a Quellam su sucesor. Supuestamente pensaba que el mismo hombre debía hacerse cargo al margen de las circunstancias, en aras de la estabilidad.

—¿Está seguro de eso?

—Razonablemente. Pronto lo averiguaremos. En este momento me interesa más quién mató al hombre, no quién lo sucederá…

Kresh fue interrumpido por una mujer que entraba por la puerta. Justen la reconoció como Fredda Leving, la experta en robótica. ¿Qué demonios hacía allí?

—Sheriff Kresh —dijo la mujer—, he encontrado algo. —Había un destello en sus ojos, una especie de nerviosismo triunfal—. Sígame —indicó. Dio media vuelta y dejó a los dos hombres allí, sin molestarse en comprobar si la seguían.

—La doctora Leving está aquí porque yo se lo he pedido —explicó Kresh, respondiendo a la tácita pregunta de Justen—. Quería contar con una especialista en robótica cuanto antes.

Justen tardó apenas un instante en comprender.

—Los SPR —dijo—. ¿Cómo pudo eludirlos el atacante?

—Esa era mi pregunta —repuso Kresh—. Veamos qué ha averiguado.

—No veo casi nada —masculló Alvar Kresh mientras escudriñaba los recovecos del robot zapador.

—Eso es porque en Hades usted no tiene que habérselas con esta clase de cosas —dijo Fredda—. Pronto lo hará.

—Bien, pero por el momento sólo veo una especie de pinza rota y un cable partido.

—Permítame echar una ojeada —pidió Devray. Kresh se apartó y dejó que el joven estudiara el interior del robot.

—¿Significa algo para usted? —preguntó.

Devray sacó la cabeza con expresión de asombro.

—Demonios ardientes. Un restrictor.

—¿Qué? —dijo Kresh.

—Un restrictor. Una conexión rota. Alguien extrajo los restrictores de un lote de robots Nuevas Leyes, los modificó para que respondieran a otro sistema de control y los conectó a estos SPR.

Kresh abrió la boca para hablar, pero no logró articular palabra. ¿SPR desactivados por restrictores extraídos de robots Nuevas Leyes? Eso era diabólico.

Cada robot Nuevas Leyes llevaba un restrictor incorporado. En principio, al menos, la idea era bastante sencilla. Los restrictores se encargaban de que todo robot Nuevas Leyes que intentase abandonar Purgatorio se desactivara durante el intento. Se suponía que era imposible extraer el dispositivo sin destruir a su portador. Ningún robot provisto de restrictor podía funcionar fuera del área permitida por este, es decir, la isla Purgatorio. El funcionamiento exacto del sistema era un secreto celosamente guardado. Ni siquiera Kresh sabía exactamente cómo funcionaba.

Pero sabía que «funcionar» era una palabra muy relativa, pues resultaba evidente que el sistema no había funcionado. Todo robot espalda oxidada que abandonaba la isla era una prueba de ello. Esas fugas constituían una actividad regular, así que no se trataba de fallos ocasionales ni de infracciones aisladas. El contrabando de espaldas oxidadas era algo más que una actividad: era toda una industria del delito, una operación sumamente sofisticada. Y ahora aparecía relacionada con el asesinato del gobernador. Una banda de contrabandistas había encontrado el modo de modificar los robots de seguridad del gobernador. ¿Cómo llegar al origen de esa pista?

—¿Está seguro de que la pieza pertenece al restrictor de un robot Nuevas Leyes? —le preguntó Kresh.

—Por completo —respondió Fredda Leving—. Era lo que yo buscaba cuando me puse a revisar los zapadores.

—No lo entiendo. Todavía estamos en la isla; ¿por qué los restrictores desactivaron a los robots de seguridad?

—Deben de estar modificados de algún modo —contestó Fredda—. Obviamente no operaban con criterio geográfico, porque los zapadores funcionaban bien durante la fiesta. Sospecho que los modificaron para desactivar los robots ante una señal determinada. Hiperonda, o quizás una anticuada señal de radio. Ya nadie usa radioemisión, pero eso mismo haría que este método resultase perfecto. Un equipo moderno no podría detectar la señal. Es evidente que los restrictores están modificados no sólo para desactivar los robots de otra manera, sino para ser extraíbles en caso de urgencia. Salvo que este restrictor no salió tan fácilmente como debía.

