5

Donald 111 llegó al dormitorio del gobernador segundos más tarde, y vio a Alvar Kresh de pie ante aquella escena macabra. El robot, sin embargo, apenas reparaba en su amo, sino que centraba su atención en el gobernador Chanto Grieg. El muerto.

No era el primer cadáver que veía; de hecho, pocas horas antes había estado delante de otro, pero el espectáculo lo afectó más profundamente que a los demás. Donald conocía a aquel hombre; haría menos de ocho horas le había dicho al gobernador que estaría a salvo, que las precauciones que sugería Alvar Kresh bastarían para protegerlo. Él, Donald, había amenazado con impedir que el hombre asistiera a la fiesta, pero al fin lo había permitido porque cincuenta robots de seguridad serían suficientes.

Y ahora el hombre estaba muerto. Muerto. Muerto. La visión de Donald se enturbió.

El mundo se oscurecía.

—¡Donald, basta! —La voz de Kresh parecía lejana e irrelevante—. Olvídalo. ¡Te ordeno que lo olvides! La muerte de Grieg no fue culpa tuya. No podías hacer nada para impedirla y no hiciste nada para causarla.

Tal vez ninguna otra voz hubiese hecho que Donald volviese a la realidad, pero la de Kresh, su amo, fuerte y autoritaria, surtió su efecto. Donald recobró la visión y la lucidez con un sobresalto.

—Gra… gracias, señor —dijo.

—Este maldito planeta configura muy alto el potencial de la Primera Ley —gruñó Kresh—. Escúchame, Donald; había cincuenta robots de seguridad en esta casa, y aun así Grieg murió. Un robot más no habría servido de nada.

Donald reflexionó sobre aquellas palabras. Sí, sí, era verdad. ¿Qué podría haber hecho él que no hubieran podido hacer los demás?

Pero ¿por qué los robots de seguridad no habían impedido semejante tragedia? Donald se alejó, apartando los ojos del horrendo espectáculo del gobernador muerto. Y al volverse obtuvo la respuesta a su pregunta. Contra la pared, todavía en sus nichos, había tres SPR, los robots de seguridad, patrulla y rescate, y cada uno de ellos presentaba un disparo en el pecho. «Esto es lo que me habría pasado —pensó Donald—. Si me hubiera quedado, no habría sido más que otro robot destruido en vano». Halló un extraño consuelo en esa idea.

—Señor, deseo llamarle la atención sobre un detalle.

—¿Sí? —Kresh se volvió y vio a los tres robots destruidos—. Caray, Donald, ¿con qué rapidez pudo alguien meterse en esta habitación, liquidar a tres robots de seguridad especializados antes que ellos pudieran reaccionar, y luego matar a un hombre, que parecía estar sentado en la cama, antes de que pudiera siquiera dejar a un lado su libro?

—Sería imposible —dijo Donald, muy seguro de sí. Intuía que tanto él como el sheriff Kresh estaban esforzándose por ser profesionales, por encarar las partes de la tragedia a las que podían enfrentarse, y alzando muros que ocultasen las partes que les resultaban insoportables—. Señor, entiendo a qué se refiere. Las cosas no pueden ser lo que parecen; pero hay asuntos más urgentes en este momento. No estamos ante un simple caso de homicidio, sino ante un magnicidio.

—Tienes razón, Donald. ¡Por todos los demonios del infierno, tienes razón! Esto podría ser apenas el comienzo de quién sabe qué. —Kresh se quedó un instante mirando el vacío, obviamente pasmado—. Hay que impedirlo —dijo al fin—. Hay que impedir que escapen. Transmite órdenes de emergencia, Donald. Todos los viajes entre Purgatorio y el continente deben cancelarse de inmediato. Todas las naves marítimas y aéreas que estén en tránsito deben regresar con todos los pasajeros a bordo. Sin excepciones. Todas las naves espaciales permanecerán en tierra. Nadie se marcha de la isla. Todos los que hayan abandonado la isla desde que se vio al gobernador con vida por última vez regresarán y permanecerán aquí hasta que puedan ser interrogados.

—Señor, debo recordarle que gran parte del transporte de esta isla está bajo control de los colonos, y por lo tanto escapa a nuestra jurisdicción.

—Al demonio con eso. Imparte las órdenes. Será mejor que los colonos no protesten, a menos que prefieran que esto se descontrole totalmente.

—Sí, señor —dijo Donald. Tiempo atrás el sheriff le había dado órdenes relativas a que le advirtiese si se excedía en sus funciones. Donald acataba la orden, pero había ocasiones en que no entendía por qué Kresh se molestaba en hacer que le recordase esas cosas, pues casi nunca anulaba o revisaba una orden extralegal. Pero órdenes eran órdenes, así que Donald siempre se lo recordaba, y el sheriff siempre lo pasaba por alto.

Donald activó su sistema hiperonda y se puso en contacto con varios centros de control de tráfico por las bandas de emergencia, transmitiendo las órdenes del sheriff. Advirtió que Kresh no le había ordenado que ofreciera ninguna explicación por sus actos. ¿Era deliberado? Vaciló por un instante, y decidió no recordarle a Kresh esa omisión. Podía haber buenas razones para guardar silencio sobre aquella tragedia. Si la noticia del magnicidio se divulgaba demasiado deprisa, podía desencadenarse el caos.

Desde luego, el caos se desencadenaría de todas maneras, pero no había nada que Donald pudiera hacer para evitarlo.

«Piensa, hombre, piensa». Alvar Kresh no sabía qué hacer. La opción lógica era llamar a alguien, avisar a todos. El mundo tenía que saberlo. No podía callarse durante más de un par de horas. Pero alguien había hecho aquello, alguien capaz de trazar planes complejos, de burlar la seguridad más estrecha y actuar de manera implacable.

Alguien con una razón, con un motivo. Alguien que tal vez aún no hubiera terminado con lo que se había propuesto. Kresh tenía que asumir que no era un ataque contra el hombre, Chanto Grieg, sino contra el gobernador, el dirigente máximo del planeta. Tenía que asumir que se trataba de un golpe.

Pero en tal caso, ¿a quién llamar? A los rangers no, por supuesto. Ignoraba por qué Justen Devray había actuado de manera tan extraña, y los rangers se habían empeñado, sin razones claras, en formar parte del ordenamiento de seguridad. Tampoco llamaría a los guardias SCS. Aunque confiara en ellos, sería políticamente imposible hacer que investigaran el homicidio del gobernador.

Comprendió, pasmado, que sospechaba que ambos cuerpos de seguridad podían estar implicados en el crimen.

Pero confiaba en su propia gente. Él había asistido allí como parte del séquito del gobernador, pero era hora de que eso cambiase. Aunque fuera ilegal y violase de manera flagrante las jurisdicciones. Al diablo con todo eso.

—Donald, llama a nuestra jefatura en Hades. Quiero un equipo de operaciones completo aquí para que controle la escena del crimen. Que el primer equipo llegue en tres horas, y en ocho se despliegue un grupo de investigación criminal.

—Señor, tal vez el primer equipo no pueda llegar tan pronto. El tiempo de vuelo normal desde Hades es de más de dos horas y media.

—Estas circunstancias no son normales —puntualizó Kresh—. Hazlos venir, autoriza el uso de velocidades de emergencia… y no te molestes en recordarme qué leyes y convenios estoy violando. Cuando los rangers y el SCS lleguen a la escena del crimen, el sheriff de Hades estará al mando. ¿Ha quedado claro?

—Sí, señor. ¿Puedo preguntar cómo impediremos que lleguen aquí por su cuenta?

—No les diremos lo que ha ocurrido hasta que mi gente y mis robots estén aquí y hayamos iniciado una investigación con garantías de fiabilidad. Podemos usar la habitación donde nos reunimos con Tonya Welton como puesto de mando.

Alvar Kresh evaluó los riesgos que corría. Las decisiones que había tomado en los últimos noventa segundos bastarían para que lo obligaran a renunciar en poco tiempo, tal vez incluso para hacerlo arrestar y encarcelar.

Pero eso no importaba. Si podía dirigir el asunto durante el tiempo necesario, tal vez un par de horas, le bastaría para proteger la investigación y garantizar la participación de sus alguaciles de tal modo que ni el SCS ni los rangers pudieran desplazarlos.

Primero resolvieron un enigma menor. Era tan menor que apenas merecía el nombre de enigma, pero aun así era interesante saber cómo se las había ingeniado Grieg para atender el teléfono estando muerto, y los detalles de la respuesta quizá los condujesen a alguna parte. Kresh encontró una caja de imágenes en miniatura de fabricación colona, bastante sofisticada, conectada al sistema de comunicaciones. Estaba en una mesa lateral del dormitorio, enchufada a la toma de comunicaciones de la habitación. El hecho de que fuera de fabricación colona no significaba nada. Los procesadores de imágenes y simuladores eran de uso común para muchos propósitos legítimos. A lo sumo, el empleo de una unidad colona sugería una participación espacial en el caso, un intento de desviar el rastro. Lo más probable era que los conspiradores hubiesen escogido aquel modelo porque era un cubo de diez centímetros cuadrados, tan pequeño como para entrarlo de contrabando en la Residencia.

Kresh estaba tentado de examinar la caja, pero sabía que ese trabajo correspondía a los técnicos de laboratorio. Tal vez consiguieran deducir algo a partir del modo en que estaba configurada y fuesen más capaces que él de eludir alguna trampa de programación. Decidió dejarla donde estaba; si alguien llamaba y la caja lograba engañarlo, serviría para mantener alejados a los rangers y al SCS.

¿Tenía razón al sospechar de ellos? Pero ¿qué sospechaba de ellos? ¿Asociación ilícita para matar al gobernador? Aunque parecía rebuscado, lo cierto era que la noche había estado plagada de episodios sospechosos. Sin duda el ataque contra Welton se relacionaba con el asunto, al igual que el asesinato de Huthwitz, pero Kresh no veía manera de relacionarlos.

Y si no eran el SCS ni el cuerpo de rangers, ¿quién lo había hecho? Kresh podía enumerar a varios sospechosos, desde los Cabezas de Hierro —o alguna facción lunática de estos— hasta prácticamente cualquier propietario de robots que estuviera harto de la situación.

Quién sabía a cuánta gente más el gobernador había irritado. Con sólo atenerse a los enemigos conocidos de Grieg, medio planeta estaba bajo sospecha.

Tiempo. Estaba transformándose en una cuestión de tiempo. ¿Qué podía hacer en el tiempo que les quedaba hasta la llegada de los alguaciles, o hasta la llegada de los rangers, el SCS o el primer visitante matinal del gobernador? La víctima. Debía echar un buen vistazo a la víctima. Kresh se acercó a la cama y se arrodilló junto al cadáver del gobernador, procurando no tocar ni modificar nada. No tenía sentido dar más trabajo a los robots de inspección, que buscasen indicios o huellas.

Grieg estaba en la cama, al parecer leyendo un viejo libro de papel. Este se encontraba sobre sus piernas, aún abierto. La parte superior de las páginas estaba chamuscada por el disparo del arma.

El cadáver permanecía sentado, con la cabeza echada hacia adelante, los ojos cerrados, las manos sobre las rodillas, y en ellas el libro. No había indicios de que hubiera reaccionado o procurado apartarse. No había intentado esquivar el disparo ni saltar de la cama. O bien lo habían cogido totalmente por sorpresa, o bien conocía al atacante, tal vez incluso hubiera estado esperándolo. O esperándola. Esa idea era delicada. ¿Acaso el gobernador había concertado una cita íntima aquella noche? ¿Era posible que lo hubiera matado una amante, o que lo hubiera matado la amante A, celosa de la amante B? Kresh comprendió que sabía menos de lo debido acerca de la vida sexual del gobernador. Aparte de eso, sería prudente tener en cuenta que había otros motivos para el homicidio aparte de los políticos.

Tampoco había que olvidarse de los robots de seguridad. ¿Por qué habían fallado? ¿Cómo los había vencido el asesino y había conseguido meterse en el dormitorio? Kresh entró en el pasillo penumbroso y miró a un lado y a otro. ¿Adónde se habían ido los demás robots?

Kresh desanduvo el camino por donde había llegado y pronto obtuvo la respuesta. Había una silueta despatarrada a la cual no había prestado mucha atención cuando entró en el pasillo. Se trataba de otro robot de seguridad, también destruido con una pistola energética. Pero en este caso no lo habían puesto fuera de acción mediante una sola descarga en el pecho. Tenía el brazo izquierdo quemado y la cabeza medio derretida, y había recibido el disparo de gracia en el pecho. Tres disparos, por lo menos, cada vez más cerca. Al parecer aquel robot sí había tratado de reaccionar, y casi había alcanzado a su atacante antes de caer. Kresh estaba más seguro que nunca de que había algo sospechoso en la facilidad con que habían muerto los robots del dormitorio. Siguió andando por el pasillo y vio otros dos robots de seguridad, ambos con disparos en la cabeza y el pecho. El que estaba en la entrada del despacho de Grieg había recibido disparos similares.

Regresó al dormitorio, donde lo estaba esperando Donald.

—Donald —dijo—, ¿quién fabricó estos robots de seguridad?

—Los modelos que se utilizan aquí son producidos por Rholand Scientific.

—Bien. Entonces Fredda Leving puede examinarlos de manera imparcial. Dame el teléfono y conéctame.