—Pero ¿dónde diablos consiguieron los restrictores para insertarlos en los SPR? —preguntó Devray. Resultaba evidente que Devray no pensaba en términos de crimen, víctima y criminal. Era más apto para sus funciones de ranger que para investigar homicidios.

—La caja de recambios —dijo Leving—. Obviamente emplearon restrictores extraídos de robots Nuevas Leyes. Es obra de contrabandistas de espaldas oxidadas. Nadie más pudo hacerlo.

—Bien, hay algo que es seguro —intervino Kresh—. Quien hizo esto tuvo que trabajar previamente en un laboratorio. Sabía cómo extraer estos chismes, y hacerlo deprisa.

—Un contrabandista —sugirió Fredda—. Tal vez eso pueda señalarnos un motivo para el asesinato.

—Tal vez —dijo Alvar—. Al menos ahora tenemos por dónde empezar.

Donald 111 estaba un poco conmocionado, y con gran alivio descubrió que su deber le requería permanecer a solas.

Habían modificado los SPR. Los habían desactivado, inutilizándolos para tareas de seguridad. Kresh lo confortó con el conocimiento de que Grieg había muerto rodeado de cincuenta robots de custodia. Uno más no habría servido de nada. Pero los cincuenta habían sido inútiles, inservibles. Un robot funcional podría haber cambiado las cosas. Peor aún, el despliegue de los SPR era lo que había condenado a Grieg, y Donald había sugerido ese despliegue.

Los robots fabricados en el planeta Inferno se caracterizaban por estar bajo el influjo de una Primera Ley extremadamente fuerte, y se paralizaban al enterarse de que podían haber impedido que un humano sufriera daño. Pero Donald conocía la complejidad del asunto. Sí, podía haber salvado a Grieg, siempre que hubiera poseído una información que no conocía nadie salvo el asesino del gobernador. Podía haberlo salvado, si hubiera estado allí, en la Residencia, y no a muchos kilómetros de distancia, con Kresh, realizando sus tareas habituales.

Podría haberlo salvado si hubieran pasado media docena de cosas imposibles.

No. No. No había nada que hubiese podido hacer fuera del mundo de las conjeturas. En la realidad, nunca era posible eludir todos los riesgos, todos los peligros, ni defenderse contra atacantes dotados de tantos recursos y tanta temeridad como los asesinos del gobernador Grieg. Aun así, necesitaba calmarse, olvidar la idea de que él podía haber hecho algo. Afortunadamente tenía un trabajo que hacer, y a solas, además.

Una investigación importante requería mucho más que encontrar pistas. En muchos sentidos era también una operación de gestión, como bien sabía Donald 111. Existían problemas logísticos, como traer robots, personal humano y toda clase de equipo. Había que organizar un centro en el que guardar todas las pruebas sin peligro de que sufrieran alteraciones. Había que establecer un centro de prensa, acomodar al equipo de investigación, a los periodistas, los curiosos y los notables que llegarían inevitablemente.

Había que atender esos detalles, y otros muchos. Claro que Donald estaba literalmente hecho para la tarea. Aunque consagraba gran parte de su tiempo a sus obligaciones como ayudante del sheriff Kresh, su responsabilidad primaria era hacia el Departamento del Sheriff, el manejo eficiente de las operaciones, y sólo podía hacer eso cuando el sheriff no requería su presencia, como ahora. Donald no se atrevía a confesárselo, pero era un alivio liberarse de Kresh para dedicarse a sus tareas de administración.

La administración consistía, en gran medida, en comunicaciones, en localizar el robot adecuado y retransmitir órdenes, en hallar el equipo adecuado y enviarlo a donde lo necesitaran. En general, todo eso podía gestionarse vía hiperonda, lo cual significaba, a la vez, que Donald podía ser muy productivo aunque permaneciera quieto, sin manifestaciones externas de que estaba conectado y sumamente ocupado.

Donald había aprendido el modo de mostrarse discreto mientras realizaba esas tareas. Muchos humanos se oponían por principio a la presencia de un robot presuntamente ocioso. Les ofendía ver a Donald totalmente quieto. Impartían órdenes inútiles tan sólo para mantenerlo ocupado. Por esa razón, prefería cerciorarse de que nadie lo veía antes de iniciar sus llamadas. Esta vez Donald se ocultó en un armario mientras trabajaba. Era consciente de que muchos humanos lo encontrarían cómico, pero eso no le importaba. Lo fundamental era que no lo viesen, y si no lo veían no podían burlarse de él.

Además, no había nada de gracioso en la presente situación. Existían muchos detalles que el sheriff Kresh y los demás humanos habían pasado por alto. Incluso en ese momento estaba llegando nueva información vital, junto con nuevas preguntas sumamente importantes. Donald, sin embargo, sabía que aún no debía señalarle esas cosas al sheriff Kresh y los demás. Sería contraproducente interrumpirlos justo cuando estaban familiarizándose con los datos básicos del caso. Donald sabía que los humanos a menudo necesitaban mucho tiempo para enfrentarse a los cambios.

Habían asesinado al gobernador Grieg, lo cual era infortunado. Donald lamentaba su pérdida, en la medida en que un robot podía experimentar ese sentimiento. Pero lo cierto era que el hombre estaba muerto y no se podía hacer nada al respecto. Uno siempre debía aceptar las circunstancias reales, y la muerte de Grieg era ahora una de ellas.

Los humanos, por cierto, lo veían de otro modo. Se regodeaban en la «negación», un ritual que Donald nunca había entendido del todo. Parecía implicar el intento de remodelar el mundo para infundirle una forma más convincente por un obstinado acto de voluntad, en general afirmando que algo malo no había sucedido. No funcionaba y jamás lo haría, pero al parecer los humanos no escarmentaban. No tenía sentido tratar de obligar al sheriff, al comandante Devray y a Fredda Leving a seguir adelante mientras no hubieran aceptado los datos de la situación.

Entretanto, que se ocupasen de teorías, cadáveres de humanos y robots. Eran más adecuados para esa clase de tarea, así como Donald era más adecuado para organizar las tareas de un laboratorio forense de campo.

Donald estaba en medio de un intrincado enlace quíntuple con diversas oficinas logísticas cuando oyó un ruido en el pasillo. En circunstancias normales, lo habría considerado uno más de los muchos que se producen en la vida cotidiana. Pero las circunstancias distaban de ser normales. Se parecía mucho al sonido que habría hecho alguien que caminara descalzo, despacio y con sigilo, por el entarimado del pasillo.

No eran el sheriff Kresh, la doctora Leving ni el comandante. Donald habría reconocido el ritmo de sus pasos. Tampoco era un alguacil. Sus uniformes incluían gruesas botas, y nadie se habría movido con paso tan lento estando de servicio. Pero las pisadas eran ruidosas, si se consideraba que el sujeto iba descalzo.

Donald interrumpió sus enlaces rápida y ordenadamente y aguardó inmóvil en el armario a oscuras, hasta que los pasos siguieron de largo. Luego abrió la puerta en silencio y salió. Miró el pasillo sin saber qué esperaba ver. En todo caso, no esperaba ver a un hombre calvo con un chillón pijama a cuadros azules y una bata roja a rayas blancas, caminando descalzo por allí.

Tierlaw Verick —o la persona que se hacía llamar así— se sentía sumamente incómodo en aquella ropa de dormir. Estaba sentado en una silla en el centro de una habitación en la que no había otros muebles que la silla que ocupaba el interrogador. Habían puesto la silla de Verick de espaldas a la puerta, con el propósito de que así se sintiera más intranquilo.

Media Residencia parecía no haber sido ocupada nunca. El lugar estaba lleno de suites totalmente amuebladas y equipadas con todo lo que un huésped pudiera necesitar, aunque a los infernales no les agradaba tener huéspedes para dormir. Había gran cantidad de salones elegantes donde nadie se había sentado, relucientes cocinas en las que no se había preparado una sola comida desde que Kresh había nacido. Aquello era una triste prueba de la actitud pomposa de los arquitectos de Inferno, y de la naturaleza dispendiosa de una economía basada en los robots, pero también permitía que hubiera habitaciones de sobra para un interrogatorio. No les costó demasiado encontrar una cuya austeridad la hiciera psicológicamente apta como sala de interrogatorios.