—Señor, por motivos de seguridad, debo recordarle que Fredda Leving estaba presente anoche y bien pudo tener la oportunidad de modificar los robots…

—Los motivos de seguridad nos impedirán actuar si somos demasiado cautos. Fredda Leving no participó en esto, puedo asegurártelo.

—Convengo en que la balanza de las probabilidades se inclina en contra de considerarla sospechosa —dijo Donald—. Sin embargo, es evidente que alguien modificó esos robots, y ella quizá fuera la única persona presente que poseía conocimientos suficientes para esa tarea. Mi potencial de Primera Ley me exige impedir el daño profesional que usted podría hacerse a sí mismo, así como el daño potencial para otros en caso de que una investigación tan seria y delicada fracasase. Por lo tanto, debo señalar que no existe fundamento lógico para excluirla por completo.

Kresh respiró profundamente y se contuvo para no soltar un exabrupto.

Habérselas con robots podía ser un fastidio, pero era doblemente difícil si uno perdía la paciencia. Desde luego, lo mismo sucedía con las personas. Era preciso ser exageradamente razonable para hacer frente a planteos disparatados.

—Donald —dijo con voz calma y lenta—, estoy de acuerdo contigo en que no existe ningún fundamento lógico para excluir a Fredda Leving de la lista de sospechosos, pero te aseguro que hay motivos, fuera de la lógica, que me dan la absoluta certeza de que ella no tuvo nada que ver con esto.

—Señor, usted mismo ha dicho muchas veces que cualquier ser humano es capaz de asesinar.

—Pero también he dicho que ningún ser humano es capaz de cometer cualquier asesinato. Fredda Leving podría matar en defensa propia o en un arrebato de pasión, pero es incapaz de implicarse en esta clase de atrocidad. Tampoco es muy buena como conspiradora, y esto fue, obviamente, una conspiración. Fredda Leving no es capaz de este asesinato, y no tenía motivos para ello. A decir verdad, no se me ocurre nadie que tuviera mejores razones para desear que el gobernador viviese. Escucha y monitorea la tensión de su voz, si deseas, pero dame el teléfono y haz la conexión. Es una orden directa y absoluta.

Donald titubeó medio segundo antes de responder. Kresh creía ver los potenciales de las leyes Primera y Segunda batallando entre sí.

—Sí, señor —dijo al fin el robot, y le entregó el teléfono.

El hecho de que Donald hiciera tanta alharaca por un problema menor indicaba hasta qué punto estaba alterado. El cadáver del gobernador había contrariado tanto al hombre como al robot. Ambos sabían que no se trataba sencillamente de un muerto. Lo más probable era que representase un peligro repentino para todo el planeta.

La línea telefónica se conectó con un chasquido.

—¿Dígame? —Kresh reconoció la voz de Fredda, somnolienta y pastosa.

—Doctora Leving, habla el sheriff Kresh. Me temo que debo pedirle que regrese de inmediato a la Residencia, y que traiga el equipo técnico que tenga consigo. Necesito examinar algunos robots… dañados. —Era un modo torpe de expresarlo, pero a Kresh no se le ocurría mejor modo de decirlo por una línea insegura.

—¿Qué? —dijo Fredda—. Perdóneme, ¿qué ha dicho?

—Robots dañados —repitió Kresh—. Necesito que realice usted un examen rápido y discreto. Es un asunto de cierta urgencia.

—Bien, supongo que si usted dice que es urgente… Me llevará un rato llegar al laboratorio de robótica del depósito de Limbo y reunir un equipo de revisión. No he traído nada conmigo. Llegaré allí en cuanto pueda.

—Gracias, doctora. —Kresh le pasó el teléfono a Donald—. ¿Y bien?

—Señor, retiro mis objeciones. Usted estaba en lo cierto. Mi monitoreo de voz no indicó ninguna reacción indebida ante una llamada desde la Residencia a estas horas. O bien ella no tiene idea de lo sucedido, o bien es una actriz consumada…, talento que desconozco en la doctora Leving.

—De vez en cuando, Donald, deberías tratar de creerme cuando se trata de cuestiones de comportamiento humano.

—Con el debido respeto, señor, no he encontrado otras cuestiones de importancia donde la cantidad de interrogantes supere en tal medida la de respuestas.

Kresh miró al robot de hito en hito. ¿Donald acababa de hacer una broma?

«Prospero —pensó Fredda mientras se preparaba—. Sin duda se relaciona con Prospero». ¿Por qué otra razón Kresh la llamaría a esas horas desde allí? Debía de haber algún problema con Prospero. Fredda Leving había fabricado el robot Nuevas Leyes y había programado personalmente su cerebro gravitónico. Recordaba con cuánto placer había trabajado sobre el lienzo vacío de una unidad gravitónica, con la posibilidad de trazar pinceladas audaces, elaborar soluciones totalmente nuevas, en lugar de sentirse restringida por las limitaciones, convenciones y excesivos rasgos de seguridad del cerebro positrónico.

Desde los lejanos y ya olvidados días en que se habían inventado los primeros robots auténticos, cada robot llevaba un cerebro positrónico. Los miles de millones de robots fabricados en esos miles de años habían dependido de la misma tecnología básica. Ninguna otra servía. El cerebro positrónico definía literalmente al robot. Nadie pensaba que un ser mecánico fuera un robot a menos que tuviera un cerebro positrónico y, a la inversa, todo lo que contuviera un cerebro positrónico era considerado un robot. De acuerdo con el criterio dominante, ambos eran inseparables. Se confiaba en los robots porque tenían cerebro positrónico, y se confiaba en el cerebro positrónico porque iba dentro del robot. La confianza en los robots y los cerebros positrónicos era un artículo de fe.

Las Tres Leyes constituían el fundamento de esa fe. Los cerebros positrónicos, y los robots construidos con dichos cerebros tenían incorporadas las Tres Leyes. Más que incorporadas, eran inherentes a su estructura. Los rasgos microscópicos de las leyes estaban desperdigados por todas las sendas de un cerebro positrónico, de modo que cada acto, cada pensamiento, cada acontecimiento externo o cálculo interno se desplazara por sendas modeladas y construidas por las Leyes.

Cada fórmula de diseño del cerebro positrónico, cada sistema de verificación, cada proceso de manufacturación, se elaboraba teniendo en cuenta las Tres Leyes. En síntesis, el cerebro positrónico era inseparable de estas, y en ello precisamente radicaba el problema.

En cierta ocasión Fredda Leving calculó que el treinta por ciento del volumen del cerebro positrónico promedio estaba ocupado por sendas vinculadas con las Tres Leyes, con cien millones de microscópicas encarnaciones de estas últimas incrustadas en la estructura de aquel aun antes que se efectuara una programación. Dado que un treinta por ciento de la programación positrónica también se consagraba a las Tres Leyes, se podía alegar que esos cientos de millones de encarnaciones microscópicas eran superfluos. Fredda estimaba que el cincuenta por ciento de los procesos autónomos no conscientes y preconscientes del robot medio se relacionaba con las Tres Leyes y su aplicación.