Fredda Leving estaba sentada delante de Verick, Justen Devray se hallaba de pie en un rincón y Kresh caminaba por la estancia. Donald ocupaba el único nicho de la habitación, frente a Verick, en el extremo opuesto a la puerta. Desde luego, grababa todo, aunque servía para mucho más. Años atrás, al fabricarlo, Fredda Leving lo había equipado con unos sensores que le permitirían funcionar como detector de mentiras. Estaba registrando el ritmo cardíaco, la respiración, la dilatación de las pupilas y otras reacciones fisiológicas de Verick a fin de estimar los niveles de estrés. Verick no lo sabía, desde luego, y nadie iba a decírselo.

En realidad, Verick no sabía mucho acerca de nada, a juzgar por su testimonio. Era un hombre mayor, de rostro enjuto y tez pálida, sin un solo cabello en la cabeza aparte de sus pobladas cejas y pestañas. Sus ojos eran azules y muy expresivos, y sus rasgos, angulosos. La piel relucía sobre su cráneo con un saludable color rosado, como si la hubiesen lustrado, y tal vez así fuera. Se trataba de una calvicie tan absoluta que sólo podía ser deliberada. Mantenerla debía de costarle tanto como el peinado más complejo. O bien se rasuraba a diario, o bien se hacía depilar regularmente.

En la experiencia de Kresh, los hombres que consagraban tanto esfuerzo a su apariencia —y escogían una tan sorprendente como una calvicie absoluta y perfecta— eran agresivos y arrogantes, y Verick parecía serlo. Otros hombres arrestados en un atuendo tan ridículo habrían actuado con timidez; él, en cambio, se comportaba como alguien a quien no le gustaba que lo hiciesen esperar.

La versión de Verick era sencilla, aunque poco verosímil. Era un empresario colono que estaba allí para tratar de vender un centro de control a las autoridades de terraformación de Inferno. Había asistido a la recepción de la noche anterior. Por acuerdo previo, se había quedado al marcharse la mayoría de los invitados, para celebrar una reunión tardía con el gobernador. También por acuerdo previo, había dormido en el ala este de la Residencia. Había despertado al oír voces y movimientos, y se había levantado para ver qué sucedía. Entonces, cuando se encontraba en el pasillo, Donald lo había arrestado.

Se deducía que no sabía nada sobre la muerte de Grieg, pues había dormido durante todo el episodio, y su conducta era coherente con esa declaración. O bien ignoraba que Grieg había muerto o sabía disimular muy bien que lo ignoraba.

Kresh no pensaba decírselo; podía ser sumamente revelador el que un hombre que aseguraba no saber nada cometiera un desliz que demostrase lo contrario. Pero lo más irritante —y desconcertante— era que su testimonio parecía concordar con los hechos. Donald confirmó que había un empresario colono que figuraba en la lista de huéspedes con el nombre de Verick. Al menos, era un comienzo. Pero ¿cómo diablos los alguaciles de Kresh lo habían pasado por alto al revisar la casa?

Kresh era demasiado veterano para no saber que había más de una respuesta para ello. El error humano podía explicarlo de muchas maneras, cualquiera de las cuales podía ser cierta, y ninguna de las cuales sonaría convincente para los testigos.

Había pocos robots disponibles en el momento de efectuar el primer reconocimiento, y esos robots realizaban tareas específicas o movían cosas. Los alguaciles humanos se habían encargado del registro. La Residencia tenía un centenar de habitaciones, y a Kresh no le costaba imaginar que un alguacil apresurado no estuviera seguro de cuáles había revisado, o que sólo entreabriera una puerta para echar un vistazo a la novena o décima habitación desierta, pasando por alto un bulto inmóvil debajo de las sábanas. Si Verick había cerrado la puerta desde dentro, como era posible que hubiese hecho, el alguacil que registraba ese sector pudo haber pensado en regresar más tarde con las llaves y haberlo olvidado.

Al fin y al cabo, sus alguaciles sólo eran humanos, y todos ellos estaban nerviosos en mayor o menor grado; el gobernador, el jefe de su nación, su planeta, había muerto esa noche, víctima de enemigos invisibles. Pero aun así, era la clase de embrollo que podía enmarañar el caso para siempre si no se resolvía de inmediato. Kresh ya se imaginaba ante una comisión investigadora. Había encomendado a nuevos equipos de alguaciles que revisasen otra vez el edificio, para ver qué otra cosa habían pasado por alto, y esta vez en compañía de un robot observador. Más tarde, si era preciso, estaba dispuesto a desmantelar la Residencia ladrillo a ladrillo. No podía permitir que nada amenazara la integridad de aquella investigación.

En cuanto a Verick, su inocencia parecía dudosa, pero también su culpabilidad. Si formaba parte del complot, ¿por qué se había quedado en la Residencia? ¿Por qué había permitido que lo arrestaran en pijama?

Ante todo, pensó Kresh, la versión de Verick parecía más verosímil que cualquier intento de asociarlo con el crimen, pero en ese momento había escasez de sospechosos y de móviles, y Kresh no veía razones para desdeñar esa posibilidad. Además, en el pasado había visto testimonios sólidos que se desmoronaban cuando el sospechoso era sometido a presión.

—De acuerdo, señor Verick. Probemos de nuevo. Desde el principio.

—¿Puede explicarme a qué viene todo esto? —preguntó Verick—. ¿Puedo saber qué ha sucedido?

—No —respondió Kresh con aspereza.

—Es importante que aún no le digamos nada —explicó Devray, desempeñando el papel de policía bueno mientras Kresh hacía de policía malo.

—Queremos saber qué sabe usted, sin cubrir las huellas.

—Quiero hablar con el gobernador —exigió Verick.

—Le garantizo que el gobernador no quiere hablar con usted —dijo Kresh, lo cual era cierto, aunque podía inducir a conclusiones erróneas, y pareció surtir el efecto deseado en el inflexible Verick—. Desde el principio.

—De acuerdo, de acuerdo. —Verick titubeó, dejó escapar un suspiro y se desplomó en su asiento. Luego comenzó de nuevo, con ojos desorbitados—. Mi nombre es Tierlaw Verick. Vivo en el mundo colono de Baleyworld. Represento a una firma que vende equipos de control muy sofisticados. Hemos suministrado muchos sistemas a proyectos colonos de terraformación, y me enviaron aquí con la esperanza de vender un sistema al centro de terraformación de Inferno. Asistí a la recepción de anoche, y después tuve una reunión con el gobernador Grieg, quien, como sabía que en la ciudad escaseaba el alojamiento y que yo había hecho un largo viaje, tuvo la amabilidad de ofrecerme una habitación para pasar la noche.

—¿A usted solo? —inquirió Fredda—. De todas las personas que asistieron a la recepción, ¿usted es la única que pasó la noche aquí?

Verick miró a Fredda sorprendido.

—No lo sé —respondió—. No vi a nadie más. Aquí abundan las habitaciones, de modo que no entiendo por qué iba a ser el único; pero por lo que sé, sí. Sin embargo, me sorprende, en una casa de este tamaño. Donde yo vivo, todos los invitados habrían pasado la noche aquí. Ahora bien, usted me dice que nadie más se quedó, ¿verdad?

—No, nadie más —respondió Fredda, para disgusto de Kresh. La regla número uno del interrogatorio era no contestar nunca a las preguntas del sospechoso. Cuanto más supiera Verick, más podría calcular sus respuestas.

—Doctora Leving —dijo Kresh—, será mejor que deje que el comandante y yo hagamos las preguntas, y que no ofrezca usted ninguna contestación.

Leving miró a Kresh con un leve sobresalto.

—Pero yo… Oh. —Iba a protestar, pero se lo pensó mejor—. Discúlpeme, sheriff.

—No se preocupe. En cualquier caso, es un detalle menor —dijo Kresh, esperando que fuera verdad, ahora que Verick lo sabía—. Pero usted no fue el único que se reunió anoche con el gobernador, ¿no?

—No, claro que no. Había varias personas aguardando su turno antes que yo. Ocho o diez en total, pero en grupos de dos o de tres. En fin de cuentas, yo no tenía que volar a casa después…, y además, al ser el último de la fila, tuve la oportunidad de quedarme un poco más. Nadie esperaba después de mí.

«Pues acabas de decirnos que fuiste el último que vio a Grieg con vida», pensó Kresh. Miró disimuladamente a Devray y advirtió que este también había reparado en ese detalle.

—¿De qué hablaron? —preguntó.

Verick estaba perdiendo la paciencia.