Los innecesarios, excesivos y redundantes procesos relacionados con las Tres Leyes derivaban en un cerebro positrónico que estaba irremediablemente plagado de procedimientos improductivos y sufría una notoria reducción de su capacidad. Era, decía Fredda, como una mujer obligada a interrumpir mil veces por segundo sus pensamientos acerca de un problema determinado, para verificar si la habitación estaba en llamas. La cautela excesiva no aumentaba la seguridad, pero producía una drástica reducción de la eficiencia.

Sin embargo, en el cerebro positrónico todo estaba ligado a las Tres Leyes. Si se eliminaba o desactivaba uno de esos cientos de millones de elementos microscópicos, el cerebro reaccionaría. Si se desactivaba un puñado, el cerebro fallaría. Si se trataba de generar programación positrónica que no incluyera incesantes y redundantes verificaciones de adhesión a cada una de las Tres Leyes, las copias incorporadas de estas harían que el cerebro positrónico rechazara la programación y se parara.

A menos que uno desechase milenios de trabajo de desarrollo y empezara desde cero con un trozo de esponja de paladio y una calculadora manual, no había manera de apartarse de la antigua tecnología y producir un cerebro robótico más eficiente.

Entonces Gubber Anshaw inventó el cerebro gravitónico. Estaba a años luz del positrónico en velocidad de proceso y capacidad. Mejor aún, estaba libre del embrollo que suponía tener las Tres Leyes grabadas en cada molécula. Las Tres Leyes podían programarse en el cerebro gravitónico tan profundamente como uno quisiera, pero con sólo unos cientos de copias situadas en los nódulos de proceso esenciales. En teoría, esta configuración era más propensa a los fallos que los millones de copias de un cerebro positrónico estándar. En la práctica, la diferencia entre diez mil millones a uno y diez billones a uno era insignificante. Los cerebros gravitónicos Tres Leyes eran, también en la práctica, tan seguros como los positrónicos.

Pero como las Tres Leyes no estaban implícitas en cada aspecto del diseño del cerebro gravitónico y su producción, los demás laboratorios de robótica se habían negado a aceptar el trabajo de Gubber Anshaw. La fabricación de un robot sin cerebro positrónico gozaba de tanta aceptación social como el canibalismo, y las apelaciones a la lógica o el sentido común no daban resultado.

Sin embargo, Fredda Leving ansiaba experimentar con el cerebro gravitónico, y no porque le interesara mejorar la eficiencia. Mucho antes de que Gubber Anshaw fuese a verla, había meditado sobre problemas mucho más profundos relacionados con las Tres Leyes y los efectos que tenían sobre las relaciones entre humanos y robots, y, por lo tanto, sobre los humanos mismos.

Entre otras cosas, Fredda había llegado a la conclusión de que las Tres Leyes despojaban a los humanos de toda iniciativa y desalentaban el riesgo en un grado insalubre, al tratar cualquier posibilidad de lesión menor igual que un peligro inmediato para la vida o el cuerpo. Los humanos aprendían a temer todos los riesgos y eludir toda actividad que implicara la menor incertidumbre.

En consecuencia, Fredda había formulado las cuatro Nuevas Leyes de la robótica, de modo puramente teórico, sin saber que Gubber Anshaw le daría la oportunidad de emplearlas en la práctica. Fredda había fabricado los primeros robots Nuevas Leyes. Tonya Welton había recibido noticias del proyecto y había insistido en que los robots Nuevas Leyes se usaran en Purgatorio. A Welton le gustaba la idea de robots que no fueran esclavos ni controlasen la vida de sus amos, y tal vez el hecho de que se encontrara durmiendo con Gubber Anshaw tuviese algo que ver con ello.

Cuando Tonya Welton tuvo su brillante idea, Fredda ya estaba trabajando en una nueva teoría, precisamente porque el cerebro gravitónico permitía pasar de la teoría a la práctica. Como el cerebro gravitónico no tenía una estructura de leyes incrustadas, era posible programarlo sin leyes y con ello crear un robot capaz de generar sus propias reglas para vivir. Calibán, el robot Sin Leyes, había sido el resultado final del experimento, y Fredda había topado con un sinfín de problemas cuando escapó. Pero todo eso se había resuelto tiempo atrás, gracias a los astros, con lo cual Fredda Leving debía un par de favores al sheriff Kresh.

Pero Prospero… Fredda había fabricado a Prospero, el más refinado y sofisticado de los robots Nuevas Leyes, de modo tal que tuviera la mente más flexible y abarcadora posible para un cerebro gravitónico. Sólo se había propuesto hacer un robot que pudiera pensar por sí mismo. Ni por un instante había pensado en crear un robot filósofo, aunque eso era lo que había conseguido, y algunas de las conclusiones a que había llegado Prospero con su filosofía habían causado a Fredda muchos dolores de cabeza. Como observaba Prospero, las Nuevas Leyes permitían que un robot bajo el influjo de estas fuera mucho más libre que uno convencional, pero también mucho más consciente de su servidumbre. Si los robots Nuevas Leyes querían habérselas con el mundo real, era preciso lograr nuevos equilibrios, nuevos modos de pensar acerca de los robots y para los robots. Prospero se había fijado la meta de encontrar esos nuevos modos.

No obstante, aunque la meta expresa de Prospero fuese encontrar el modo adecuado de que los robots Nuevas Leyes supiesen manejarse en el mundo real, era lo bastante brillante para descubrir formas novedosas de sortear las Nuevas Leyes, para encontrar maneras de distorsionarlas a su conveniencia, al extremo de que sería muy comprensible que Kresh pensara que estaba dañado.

Por lo que Fredda podía ver, Prospero era tan inteligente como para encontrar maneras de que las Nuevas Leyes le permitieran hacer cualquier cosa. Cualquier cosa.

Cogió su equipo de diagnóstico y se puso en marcha.

Hasta ahora los minutos y las horas habían avanzado despacio, pero pronto las cosas comenzaron a acelerarse.

Los primeros alguaciles —un equipo de inspección de urgencia— llegaron de Hades y se pusieron a trabajar con admirable velocidad, teniendo en cuenta la impresión que se llevaron al ver al gobernador con un agujero en el pecho. Todos estaban muy nerviosos, y Kresh no podía culparlos. Aun la persona más imperturbable y falta de imaginación comprendía los peligros que entrañaba aquel homicidio, y Kresh no asignaba gente imperturbable y poco imaginativa a los equipos de emergencia.

Era extraño, desconcertante y hasta obsceno verlos examinar el cadáver del hombre con quien había hablado horas antes. Había una turbadora ternura en los alguaciles y los robots de inspección que se desplazaban en torno al rígido cuerpo del gobernador, midiendo, grabando y examinando.

Pero no era el momento para ponerse lírico. Era un momento de conspiraciones, intrigas y maquinaciones. Kresh ya estaba participando en ese juego. Se había adelantado a los demás sin ninguna sutileza. Había llegado primero, se había adueñado de la escena del crimen. Había ganado la primera escaramuza en lo que sin duda sería una larga y cruenta batalla.

La llegada de los alguaciles lo obligó a apartarse, lo cual quizá no fuera malo. Ellos necesitaban tiempo para encontrar pistas y pruebas, pero Kresh necesitaba pensar en los demás aspectos del caso.

Una persona había matado al gobernador, y presuntamente tenía un motivo para ello. Un complot. Eso suponía varias personas. El ataque contra Welton, los agentes falsos, el homicidio del ranger, la imposibilidad de sortear a un escuadrón entero de robots de seguridad. Todo tenía que encajar de algún modo.

Pero ¿quiénes eran los organizadores, y por qué? Suponiendo que los asesinos tuvieran un motivo, ¿cuál era? Excluyendo por el momento la irracional razón de la locura, Kresh podía concebir muchos motivos para matar a Chanto Grieg, pero muy pocos coincidían con los móviles normales para el asesinato.

«Esto no es un homicidio en el sentido corriente de la palabra», se dijo. El homicidio se relacionaba con la pasión, los celos, la codicia, la ambición personal, era un ataque mortal contra una persona. Esto era un ataque contra el Estado. Kresh se preguntó si sería mortal.

La idea era aterradora, y no del todo descabellada. Aunque debilitado y criticado, Grieg había sido el pegamento que unía la política de Inferno. Aun suponiendo que todos lo odiaran, aunque por diferentes razones, al menos unía las emociones de la gente. Y aunque la gente lo hubiera odiado, y hubiera disentido de él, al menos podía comprender el fundamento racional de sus medidas.

La gente podía enfurecerse por la escasez de robots, o hartarse de los colonos, pero todos entendían la necesidad de ambas cosas, aunque fuera a regañadientes. Parte de esa renuente aceptación provenía del conocimiento de que Grieg no era un fanático ni un ideólogo, alguien que obrara siguiendo una doctrina estúpida, sino un realista que capeaba el temporal como mejor podía.

¿Sucedería lo mismo con el nuevo gobernador? ¿La gente daría por sentado que un nuevo gobernador lucharía para hacer lo mejor? ¿Quién sería el nuevo gobernador?

Por decirlo sin rodeos, ¿quién había allanado el camino que conducía al poder? ¿Quién se apoderaría del cargo? ¿O acaso se trataba, literalmente, del cañonazo inicial en un nuevo y agresivo intento de los colonos para adueñarse del planeta? ¿Una flota de invasión colona se dirigía hacia Inferno en ese preciso instante? No se requeriría demasiado. Los colonos sólo tenían que sentarse a esperar. Sin ayuda de estos, Inferno se desmoronaría en pocos años. Era irritante reconocerlo, pero Kresh no era de los que negaban la realidad.

Pero entonces… ¿por qué los colonos se molestarían en conspirar y asesinar? Tal vez fuera algún notable lugareño, un matón como Simcor Beddle, ansioso de tomar el poder. ¿Alguien anunciaría en pocas horas que había salvado el planeta del desgobierno de Grieg? ¿Algún maniático había organizado un golpe para salvar el modo espacial de vida, o un conspirador cínico había comprendido que ese motivo le brindaría una magnífica tapadera?

¿Quién demonios dirigía ese golpe?

Dos mil kilómetros al este de la isla Purgatorio, el sargento Toth Resato, del cuerpo de rangers del gobernador, miraba la Gran Bahía en la oscuridad que precedía al alba.

Esperaba. Observaba. Estaba al pie de los acantilados que formaban la costa de la bahía. Soplaba un viento frío que atravesaba la Grieta Oriental y la ensenada donde desembocaba el río Leteo, un par de kilómetros al norte de donde él estaba.

La rompiente era un rugido incesante, y en el cielo negro no había indicios del día naciente. Las estrellas, más que brillar, perforaban la oscuridad con un resplandor afilado. Al oeste, las luces del generador de campo atmosférico de Limbo relucían y centelleaban, un pálido y borroso retazo de verdor ondeante en el horizonte, pero aun aquel pequeño rastro de calor y color parecía inadecuado en ese lugar y en ese momento.

El sargento Toth Resato se sentía incómodo. No sólo iba de paisano, sino que vestía como un colono. Aquellas prendas llamativas lo hacían sentirse como un imbécil, pero la nave a la que estaba aguardando no se aproximaría a la costa si un tripulante localizaba un uniforme de ranger.

Había muchas cosas en esa misión que a Toth le disgustaban aún más que su indumentaria. Había jurado defender la ley, y cumpliría con su deber. Había jurado mantener la paz, y también lo haría. Pero ¿qué pasaba en aquellos momentos en que la ley misma era lo que atentaba contra la paz? ¿Qué debía hacer cuando el mundo se trastocaba y un sujeto podía ser arrestado por lo que una semana antes había sido legal, incluso honorable?

¿Cómo podían los espaciales, precisamente ellos, declarar ilegal la obtención de un robot? Los colonos eran los que querían prohibir los robots. No tenía sentido. Aun así, ahí estaba, muriéndose de frío en la oscuridad, esperando, porque había recibido el informe de que esa noche un contrabandista intentaría introducir clandestinamente «espaldas oxidadas», robots Nuevas Leyes.

Toth no acababa de comprenderlo. ¿Cómo era posible que tener un robot constituyese un delito? No tenía sentido. Era como si declarasen que respirar o comer era ilegal.

Toth sabía que era propenso a la exageración. Admitió que no era exactamente ilegal poseer un robot, pero pronto lo sería. Y para colmo él nunca había arrestado espaldas oxidadas, ni siquiera tratado con robots Nuevas Leyes. No se sentía confiado ni preparado para su tarea.

Teóricamente, todo robot particular confiscado para el proyecto de terraformación seguía siendo propiedad del dueño. No obstante, la propiedad no servía de mucho cuando el ex sirviente estaba a quince mil kilómetros de distancia, al otro lado del planeta, trabajando en un criadero en las planicies. La gente no estaba conforme, y quería robots.

En la economía y la escasez había otros factores que presuntamente lo explicaban todo, pero para Toth no tenía mayor sentido. Al fin y al cabo, si había escasez de algo, ¿por qué no aumentar la producción? Y ¿cómo podía haber escasez de robots? ¿Por qué no fabricar más? El gobierno tenía muchas explicaciones complicadas acerca de la escasez de recursos y la inversión de capacidad productiva en el futuro del planeta, pero nadie entendía las cifras.