—Se lo he dicho una y otra vez. De mi deseo de venderle una estación de control. Parecía muy interesado en ella, por varias razones…, sobre todo porque no se trataba de un sistema robotizado.

—¿Cómo? —preguntó Kresh. Era el resultado de repetir una y otra vez las mismas preguntas. Verick no había incluido esa aclaración en sus declaraciones anteriores.

—Nuestro sistema colono no está robotizado. Hice lo que pude para señalarle sus ventajas al gobernador. Hablamos sobre todo de eso. Parecía muy receptivo.

—¿Por qué habría de estar en contra de un sistema robotizado? —preguntó Fredda.

—Sería demasiado cauteloso para una situación como la de Inferno. Si se conecta una unidad de control con cerebro robótico al sistema de terraformación, eludirá toda clase de operaciones potencialmente arriesgadas, por temor a dañar a los seres humanos, o algo parecido. —Se estaba entusiasmando con el tema, y era obvio que repetía los argumentos que había utilizado con Grieg—. Un sistema de control robotizado haría todo lo posible para evitar riesgos durante el proceso de terraformación, demorando la conclusión y, posiblemente dando al traste con el proyecto. Aunque lograra terraformar el planeta, su objetivo sería crear un entorno totalmente exento de riesgos una vez concluido el proceso. Hay mundos espaciales que son prácticamente parques inmaculados. No me parece mera casualidad que en esos mundos las poblaciones se hayan anquilosado… o hayan desaparecido por completo.

Aquello era un golpe bajo. Estaba refiriéndose a Solaria. A ningún espacial le gustaba que le recordaran el colapso de Solaria. Verick miró alrededor y comprendió que se había apuntado un tanto.

—Un sistema robotizado, obsesionado con la elusión de riesgos, produciría un mundo excesivamente anodino. Como le dije al gobernador, no es un entorno adecuado si uno desea que las generaciones futuras sepan enfrentarse a los desafíos que se les presenten.

—De acuerdo —dijo Kresh, que no tenía que esforzarse para desempeñar el papel de policía malo—. Basta de discursos por ahora. De modo que usted habló con el gobernador. ¿Y luego qué?

—Luego nos dimos las buenas noches y él dijo que debía atender otros asuntos, así que me acompañó hasta la puerta de su despacho. Allí nos dimos la mano y yo salí al pasillo, pasé por delante de los robots y seguí mi camino. Me temo que me extravié y estuve andando en círculos. Al cabo de un rato comprendí que terminaría donde había empezado, en la puerta de las habitaciones del gobernador. Pensé en preguntar a los dos robots que había visto junto a la puerta, pero ya no estaban allí. Supongo que habían entrado.

—¿Entrado? —preguntó Kresh. Había pensado que los robots a que se refería Verick eran SPR oficiando de centinelas, y los centinelas permanecían donde estaban—. ¿Adónde fueron los robots?

—Supongo que a acostarlo. He oído decir que los espaciales ni siquiera se desvisten sin su ayuda.

Fredda estaba por replicar, pero Kresh se interpuso y le apoyó una mano en el hombro. No era conveniente que el sospechoso descubriese que era capaz de irritarlos.

—Algunos nos las arreglamos solos —dijo Kresh con tono áspero. «Pero el centinela no debería haber abandonado su puesto. Y tenía que haber un robot frente a la puerta, no dos», pensó. Creía saber la respuesta a su siguiente pregunta—. En cuanto a esos robots… ¿puede describirlos?

—No suelo prestar atención a los robots. No me gustan y no confío en ellos.

—Pero aun así los vio —replicó Kresh con dureza—. ¿Qué aspecto tenían?

Verick miró a Kresh con visible molestia.

—Había uno alto, anguloso y rojo. Rojo y resplandeciente. No me gustaría liarme con él. El otro era más bajo, negro y lustroso.

Justen Devray y Fredda Leving miraron a Kresh. Ambos comprendieron.

Los dos últimos seres que habían visto a Grieg con vida eran Prospero y Calibán.

Un Nuevas Leyes y un Sin Leyes.

Un robot cuyas leyes internas no requerían que impidiese que un ser humano sufriese daños.

Y un robot que no estaba sujeto a ninguna ley, que podía dañar a los humanos a su antojo.