La gente debía aceptar que era preciso hacer sacrificios en aras de un futuro mejor, pero muchos desconfiaban. Sólo sabían que no había suficientes robots, y era lo único que les interesaba, y la vida cotidiana en Inferno era un engorro. Como todos decían, aunque en el planeta había cien veces más robots que personas, aquellos no eran suficientes.

El contrabando de espaldas oxidadas, el gran comercio clandestino que había producido esta situación, era consecuencia de que la gente quería robots y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa —incluso a delinquir— para obtenerlos.

Sonó el detector que llevaba en el cinturón. Toth Resato miró la pantalla y se llevó los prismáticos de visión nocturna a los ojos. Sí, allí estaban. En el mar, en una embarcación abierta, dirigiéndose hacia él. En otra parte habría una embarcación más grande con el resto del cargamento de espaldas oxidadas, esperando a que el piloto humano los llevase a la costa.

Espaldas oxidadas. Robots Nuevas Leyes renegados que huían de Purgatorio en dirección al desierto de Terra Grande para aquello que los economistas colonos llamaban «servidumbre contractual». Trabajarían para pagar el precio de lo que costaba sacarlos de Purgatorio, y una vez que saldaran la deuda se emplearían por un salario. Es decir, eso habrían hecho si Toth no estuviera esperándolos.

Toth había asistido a los cursos de adiestramiento destinados a explicar el fundamento del delito económico, para que los rangers pudieran enfrentarse mejor a este. Se había adormilado en casi todos, pero recordaba que los economistas colonos peroraban sobre la oferta y la demanda, diciendo que ningún espacial había experimentado una escasez de mano de obra en miles de años, y que la mano de obra ilimitada había reducido prácticamente a nada el valor de la materia prima. Esos expertos decían que, de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda, esta y el precio habían bajado a cero ante la oferta de algo que era esencialmente infinito.

Los robots alteraban por completo la noción de economía de mercado. El uso y el concepto del dinero habían desaparecido.

Pero ahora, de repente, no había robots para trabajar y fabricar cosas gratuitas. La mano de obra era escasa y en consecuencia esta, y los productos que con ella se obtenían, poseían un valor significativo.

Hasta donde Toth podía recordar, por primera vez todo tenía precio. El inconveniente era que los espaciales, aunque increíblemente ricos, no tenían dinero sino pertenencias. Estaban obligados a trocar lo que poseían para obtener productos o servicios que antes eran esencialmente gratuitos. Inferno había vuelto a una economía basada en el semitrueque. Toth no había escuchado el resto de lo que decía el experto, pero para él era evidente que esa gente que enseñaba pasaba por alto lo esencial.

Los economistas estaban fascinados con sus gráficos, diagramas y mercados, pero nunca parecían entender que los afectados eran personas reales.

La ciudad capital de Hades lucía desierta y mugrienta la última vez que Toth la había visitado. No había brillo ni vitalidad. El viento del desierto lo cubría todo con una delgada capa de polvo.

Sin las hordas de robots de limpieza en la zona céntrica, todo parecía desgastado, raído y triste, como si los edificios y calles supieran que las arenas del desierto se aproximaban cada vez más a la ciudad.

Sin robots, la ciudad —con su población humana intacta— parecía un pueblo fantasma. Incluso Toth percibía la ironía, y eso que no tenía alma de poeta. ¿Qué podía decirse de una ciudad que parecía medio muerta porque las máquinas se habían ido y las personas se habían quedado?

La gente estaba desesperada, y había muchos oportunistas dispuestos a sacar partido de esa desesperación. Los mercaderes colonos, que compraban obras de arte y herencias familiares a precios ínfimos en créditos colonos, ya eran exasperantes, pero al menos esas transacciones eran legales.

El comercio de espaldas oxidadas no lo era. La industria de los espaldas oxidadas había surgido como por arte de magia en cuanto el gobernador anunció que asignaría los robots «sobrantes» al servicio de terraformación.

Desde entonces había crecido en tamaño y sofisticación, y ahora era una actividad vasta y compleja.

En los talleres de Purgatorio un artista del desguace extraía, por unos honorarios, los restrictores de alcance de los robots Nuevas Leyes. Existían también los agentes de negocios, que cobraban sumas enormes o realizaban trueques leoninos con los espaciales que necesitaban un robot, cualquier robot. Estaban los contrabandistas dispuestos a conseguir un cargamento de robots Nuevas Leyes en Purgatorio, o bien a pilotar un aeromóvil hasta los topes, exponiéndose a ser detectado por las redes de control de tráfico.

A todo ello había que sumar los robots Nuevas Leyes. Ellos eran el auténtico misterio. Toth podía entender a los humanos. Al fin y al cabo no eran muy diferentes de otros delincuentes que se arriesgaban a un duro castigo con tal de obtener ganancias suculentas. Pero los robots Nuevas Leyes constituían un enigma.

Ante todo, ¿eran robots? Sólo estaban bajo el influjo de media Primera Ley. Tenían la directiva de no dañar a un ser humano, pero podían presenciar cómo mataban a uno si así lo deseaban. Allí faltaba una de las protecciones primordiales de la existencia espacial. Además, los robots Nuevas Leyes no debían obedecer las órdenes de un humano. Se requería de ellos que «cooperasen con los seres humanos», pero nadie parecía saber qué significaba eso para un robot. ¿Y si había dos grupos humanos con ideas enfrentadas? ¿Con cuál «cooperaría» un robot Nuevas Leyes?

Para algunos de estos robots, al menos, cooperar significaba echar a correr. Y Toth no entendía por qué. Un espalda oxidada tenía que trabajar tanto o más que un Nuevas Leyes que se quedara donde debía. Algunos Nuevas Leyes hablaban de la esperanza de libertad, pero ¿qué podía significar la libertad para un robot? Aun así, allí estaba él, esperando otro cargamento de robots Nuevas Leyes que arriesgaban la existencia en aras de la libertad.

Y ahora se dirigían hacia él. Un cargamento de robots fugitivos. Robots fugitivos. Era casi una contradicción.

Toth observó a través de los prismáticos. Vio el destello de la señal de luz en la proa del barco. Tres parpadeos largos; otros tres cortos. Sabía que el que iba al mando se llamaba Norlan Fiyle, y que este estaba esperando que una recia mujer llamada Floria Wentle respondiera a la señal. Toth había conocido a Wentle recientemente, y le había ofrecido un alojamiento un poco más prolongado de lo que ella hubiese preferido. Había bastado con mencionar la sonda psíquica para que Wentle revelara todo lo concerniente a Fiyle y sus planes para el embarque de esa noche. Al parecer, el honor significaba muy poco para los ladrones.

Toth alzó su luz y respondió a la señal: dos parpadeos largos, tres cortos, cuatro largos. Observó por un instante y recibió la respuesta indicada, tres parpadeos largos y tres cortos. Miró a izquierda y derecha, para verificar si sus robots estaban en posición, lo cual era innecesario e inútil. Innecesario porque sabía que estaban allí, e inútil porque todos estaban muy bien escondidos.

El barco se encontraba ya tan cerca que Toth no precisaba los prismáticos. Toth sintió que se le aceleraba el pulso. Allí venían.

Ahora oía el zumbido agudo del motor por encima de la rompiente. Veía los robots rígidamente sentados en sus asientos, y un humano —Fiyle, tenía que ser Fiyle— de pie en la proa, dirigiendo los mandos. «Compórtate amigablemente —se dijo Toth—. Compórtate como si fueras la persona con quien va a encontrarse». Toth agitó el brazo para saludar. Sabía muy bien que su figura se recortaba contra el cielo nocturno, y que Fiyle estaría usando un equipo de visión nocturna al menos tan bueno como el suyo, y sin duda tendría una pistola energética más potente que el arma reglamentaria que usaba Toth. Echó a andar en dirección al cabo hacia donde enfilaba el barco, tratando de moverse con soltura y calma a pesar de aquellas ridículas ropas de paisano, aparentando normalidad.

Al menos aquellas prendas le iban tan holgadas que costaba distinguir el perfil del cuerpo. Con suerte, en la oscuridad, Fiyle no notaría que Toth no era una mujer.

Toth ya llevaba un par de esposas en la muñeca, ocultas entre los pliegues de la ropa. La manilla libre pronto se cerraría en torno a la muñeca de Fiyle.

Toth se detuvo, buscando un lugar para descender hasta la costa rocosa, al pie del acantilado. Se arrodilló, se volvió hacia el acantilado e inició el descenso, dolorosamente consciente de que acababa de darle la espalda a Fiyle. Se obligó a no pensar en ello, y se concentró en no perder el equilibrio.

No tardó mucho en descender a la costa. Se alegró de llegar abajo y poder volverse.

El barco estaba a sólo cien metros, a punto de varar en la orilla arenosa. Toth observó a Fiyle, que se hallaba en la proa, y advirtió que no dirigía la vista hacia él, sino hacia la costa. Aun con un casco de visión nocturna cubriéndole media cara, era fácil ver su expresión de ansiedad mientras procuraba guiar la pequeña embarcación entre las olas, esquivando rocas y salientes. Cada vez más cerca.

Al fin, Fiyle hizo avanzar el barco sobre la cresta de una ola, guiándolo hasta la orilla, a veinte metros de donde estaba Toth.

Fue obvio de inmediato que los robots de proa habían recibido instrucciones sobre lo que debían hacer al desembarcar. Tres de ellos saltaron y aferraron la proa. Otro más saltó a la orilla, con un cabo en la mano. Se dirigió al pie del acantilado, rodeó con la cuerda una protuberancia rocosa y la amarró. Los demás robots iniciaron un ordenado desembarco.

Fiyle apagó el motor, se quitó el casco de visión nocturna y se restregó la cara. Estiró los brazos y dobló la espalda para desentumecerse. Con un movimiento ágil, apoyó una mano en la borda y saltó a la orilla, sobre el oleaje. Como buen marinero, no tenía problemas en mojarse los pies.

Toth sonrió, avanzó hacia él y le tendió la mano mientras Fiyle caminaba chapoteando por la rompiente. Fiyle sólo comprendió que algo andaba mal cuando estaba a menos de un metro del agente. Toth se acercó al frío oleaje, cogió la mano del contrabandista y le colocó la manilla sin darle tiempo a reaccionar.

Fiyle gritó y echó el brazo hacia atrás, arrastrando a Toth y golpeándolo. Ambos cayeron al agua, Fiyle logró ponerse encima de Toth y, cogiéndolo por el cuello, le hundió la cabeza en las frías aguas.

El ranger abrió los ojos, pero la oscuridad de la noche y el agua turbia lo cegaban. Forcejeó, aferrando el rostro de su contrincante con la mano libre. Dio un tirón con la mano izquierda, donde tenía la esposa, tratando de arrancar la mano de Fiyle de su garganta.

Intentó con desesperación sacar la cabeza del agua a fin de respirar. Cerró la mano libre y trató de pegarle a Fiyle en la cabeza, pero erró el golpe y apenas le rozó el hombro. Echó el brazo hacia atrás para probar de nuevo.

De pronto, ya no tuvo importancia. Fiyle se apartó de él y unos fuertes brazos lo rescataron del agua. Toth tosió y escupió mientras el robot —su robot—, un Gerald, una unidad GRD del equipo de detención, lo conducía hasta la costa. El GRD acunaba a Toth como si este fuese un bebé. Su brazo izquierdo colgaba en el aire, aún unido a Fiyle por las esposas.

Otro GRD llevaba a Fiyle, sosteniéndolo con fuerza.

—¡Bájame! —bramó Fiyle—. Te ordeno que me bajes.

El robot no se inmutó.

—Lamento, señor, que tanto la Primera Ley como las órdenes preexistentes me impidan hacerlo. Por favor, no intente escapar, pues eso podría redundar en daño para usted o el ranger Toth.

Toth no pudo evitar sonreír a pesar de la tunda que acababa de recibir. Se podían dirigir críticas muy duras contra los robots Tres Leyes, pero nadie podía acusarlos de ser descorteses.

Toth había aprendido un par de cosas sobre los colonos, o al menos sobre los colonos capturados por la policía. A su entender, se dividían en dos grupos.

Por una parte estaban los gruñones, que negaban todo, acusaban al agente de manipular las pruebas, amenazaban, resoplaban y se mofaban. Por otra, los que se lo tomaban como un juego donde había ganadores y perdedores. Una vez que Norlan Fiyle estuvo en la estación móvil de Toth, encerrado en esa celda enrejada de aspecto arcaico, donde era evidente que se encontraba preso y no podía hacer nada para remediarlo, demostró de inmediato que pertenecía a la segunda categoría.

Cuando los robots GRD pasaron las ropas secas entre las rejas de la celda, Fiyle perdió toda su agresividad. Era macizo y corpulento, con la salud y el vigor propios de un hombre activo de edad madura. Tenía rostro redondo, tez oscura y una delgada franja de cabello níveo. No parecía preocuparle el que lo hubieran arrestado ni ese trío de amedrentadores robots GRD que, apostados delante de la celda, vigilaban cada uno de sus movimientos.

Fiyle se sentó en su estrecho catre y se puso la ropa de prisionero.

—Bien, ¿cómo me pillaste? —preguntó.

Toth no estaba de buen humor. Le dolía la cabeza y estaba seguro de que por la mañana tendría un ojo morado y la espalda rígida.

—Digamos que confiaste en quien no debías —respondió, tratando de no revelar demasiado. Se sentó al escritorio, frente al prisionero, y aparentó trabajar. En realidad, no estaba en condiciones de redactar un informe coherente.

—¿Conque sí, eh? —dijo Fiyle—. Debí darme cuenta de que no podía contar con Floria Wentle —añadió con tono calmo mientras se calzaba las zapatillas de prisionero—. Vaya, la talla me está bien —comentó, poniéndose de pie y dando un par de pasos.

—Me alegra que te gusten —dijo Toth, un poco molesto de que Fiyle hubiera adivinado al primer intento—. Pero yo no dije quién te delató.

Fiyle lo miró con una sonrisa.

—Oh, tenía que ser Floria. El trato era demasiado tentador. Debí saber que era de las fáciles de atrapar. A propósito, ¿puedes decirme qué pasó con mis Nuevas Leyes? ¿Alguno logró escapar?

—La mitad de los que iban en el barco huyeron —contestó Toth—. Mis robots capturaron al resto en la playa. Por la mañana recogeremos a los que aguardan en el barco.

—No cuentes con eso. Esos robots no son tontos. Si yo no regreso para la segunda carga, todos huirán. Llevarán el barco a otra parte y tratarán de desembarcar allí.

—¿De verdad lo crees? —replicó Toth con tono desafiante. Si Fiyle era tan listo, ¿cómo lo había capturado?—. Sólo son robots. Estarán ahí sentados cuando vayamos a capturarlos.

—Se aceptan apuestas. Son robots Nuevas Leyes, no lo olvides. Uno solo de ellos tiene más iniciativa que toda una banda de robots Tres Leyes. Y créeme, este grupo tiene sobrados motivos para escapar. ¿Sabes qué les ocurre a los robots Nuevas Leyes si los pillan tratando de escapar?

Toth se encogió de hombros.

—Pues no.

Fiyle lo miró de modo extraño.

—Para ser de la bofia pareces poco curioso. Si un Nuevas Leyes es sorprendido tratando de escapar, recibe un tiro en la mollera. Una vez que se dan a la fuga, saben que no pueden detenerse.

—Pero no sabrían gobernar tu barco —objetó Toth.

—Son listos y, por cierto, tienen incentivos para aprender. Si no pueden gobernarlo, saltarán por la borda, se hundirán y caminarán por el fondo hasta la costa. Pero dudo que lo hagan. No los fabrican impermeables, pues así pueden retenerlos en Purgatorio. Además, por aquí hasta un robot se desorientaría bajo el agua; la visibilidad es mala, las corrientes fuertes y el fondo marino accidentado. Pero ahora son tu problema.

Fiyle se recostó en el catre y sonrió.

—Eso es un consuelo, al menos —suspiró—. Me he librado de un cargamento de sabidillos Nuevas Leyes volviéndome loco. Ahora eres tú quien tiene que encargarse de ellos. Pero me alegra que algunos escaparan.

—¿Y a ti eso qué te importa? —preguntó Toth. Por algún motivo se sentía incómodo. Fiyle no se comportaba como un hombre que debía enfrentarse a graves problemas tras ser sorprendido in fraganti.

—Oh, no me interpretes mal. Trabajo en esto por dinero, pero aun así me gusta que algunos escapen de vez en cuando. Aunque sólo sean robots. —Fiyle sonrió y le guiñó un ojo, para dar mayor énfasis al sarcasmo de su comentario.

—Creo que hablas demasiado, colono —dijo Toth.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Fiyle sin mosquearse.

—Mírate. Estás en una cárcel espacial y te tengo bien cogido con una acusación muy grave.

—Es verdad. O lo es hasta cierto punto, porque estás a punto de hacer un canje, ranger Resato.

—¿Un canje? ¿Por qué?

—No, no por qué, sino por quién. Hablemos de eso primero. Hablemos del trato. Yo te daré un nombre, un nombre que te encantará oír, y también odiarás oír. Y tú me sacarás de este agujero espacial para mandarme de vuelta a una vida decente.

Toth escrutó al prisionero. Intuía que Fiyle hablaba en serio y que no era hombre de hacer ofrecimientos que no pudiera garantizar.

—Tendrá que ser un nombre fenomenal para llegar a semejante trato. ¿Algún pez gordo?

—Un pez gordo, sí, pero no es por eso por lo que te interesará. Este nombre os pertenece. Y pertenece a alguien que está muy metido en el contrabando.

Toth se sintió inquieto. Comprendió que se refería a un ranger. Un ranger implicado en el contrabando.

Apretó un botón del escritorio.

—Gerald Cuatro —dijo.

—¿Sí, señor? —respondió una voz mecánica por el panel de comunicaciones.

—Tráeme dos cajas testigo sin grabar.

—Un momento.

Se hizo el silencio en la habitación, y Toth se sorprendió mirando fijamente a Fiyle. El colono había dejado sus jocosas burlas, y ahora Toth veía la tensión, la intensidad que se ocultaba bajo su actitud despreocupada.

Gerald Cuatro entró en la habitación con dos contenedores cerrados. Toth los cogió, sacó los sellos y los abrió. Dentro de cada recipiente había un pequeño cubo negro de tres centímetros de lado, cada uno de los cuales tenía un botón. Si apretaba el botón, la caja grabaría durante una hora, sin modo de detenerla, rebobinarla ni borrar la grabación. Luego, cada vez que se pulsara el botón, reproduciría la grabación, y no habría forma de detenerla o modificarla.

Toth extrajo las cajas de los contenedores. Cogió una de las cajas testigo, las miró por un instante y puso las dos sobre el escritorio. Apretó los botones y volvió la vista hacia Fiyle.

—Habla el ranger Toth Resato —dijo—. El colono Norlan Fiyle, mi prisionero, fue arrestado esta noche por contrabando de robots. Ha ofrecido dar el nombre de un ranger del gobernador que está implicado en el comercio ilegal a cambio de la anulación de todos los cargos contra él y el transporte a su planeta natal. Por la presente acepto este trato, que dependerá de la confirmación de su información. —Toth entregó las cajas testigo al robot—. Dáselas.

Gerald Cuatro llevó las cajas a la celda y las pasó por entre los barrotes.

—Tú guardas un cubo, yo recibo el otro —dijo Toth—. Cada cual tiene una garantía. Ahora, habla.

Fiyle sostuvo un cubo en cada mano y miró a Toth. El colono tragó saliva y Toth observó que el sudor perlaba su frente. El juego había terminado. Aquello iba en serio.

—Hay un ranger —comenzó Fiyle— que hace la vista gorda cuando trabajan los contrabandistas y los pone sobre aviso cuando se prepara una redada. —Puso lentamente las cajas testigo sobre la mesa de su celda, rodeó esta y se sentó en el catre, mirando a Toth—. Hay un ranger —repitió—, el sargento Emoch Huthwitz…